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Mientras tantoComunes y corrientes

Comunes y corrientes


Detalle de un comercial para el ron Abuelo de Panamá.

El mejor modo de describir el mundo cerrado y misterioso de los departamentos de Humanidades es, me parece, explicándoles la reunión de anoche.

Manejé hasta Manhattan. De los invitados yo fui el único que no llegó en tren o caminando. En total éramos 12. Si no conté mal.

(Escribo a partir de unas notas que apunté antes de dormir. Tal vez éste no sea un ejercicio de rigurosidad periodística. Sin embargo, si consigo escoger bien los detalles, sospecho que me acercaré a la verdad.)

El anfritrión es un profesor delgado y alto. Tiene 67 años. Se viste formal, sin exagerar. Anoche tenía una camisa blanca con detalles de colores, salida del pantalón. En los pasillos de nuestro edificio de Humanidades suele caminar con lentitud, mirando al suelo. Parece estar en otro lugar y en otro tiempo. Sonríe con facilidad. Tiene buen sentido del humor. Habla el castellano con un fuerte acento de gringo. Parece tener buena memoria. En especial para los chistes. Después de la cena (un delivery con diversos platos preparados en un resturante hindú de la Avenida Amsterdam) contó dos.

Uno de ellos (Solo recuerdo uno. Yo tengo una pésima memoria para los chistes) es así: ¿Qué es el cielo y qué es el infierno para los europeos? El cielo es un lugar administrado por alemanes, donde las cuentas las llevan los suizos, la policía es inglesa, la comida la cocinan los franceses y los italianos son los amantes. Y el infierno es un lugar donde la policía es alemana, los organizadores son los italianos, las cuentas las llevan los franceses, los cocineros son ingleses y los suizos son los amantes.

En la reunión estaba una Jefa de Departamento. Una Chair. Tuvimos problemas con el protocolo del saludo. Ella estiró la mano y yo quise darle un beso. Al despedirnos se repitió la incomodidad, que ella solucionó acercando su mejilla.

A los demás invitados (con excepción de las parejas de algunos profesores a quienes veo por primera vez) nos une habernos visto, semestre a semestre, deambulando por los pasillos del segundo piso del edificio de Humanidades: Carman Hall, en el Bronx.

Una de las académicas es quien me recibe primero, abrazándome después de lanzar un grito de cariño y de sorpresa. No nos veíamos en bastante tiempo. No esperábamos encontrarnos ahí. Ella ha sido anfitriona de un programa de televisión internacional. Ha publicado varios libros. Ella y su esposo (al que veo después de mucho tiempo) tienen un niño de la edad de los míos. El esposo me dice haber aceptado un trabajo en una universidad en Boston. Conversamos sobre cómo ir y venir entre dos ciudades un par de días a la semana. Ese es un tema muy común en las reuniones de académicos en los Estados Unidos.

Entre los invitados hay tres profesores adjuntos. El detalle del título es muy importante en el mundo académico. Los puestos fijos y los puestos adjuntos son distinciones invisibles que definen nuestras relaciones. Una de las adjuntas es una puertorriqueña simpatiquísima que ha sido mi compañera del Doctorado.  Nos abrazamos y nos reímos porque apenas si nos vimos en muchos años y esta semana nos hemos encontrado en tres eventos diferentes.

Otro de los adjuntos camina con una sonrisa tímida, sosteniendo todo el tiempo un vaso. No lo había visto en Humanidades. Él se va pronto. Otra de las profesoras adjuntas es jamaiquina, si bien ha pasado su niñez y juventud en Inglaterra. No habla mucho español. Eso suele ser un problema en eventos como en el que estamos, donde las conversaciones mudan hacia el castellano con facilidad. Muy pronto ella se hace amiga de mi esposa. Conversan sentadas a la mesa. Las veo y las escucho reir.

Voy de grupo en grupo, enterándome de hacia dónde va la Academia. O en todo caso nosotros: pasajeros de un barco inestable llamado Universidad Pública.

Otros invitados: una profesora de español nacida en Sevilla, que siempre habla con mucha suavidad y a la que siempre agradezco el consejo que me dio de postular al Doctorado. Se queja de que en el chiste sobre el cielo y el infierno nadie tomó en cuenta a los españoles.

Hay otro profesor al que veo con regularidad en los pasillos y de quien nunca recuerdo su nombre. Parece ser latino pero cuando habla tiene un extraño acento de los Estados Unidos. En la cocina, hablando de su vida en los suburbios, es muy parco. Su esposa habla más que él y lo mira con mucho amor. Antes de las 9 de la noche piden un Uber y se van a tomar un tren en la 125.

La comida hindú está servida en platos pequeños. Son perfectos para el espacio de la mesa. Todo es compacto –como sospecharán– en los departamentos de Manhattan. En este hay un estante dedicado a vasijas, cerámicas y un retazo de tela que nuestro anfitrión ha recolectado en sus viajes. El retazo de tela es un manto de Paracas.

El anfitrión nos ofrece un tour. Caminamos hacia los cuartos para sus dos hijos, que se han mudado recién. Nos enseña un dormitorio grande con baño. Hay un cuarto con lavadora y secadora. Me asomo a la ventana de la sala y veo los techos de los edificios adyacentes.

La mayoría de los invitados ha escrito un libro. Sé que el anfritrión ha escrito varios. Uno de ellos, bastante divertido, es sobre sus experiencias manejando un carro de segunda mano en la capital de Nicaragua. Además de libros en proceso, hablamos de nuestros planes para el verano. De nuestras circunstancias. El anfitrión dice que se va a tomar un sabático. Que investigará en una playa de Costa Rica. Y se ríe.

En un momento de la noche, un grupo de nosotros está en la cocina. Apretados y conversando. El anfitrión me ofrece licor. Ya me había ofrecido champán al llegar. Me señala una botella de ron de Panamá. Ron Abuelo. Acepto un vaso, curioso. Él pregunta si lo tomo con hielo. El anfitrión saca una hielera y pone dos hielos, muy blancos, dentro de un vaso pequeño de cristal. Después seca los dedos en el borde inferior de su camisa.

Este es el mismo hombre que un día piensa: «voy a invitar a un grupo de colegas a mi casa». «Voy a comprar la comida del restaurante hindú». «Voy a invitarles champán». «Voy a hacerles un tour». «Voy a invitarles mi ron Abuelo». En eso pensaba yo mientras caminaba con mi esposa después de la reunión, por Lexington Avenue y la 96, hacia nuestro automóvil.

«El departamento debajo mío, igualito que este, se alquila por 13,000 dólares», dice el anfitrión. Ha interrogado a su nuevo vecino. Tal vez al encontrarlo en la calle, frente al aparato con el que se abre la puerta del edificio: una pantalla sobre la que se debe apoyar una tarjeta con código de barras.

El anfitrión sabe que su vecino trabaja para un banco japonés. Sabe el monto de su sueldo. Sabe que éste espera ganar muchísimo más dinero con los bonos anuales. Dice que cuando le preguntó a qué se dedicaba su esposa, el nuevo inquilino le dijo: «Hace ejercicio».

«¿Ese banquero es japonés?» le pregunto yo. El anfitrión me responde: «No, no. Es un gringo corriente».

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