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BrújulaAdictos al opio, adictos a la aventura. La mirada y los hechos...

Adictos al opio, adictos a la aventura. La mirada y los hechos de un periodista llamado David Jiménez

Mi primer encuentro con David Jiménez fue a través del cristal de la librería Alberti. Él había ido a charlar con Agustín Rivera, que presentaba Hiroshima: testimonios de los últimos supervivientes [esta mañana terminé de ver un documental sobre la Segunda Guerra Mundial que acababa con un arriesgado: “la bomba atómica salvó vidas”. Quizás no estaría de más recomendarle el libro al que no se estremezca con comentarios como el anterior] y a convencernos de que no fuéramos tontos y de que compráramos el libro, mientras que yo iba predispuesto a cumplir todos y cada uno de sus deseos. Tan predispuesto que me adelanté a ellos, pues antes de la presentación ya iba con un ejemplar bajo el brazo. Vi al periodista español mientras esperaba a que concluyese la jornada del Club de Lectura de la librería, en la que el único hombre de la sala, feliz como unas castañuelas, no dejaba de repeinarse mientras miraba a todas y a ninguna de las presentes. David Jiménez estaba en la calle, hablando cordialmente con una chica –espía o estudiante de periodismo–, y manteniéndose discretamente alejado de una creciente multitud. De repente noté un cierto temblor en las piernas. Me había pasado las dos últimas semanas martirizando a mis amigos más cercanos con las historias de aquel hombre. “¡Es el periodista que se coló en Corea del Norte fingiendo ser un empresario de lencería femenina!”, le dije a uno. “¡Es el hombre que se mantuvo erguido frente a la presión del poder! ¡Firme frente a la seducción de la mentira!”, le solté a otro. “¡Es una buena persona!”, les repetía a todos. Llevaba unos días esperando la charla, y si temblaba era porque temía acabar en el más común de los destinos: el de la decepción. Para mi sorpresa, fue todo lo contrario. Su forma de ser era muy parecida a su forma de escribir. Divertido, inteligente, seguro, espontáneo, mordaz y muy alejado de la petulancia que suelen tener las personas de su posición. Me cayó estupendamente.

Cuando empezó el año no sabía quién era David Jiménez. Una mañana me recomendaron El director, y dos días después estaba asaltando La Casa del Libro en busca de nuevos ejemplares del autor. Jiménez. Jiménez. Jiménez. Los libros del “Kapuściński español”, como le llaman algunos, rozaban, en una bonita coincidencia, con los del Kapuściński Kapuściński. Arrastré los dedos por los David Jiménez y miré con la superioridad del fanático converso al único y esmirriado Kapuściński que quedaba, incapaz de perdonarle al estupendo periodista polaco la desconsideración de llevar un apellido con tildes en las consonantes. Me llevé El lugar más feliz del mundo e Hijos del monzón, que reúnen crónicas y reportajes realizados en numerosos países asiáticos, y luego me pasé por la biblioteca para hacerme con El botones de Kabul y El corresponsal, dos novelas inspiradas en sus experiencias como corresponsal de guerra. Ya tenía todo el catálogo.

No tardé mucho en ventilármelo. Buen novelista, David Jiménez es aún mejor cronista, aunque su talento narrativo le convierte en un periodista un poco tramposo, ya que en un estilo sencillo, humano y nostálgico –¿se puede sentir nostalgia hacia lugares de los que nunca has oído hablar?– engatusa al lector para hacerle creer que él también quiere estar en las alcantarillas de Ulán Bator, escondido en el maletero de un coche en dirección a un Tíbet prohibido, o de paseo por Kimlandia, ese oscuro país en el que la falta de alumbrado es el menor de sus problemas. Dice de Manu Leguineche en Los diarios del opio que “[sus textos] estaban muy bien escritos: eran divertidos, empáticos y estaban llenos de personajes con una gran humanidad. Tenían la justa medida de contexto histórico, anécdotas, vivencias y reflexión”. A los suyos no les falta nada de esto. Son como cócteles de lujo, con cada dosis calculada milimétricamente. Leyéndolos es casi imposible no emocionarse. Algo que me sorprende es que, aún habiendo visto cosas más terroríficas que los nuevos precios del Mercadona, David Jiménez sigue manteniendo intacta su esperanza en el mundo, en los hombres o en su profesión. Está convencido de que sus textos no son sólo papel y tinta en una estantería, sino ideas con las que concienciar, formas con las que encender la chispa para el cambio, quién sabe si también para la mejora. Y como quiere compartir esta ilusión, escribe. Y lo hace de la mejor forma posible, que es abriendo ventanas que llevan a lugares exóticos y desconocidos, algunos bellos, otros muy desagradables, proponiéndole al lector un viaje lleno de altibajos. Uno parecido, probablemente, al que él ha realizado escribiendo.

El nuevo libro de David Jiménez no es una excepción. Los diarios del opio, publicado por Ariel, se divide en diez capítulos dedicados a escritores que “encontraron la perdición en Oriente” (William Somerset Maugham, Joseph Conrad, Rudyard Kipling, George Orwell, Alexandra David-Néel, Martha Gellhorn, Graham Greene, Manu Leguineche, Nicolas Bouvier y Tiziano Terzani). No me refiero a la muerte, ni tampoco a acabar bajo las fauces de la nube negra del opio, sino a algo mucho más abstracto. Una sensación que se te queda y que no puedes quitarte de la cabeza ni del pecho. A esa duda que, por no tener respuesta, se vuelve cada vez más incómoda, y por intentar resolverla, terminas alterando el orden de tu vida.

El secreto oculto de Oriente. Muchos sucumben a la seducción de estos países, pero pocos saben por qué. No comprenden qué es ese algo especial que antes les llamaba y que ahora les obsesiona. Para unos puede ser la búsqueda de una nueva espiritualidad, para otros una forma de inspiración literaria, para otros aventuras llenas de opio y sexo. Pero para la gran mayoría es un misterio. También lo es para David Jiménez. ¿Qué busca el escritor, o que espera, de ese continente que tanto le fascina? Como la respuesta se le resiste, decide reconstruir el viaje de otros diez escritores para ver si le son de ayuda. Quizás, compartiendo sus peripecias, pueda esclarecer sus dudas. En el libro conviven las experiencias de estos con las vivencias –y opiniones– del autor, siempre interesantes, y de las que uno se queda con ganas de más. Tampoco se olvida del lector más amarillista, al que satisface con chascarrillos y anécdotas. Por ejemplo, ¿qué imaginan que puede salir de un recuerdo en el que habla de Sánchez Dragó, tríos y marihuana?

Para intentar descubrir el secreto oculto de Oriente nos vamos a ir de correrías con Graham Greene a Vietnam, con Martha Gellhorn y el otro –Ernest Hemingway– a China, con William Somerset Maugham a Camboya, con Nicolás Bouvier a Japón, con Manu Leguineche a Filipinas o, por supuesto, con David Jiménez a todos los sitios. Aunque algunos capítulos sólo los lea, que tan poco está mal, en la gran mayoría hago algo más. Viajo. Me calzo mis botas y mi sombrero de explorador y cambio con gusto de época y de continente. No exagero si digo que estos días he llegado a sentirme cerca de los templos de Angkor, de los oficiales chinos a los que el niño Hemingway tumbaba bebiendo alcohol o de muchos de esos hoteles, refugio de los corresponsales de guerra, y de cuyos nombres aún me acuerdo –el hotel Commodore, el Majestic, el Holiday Inn., el Intercontinental, etcétera–, pero de los que soy incapaz de recordar su ubicación. También aprendo. Aprendo por activa y por pasiva que el ser humano sigue cometiendo errores de preescolar. Que hay países que ignoran la historia. “El pasado no lleva hacia atrás, sino que impulsa hacia delante y, en contra de lo que cabría esperar, el futuro es el que nos conduce hacia el pasado”, escribió Hannah Arendt. Pero por desconocimiento, o por desinterés, o porque les importa un bledo, hay lugares en los que se sigue retrocediendo hasta emular los fallos de las generaciones anteriores, sean de aquí o de un poco más allá, que en este caso viene a ser lo mismo. En mi viaje también descubro personalidades fascinantes. En ocasiones, escritores más complejos que sus propios personajes. “El hecho que hay que enfrentar –le escribió Graham Greene a su esposa– querida, es que por mi naturaleza, mi egoísmo, incluso en cierto grado mi profesión, siempre, y con cualquiera, he de ser un mal marido. Pienso, ya ves, que mi inquietud, estados de ánimo, melancolía, incluso mis relaciones, son síntomas de una enfermedad en sí misma, y la enfermedad […] radica en un carácter profundamente antagónico a la vida doméstica ordinaria”. Si tuvo las narices de enviar esta carta, ¿de qué no sería capaz el bueno de Graham Greene? ¡Imagínenselo protagonizando una película! Aunque en mi lectura, como ocurre con cualquier otra, también descubro escritores que me interesan menos. Es el caso de la aventurera Alexandra David-Néel, una tipa que para encontrar el nirvana se largó a una cueva de cuatro mil metros de altura, llevando consigo una única túnica de algodón. Repito. Una única tela de algodón. Quizás esté equivocado, pero encontrarse a sí mismo en la nada me hace pensar que la nada es un factor fundamental dentro de la ecuación. Y claro, me tira para atrás. Aún así, sigo leyendo sin perder la sonrisa o el interés, manteniendo una sensación parecida a la que tenía cuando era pequeño y me tocaba montarme en una atracción que no me entusiasmaba, disfrutándola de todas formas, pero pensando en lo que estaba por venir.

Los diarios del opio es un libro muy entretenido, de historia y de historias, con aventuras ajenas y propias. Leer a David Jiménez es una forma de no descender a lo vulgar, de elevarse hacia lo sublime. De aprender y de disfrutar, de emocionarse y de reflexionar. Mientras pasaba las páginas no podía dejar de pensar en la famosa anécdota de Pompeyo, el general romano que también fue seducido por el misterio de Oriente. Cuando tomó Jerusalén, en el siglo I a. C., se obcecó en acceder al Sanctasanctórum del templo, lugar sagrado para los judíos, y al que sólo tenía acceso el sumo sacerdote. Pero él quería ver. Quería poseer el secreto mejor guardado del mundo, así que entró. ¿Y qué descubrió? Nada. El Sanctasanctórum estaba vacío. Pero por eso mismo, allí estaba todo. Aunque no se pudiese ver o tocar, el templo reflejaba el misterioso poder de la fe del pueblo judío. La fuerza de creer. Algo parecido pasa en Kung Fu Panda, una excelente película en la que unos y otros luchan por hacerse con el rollo del dragón, un pergamino que oculta el secreto para alcanzar un poder ilimitado –aunque se dice que sólo el Guerrero Dragón, o sea, el elegido, puede leerlo–. De nuevo nos hacemos la misma pregunta que antes. ¿Qué habrá dentro del rollo? Y la respuesta es similar. Nada. Todo. El pergamino está en blanco. Eres tú, el que lo abre, el que tiene que rellenarlo. ¿Cuál es el secreto de Oriente? Nada. Todo. Eres tú, viajero, el que tiene que escribirlo.

Mientras tecleo me doy cuenta de que siento algo parecido a la envidia. Pienso en todos los libros de David Jiménez, que ha visto tanto y a tantos, y me muero de celos. Por mi ventana sólo veo un aburrido bloque de ladrillos. Son las 6:16 y ya se escuchan los últimos Cabify de la noche, que se llevan silenciosos (como buenos coches eléctricos) a la última hornada de borrachos. Lavapiés amanece en una quietud interrumpida únicamente por unos pájaros infrecuentes en la capital, que no son verdes, ni rojos, ni ámbar, unos pájaros de carne y hueso que no obligan a nadie a avanzar o a detenerse. O puede, en realidad, que sí lo hagan. Al escucharlos, ¿no cierro los ojos y me imagino en la otra punta del mundo, mucho más salvaje, construyendo y dando forma a mi propio misterio? La idea me seduce, y el hartazgo de Madrid me envalentona. Tomo una decisión. Sí, mañana (“Mañana será otro día”, dice al final de El jugador su protagonista, quizás consciente de que nunca dejará de ser un ludópata), mañana empezaré a vivir otra vida. Una más valiente, una más atrevida. La que quiero. Pero la ilusión, la droga de los románticos, no tarda en evaporarse con el paso de las horas. ¿No soy yo el que se pone nervioso alquilando una furgoneta? ¿No soy yo el que se lamenta por tener que pasar una noche en el aeropuerto? ¿No soy yo el que busca un McDonald’s para comer seguro? 

Quizás, en el fondo, no envidio a David Jiménez. A lo mejor prefiero, como tantos otros, que sea a él al que se le siga llenando la garganta de polvo y el pecho de indignación. Compartir sus alegrías y sus penas, sí, pero desde la comodidad del hogar. Getir abierto en una mano, un lápiz afilado en la otra. “Me entristece ver cómo todos los esfuerzos de Veasna por salir de la pobreza no han servido para nada. Solo es posible sentir la humillación del fracaso si antes hemos dejado crecer en nuestro interior la expectativa del éxito. Solo cuando invertimos nuestro orgullo y nuestro esfuerzo en un objetivo que nunca llegamos a alcanzar sentimos la frustración de no haberlo alcanzado”. Subraya, subraya. Protégete del olvido. Aprende que “el cinismo es para el periodista como la kriptonita para Superman”, algo que “te despoja de tu fuerza para relatar el mundo”. Subraya, subraya. ¿Me apetece un Magnum Double Sunlover o un Starchaser? Las páginas se acaban, el viaje llega a su fin. ¿Ya, tan pronto? Sigo subrayando, alargando unos segundos más la aventura, memorizando algunos párrafos para poder repetir en ambientes etílicos lo que vio, escuchó y opinó David Jiménez. “¿Has dicho Bután? ¿De verdad les daban marihuana a los cerdos para abrirles el apetito? ¡Qué envidia, tío!”. “¿Qué es Bután? Suena a putón”. Bután es… y yo repito con paciencia lo único que sé, que es poco e incierto, porque realmente no sé nada de un país que hace un mes ni siquiera existía. Me digo que así está bien. Que sean otros los que pasen las penurias y que me las cuenten, que yo no quiero vivir esas experiencias, que lo que yo quiero es imaginármelas. Porque yo soy un viajero de salón. Un espécimen que no conoce el olor de la putrefacción, sino el de la tinta, y que el mayor peligro al que se enfrenta no son las bombas, sino el tedio. O quizás el telefonillo, que te arranca a la fuerza de Bagan, Ta prohm o Cachemira. “Hola, Getir. Tome, disfrute de su Magnum Double Sunlover. Buen día”. Sí, probablemente soy un viajero de salón.

Pero que me caiga un rayo si lo quiero. Deseo con toda mi alma que me metan la cabeza en la cloaca más infecta de Ulán Bator y que el calor de las tuberías me embote los sentidos. “Míralo tú mismo. ¿Lo ves? Aquí viven niños. No mentí”. Tiene razón. Veo a los niños. Y más allá una colina, no, una colina no, una montaña, una montaña de basura llena de adultos y niños filipinos luchando por llevarse a casa la mierda más suculenta. “¿Qué te parece Payatas? ¿Exageré? Mira ahora hacia el otro lado”. Lo hago. Descubro un ejército de sombras enjutas y verdosas caminando como autómatas, seres sin vida, como el ejército que representó Akira Kurosawa en Dreams, salvo que estas sombras no son parte de ningún sueño. O quizás sí. El sueño de grandeza de un hijo de la gran puta. Cientos de miles de norcoreanos sin nada –¿nada?– que llevarse a la boca. “¿Y la comida?”, les preguntaría. “Allí”, me responderían, señalando el corcho de los árboles. ¿Y qué más? ¿Cuánto más podría ver sin terminar colapsando, sin terminar deseando la ignorancia? En este punto, quizás, tendría que cerrar los ojos. Volver a mi salón, con mis libros y mis helados, con mi bendito telefonillo, que no trae desgracias sino comida. Pero entonces, justo antes de abandonar, escucharía la protesta de alguien como David Jiménez. Su mirada, ya cansada, pero tan viva como el primer día, me exigiría un último esfuerzo. Y una corrección. “Hazlo bien. Sólo ves una parte. Si has venido hasta aquí, mira”.

Y yo miro.

Al mirar, al mirar bien, también veo a Vothy, la encantadora niña del vestido rosa de Hijos del monzón, correteando por un hospital sin perder su infatigable sonrisa. También veo a ese veterano estadounidense de El lugar más feliz del mundo, que solloza en una calle de Hiroshima (“¿Cómo pudimos? ¿Cómo pudimos?”), mientras un grupo de japoneses intentan consolarle. ¡Ellos!

O al ficticio Frank Goldkamp, de El botones de Kabul, descubriendo que sí, que ha sido un hijo de perra, pero que la sangre todavía le arde ante las injusticias, que sus ojos aún tienen la capacidad de brillar, y que no hay nada más bonito que reflejarse en los de otros. O a la incansable periodista de El corresponsal, que persiste en mejorar un mundo que, cuando cambia, lo hace para seguir igual. O al narrador de El director, que cayó en el absurdo de hacer su trabajo. De no distinguir entre colores y ofrecer al público cualquier noticia (si es que eso existe) que caía en sus manos, de defender la verdad (que siempre existe) y no mirar para el lado indicado por los de arriba. O a George Orwell, uno de los recordados en Los diarios del opio, que escribió críticas feroces en contra del totalitarismo, el colonialismo o la discriminación, echándose encima a muchos de sus compatriotas, porque consideraba que era justo, sí, justo, mientras que despreciaba los beneficios que podría haber tenido como súbdito del Imperio; y es que, para el escritor británico, cualquier tipo de discriminación, cualquier distinción que sitúe a unos por delante de otros, por su carácter intrínseco, siempre debía ser denunciada.

No sé si David Jiménez es una buena persona. No sé si va todos los domingos a misa, si deja buenas propinas o si tiene un puñado de cadáveres escondidos en el sótano de casa. Me gustaría pensar que sí, que es un buen tipo, y que la humanidad de sus libros nace de él, de la persona, y no de un exceso de imaginación. Que realmente empatiza con el dolor ajeno y que escribe para compartir una realidad que desconocemos; no por morbo, no por elevar su nombre, sino para intentar que las cosas mejoren. “¿Aún no has comprendido que no hay ni buenos, ni malos?”, me parece escuchar. “Que lo que importa no es el carácter, sino las circunstancias, y estas pueden cambiar de un día para otro. Lo que sí que hay es pobreza extrema, guerras, dictadores y países en los que matas o te matan”. Asiento ante las palabras de los que han visto más que yo, de los que se han introducido en el infierno y han salido para contárnoslo, y muevo la cabeza de arriba a abajo, repitiendo: la bondad es cosa de ingenuos. Pero yo soy un ingenuo. Es infantil hablar de buenos y malos –principal razón por la que la mayoría de películas actuales, sobre todo las de Marvel, son tan chufas–, pero por supuesto que hay buenas personas. Por la sencilla razón de que vivimos en una realidad en la que cada cosa tiene su contrario. E hijos de puta los hay a patadas. Otros pasan por este valle de lágrimas intentando hacerle la puñeta al menor número posible de personas, como dijo una vez Camilo José Cela, pero también hay casos, poco comunes, de gente que se lanza de cabeza al vacío para hacernos ver al resto que, al caer, nos rompemos el cuello. “¡No saltéis!”, gritan, “¡no saltéis!”. David Jiménez es uno de ellos. Un excepcional periodista que hace creer a los ingenuos, al menos durante un rato, que en este mundo bello y terrible tan sólo hace falta una pequeña llama para vencer a la oscuridad.

Los diarios del opio. Tras las huellas de Orwell, Conrad, Kipling y otros grandes escritores que encontraron la perdición en Oriente. David Jiménez. Editorial Ariel.

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