Walter Benjamin pensaba que toda la obra de Kafka representaba un código de gestos que, para el autor, no poseían significado simbólico seguro, por lo que él mismo tenía que buscarlo en diversos contextos. Lo mismo podría decirse respecto de la propia vida de Kafka, tan ajena a su escritura y, sin embargo, tan asediada por ella, tan auscultada, tematizada: traumatizada. Los relojes, diría el propio Kafka, no marchan al unísono. Hay una extranjería radical y nociva, terriblemente pura, que marca su existencia. Una extrañeza, por decir así, ontológica, que es la fuente misma de sus ficciones, y el núcleo duro de todos sus desarreglos vitales. Kafka, un solterón, habita el mundo desde una íntima y brutal lejanía de solitario. Los acontecimientos que ante él –o en él- se suceden son vistos como sucesos dubitables, entidades bizarras y metamórficas, volubles como el humo; risibles o trágicas –casi oníricas- como una representación. Por eso, como también notara Benjamin, en el escritor checo el gesto, el análisis y recorrido del gesto, es lo decisivo. El gesto supone el centro mismo de los acontecimientos. Conseguir delimitarlo o trazarlo en su máxima concentración significará alcanzar el sentido en fuga, atraparlo en una figura de inteligibilidad.
He ahí el trabajo ansioso, asfixiante –rodeado continuamente de incertidumbres e improbabilidad- de la escritura para Kafka. Sus dibujos, que ahora salen a la luz en la edición preparada por Niels Bokhove y Marijke van Dorst para la editorial Sexto Piso, forman parte de ese mismo universo textual. Kafka, de creer a Gustav Janouch, los consideraba, en este sentido, como una suerte de código privado, de lenguaje jeroglífico en que él trataba de exorcizar sus propios demonios y pasiones antiguas. De hecho, Kafka, a menudo, insertaba sus grafismos, sus trazos rápidos y sus figuras grotescas en medio de sus escritos; lo cual, lamentablemente, no queda demasiado claro en la edición que comentamos; a veces por culpa ya del propio legatario de los dibujos, Max Brod, que los arrancó de su lugar originario, para convertirlos en lo que nunca fueron: imágenes autónomas, exentas de su territorio verbal. En otras ocasiones, el criterio de edición no permite respetar la dimensión original del trazo, lo que dificulta enormemente la legibilidad, la concreción escalar de la imagen, algo esencial tratándose de Kafka, siempre tan preciso, tan minucioso. En todo caso, esta cuarentena de dibujos que ha salido a la luz –sabemos que hay más que reposan en los archivos legados por Brod- responden punto por punto, en su misma diversidad estilística, a las obsesiones comunes del escritor, buen aficionado, por lo demás, a las artes plásticas.
Encontramos en ellos su inmensa vulnerabilidad y el aislamiento característicos del condenado o el elegido, la íntima coexistencia de la desesperación, el abandono y la comedia, el gusto por los acróbatas, los chinos y los funambulistas como encarnaciones del artista riesgoso y desprotegido –acaso con una secreta pulsión de muerte-, la presencia inquietante de la mujer –bajo la figura de la serpiente- en tanto que criatura y arrastre de lo elemental, la comida y la deglución, la pasión topográfica y los movimientos acelerados y discontinuos de la masa urbana que fascinan al escritor enclaustrado, la lejanía solitaria del contemplador y su espera, la violencia y las máquinas de tortura como formas envenenadas de las relaciones interpersonales; cierta proximidad afectiva, incluso, con la profunda alegría trágica del music-hall. El imperio, en fin, de la letra y su ley caligráfica como plano de consistencia último de la realidad. Y, de manera recurrente, el propio y obsesivo proceso de auscultación de sí mismo, como transfigurado en la silueta del hombre del traje negro que, desfondado ante su escritorio, asomado al balcón como el protagonista de El desaparecido, o enfrentado a un espejo, se convierte en la fantástica variación de la letra K.
En ocasiones, los dibujos –difíciles de datar- manifiestan esa capacidad kafkiana, por él mismo reconocida, de ver los fantasmas de la noche no sólo en el estado del sueño, sino en la misma realidad, cuando el escritor, entonces, posee toda la fuerza de la vigilia y una serena capacidad de juzgar. Sin embargo, la fantasía caprichosa de Kafka, ante la inexorabilidad de las cosas, desemboca siempre en la extenuación. No queda más que la dimensión espectral de la realidad, en la medida en que la existencia de fuera, la que circula ante la ventana del contemplador, ciertamente, no se deja mostrar. Y entonces, el ignoto personaje se agarra la cabeza con las manos, cerrado en una habitación que parece una celda, con los codos apoyados en el escritorio. El escritorio –los dibujos lo confirman- es el objeto indispensable del universo kafkiano, tal vez el único contacto permitido, aunque no sea saludable. Kafka se aferra a él como un náufrago a su tabla: “No quiero ver a nadie –escribe-, no quiero dejarme confundir por ninguna visión; el escritorio, éste es mi puesto”. Igual que un modesto agrimensor, el sueño de Kafka sería trabajar tranquilamente en una mesa de dibujo, nada más: “la existencia del escritor depende realmente del escritorio; si quiere sustraerse a la locura no puede nunca alejarse realmente del escritorio, debe mantenerse aferrado a él con los dientes si es necesario.”
Lo mismo que en su obra escrita, la extrañeza es el ruido de fondo de los dibujos kafkianos. El malestar que ella provoca alcanza dimensiones espectaculares, íntimas y cósmicas, en su caso. Afecta a su propio cuerpo y su morada, a los útiles de trabajo y a sus compañeros, a la visión del mundo que, a la postre, el rechazado y el excluido, el abandonado no deja de escrutar. Con pasión, con fascinación, oprobio y culpable encanto. Con provecho bien paradójico y torturante. El dibujo, al cabo, funciona para Kafka como la grafía misma: un ejercicio de acróbatas japoneses que trepan por una escalera que no se apoya en el suelo sino que se eleva, increíble, por el aire. Como los trapecistas de la nada, ellos también son, en efecto, un claro símbolo de su arte.
Franz Kafka. Dibujos. Edición de Niels Bokhove y Marijke van Dorst. Traducción de Fruela Fernández, Ed. Sexto Piso, Madrid, 2011.
Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Ha publicado, entre otros, los libros Maurice Blanchot: una estética de lo neutro, Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo y Paisaje fotográfico. Entre Dios y la fotografía. En FronteraD ha publicado Fanny y Alexander, o los poderes de la representación