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AcordeónCráneo(s). El último refugio

Cráneo(s). El último refugio

ELG, «Underground chapel», 2005
“Mi mundo tiene el diámetro de mi cráneo»
Mircea Cărtărescu
“El hombre se escapó de su cabeza como el condenado de la prisión”
Georges Bataille

 

En la magnífica exposición Cerebro(s), que estos días acoge el Espacio Telefónica de Madrid tras pasar por el CCCB de Barcelona, se exhiben tres cráneos frenológicos bellísimos, del siglo XIX, procedentes del Museo de Antropología de la Universidad de Padua. La frenología, como todas las pseudociencias, es una disciplina fascinante. Básicamente, afirma que podemos conocer la personalidad de un sujeto a través de las peculiaridades de su cráneo. Desarrollada a principios del siglo XIX por el alemán Franz Joseph Galli, tuvo muchísimo éxito popular en Europa durante toda la primera mitad del siglo. Después, las nuevas investigaciones fueron poco a poco desacreditándola hasta aplicarle la etiqueta de pseudociencia. De hecho, fue la primera en ser llamada así. Los frenólogos dividían el cráneo en distintas zonas, perfectamente delimitadas, cuyas dimensiones, formas y protuberancias podían servir para determinar las propensiones de cada individuo. Lógicamente, esta teoría enseguida empezó a utilizarse con actitudes poco empáticas y fines discriminatorios. Junto a la craneometría y la fisiognomía, la frenología contribuyó a la propagación de la eugenesia, esa aberración inspiradora de genocidios tan arraigada al darwinismo social de finales del siglo XIX. Pero también ayudó, a través de su superación, a introducir el componente ético en el estudio del cerebro.

No todo es falso en la frenología. Su visión de un cerebro dividido en zonas relacionadas cada una con distintas facultades mentales es completamente cierta. Por eso los dibujos que los frenólogos trazaban con tinta, escrupulosamente delineados sobre la superficie exterior del cráneo, eran los planos del pensamiento.

El origen de toda arquitectura no es la cueva ni la cabaña, sino el cráneo. La bóveda craneal es el grado cero de la arquitectura, el hogar primigenio, la casa de todos los pensamientos posibles, de todas las sensaciones, de todas las experiencias, de todo lo imaginable, de todos los sueños, de todos los laberintos, de lo que todavía no sabemos, de todos los mundos, la casa del ser y de nuestros muertos. El lugar por excelencia al que siempre poder volver. Samuel Beckett lo llamó el último refugio en uno de sus poemas.

En los cráneos, como en la mayoría de las bóvedas, el exterior y el interior están separados por una distancia casi ontológica. En su libro Ser cráneo, el historiador del arte Georges Didi-Huberman aborda esta diferencia a través de tres aproximaciones distintas al estudio del cráneo: la del anatomista Paul Richer (el exterior, ser caja), la de Leonardo da Vinci (el interior, ser cebolla) y la de Durero (la geometría, ser caracol). A partir de ellas, reflexiona, entre otras cosas, sobre sobre el hecho de que la gran máquina de sensaciones y experiencias del cuerpo humano esté en contacto con una pared ósea a la que no ve, a la que no siente, de la que nada sabe. Una ceguera táctil que le impide descubrir las huellas ocultas que la meninge duramadre deja sobre la cara interior del hueso craneal, una suerte de pinturas rupestres del pensamiento.

John Berger fue uno de los primeros visitantes de la cueva paleolítica de Chauvet. Decía que, para el cromañón, todos los animales que quería pintar “estaban dentro de la pared y que él, con el pigmento rojo en su dedo, podía convencerles para que salieran a la superficie rocosa, a su membrana, para rozarse con ella e impregnarla de olores. (…) Estas pinturas en la roca se hicieron donde están para que pudieran existir en la oscuridad. Fueron hechas para la oscuridad. Estaban ocultas en la oscuridad para que lo que encarnaban sobreviviese a todo lo visible”. Para el legendario tatuador japonés Horiyoshi III, los tatuajes siempre deben permanecer ocultos.

Paisaje del cerebro (1990), una de las obras más hermosas del artista Giuseppe Penone, al que Didi-Huberman dedica la segunda parte de su libro, emplea la técnica del frottage para obtener imágenes táctiles de la pared interior del cráneo. El contacto con ella del polvo de grafito hace aparecer una sutil red fósil de pequeños vasos, nervios y relieves microscópicos, fruto de la interacción entre el cerebro –sus pulsaciones– y la plasticidad de la materia ósea craneal. Ocurre en todas las cuevas y las casas: la vida y los fantasmas impregnan las paredes, pero solo el arte o los médiums son capaces de verlos y hacerlos aparecer.

Si la bóveda craneal es el gran palacio de la intimidad, la trepanación es el acto de profanación por excelencia. Los primeros cráneos trepanados descubiertos datan de hace aproximadamente 7.000 años. Dicen los expertos que no es fácil saber el motivo, pero parece ser que las perforaciones craneales podrían haber tenido lugar como parte de algún tipo de ritual. La trepanación convierte el cráneo en una cámara obscura donde se proyectan, como en un planetario del alma, las constelaciones de la intimidad profanada. Entrar en el gran cráneo trepanado del Panteón de Agripa en Roma es una experiencia de una brutalidad atávica, en la que, tras la ceguera inicial, empiezan a descubrirse poco a poco los relieves de la cara interior de la cúpula, las huellas de su historia y de su uso. El momento clave de la película El show de Truman es la trepanación que, desde dentro, el protagonista realiza de la gran bóveda craneal que alberga su engañoso mundo, un agujero con forma de puerta por el que finalmente escapa.

Aprovechando la ceguera táctil del cerebro, mucha de su cirugía se realiza hoy a cráneo abierto. En muchos casos, esto disminuye el riesgo y además permite al cirujano interactuar con el paciente mientras le opera. Sin embargo, hay algo perverso, insoportable, en la idea de abrir un cráneo y más aún con su dueño despierto. En 1939, el periodista y escritor húngaro Frigyes Karinthy publicó Viaje alrededor de mi cráneo. El libro es una suerte de reportaje donde el autor cuenta en primera persona el descubrimiento y posterior cirugía a cráneo abierto de un tumor cerebral con el que fue diagnosticado. Karinthy era un escritor prolífico, meticuloso y campechano a la vez, sarcástico y egocéntrico, y muy popular en su país. En la primera parte del libro, habla de sus síntomas con naturalidad, desparpajo y hasta humor, sin demostrar un ápice de temor por la posible gravedad de lo que le ocurre. En la segunda, quizá la más interesante, narra la operación. Tendido boca abajo en una mesa de quirófano, despierto y con el cráneo abierto y el cerebro al aire, intenta concebir qué está ocurriendo ahí fuera, qué está haciendo el prestigioso y distante doctor Olivecrona en la carne profanada de su mente. ¿Cómo es posible que estando despierto y pensando, no sienta nada cuando alguien hurga precisamente en la fábrica de todas sus sensaciones? “No, mi cerebro no me duele. Ojalá doliera. Esto es mucho más terrible que si doliera. Porque si doliera significaría que estoy vivo. Es imposible que así pueda continuar viviendo y pensando, imposible e ilícito”. Karinthy siente a la vez el temor de haber muerto y una tremenda vergüenza por la exhibición de su cerebro, de todos los laberintos de su mente, por la apertura impúdica de la caja de los truenos y miserias de su yo más íntimo.

Si el cráneo pensado desde dentro oculta un enigma ciego, desde fuera y separado del cuerpo ha sido contemplado a menudo como fetiche, como relicario del alma fósil de un dueño privilegiado. Los cráneos de Schiller, Mozart, Goya o Pancho Villa fueron robados. ¿Pensaban los ladrones que, teniendo la casa, podrían acceder a los tesoros de sus antiguas habitaciones? Las primeras construcciones piramidales que se conocen estaban formadas por cráneos humanos apilados, arquitecturas atávicas hechas de trofeos. Sobre ello habla el escritor mexicano Sergio González Rodríguez en El hombre sin cabeza. El libro, fascinante y terrible, traza una cartografía de la decapitación como acto simbólico de terror extremo. Descabezar es el acto revolucionario por excelencia, quitar el poder para poder asumirlo. El cráneo es el lugar en el que reposan las coronas de los reyes. La decapitación del monarca es la castración absoluta del poder. El acto de sostener la cabeza sangrante separada del cuerpo del Estado constituye una proclama irreversible de revolución y, sobre todo, un pavoroso acto disuasorio. Y el horror, para que intimide, debe ser constantemente recordado.  Por eso los cráneos empalados en la entrada de las ciudades, los túmulos, los posados triunfantes y burlones con las cabezas de enemigos, las decapitaciones del Estado Islámico (ISIS) perfectamente filmadas y difundidas, o las macabras performances con cabezas cercenadas realizadas por los sicarios del narcotráfico en México. González Rodríguez investigó en detalle en su país estos actos catárticos –“decapitar es un acto de furor fundamentalista, y quien lo consuma quiere hacer evidente a los demás su absoluto desprecio por el orden y las normas de cualquier tipo”.

Descabezar es eliminar la posibilidad de cualquier orden, de cualquier sentido. Bataille lo sabía y por eso llamó Acéphale a su extraña secta. En su emblema, un hombre desnudo sin cabeza, con un cráneo entre las piernas. En la mano izquierda, un puñal, en la derecha, un corazón en llamas. Aristóteles pensaba que el pensamiento residía en el corazón. Leonardo sabía que no era cierto –una jaula nunca puede ser una casa–, pero estaba convencido de que las lágrimas subían desde él hasta las cuencas oculares. Fue muy tardío el descubrimiento de las habitaciones de la empatía (no podría ser de otra forma en una casa habitada por dos gemelos irreconciliables). Rizzolatti descubrió las neuronas espejo en 1996.

“Al encontrar a alguien he querido muchas veces entrar en su cráneo y encontrar allí su campo visual, su “amargo”, su “amarillo”, sus recuerdos, probármelos todos como si fueran ropa de otro. Que me duelan sus muelas, amar a su mujer, pasarme los dedos por el pelo con ese gesto suyo tan personal. Morir su muerte”, escribe Mircea Cărtărescu en El ala derecha, la tercera parte de la monumental Cegador. ¿Cómo es ser otro? En su seminal artículo de 1974 ¿Cómo es ser un murciélago?, el filósofo Thomas Nagel abordaba la imposibilidad de sentirse verdaderamente otro, sentir lo que otro siente siendo ese otro. Solo uno mismo sabe qué se siente siendo uno mismo. Puedo intentar imaginar cómo es para un murciélago ser un murciélago, pero en ese ejercicio siempre estaré limitado por los recursos y las experiencias de mi propia mente, que no se parecen nada ni a los de la mente de un murciélago o cualquier otro animal consciente, ni a los de cualquier otro humano. La empatía es un sentimiento bien intencionado, pero imaginado: no puedo colocarme verdaderamente en el lugar de otro. Cada cráneo es un búnker impenetrable. Los laberintos, los desfiladeros, las excavaciones que aloja contienen mundos únicos, absolutamente únicos, que proyectamos hacia fuera en la linterna mágica de la vida.

El francés Louis Darget creía en el siglo XIX que esa proyección del pensamiento tenía lugar a través de radiaciones capaces de impresionar, como la luz, una placa fotográfica colocada sobre la frente. Las imágenes de Darget, algunas de las cuales se exhiben en la exposición de Telefónica, son borrosas y sin definición, pero bellísimas. El autor las etiquetaba cuidadosamente con el nombre de la persona y el pensamiento al que correspondían (el bastón, planeta y satélite, la cólera, un águila, el torpedero…). Si la mente es una radiación emitida por el cráneo, sería posible imaginar que vivimos en una atmósfera hecha de pensamientos de otros. Quizá Darget había leído a Charles Babbage y conocía su defensa de una idea de atmósfera como repositorio de vibraciones sonoras imperceptibles que contienen todo lo dicho. Babbage y Darget fueron, de alguna forma, precursores del concepto de cerebro colectivo que algunos teóricos aplicaron a internet con el advenimiento de la web 2.0 o web social, y el auge de la figura del prosumidor. Pero si el cráneo de los cerebros atmosféricos de Babbage y Darget no podía ser más que esa construcción mental terracéntrica que llamamos bóveda celeste, el del World Wide Brain sería la membrana de satélites que lo alimenta. La llegada de las inteligencias artificiales ha supuesto trascender el concepto orgánico de cerebro por otro numérico. ¿Necesitan entonces cráneo los algoritmos? ¿Cómo sería? Solo ellos podrán decírnoslo. La verdadera cuestión de las IAs no es que piensen mejor y más rápido que nosotros, sino que piensen lo que nosotros no podemos pensar, dice Kevin Kelly. Mientras tanto, aprendamos de los pulpos. Y respetémoslos.

 

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