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Mientras tantoEl diario y novela del brigadista José Agustín

El diario y novela del brigadista José Agustín

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

para Magali Tercero, la dichosa culpable

Aunque sospecho que su gran y leal cantidad de lectores de distintas generaciones lo tiene muy claro, ignoro la razón por la cual, entre algunos escritores, el descubrimiento de José Agustín es sólo comparable con el descubrimiento de América por Hernán Cortés, o mejor aún: encontrarse tempranamente en la vida con José Agustín equivale a algo todavía más poderoso y perenne: el descubrimiento de la lectura placentera, la que no es materia de escuelita ni de lamentables maestros prescriptores de lecturas que garantizan alejarse para siempre de los libros por vía del tedio.

Dichas iniciaciones suelen calar profundo, provocan cambios para toda la vida. Tomo un caso conocido, el que cuenta Juan Villoro en un breve pero decisorio texto atinado y, visto desde el espejo retrovisor del pasado, ciertamente profético: “¡Hombre en la inicial! (Los once de la tribu, 1995)

Como suele sucedernos a todos, hacia el final de los estudios de primaria, a Villoro le tocó en premio una maestra de literatura que lo alejó de la lectura imponiéndole los textos obligatorios y menos propicios para acercar a un chamaco a la lectura. A lo mejor hoy los tiempos han cambiado. Lo dudo: el o la profa de literatura que quiera meterle al alumno el gusto por la lectura incluso por la vía de un catéter, tiene que competir con el dolor selectivo y adictivo de las redes sociales.

“Los momentos que cambian el curso de una vida son difíciles de rastrear”, afirma con razón Juan. El azar, sugiere él mismo, juega un papel definitivo, aunque casi irrastreable: al igual que ocurre con los sueños, la lógica del azar carece mayormente de lógica. Villoro llega entonces al periodo vacacional entre la secundaria y la preparatoria: “Un infierno de tardes eternas, muchachas inalcanzables, calles que conocía en todas sus cuarteaduras. En aquel marasmo, ocurrió el milagro: sonó el timbre y Jorge Mondragón, cuyo nombre de guerra era El Chinchulín, entró a mi casa ¡con un libro!”

Se trataba, como se sabe, de la novela De perfil, su joven autor: José Agustín. A decir del propio Juan, se abrió un boquete en su memoria, que después abriría el camino para una vocación, para una forma de vida: “sólo la literatura se hunde de lleno en el tiempo perdido: un libro nos puede gustar más o menos al cabo de los años sin necesidad de releerlo. La música trae recuerdos mientras la escuchamos, pero los libros gravitan sin cesar en nosotros, trabajan por los días fugados, y acaso ésta sea la razón por la que, aun en la era de la imagen y sus ingenierías, no podamos prescindir de ellos.”

Alguna si no es que bastante razón traía Juan cuando escribió hace veintiocho años estas líneas en homenaje a José Agustín, cuya obra está siendo reeditada de manera inmejorable: uno, en la tradicional, barata, resistible e irresistible del tradicional paperback, ese formato que, decía Salvador Elizondo, es el mejor formato para formarse como lector y para comenzar a armar una pequeña y perdurable biblioteca y dos, con atinadísimos prólogos que sirven para espolear la lectura, y no como los maldecía, quizá con razón, el sabio Lichtenberg, al considerarlos auténticos pararrayos que dilatan el libre ingreso a un libro.

No es este el caso. Y tomo como ejemplo a una de nuestras más prestigiadas cronistas, Magali Tercero, encargada de escribir el prólogo de un librito de José Agustín que, al contrario de muchas de sus novelas y cuentos, andaba hasta esta nueva reedición, un poco rezagado en la lectura del público. O al menos esa es mi impresión. Me refiero a Diario de brigadista, originalmente publicado en 1961, cuando su autor contaba con apenas dieciséis años.

Así como Magali no quiere “spoliar” el libro que prologa, tampoco quiero yo “spoilearle” su espléndido prólogo, perfecto, qué pararrayos ni que nada, del Diario de brigadista.

Me interesa eso sí, intercambiar con ella dos entusiasmos.

En el caso de Magali Tercero y a diferencia de Villoro, el libro definitorio fue la novela La tumba (1964), primero porque la redimió de la tortura de estudiar en un colegio de monjas, segundo porque descubrió el milagro que sí cuenta en la vida de mujeres y hombres: la libertad y, tercero porque también orientó y plantó una vocación en ella.

En mi caso, la novela de marras resultó ser Ciudades en el desierto, que leí en el año de su publicación, 1984, a los catorce recién cumplidos y, en efecto, su descubrimiento se vincula con un acto que solo pudo obedecer al azar más insondable. En 1981, mis padres decidieron dejar la patria por un año y viajar a la ciudad de Montreal. En ese tiempo en que volar a algún lugar era un lujo que sucedía dos veces a la semana como máximo, debíamos hacer escala de varias horas en el aeropuerto de O’Hare de Chicago. La luz del sol radiante, era el inicio del verano, que atravesaba las inmensas salas de espera del aeropuerto quedó fijada en mí. Lamenté tener que abordar el vuelo que nos llevaría hasta nuestro destino final. Tres años después, leía que en Ciudades en el desierto Susana se fugaba de México para asistir a un programa de escritores en una ciudad del Midwest para lo cual tenía que hacer escala en O’Hare y luego tomar un vuelo local. Dos meses más tarde, localizada por su desvertebrado y celoso marido, Eligio hace la misma ruta. No necesito releer la novela para gozarla exactamente como la primera vez que le metí diente a mis catorce años. Mi devoción, debo decir amor, por Ciudades desiertas también se vincula con mi decisión de hacer un viaje mochilero por Estados Unidos a los diecisiete años, espoleado por la curiosidad, asombro, admiración y rechazo de Susana y Eligio por todo lo gringo.

Más aún: doce años después, conocí al profesor John Kirk, en la universidad de Dalhousie, ubicada en una provincia atlántica de Canadá y a quien está dedicada la novela, entonces especialista en literatura cubana y posteriormente un influyente cubanólogo que llegó a ser intérprete oficial del primer ministro Pierre Elliot Trudeau ante Castro en sus varios viajes a la isla. Sobra decir que aquí el azar fue el actor principal: yo hacía un dilatado viaje de verano por las bellísimas e imponentes provincias atlánticas; estaba haciendo mi tesis de licenciatura y en la academia colmeca corría el chisme de que el libro definitivo sobre Cuba y episodios como la expulsión de la OEA, tema de mi tesis en el que yo comparaba y contrastaba las posiciones de política exterior de México y Canadá, los únicos dos países del continente que se opusieron a votar a favor de la expulsión, e indagaba en las razones de política exterior e interior de ambas naciones para echarse ese tirito con Estados Unidos, asunto no menor en 1962, cuando la Guerra Fría estaba todavía bien calientita.

Ya va a sonar ridículo, pero mi designación en 2003 como agregado cultural me llevó hasta el Consulado General de México en Chicago. Aquí debo confesar que las lecturas y relecturas de Ciudades desiertas no me iniciaron precisamente en la escritura, pero sí en adentrarme, como “primer estadounidense nacido en México”, diría Monsiváis en la cultura pop, refinada, menos refinada, literaria, musical, cinematográfica, política y cívica de Estados Unidos, acerca del cual llevo un tiempo escribiendo un extenso libro que espero vea la luz uno de estos días.

El segundo asunto, más importante, menos personal, es la liberal, crítica y comprensible forma cómo Magalí aborda la lectura de Diario de brigadista.

En 1961, la causa revolucionaria castrista convoca a los jóvenes de México y, como dicen los tontos, a “la hermandad latinoamericana”, para que asistan en la rápida alfabetización de un pueblo que, contrario a lo que sostenía Marx respecto a la revolución ocurriendo en economías capitalistas desarrolladas, Cuba apenas se diferenciaba de casi cualquier país del tercer o cuarto mundos. Apunta con tino Magali Tercero en su prólogo: “José Agustín era un chico de dieciséis años y pese a su juventud y su entusiasmo por esa nueva vida de alfabetizador que iba a poner su grano de arena en un país en pleno cambio, notaba fallas graves en el sistema.”

Magalí no juzga, me parece, pero sí reconoce, la forma yo diría más bien jocosa y hasta desmadrolienta en que José Agustín se tomó su labor de brigadista educador del pueblo cubano en su fallida transición a la revolución. De hecho, hay múltiples pasajes en Diario de brigadista que son verdaderamente hilarantes, que muestran al autor y preceptor de campesinos y encargados del arado no solo poco entusiasmado con la alta misión a cumplir, sino hastiado, ahuevonado por el desinterés de sus alumnos, todo ello, ya lo dije, en clave humorística —por aquí no pasan las primeras adhesiones de un Vargas Llosa y sus posteriores críticas a Castro y su revolución, una auténtica plétora de solemnidades. Tantito sentido del humor, señor, aunque sea de vez en cuando. Así se soporta mejor la tragedia humana.

Reproduzco algunos de los pasajes en que las que el joven brigadista me sacó muy buenas y sabrosas carcajadas:

            Margarita [Dalton, su entonces esposa] se levantó muy temprano, para ordeñar. Y en estos momentos se apresta para dar clases, muy diligente, la muchacha. Yo, por suerte, arreglé que mis clases sean después del mediodía, así no tengo que madrugar; al menos en principio, porque aquí todos son como gallinitas: se acuestan y levantan tempranísimo. Y yo, allá en los Méxicos, acostumbrado a despertar al mediodía, entre el estéreo de mi hermano y la aspiradora de la criada.

Desde que llegamos a Cuba yo quería ir al aeropuerto para ver si encontraba a algún capitán de Mexicana de Aviación con quien enviar mensajes a mi casa. Acabábamos de entrar cuando oí: Mexicana de Aviación anuncia su vuelo 620 procedente de la ciudad de México. Inmediatamente corrí a la aduana, feliz por la suerte que tenía, pues podría ver al piloto, quizás hasta resultara ser algún amigo de mi papá. Lamentaba no haber escrito ni una carta, pero pensé que podía redactar una a todo vapor. Quién sabe por qué me había puesto nerviosísimo. No oía lo que me decían y, como relámpagos, advertía que todos me miraban como bicho raro. Casi me voy de espaldas cuando vi bajar del avión la figura de mi padre, con su uniforme negro que tantas veces cepillé, con el portafolios que yo le cargaba al llegar a casa., con su gorra de capitán que me ponía para sentirme muy Saint-Exupéry.

            En la mañana salimos apresuradamente al hospital Julio Trigo, tenemos entrevista con el comandante Vicente de la O para ver si podemos ver a Fidel los Pueblos te lo Agradecen.

           Horas tediosas de espera. Finalmente nos recibió de la O, que es gordito porque ya comió. Café y cordialidad, pero la conversación resultó descorazonadora: la entrevista con Fidel será hasta diciembre. Aún así salimos contentos. El Galaxie nos dejó en Miramar, en la Embajada Mexicana. El señor Bosques nos recibió diplomáticamente, luego llegaron su hija y su esposa. Yo, campari; eux mê. La plática se va haciendo más cálida y, cuando comemos, casi se nos salen las lágrimas: arrocito rojo con zanahorias y chícharos, enchiladas de pollo, chiles chipocludos, así es esto del poder del Chilam Balam de Chuyamel. Nos invitaron al santo pachangón del quince de septiembre, pero por supuesto, para esas fechas estábamos alfabetizando en Los Ponchos. Buena onda el Embajador. Después nos sentimos muy chichos al circular por La Habana en el Mercedes negro con banderita. Dejamos a Bosques y el chofer nos llevó a casa de Rita, donde sólo estaban ella y su camote Abelardo. El presuntodiplomático es insoportable, se cree la mamá de Mike Hammer y en realidad es una invitación al vómito.

            Nos llevaron a un rancho y yo me tendí “a leer” (Fundamentos del socialismo en Cuba). Me quedé profunda, completa y asquerosamente dormido, (¡a mi edad!)

            Vi, ¡milagro! Un ejemplar de Lolita y por supuesto lo compré, con lo cual se me fue casi todo lo que me habían dado de seudiviáticos. Palabra que detestaba haber ido a ese viaje cuando podía pasarme leyendo al gran maestro Nabokov.

A conitnuación, una interesante desviación, espero.

El brigadier retornó sano y salvo, y en 1968, en plena invasión soviética a Checoslovaquia, otro joven entusiasta de la revolución cubana, alumno de la universidad de Oxford de nombre Christopher Hitchens, viajó a la isla una vez que el gobierno de Fidel invitó a presentarse en ella a cualquier chiquillo comprometido con la causa: romper el embargo de Estados Unidos e integrarse a los campos especiales de “internacionalistas”. El joven Hitchens tomó su vuelo en el peor aeropuerto de Londres, Gatwick, e hizo escala en el aeropuerto de Saint Johns, provincia de Newfounland, Canadá, para de ahí hacer la conexión al José Martí International Airport.

Como lo sabe cualquiera que haya leído Informe contra mi mismo, de Eliseo Alberto, en el aeropuerto de Saint Johns se han bajado del avión para nunca volver más a Cuba atletas de alto rendimiento, académicos, equipos enteros de voleibol, bateadores con swing contratable en Estados Unidos y quien pueda eludir el control de la seguridad cubana y solicitar, en el acto, asilo en Canadá.

Al joven y entusiasta Christopher Hitchens lo asignaron al Campamento Cinco de Mayo, donde tuvo la dicha de convivir con camaradas no menos entusiastas provenientes de Francia, Alemania, Italia, África, con quienes se encargaba de plantar semillas de café en apoyo a la revolución. Un día, en una sesión de discusión con la autoridad, Hitchens preguntó si Cuba estaba en proceso de crear al hombre nuevo, generoso y altruista, el hombre ejemplar, para acabar pronto. Cuenta Hitchens en sus memorias, Catch-22, que la autoridad le respondió: “sí, de hecho el nuevo hombre está evolucionando en el poblado de San Andrés”, tras lo cual Hitchens solicitó visitar cuanto antes semejante comuna utópica. Cosa que jamás ocurrió durante la estancia de Hitchens en Cuba: la visita al poblado de San Andrés, habitado por el hombre nuevo, se pospuso hasta que el joven oxoniense decidió hacer sus maletas y seguir su camino.

De regreso al Diario de brigadista, vale creo yo la pena detenerse en un último punto, y que tiene que ver con la escritura completamente desenvuelta pero rigurosa del jovencísimo José Agustín. No es raro que en Diario de brigadista se haga manifiesta una escritura ajena al mínimo asomo de solemnidad, pompa y gravedad. Lo que resulta no menos importante a la hora en que José Agustín provoca os cambios en la manera de ver y vivir la vida de sus muchos lectores, es la precoz maestría con que escribe su diario.

Me refiero a que se trata de un diario con estricta trama, no del recuento cambiante del día a día que caracteriza al género. Estamos, o podemos redescubrir, una novela que su autor, el gran José Agustín no se propuso escribir. Eso sí es revolucionario: escribir una bien armada y compacta novela pensando en otra cosa.

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