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ArpaPilar Goizueta: “Aquí lo primero son los animales”

Pilar Goizueta: “Aquí lo primero son los animales”

Pilar Goizueta Apezteguia trabaja quince horas al día. Comienza la jornada laboral de madrugada y, cuando termina, faltan minutos para que llegue una nueva. Trabaja y vive, junto a sus dos hijos, marido y suegra, en una vieja borda a dos kilómetros de Zozaia, un pequeño pueblo de 30 habitantes en el valle navarro de Baztán, al norte de España. Allí tienen todo lo que necesitan: Comida y cobijo para las ovejas y los corderos. No echan en falta las comodidades propias del descanso porque nunca las han utilizado. Ella gestiona a diario, con un esfuerzo titánico, esta pequeña explotación que ha convertido en forma de vida.

 

En Casa Gastainzelaieta suena el despertador a las cinco y media de la mañana. Pilar, nacida en Ituren cuarenta años atrás, es la primera en levantarse. Pone a calentar una cazuela de leche en la cocina eléctrica. “Es para dos corderos que han rechazado sus madres y tengo que alimentar con el biberón”, comenta mientras sorbe un trago de café. Cuida con mimo a los recién nacidos y, al igual que con el resto de las ovejas, les desea un buen día con tono muy cálido. Enciende el fuego de la caldera que calienta la cocina. Del piso superior bajan su marido, Juan Ángel, y Romana, madre de éste, con más de setenta años y una elasticidad envidiable. Ella viste ya con ropa de trabajo. Juan Ángel se abrocha el buzo en una de las sillas de la cocina. Sin pensarlo dos veces ni desayunar empiezan a trabajar.

 

“Lo que nos diferencia de los grandes rebaños es que nosotros conocemos a todas las ovejas”, asegura Pilar, que recubre con helechos el suelo de una gran cuadra: “Reconocemos incluso las ubres de cada una”. No titubea al hablar. Entre los tres sanean la mayor de las cuadras que llaman Bordatxo. En el interior, bien ordenadas, caben cerca de 80 ovejas. Pilar llama por su nombre a algunas de ellas. Pilar y Romana limpian la artesa que recorre el establo con pequeñas escobas de boj mientras Juan Ángel mezcla la comida para los animales. Revuelve en un cubo pulpa de remolacha, pienso compuesto, maíz y salvado de trigo. Una vez repartido el alimento vuelven a  introducir las ovejas y, con la melodía de sus mandíbulas a pleno rendimiento, comienzan el ordeño.

 

En Gastainzelaieta extraen cerca de 60 litros de leche de oveja al día. Ordeñan los tres. Dos veces al día. De madrugada y al anochecer. “Alguna vez lo han hecho mis hijos”, comenta Pilar, “pero sólo por la noche”. Es una mujer metódica y constante. La conversación que mantienen mientras manejan las ubres deriva en una crítica a la congelación que sufre el precio de los corderos “desde los últimos 40 años. Además, desde que empezó el euro se ha encarecido todo mucho”, asegura Pilar. “Sobre todo el pienso de los corderos y la gasolina. Si fuera sólo el ordeño éste trabajo sería muy cómodo”, concluye resignada. Motivos no le faltan. Pone mucho empeño en el cuidado de los corderos, pero porque no sabe criarlos de otra forma. Eso aumenta su trabajo y encarece los costes. Los crían hasta que rondan los once kilos de peso y, cada año, cerca 200 corderos salen de su llanura de castaños, que es lo que significa Gaztainzelaieta. Continúan viviendo de alquiler en esta apartada borda en la que la familia de su marido lleva afincada varias generaciones.

 

Con la leche puesta a buen recaudo y mientras Juan Ángel repara con su navaja y antiséptico las pezuñas de una oveja, Pilar reparte con un sarde hierba fermentada sobre la artesa. Son las siete y veinte de la mañana y las ovejas vuelven a entrar para comer. Es el momento de examinar una docena de ovejas que han parido en las últimas semanas y duermen en otro pequeño galpón. Las miran una a una palpando sus  ubres en busca de anomalías. “Una ha perdido la ubre”, anuncia Juan Ángel. Después de una segunda ojeada y un silencio como lamento pasan a mirar la salud de los corderos. Esta fornida ganadera de frío parecer pronto desmiente la primera impresión con una cálida actitud: “Es inevitable encariñarse con los animales y pasarlo mal cuando ellos lo pasan mal”.

 

Faltan veinte minutos para las ocho de la mañana y el horizonte de Elizondo y Lekaroz comienza a iluminarse con los primeros rayos de sol. Pilar se maneja a la perfección en la oscuridad. Parece tenerlo todo medido. Camina bajo un cielo estrellado tan despejado como profundo. Lleva comida a otro pequeño establo en el que guardan cuatro ovejas preñadas. “Casi todos los días nace alguna. Un centenar de octubre a diciembre. Agrupamos los partos para ordeñar a la vez y llegar al mínimo de litros que necesita el lechero para hacer queso”. Cuando amanece tiene ya buena parte de la tarea del ganado hecha y vuelve a la cocina para preparar el almuerzo.

 

 

Al son de un complejo reloj


Comida abundante para los mayores y leche para los pequeños. Xabier (13) e Itsasne (7) son los hijos de Pilar. Hoy tienen fiesta en el colegio. En esta ocasión almuerzan todos juntos, pero en días de escuela, a las siete y media de la mañana, Juan Ángel baja a Xabier los seis kilómetros que separan su casa de la parada de autobús de Oronoz Mugaire antes de irse a las canteras de Almandoz, donde trabaja de ocho a cinco y media de la tarde. A Itsasne la acerca un vecino hasta la escuela una hora más tarde porque Pilar esta metida en faena y no puede llevarla. “Es lo único que he pedido a Gobierno de Navarra, un taxi para que lleven a mi hijo por las mañanas”, comenta resignada. “Dicen que hay muchos como yo y no me hacen caso. Aquí no hay que fichar, pero sí terminar la tarea antes de que anochezca”. Es una mujer combativa, aunque tanto trabajo le impide asociarse con otras ganaderas. También sus hijos encuentran limitaciones en este punto ya que, de algún modo, permanecen apartados del resto de niños del valle e incluso del mismo pueblo. Pilar tiene muchas esperanzas en el futuro de sus hijos y se enorgullece, parapetada tras una sonrisa fugitiva, del comportamiento excelente que tienen en la escuela.

 

Mientras Pilar retira tocino, chistorra y huevos de la sartén bajo la atenta mirada de Itsasne, Xabier echa maíz a las gallinas y Juan Ángel prepara la pulpa que dará a las ovejas por la tarde. “Hay muchos que la compran hecha”, comenta él mientras dispone varios cubos. “Yo sigo preparándola como lo hacía mi padre”. Todos conocen a la perfección las tareas que deben hacerse.

 

Xabier e Itsasne aprovechan para ver los dibujos animados en la televisión. Cada uno tiene su sitio en la mesa. Llega la hora de escuchar el parte meteorológico por la radio. “Es imprescindible para poder organizarnos un poco, porque si llueve hay que meter las ovejas dentro”, advierte Pilar. “Aquí lo más importante son los animales. Las tareas de casa las hago en los ratos libres”. Ella es quien pone la lavadora, tiende y plancha: “Juan Ángel ni se arrima”, bisbisea. Ella recoge las habitaciones del piso superior y prepara las comidas en el inferior. Ella es quien compra y vende, quien parte y reparte.

 

A Casa Gastainzelaieta no sube ni el panadero ni el repartidor de gas. Acumula provisiones en un gran arcón. “Es un engorro ir a comprar porque tienes que dejar todo más o menos preparado. En Pamplona me estreso con tanta gente y no estoy nunca tranquila por las cosas que dejo aquí. Hay que estar pendiente de los animales constantemente”. Es por eso por lo que va a Pamplona, la capital navarra, un máximo de diez veces al año. “Sólo para ir al médico y hacer las revisiones a los coches. Además, antes de ir tengo que prepararme y acicalarme”. Porque Pilar admite que es presumida: “Me gusta maquillarme, pero no tengo tiempo. Además aquí no hace mucha falta. Desde que llegué me habré maquillado cinco o seis veces, en acontecimientos extraordinarios. Mi hija se queda sorprendida cuando me ve con los labios pintados”.

 

El postre del almuerzo también está elaborado en casa: dulce de membrillo y queso. Para terminar café con truco de la antigua usanza. “Echo dos cucharadas de azúcar en la cafetera y no en cada vaso”, desvela Pilar, “se ahorra mucho azúcar y sabe igual de rico”. En sus cuentas, hasta el mínimo detalle está medido y racionado aunque, en los días más sosegados como el de hoy, fuma cigarrillos de más.

 

Después de reponer fuerzas, Juan Ángel se despide para ir con el tractor a buscar fiemo. En días de labor es Pilar quien lo maneja porque su marido no vuelve hasta las seis de la tarde. Con él de fiesta adelanta trabajo y, acompañada de sus hijos, sube con el coche hasta el alto de Iraperri. Ayudada por una vara de avellano, camina hasta otra borda por un sendero repleto de castaños. “Un manjar para las ovejas”. Lleva un saco de pienso a la espalda e Itsasne le imita con otro más pequeño. Abren la puerta a una docena de corderos que salen ayudados por sus madres. Sujeta con una cuerda el mallazo que hace de puerta y sanea las camas de helecho. No hay mayores medidas de seguridad que una cuerda. “No tengo miedo de que me roben porque nadie roba trabajo y en casa no tengo ni dinero ni cosas de valor”, asegura confiada.

 

 

La recompensa del sacrificio


“A mí no se me caen los anillos porque no llevo”, bromea Pilar. El regreso es más lento conforme se pica la cuesta y se detienen a recuperar aliento. Es una mañana soleada y el rocío matinal empieza a fundirse bajo la hierba. Al margen de las dificultades propias de este trabajo y su ubicación geográfica, en ocasiones ha tenido que enfrentarse a otras añadidas por el simple hecho de ser mujer. Le han exigido un poco más. “Hoy me respetan más en el valle y, aunque yo no les conozco a ellos porque soy de fuera, sí que me conocen a mí. ‘La de Gaztainzelaieta’, dicen. En parte, ese esfuerzo añadido me ha ayudado a que se conozcan más mis quesos y membrillos”.

 

Para ganarse el respeto tuvo que organizar con mucho acierto el asfaltado del camino que comunica el núcleo de Zozaia con su casa. “Tuvimos que hacerlo en auzolan y vino gente de los pueblos cercanos a ayudarnos. Yo organicé el trabajo y había quien criticaba mis decisiones y me restaba argumentos por ser mujer. Algunos en broma, pero otros no. Había quienes querían que la obra la dirigiera un hombre. Eso ocurrió en el primer kilómetro, en el segundo ya no hubo ningún problema”. Sin duda, buena explicación la tiene su fortaleza mental y carácter decidido, aunque esto le produce elevados grados de estrés con frecuencia y algún que otro problema de salud. No en vano, es la primera en levantarse y la última en irse a la cama.

 

“Los ganaderos somos el gremio más desamparado y las leyes, en lugar de facilitar el trabajo, lo hacen más difícil y costoso”. Cuatro años atrás le llamaron para trabajar un fin de semana en el hotel de Zozaia y terminó estando dos meses enteros. “Tuve que dejarlo porque era verano y tenía que empezar a cortar hierba, pero fue ahí donde me di cuenta de las burradas del campo. Trabajaba tres horas y cobraba un dineral con la tarea de hacer las camas como la más costosa”. Por momentos, Pilar parece añorar otro tipo de vida. Sin tantos condicionantes para llegar a su realización personal. “A ratos trabajaría en una fábrica, porque así tendría tiempo para mí, tiempo para leer. Disfruto mucho leyendo porque me ayuda a desconectar de todo, me aísla del estrés que acumulo. Aunque al final pienso y esto me da más cosas de las que me quita”.

 

Se acerca hasta otro rebaño para examinar las ovejas con Xabier e Itsasne siguiendo todos sus pasos. “Pocas veces han rechistado mis hijos para ayudar en las tareas o ponerse a ordeñar. Cuando no están en la escuela está conmigo y no les influye ninguna otra cosa. Además, cuando van a algún pueblo se aburren porque los otros niños se levantan muy tarde”. Xabier también es un gran aficionado a la lectura.

 

A media mañana vuelven a casa. Pilar trocea y reparte nabos por el establo y Xabier, que ha cercado las ovejas de Bordatxo en una parcela, barre el rastro que éstas han dejado en la puerta de casa. Los rayos del sol descubren una cortina de polvo que surge de los helechos y pasa a ocupar todo el espacio. “Saneamos las camas cada diez o quince días, y el fin de semana, que estamos todos en casa hacemos el grande”, comenta Pilar. No muestra signo alguno de flaqueza. Lleva seis horas trabajando y todavía le quedan otras tantas para terminar. Nunca desespera.

 

En estos quince años que lleva viviendo en Casa Gaztainzelaieta, Pilar se ha acostumbrado al silencio. Aún así, no desmerece ninguna conversación. Es sincera y risueña. “Aquí es muy difícil mantener una amistad porque no hay tiempo para tomar cafés o salir del pueblo”, aprecia con cierta resignación. “Cuando vine estaba embarazada y recuerdo que me gustaba asomarme para ver el monte Mendaur. Debajo está Ituren y era un consuelo para mí verlo tan cerca”. Camina hasta un viejo robledal en el que sus hijos se columpiaban antes y permite contemplarlo sin obstáculo alguno. “Tiempo atrás venían mis hermanas a menudo, pero al final siempre terminaban trabajando. Ahora, cuando nos desborda el trabajo a la abuela y a mí, sube mi cuñada que vive en Zozaia”. Detiene su actividad para hablar de varias amistades que conserva a pesar del tiempo que pasan sin verse. No le queda mucho tiempo para eso.

 

A medio día llega el lechero. Viene cada dos días y esta vez recoge 147 litros además de una pequeña muestra para analizarla en Irurzun. “Hacen estas pruebas dos veces al mes y miran si hay medicamentos o jabón que se pueda quedar después de limpiar la cisterna”. Recorre a diario una decena de casas entre Malerreka y Baztán. “La leche que pueda ser dudosa la meto en garrafas y la buena la vierto dentro del tanque”, farfulla el lechero, “ya me ha tocado tener que tirarla por meter una que estaba picada”. Esta leche viajará hasta Sunbilla donde la empresa Lizún elabora quesos Idiazabal.

 

Pilar vuelve a la cocina a repasar la documentación del ganado. Ella revisa la evolución del censo de sus ovejas y Xabier e Itsasne aprovechan para navegar en Tuenti con un ordenador portátil. Se alternan al aparato, aunque permanecen los dos frente a él. “Hace años acudí a unos cursos que organizó el sindicato agrario EHNE para aprender a manejar el ordenador, pero no lo utilizo nada”, comenta con cara extrañada. “Alguna vez antes de ir a la cama, pero llego tan cansada que ni lo enciendo”. El sonido de un camión acercándose le recuerda algo. Sale de la cocina y va a su encuentro. Es un vehículo cargado con 3.000 kilos de fiemo.

 

Alubias rojas y cordero para comer. “También de casa; lo matamos hace dos días porque era el más débil. Ya se sabe, en casa de herrero cuchara de palo”. Pilar se podría autoabastecer con los alimentos que ella misma cultiva y elabora. Todo menos el agua, que llega hasta casa por una  rudimentaria cañería desde un manantial de Belate. Fresca. Limpia. De postre saca paté, también elaborado por ella. Un manjar obtenido con hígado de cerdo, tocino, pimienta y licor. “La cocina ha sido siempre una de mis aficiones y aunque aquí sean de sota, caballo y rey, procuro disfrutar con los pucheros”. Sin duda, es la estancia más empleada. “Pero mi gran afición es la lectura. El problema es que aquí no hay mucho tiempo para eso y ahora, en lugar de empezar libros grandes, sólo leo los que puedo terminar de una tacada. Si no, los dejo varios días y pierdo el hilo. Cuando vivíamos en Sorauren leía el diario y al venirme aquí, al principio, tenía mono. No quiero empezar a leerlo por internet porque volveré a engancharme”.

 

Pilar es muy consciente del aislamiento informativo en el que vive de su borda hacia fuera, pero tampoco le preocupa. Es inteligente y reflexiva. “De joven siempre quise estudiar, pero no pude. Era la mayor de seis hermanos, hice de segunda madre y no me quedó tiempo”. Entre las profesiones con las que algún día soñó se imaginó trabajando de enfermera o veterinaria. “Algo relacionado con ayudar a los demás o hacer compañía a quien la necesitara”, acierta a decir. Le cuesta poner palabras a sus emociones. “Esta explotación durará hasta que aguantemos mi marido y yo, porque mis hijos no creo que quieran seguir con esto. Xabier es buen estudiante y quiere seguir estudiando. Si un día decide ir a la universidad haré todo lo que esté en mi mano para que lo consiga”.

 

El día se ha nublado con rapidez y comienza a llover. Los tres se apresuran a recoger las ovejas de los pastos cercanos. “Si se mojan mucho hay que volver a repararles las camas para que no les entre la enfermedad de las patas”, entona con firmeza Pilar mientras corre a cercar las ovejas en Bordatxo. Juan Ángel se encargará de recoger las de Iraperri y, cuando regrese, volverán a repetir todo el trabajo desde el principio. Una vez más. Seguirán trabajando hasta las nueve y media de la noche. Cuidando a los animales, atendiéndoles a cada instante. A esa hora, casi todos vuelven a la cama porque Pilar sigue repasando los quehaceres del día siguiente. Y es que Pilar Goizueta siempre ha afrontado con sacrificio y valentía todo reto que la vida le ha presentado. Austeridad y trabajo. Mucho trabajo.

 

 

 

Iñigo Ziganda es periodista freelance. Ha trabajado en radio y televisión. Actualmente desarrolla una serie de reportajes sobre la mujer rural española

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