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Mientras tantoNotas 4/23

Notas 4/23


Un sábado un poco más barroco de lo habitual.

Sé cuándo mienten los que dicen lamentar haberle dedicado demasiado tiempo al trabajo y no a otras cosas. Se nota en el ímpetu, en las ganas de manifestarlo públicamente, porque no pueden parar de venderse, su supuesto arrepentimiento no es sino una estrategia de marketing: intentan proyectar la imagen que consideran más apreciada.

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Me despierto antes de la cuenta y hago vida mientras los demás duermen. Si estuviese solo, esta soledad no sería la misma, no tendría ningún misterio; sería gris, funcionarial, anodina. Pero, en este caso, en cualquier momento puede aparecer alguien en el salón, y la fragilidad de esta soledad es precisamente la que la revaloriza.

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Hemos desayunado al sol, pero sin que este nos cegase, y corría una ligera brisa que animaba como anima la colonia después de una ducha; más tarde hemos paseado durante un buen rato junto al mar, y para terminar la mañana nos hemos bebido una cerveza fría en la terraza. Ahora, ella duerme, y yo voy a leer un rato en el sofá, con el airecillo que entra por la ventana acariciándome los pies. ¡Es imposible tener nada interesante que contar con tanta placidez!

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A veces la vida te sorprende: nunca antes habíamos comentado, después de bajar de un taxi, lo bien que conducía el taxista.

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Llegó tarde e imponiendo sus condiciones, dividiendo la mesa entre hombres y mujeres. No se imaginaba que los demás también queríamos lo mismo que su mujer, es decir, huir de él como de Satanás. Estábamos despidiéndonos de las vacaciones, estábamos cansados de gozo; sin embargo, él tenía todavía mucha gasolina en el depósito, y no se callaba, no dejaba hablar a nadie. Que si el euríbor, que si la cotización de las monedas extranjeras frente al euro, que si el precio de la gasolina… Recuerdo estar comiéndome un trozo de berenjena con miel cuando, de pronto, me preguntó por (ojo a esto) ¡la deflactación! ¡Un sábado, mientras cenábamos en una terraza maravillosa, situada en una placita tranquila, recogida, coqueta! No le escupí el trozo de berenjena de milagro. Mientras tanto, su mujer estaba encantada en la otra esquina de la mesa, ahorrándose su sapo. Intentamos desviar la conversación hacia un lugar más ameno, series o viajes, pero no hubo manera. ¿Sería eso complejo de inferioridad? ¿Necesitaría reivindicarse? Para colmo, durante el postre me enteré de que cumplimos años justo el mismo día. Impresionante: como para creer en el horóscopo.

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Primero era una ciudad en la que ni reparaba, tan solo había memorizado su nombre para no tener un negativo en Geografía. Después me crucé con ella y me cayó mal; era sucia, vulgar, ruidosa. Hasta que, sin darme cuenta, me fue conquistando, o fui cambiado yo, o me fue cambiando ella. Y ahora es un lugar al que el cuerpo me pide volver; es mar en calma, clima suave, claridad caliza. No todas las ciudades son tan fáciles como Roma.

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Uno había violado a su hija y esta se había quedado embarazada. Otro había sido médico, hasta que descubrieron que cualquier dolencia de mujeres o niños la investigaba siempre partiendo de la entrepierna. La mayoría de delitos allí eran de abusos y agresiones a menores de trece años. Aquel patio sumaba cientos de años de prisión. Pero su comportamiento no era el que me había imaginado. Al no estar en situación de superioridad, se mostraban sumisos y amables, pero con una sumisión y una amabilidad pegajosas, nauseabundas. Sus miradas intentaban engañar pero no engañaban; resultaban pesadas, de hormigón. Salí de allí exhausto, deseando respirar.

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Tuve que utilizar el micrófono de la megafonía general. «Joder, tu voz parece la de El Corte Inglés», me dijo mi compañera cuando desconecté el aparato. Se me aflojaron las piernas, y respondí torpemente, mal: «¿Eso es bueno o malo?». «Hombre, es mejor que la del Carrefour», repuso, riéndose. Nadie me había dicho nada sobre mi voz en mi vida.

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Semana de mañanas libres: ¡qué paseos más agradables entre la prisa de la gente!

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Nos asignaron un extintor a cada uno, con el que teníamos que apagar una lengua de fuego que brotaba de una pila rellena de gasoil. Nunca lo había hecho antes y probablemente nunca volveré a hacerlo. Con mi mano izquierda, sujeté el extintor; con la derecha, la manguera. Es un artefacto con capacidad para disparar nieve carbónica durante unos veinte o veinticinco segundos. Apreté la maneta y dirigí el polvo blanco de un lado al otro del recipiente, en zigzag, hasta apagar el fuego. Veinte o veinticinco segundos de euforia, de potencia, de frenesí. Me costó no gritar.

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Hay muchas cigüeñas por los alrededores del tanatorio. Una estaba sobrevolando el aparcamiento cuando salimos del coche. Ya se sabe: cuando llega la muerte, todo son paradojas.

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–Hay muchas obras siempre en el pueblo, ¿no?

–Claro, es que el alcalde es perito.

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En la librería, delante de mí, una mujer va a comprar un libro titulado Hijos adultos de padres emocionalmente inmaduros. Somos actores secundarios fascinantes.

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Bautizo en la iglesia de San Lorenzo. Dos bancos por delante, una mujer de unos cuarenta años, vestida con una minifalda negra y una blusa también negra, atiende a la misa. Está sola, pero mira cada dos por tres hacia la puerta. De pronto, dos tatuajes, uno en cada gemelo, llaman mi atención: en el izquierdo, «Carpe»; en el derecho, «diem». Poco después llegan un hombre, jadeante, y un niño, y se sientan a su lado. El tiempo se desvanece irremediablemente.

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Quedan menos de dos semanas de prácticas. En la cocina, donde pasa casi todo, me dice que soy otro desde que empecé a trabajar, y asiento. No ha sido una cuestión de voluntad, no obedece a ningún plan, tan solo me quité un peso de encima, y la consecuencia es la ligereza de ahora. Entonces llega el pensamiento que esperaba: esto no va a durar para siempre. Y lo alimento con el miedo más recurrente: la enfermedad propia o ajena. Pero después nos vamos por ahí y lo olvido. Vuelve el buen humor, todavía imparable. Ya queda menos para una normalidad más duradera. Hace tiempo que dejé de tener prisa.

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Ponen los pies encima de las mesas, y los bajan muy rápido cuando alguien llama a la puerta. En esta oficina hace falta un espejo.

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