Estaba en la terraza del hotel Eclectic, un hotel de principios del siglo XX que parecía un laberinto de una película expresionista. Me tomaba una botella de vino del Golan y oía la movida nocturna de Neve Tzedek. Y pensaba que Etgar Keret era tal vez un símbolo de la vitalidad de Israel. Incluso contra su propia prepotencia, contra sus gobiernos de extrema derecha.
Acababa de pasear por el barrio alternativo de Florentine, que estaba lleno de pintadas libres y artísticas, de bares imaginativos y oscuros, de antros abiertos con cervezas informales. Y pensaba que tal vez me he crucé con Etgar Keret, me parecía que ese sería su barrio representativo, el que conectaría con su estilo bronco y sin complejos. Tal vez fuera uno de los que estaba en ese bar con un muro abierto delante de una barra abierta. Y pensaba en sus relatos, ‘La chica sobre la nevera’, ‘Extrañando a Kissinger’, ‘Un hombre sin cabeza’. Pensaba en ese ángel enclenque y jorobado que no sabe volar. En ese tipo que se considera todo él un defecto congénito. En esa chica que pasó su infancia colocada sobre una nevera porque sus padres estaban muy cansados para hablar con ella y se sentía feliz allí arriba. En ese desconocido que apareció sin cabeza en un campo de fútbol y causó problemas en su entierro por ser un muerto tan raro. En esa enfermera que se enamora del mono de la jungla con el que están experimentando. En esos niños que encuentran un huevo de dinosaurio cavando en su patio.
Pensaba en ese tipo que se atrinchera en su casa para defenderse de la Felicidad de la sociedad de consumo y los anuncios publicitarios. Pero al final lo seducen con tópicos grasientos. En el hombre más paciente del mundo que no se mueve de un banco en la plaza Dizengoff y se dedica a soñar sueños que se vierten en otros sueños. En ese hombre que dice “alto” y se para el mundo, y entonces folla a todas las chicas que quiere. Pero al final pide que lo amen por lo que él es: “Ámame por lo que soy, por lo que soy de verdad, y la llevé a casa, y la jodí como un cabrón, gritó, me arañó en la espalda”. Pensaba en ese niño que no quiere que rompan el cerdito de cerámica en que guarda sus ahorros y lo abandona en un campo para que nadie lo toque. En ese joven al que su mejor amigo mea en la puerta y le espanta el ligue que trae por la noche. En ese pasmado que lleva a su madre el corazón de su novia para demostrar que la quiere. En esos niños que juegan al fútbol con los muertos en el cementerio y siempre ganan.
Pensaba en esa atmósfera chocante, agria, kafkiana. En esos cuentos rápidos, que son momentos, flashes, relámpagos. En esas historias absurdas que se cuentan como si fueran reales, o realidades que se cuentan como si fueran absurdas. En esos cuentos en los que no pasa nada y parecen raros, en esos cuentos cuentos en los que pasan cosas raras y parece que no ocurriera nada. Pensaba que reflejan ese mundo conflictivo y sorprendente, agresivo y tierno. Un mundo de soledad, de pasmo, de tópicos retorcidos, de crueldad, de lirismo, de aguarrás. De abandono, de incomunicación frenética y de prisa. De estar vendido y de sobrevivir como se pueda, de sarcasmo y de audacia. Pensaba en esa atmósfera en que hablan distintas voces con fuerza, con sinceridad, sin empastes. Con vértigo, con simpleza chocante a veces o con asombro infantil. A veces Keret se me parecía a Fernando Arrabal, a veces a Samuel Beckett. Pero siempre me recordaba las pintadas de Florentine, las calles de muros desgarrados, los grafitti donde grupos de personas expresan su inquietud, su agobio, su pataleo. Pensaba que esos cuentos son como orina sobre nosotros, y nos hablan de culturas enfrentadas, de inquietud, de supervivencia.
Pensaba que este escritor surge con fuerza y nos escupe en la cara como Boris Vian, no se anda con remilgos, nos molesta, no nos complace, que suelta su bilis, habla de verdad delante de nosotros. Y representa la vitalidad conflictiva de un país. Aún contra su propia prepotencia, contra sus gobiernos de extrema derecha. Me gustaba ese estilo de frases cortas, ese hablar con los lectores lleno de aliento y ruptura, ese mandarnos a la mierda si queremos pasteles. Me gustaban sus imágenes que nos saltan: una chica tenía la cabeza como una habitación en la que hubieran retirado todos los muebles a un rincón. La vida de alguien era como un tumor que tuviera otra persona. Me gustaba ese lenguaje callejero pero muy literario, y lleno de vida. Porque para mí la literatura es precisamente captar la vida, es lo contraria de la retórica y el lenguaje académico. El lenguaje de Keret me parecía arrancado de las paredes, encontrado en las estaciones de autobuses, aprovechado de las callejuelas de Florentine.
En esos libros vivían los personajes acodados en las barras de Florentine, seres agobiados que viven su calma furiosamente, que paladean su vitalidad en el peligro de cada instante. Me parecía que Keret tenía algo de Celine y su noche, pero de un Celine que no viviera en las terrazas de Clichy sino en los muros esgrafiados de Florentine. Alguien podría decir que es un maestro de la concisión en los tiempos posmodernos. Pero también podría decir que es un Juan Rulfo que cambia las soledades polvorientas de México por las calles de Tel Aviv repletas de enfrentamientos, atentados, provocaciones, situaciones tensas, desprecios, amenazas, convulsiones. Por esas calles vi a una chica casi desnuda con una metralleta colgando, vi otra muy pija que llevaba un fusil que hacía juego con su blusa.
Estaba en el balcón de aquel hotel alternativo en Tel Aviv. Era un edificio de estilo ecléctico y sobado de los años veinte del siglo XX, las escaleras de madera oscura subían a habitaciones abuhardilladas con carteles de cine. Al lado estaba el barrio bohemio de Neve Tzedek. Muy cerca el Barrio Yemení con sus calles de silencio algo místico. Me tomaba una botella de vino de los altos del Golan y pensaba en la ciudad de Yaffo que tenía miles de años, donde a Jonás se lo tragó la ballena, y las tropas de Napoleón cogieron la peste. Y acababa de pasar por el barrio de Florentine con sus pintadas. En una pintada había una última cena grotesca donde se reunían personajes de todas las épocas y Marilyn Monroe le susurraba algo al oído a Golda Meir. Y pensaba que Etgar Keret podría representar ese pasmo sin aliento, esa sociedad convulsa y heideggeriana, esa vitalidad de un país que nació de milagro, y de un pueblo al que unos quieren arrojar el mar, y otros culpan en masa de todos los atropellos (para ciertos progresistas todos los judíos son culpables de los desmanes del gobierno de Israel, incluso el relojero de la esquina).
Pensaba que tal vez Edgar Keret cruzó la mirada conmigo en Florentine, en uno de esos bares oscuros de mesas arañadas. Y puso en su mirada insolencia, miedo, lirismo rascado, infantilismo. Me dijo con los ojos “¿qué pasa, tío?”. Me destiló sus libros con sabor a vodka traído de todas partes, olor de obús con un poema de amor. Me gustaba su hondura sin pretensiones, su sacar alcohol de las circunstancias, su urgencia profunda, su celebrar el instante, su sobrevivir en medio de los cascotes. Y me pareció que Keret representaba esa vitalidad sobre los muros amenazados, esa persistencia de la vida áspera y sorprendente. Tel Aviv surgió de la nada hace poco más de cien años, pero ya tiene un pedigrí sorprendente, no solo por sus barrios Bauhaus de blancura elegante y audaz, sino también por los desgarros de Florentine, y por toda la vivacidad amenazada de cada instante. Y me pareció que Keret representaba la intensidad de ese país, Aún contra su propia prepotencia, contra sus gobiernos extremistas.