Jugar a la nueva secuela de Zelda, filtrada hace poco, es esencialmente enfrentarse a cientos de puzles de complicada resolución. Todo ello en en mundo muchas veces opaco, Hyrule, donde cada rincón aún ignoto guarda secretos y el desafío no tiene fin. Esta frase, propia de una nota de prensa un tanto laudatoria, no es ningún caso falsa: el juego de Nintendo fascina por la capacidad que tienen los diseñadores japoneses de construir mecanismos de puzle que estimulan la inteligencia del jugador. Si cada mazmorra del juego es un rompecabezas, el título en sí es un inmenso cubo de Rubik que inquiere a la astucia del que usa el mando, ojo avizor con cualquier solución posible si no quiere quedarse atascado horas.
Dos horas después de entrar en la mazmorra
Es conocido que Pedro Duque fue seleccionado por la NASA cuando le proporcionaron unas piezas de construcción al alcanzar la conclusión que no podía montarse. Algo de eso tiene Zelda, donde distintos artilugios nos son dados para resolver entuertos cada vez más abstractos. Si en las primeras entregas los objetos eran muy sencillos, una llave o una antorcha, en la actualidad se ofrece al jugador cosas tan arcanas como varias tuercas, una turbina o un trozo de madera para construir estructuras que sirvan para resolver puzles.
Comienza la cuenta atrás
Diseñar estas situaciones, a tantas piezas tantas soluciones, es uno de los mayores entuertos posibles para un creador de videojuegos. Así, de la franquicia Zelda han aparecido muy pocos imitadores buenos: apenas tres juegos, los dos Neutopia y Soleil, mientras que el resto son más bien títulos de acción sin el entramado de lógica e inteligencia. Además, cada puzle de poleas, de afiches colocados unos encima de otros, tiene algo de demoniaco, de inteligencia artificial, que evoca a la mejor literatura fantástica: la mazmorra no deja de ser un aterrador autómata que nos pregunta de manera inquisitiva. No casualmente E. T. A. Hoffmann, su más siniestro heraldo, nos recordaba: