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Frontera DigitalLa Corte de Franco Venanti

La Corte de Franco Venanti


El día se iba terminando y tomamos el camino de Perugia. Antes de llegar a la ciudad, nos detuvimos para hacer una rápida incursión en el templo de Santa María de los Ángeles, con una capilla gótica en su interior, como Jonás en el vientre de la ballena. M. se llena de melancolía al evocar visitas anteriores –muchísimas- a este templo y a la ciudad de Perugia. Pero pronto se repone y se mete en su traje de implacable cicerone, hay tantas cosas que tenemos que ver antes de que llegue la noche. Es una fuerza de la naturaleza, no logró comprender de dónde saca tantas energías. Entramos en la ciudad por la Puerta de San Pedro, atravesando una avenida de tilos, con tal seguridad y conocimiento del terreno que bien podría haber hecho el recorrido a ciegas. Llegamos a la Corte de Franco Venanti, con quien Ilia mantiene una relación que podría caracterizarse sin exagerar como paterno-filial desde hace más de veinticinco años. En la puerta de la casa, bellísima, con un jardín aterrazado, un cartel que sirve de aviso para navegantes y que, ahora sé que también avisa a los navegantes que llegan a su castillo en Migliano y a su atelier en el casco medieval de Perugia:

¡Ay, sierva Italia, albergue de dolor,
nave sin timonel en la tormenta,
burdel, no soberana de provincias!
Purg., VI, 76-78.

Al encontrarse con Venanti, a pesar de que ambos llevan la celada de la mascarilla anti-virus calada, M. lo abraza con ternura, como Dante hubiera hecho en el Infierno al encontrarse con su maestro Brunetto Latini, la cara immagine paterna (Inf. XV, 83). Un maestro que enseñó a Dante cómo el hombre “se hace eterno”, venciendo a la muerte con la poesía [1]. Franco Venanti ejerce su magisterio de eternidad con su singularísima pintura. Saludamos a su amabilísima y devota esposa, Zaira, con su nombre árabe, y el joven Dario, su nieto, otro prodigio, que habla como Pico della Mirandola, con el léxico, la sintaxis y la prosodia de un catedrático de los de antes. El maestro, vestido con impecable terno de color crudo y tocado de un sombrero panamá. M. me había hablado ya de su colosal colección de sombreros y tocados. Bueno, de esa y de otros centenares de colecciones de toda índole, que hacen de su casa, que visitamos más tarde, un auténtico museo a medio camino entre una Wunderkammer barroca y la Cueva de Ali Babá, en la que están macizadas en heteróclito desorden cientos de joyas de todo tipo: armaduras, estatuas, regalía masónica, artefactos antiguos, autómatas, soldaditos de plomo, etc., etc. Contemplo con la vergonzante envidia de quien padece ese tipo de Diógenes –eso sí, con muchísimos menos recursos- todo aquello, no sin sentir piedad por quienes tengan asignada la ingrata tarea de limpiar el polvo. Después de un somero examen, solicité permiso para hacer algunas fotos y poder estudiar con atención más tarde tanta maravilla.

Venanti, acostumbrado a ser siempre el centro de atención de cualquier velada, hace a la velocidad de la luz un análisis de la comitiva que viene a rendirle honores. El marqués forma parte de su ecosistema afectivo desde hace mucho tiempo, por lo que no se detiene mucho tiempo en él, tras unas cariñosas frases iniciales y algunas preguntas de cortesía; la joven condesa de Prata, bella y hoy afectuosa, pues guarda buen recuerdo de Zaira y Franco de los veranos de su niñez en Umbría, pronto pasa a la categoría de “hija de amigo. Mucho ojito”, tras hacer una nota mental: “cuanto ha crecido esta niña”; a mí, cortés, no me dedica mucha atención, eso sí, no sin antes, hacernos contemporáneos: “porque, usted y yo, professore, ¿somos de la misma quinta, vero?”. No quiero deprimirme y atribuir exclusivamente su comentario a mi decadencia -me temo que ya imparable-, sino sobre todo a su dur désir de durer, toda vez que, tirando por lo bajo, me saca treinta años. Diseccionado y catalogado el setenta y cinco por ciento de la comitiva visitante, ahora le tocaba el turno a la visitante femenina en edad de merecer, lo Cortés no quita lo Pizarro. A partir de ese momento, como cuando se quedaron a solas en el canto V del Infierno Francesca da Rimini y Paolo Malatesta, ya no hubo nadie más en la velada; todos sus recursos, su inteligencia, sus proverbiales dotes de seductor se concentraron en MMM. Ella, me pareció a mí, disfrutó de lo lindo de las atenciones, Lerici estaba ocupada con su móvil, y el marqués y yo contemplamos el espectáculo con ternura, llenos de solidaridad masculina y un tanto emocionados, pues como decía mi abuelo Antonio Villegas, “para allá vamos”. Por otra parte, la velada estuvo llena de anécdotas jugosísimas contadas por Venanti. En particular, recuerdo su relato de la liberación británica de Perugia en 20 de junio 1944. El maldito coronavirus había mantenido al pintor y al poeta alejados más de dos años –a Venanti, como gran creador y cazador [2], no podía faltarle su vena hipocondríaca- y fue muy grato verles reencontrarse. Al final, como cuando uno se despide de un anciano, sin saber a ciencia cierta si esta va a ser la última vez que uno lo ve, M. le dio a Venanti un enorme abrazo. Nos despedimos, no sin antes pedirle M. las llaves del Castillo de Migliano para poder enseñárnoslo al día siguiente.

Tomando las escaleras mecánicas, M. nos llevó mientras caía la noche a visitar lo que queda de la Rocca Paulina, el castillo de los papas destruido por los peruginos durante el Risorgimento. Lo que queda de aquella cárcel de patriotas y republicanos reprimidos por la teocracia papal es precisamente la piranesiana cárcel, la ciudad dormida. Después de concluir aquella katábasis infernal, nuestros pasos, diestramente guiados por M. nos llevaron hasta la Puerta Etrusca. Creo recordar que vimos sendas estatuas del Perugino y de Giosué Carducci. Al fondo, se ve Asís y las torres desmochadas del convento de los dominicos. Un último fogonazo de belleza en la plaza del Duomo antes de subir hasta Porta Sole para luego bajar hasta el Palacio Gallenga Stuart, antiguo Palacio Antinori, la sede de la Università per Stranieri di Perugia, con la colosal puerta etrusca a su lado. Al estar cerrado por la hora, M. nos propuso encontrar un rato al día siguiente para conocer el edificio y la universidad que alberga.

[1] Vid., Marco Santagata. Dante. La novela de su vida, Cátedra, Madrid, 2018, p. 113.
[2] Esa y no otra es la etimología de su apellido.

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