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AcordeónEl siglo de los videojuegos

El siglo de los videojuegos

La nueva casa de las narraciones y la emoción

Los videojuegos nacieron como un entretenimiento basado en una posibilidad tecnológica.

En 1952 el inglés Alexander S. Douglas creó OXO, que aprovechaba las opciones formales que ofrecía la pantalla de una de las primeras computadoras del mundo. Los comandos matemáticos reproducían, sobre una estructura de 3×3 cuadrados, equis y círculos; es decir, se trataba de un tres en raya digital. Esa posibilidad técnica la encontramos también en Tennis for Two creado por el físico estadounidense William Higginbotham en 1958, que simulaba una partida de tenis y se jugaba con un osciloscopio (un instrumento de visualización electrónico para la representación gráfica de señales eléctricas, como las máquinas que miden el ritmo cardíaco en los hospitales). La historiografía canónica de los juegos, sin embargo, suele señalar el Pong (diseñado por Allan Alcorn y dirigido por Nolan Bushnell en 1972) como la piedra angular de los videojuegos, el que saltó a las recreativas y cimentó las bases de toda la industria posterior: ya se sabe, dos líneas a ambos lados de la pantalla que podemos subir o bajar y un punto (una “pelota”) que se iban pasando de un lado al otro. Un ping pong digital en toda regla, de ahí su nombre.

Saltemos unas décadas. Hoy en día, algunos de los juegos más vendidos y jugados son puro espectáculo –podríamos decir– deportivo. Y no hablamos específicamente de eSports, sino del concepto mismo de deporte: un juego con un ganador y un perdedor ya sea entre dos, por equipos o entre muchos participantes, de los cuales inevitablemente uno se alzará como el triunfador y donde la habilidad se mide y se pone a prueba. Ahí están Call of Duty, Fortnite, PUBG, CrossFire… Esa dinámica competitiva/cooperativa permea muchos de los espectáculos humanos más seguidos, desde el propio deporte a los talent shows. Es curioso que los tres protojuegos antes mencionados, además de explotar las posibilidades tecnológicas del momento, se basaran en la rivalidad competitiva. Eso abrió un camino que, a día de hoy, sigue ganando adeptos y dando sus frutos, desde luego; pero el valor de los videojuegos, su gracia, está en sus casi infinitas posibilidades. Y muchas de ellas no podrían estar más alejadas de lo meramente competitivo.

Aristóteles dividió la narración de toda historia en tres actos: planteamiento, nudo y desenlace. Ese esquema clásico ha sido, por decirlo de forma poética, como el agua que se adapta a la vasija que habita. Las narraciones orales, las formas protoliterarias, las novelas, la ópera, el cine, las series… todas esas formas de contar han ido adoptando, de un modo u otro, la forma narrativa clásica. Si somos absolutamente objetivos, convendremos en que los videojuegos no tienen por qué ser un artefacto narrativo. Es más, es posible que el auténtico potencial de su arte no se obtenga si se limita a replicar las formas narrativas clásicas, o si abusa en el uso de formas narrativas que otros medios ya utilizan, como puede ser el caso de la inserción de escenas cinematográficas o de diálogos teatrales. Pero es indudable que, a día de hoy, una gran parte de los videojuegos se va escorando hacia lo narrativo, hacia las buenas historias. No es la primera vez que se vive algo así en la historia de la humanidad.

Con el cine pasó algo similar. Hoy en día, la preeminencia del cine narrativo es tan grande que es difícil recordar que, cuando nació, el cine como medio no tenía por qué centrarse en “contar historias”. Cuando el tren en blanco y negro se dirigía hacia la pantalla, cuando los hermanos Lumière proyectaban delante de la multitud asombrada sus filmaciones de obreros saliendo de la fábrica, no inventaron el cine como arte sino como medio. Aquello eran filmaciones documentales, y el del documental, o el de la vanguardia, podía haber sido el camino más transitado por el cine durante el siglo posterior. Pero fue la narración, el hambre por consumir y contar historias, la que acabó dominando el medio cinematográfico.

Algo similar ocurre con los videojuegos. Es cierto que existen juegos meramente competitivos o meramente contemplativos. Existen juegos de terror basados en los impactos que el jugador siente. Existen juegos altamente poéticos, como los del diseñador chino Jenova Chen, por ejemplo, Journey (2012) o Flow (2007), juegos basados (el primero sigue el recorrido de un personaje por un desierto hasta una montaña; el segundo recrea un delicado hábitat de organismos celulares acuáticos) en la contemplación estética y que buscan una experiencia simbólica alejada del esquema narrativo. Todos esos juegos existen, sí, pero en general, los grandes éxitos del medio, los juegos que más impacto causan a nivel social y que son capaces de armar un ecosistema cultural, son los narrativos. Son los juegos con historia, aquellos que erigen tramas que permean al consumidor, que impactan en su interior de la misma manera que en otros siglos impactaban las peripecias del conde de Montecristo o de Willy Fog; que construyen personajes inolvidables e icónicos como en otras épocas surgieron Romeo y Julieta o el Principito.

 

Nuevas formas de contar historias

Siendo como son el nuevo recipiente de las historias, los videojuegos añaden un ingrediente más a la narración clásica: la interactividad, el hecho de que el jugador forma parte activa de la narrativa. Ese es el factor clave y diferencial que distingue a este medio de otros. Si nos centramos en el sentido clásico, a grandes rasgos podemos decir que la narrativa en los videojuegos se divide en dos tipos: lineal o no lineal. La lineal sin alternativas es la más parecida al cine, al planteamiento aristotélico: una historia expuesta en su planteamiento, desarrollada en su nudo, y cerrada en su desenlace.

Hay juegos con narrativa lineal cerrada, en la que debemos seguir (la imagen de un collar de perlas se ha usado de forma recurrente) los capítulos consecutivos de la historia que estamos viviendo.

Hay juegos con una narrativa lineal abierta, en los que el jugador decidirá, por ejemplo, si quiere hacer las cosas de forma legal o ilegal; decidirá, por ejemplo (algunos juegos introducen un medidor de karma), si quiere realizar buenas acciones que mejoren la nota que se la da a su conducta o ser despiadado, pero en los que la historia no sufrirá cambios en lo sustancial.

Hay juegos con una narrativa lineal ramificada, con varios finales a los que accederemos dependiendo de nuestras acciones: juegos en los que ciertos personajes vivirán o no, en los que cumpliremos o no nuestros objetivos; en los que el mundo será salvado o condenado atendiendo a la historia del juego que hayamos ido escribiendo con nuestros actos.

Y hay juegos con una narración no lineal, como pueden ser algunos juegos de mundo abierto sin un objetivo narrativo claro que funcionan como un parque de atracciones en el que llevar a cabo las acciones que nuestro personaje pueda hacer en busca de diversión o exploración.

En general, y cada vez más, los juegos juegan (nunca mejor dicho) a combinar estas posibilidades: juegos de mundo abierto radicados en escenarios que funcionan como parque de atracciones, con misiones principales lineales y secundarias opcionales, y varios finales ramificados dependiendo de nuestras acciones.

Pero todos entendemos eso. Todos podemos imaginar modelos de narrativa lineal o no lineal, porque se trata de conceptos previos a los videojuegos, y no surgidos a la vez que ellos. Lo interesante del asunto es que, de hecho, existen formas narrativas surgidas junto a los videojuegos y que no pueden desarrollarse fuera de ellos. Eso es lo que hace de los videojuegos un arte propio, una potencialidad creativa dispuesta a ser explotada para crear obras que no podrían existir en ningún otro medio, de la misma manera que no podemos esperar encontrar música en un cómic o pinturas en una novela. Canónicamente se acepta que existen dos formas narratológicas propias de los videojuegos: la narrativa embebida y la narrativa emergente.

La embebida sería una narrativa prefijada pero que descansa en los diversos pliegues que el artefacto videojuego ofrece: interfaces, descripciones de objetos, inscripciones en ciertas áreas del mundo, libros o revistas o cuadernos que nos podemos encontrar… Se trata de una narrativa opcional, en muchos casos prescindible, que no guía la acción, sino que la enriquece o resignifica; en definitiva, se trata de una narrativa que dota de más capas o profundidades a la partida, la historia o el mundo que vivimos. Esta mención al mundo no es baladí, ya que este tipo de pliegues son perfectos para cimentar la construcción del universo en el que está radicado el videojuego. No en vano, durante los últimos años ha crecido exponencialmente el interés de los jugadores por el worldbuilding, la historia y las características detrás del mundo en el que jugamos, y el folclore del propio juego. Esto enriquece la experiencia, claro está, pero también abre la puerta al trasvase cultural: la serie Arcane (2021), de Netflix, basada en el mundo de League of Legends, además de un éxito por su calidad fue sobre todo una explotación explícita de la historia implícita, u oculta, en un juego tan competitivo y basado en el entretenimiento como es LoL. Es decir, el trabajo previo de construcción de mundo que los diseñadores habían hecho para LoL no se desarrolla en el propio juego, pero sí es lo suficientemente atractivo para que otro medio narrativo pueda explotarlo.

La narrativa emergente, por su parte, hace referencia a lo que el jugador hace con lo que se va encontrando. Cuando uno sale del refugio nuclear en alguno de los juegos de la saga de acción postapocalíptica en primera persona Fallout, puede seguir, claro está, las indicaciones de los personajes o la interfaz para, siguiendo con la metáfora del collar de perlas, ir alcanzando los diferentes hitos narrativos del juego hasta completar la historia fijada. Puede hacer eso, sí, pero también puede… pasear. Puede ir en la dirección contraria a la que se supone que debe ir, puede encontrarse con un grupo de enemigos que pueden derrotarlo o no, puede explorar minas abandonadas o robar en alguna tienda, puede hacer un poco lo que quiera, solidificando una narrativa propia a cada decisión que toma, a cada paso que da, concretando el machadiano verso de que “se hace camino al andar”.

Esta narrativa se da cuando el mundo reacciona de forma autónoma, cuando los sistemas que funcionan como sustrato tecnológico de la experiencia han sido programados por el diseñador, pero la experiencia de colisión de esos sistemas no ha sido guionizada por él, sino que sucede como resultado de la simulación. Cuando la inteligencia artificial que gobierna el comportamiento de los NPC (personajes no jugables, en sus siglas en inglés) entra en conflicto con el motor de físicas que gobierna ese mundo o cualquier de los otros sistemas programados. Se producen situaciones únicas, difícilmente replicables. Por ejemplo, imaginemos un wéstern con climatología dinámica donde se produce una tormenta eléctrica que causa un incendio. Si las llamas prenden en un bosque, toda la fauna huirá despavorida y quizá se produzca una estampida de un rebaño de bisontes que arrollará a una caravana en una carretera, causando todo tipo de contratiempos que los volverán vulnerables a unos salteadores de caminos, que harán que su cabecilla acumule una recompensa mayor, poblando de letreros las ciudades aledañas y generando conversación entre los parroquianos. Puede parecer ciencia ficción, pero no lo es. Solo hace falta investigar un poco sobre un juego poco conocido pero que ha llevado el concepto de simulaciones a un nivel estratosférico: Dwarf Fortress (2006). Otra cosa es que ese nivel de detalle genere una experiencia lúdica. Es el trabajo de los diseñadores saber calcular el nivel justo para hacer algo interesante y divertido al mismo tiempo.

En ningún otro medio artístico el consumidor (el creador sí, evidentemente) es tan partícipe del esquema narrativo de la obra como en los videojuegos, pues las mecánicas nos permiten apropiarnos del “ahora” narrativo, exprimir determinados momentos o zonas, postergar decisiones o misiones y, en definitiva, marcar tanto el tempo histórico como la disposición de los elementos. Es decir, los juegos permiten que nos apropiemos de la línea narrativa más que ningún otro medio, más que ningún otro arte. En el cine, las series, el teatro o la ópera el espectador es pasivo. En un libro un lector ha de leer, pero su interacción con la historia es nula. La narrativa del juego no pasa si el sujeto se queda parado. Hay que jugarla. Porque, y aquí descansa otra de las claves artísticas del artefacto videojuego como posibilidad, en un juego muchas veces la narrativa es la forma, no el fondo.

Pero hasta aquí la teoría.

Porque el papel lo aguanta todo. Es decir, nosotros podemos hablar de teoría de los videojuegos: los conceptos novedosos son sexis, incentivan la imaginación, propician la creencia de que aquello inexplorado que tenemos delante tiene el fuste de las cosas importantes. Pero no queremos hacer eso. Queremos sopesar el peso real de las narrativas de los videojuegos, evaluar si merecen o no la pena, si pueden compararse, o no, con las narraciones clásicas.

 

Obras que hablan del mundo y del ahora

El videojuego narrativo ofrece a los críticos la posibilidad de fijarse solo en las virtudes (o defectos) de componentes netamente artísticos. La emoción puede pesar más que la mecánica si nos atenemos a elementos como trama, personajes, composición de escenas, giros narrativos o sorpresas finales. Pero más allá de eso, conviene hacer hincapié sobre un hecho hoy incuestionable: además de obras capaces de emocionarnos, los videojuegos son artefactos capaces de hacernos empatizar con otras vidas, de radiografiar el mundo, de hablar del presente, de proponer soluciones a los problemas reales que se viven en el planeta y de imaginar futuros posibles. Es decir, hoy en día los juegos se incorporan al acervo de medios que lo han estado haciendo durante siglos, como la novela, el cine, la poesía, la ópera…

Hablamos en un capítulo anterior de cómo el juego de 2001 Metal Gear Solid 2: Sons of Liberty anticipaba, de forma absolutamente rigurosa, pero sin renunciar a la vertiente lúdica, toda una serie de problemas que entonces estaban esbozados pero que hoy vivimos plenamente: fake news, sesgo de confirmación, cámaras de eco, sobreinformación, teorías conspirativas, incapacidad para discernir la verdad mediática, control social mediante redes sociales, primacía de las emociones sobre la verdad objetiva o histórica, etcétera. El de Metal Gear Solid 2 (del que hablaremos más profundamente en el capítulo 7) es quizá el ejemplo más paradigmático de juego como artefacto político, pero ni mucho menos el único.

Por ejemplo, un juego con un cariz estrictamente político es también otro integrante de la saga Metal Gear, en este caso un juego para la consola portátil PSP. Se trata de Metal Gear Solid: Peace Walker (2010), que propone una visión alternativa de la teoría de la disuasión nuclear al delegar en una máquina la respuesta nuclear en caso de un ataque con armas atómicas para que no recaiga sobre una persona que podría arrepentirse, garantizando así el principio de destrucción mutua asegurada y, de una forma un tanto perversa, la paz. Evidentemente, durante el juego se examinan los posibles puntos ciegos de esta teoría, pero ya de por sí es un planteamiento sugerente que quizá en un futuro tengamos que abordar en el mundo real.

Si hablamos de política, de hecho, no tenemos que centrarnos en la narración clásica, pues la cosmovisión no tiene por qué ser explícita; nadie (ningún personaje) tiene por qué justificar literalmente la violencia o la tortura en un videojuego de Call of Duty porque, en última instancia, ya se basa de por sí en “matar a los malos”. El juego en sí nos introduce en una dinámica violenta y lúdica, profundamente militarizada. Esa forma de vida no tiene por qué ser explicada por un personaje o por frases o situaciones, pero eso no significa que el juego en sí no tenga una visión política del mundo. Es más, tiene una visión política del mundo tan evidente que nos hace partícipes de ella en primera persona. Juegos con narrativas políticas, implícitas o explícitas, han proliferado durante los últimos años, desde Papers, Please (2013), que nos pone en la piel de un adunaero que debe decidir si los inmigrantes que llegan a su puesto pasan o no, a Bioshock (2007), que basándose en las tesis anti colectivistas de la escritora Ayn Rand propone una utopía submarina (devenida en distopía) construida sobre los preceptos del individualismo objetivista que defendía la novelista. La saga Far Cry ha encarado los problemas actuales de nativismo en Estados Unidos en su quinta entrega (2018) o la cosmovisión de los países latinoamericanos estancados entre el sueño revolucionario y la autocracia en su sexta entrega (2021).

Cuando hablamos de cosmovisiones no nos referimos únicamente a visiones políticas. El videojuego Braid, del año 2008, propone algo curioso: nos sumerge en la clásica búsqueda del héroe detrás de la princesa, algo similar a lo que en dos dimensiones proponía Super Mario Bros. Con mecánicas un poco más complejas y puzles un poco más difíciles, nos pone en la piel de un tipo que intenta salvar a su novia de un secuestrador. En principio, porque lo que en realidad sucede, y esto lo sabemos al final, es que nosotros somos el acosador de una mujer que está siendo protegida por su nuevo novio. Esa forma de resignificar una historia no puede darse únicamente en un videojuego, pero su efecto es mucho mayor, se multiplica, cuando nosotros hemos recorrido en primera persona todo el camino; es decir, cuando a través de las mecánicas hemos experimentado la vivencia del protagonista y no hemos sido meros espectadores pasivos.

Otros dos ejemplos de narraciones que se resignifican podrían ser por una parte esa obra maestra absoluta que es el wéstern Red Dead Redemption 2 (2018), que durante su primera parte nos introduce en una orgía de violencia muy al estilo de su precuela (2010) para luego, a través de la enfermedad de su protagonista –que contrae tuberculosis en el transcurso de sus fechorías–, termina por convertirse en un alegato contra la violencia gratuita (a la que tan acostumbrados nos tenía Rockstar, la empresa detrás del juego). Otro alegato en contra de la violencia es The Last of us Part II (2020), que nos lanza a un mundo de zombies tan violento y tan enfermo de odio y venganza que al final acabamos cogiendo asco a los violentos actos que el propio juego nos obliga a cometer. Es decir, el juego en sí constituye una disonancia ludonarrativa voluntaria, con el ánimo de incomodar al jugador en vez de la convencional unión entre el jugador y el personaje que proponen los videojuegos. Y vaya si lo consigue, haciendo un uso de la antipatía voluntaria que hace que nuestra simpatía pivote desde la protagonista, Ellie, hacia la (en principio) antagonista, Abby.

Es evidente que los juegos pueden ofrecernos enseñanzas por el camino de la antipatía, pero también por el de la empatía. En el primer capítulo de este libro hablamos también de Before your Eyes y su inteligente uso de la webcam a la hora de propiciar los saltos espaciotemporales que vehiculan la obra, obligándonos a concentrarnos en no cerrar los ojos de la misma manera que el protagonista del juego se esfuerza en recordar su vida. Otro ejemplo de narrativa propia y empática podemos verlo en el multipremiado juego de 2021 It Takes Two, juego de aventuras que narra una crisis matrimonial y su posterior solución. El juego solo puede ser jugado en modo cooperativo, es decir, entre dos jugadores; debemos desarrollar con nuestro compañero la misma dinámica de cooperación que acaba resolviendo el conflicto que se establece entre la pareja protagonista, en un juego de espejos que de nuevo nos hace doblemente partícipes de la narración.

What Remains of Edith Finch, del año 2017, es un walking simulator que en primera persona nos pone en la piel de una joven que vuelve a la casa familiar y en absoluta soledad irá desentrañando, en una atmósfera de realismo mágico y con cierto humor, las muertes de todos y cada uno de los miembros de su familia. Mecánicamente, algunos de estos episodios familiares que vamos descubriendo son simples: un sencillo juego en una bañera, o la aceleración de un columpio que termina con un accidente; pero hay un episodio que explota de forma magistral las posibilidades narrativas de los videojuegos. Se trata de la historia de Lewis, un familiar con esquizofrenia. Desde sus ojos, asistimos a una jornada laboral en la conservera de pescados en la que trabajaba. Cuando la locura entra en escena la pantalla se parte en dos y mientras con el joystick izquierdo debemos mantener su trabajo mecánico de cortar cabezas de pescado, con el derecho realizamos, en vista cenital, una travesía por mar en alguna antigua civilización de la que Lewis se cree rey. Esa disonancia entre la realidad y la ficción no solo nos la cuentan, no solo somos testigos de ella, sino que la vivimos en primera persona, con nuestro propio cortocircuito cognitivo, maximizando el componente empático.

Los problemas mentales son tratados también por otros juegos de forma novedosa. Uno de los ejemplos más célebres de los últimos años es el de Hellblade: Senua’s Sacrifice (2017), en el que nos ponemos en la piel de una guerrera picta que sufre estrés postraumático después de que los vikingos atacaran su aldea. El juego, pensado para ser jugado con cascos, nos bombardea con voces en diseño binaural que buscan simular la experiencia de escuchar voces internas que padecen algunos esquizofrénicos. La vivencia (supervisada por expertos médicos), llega a ser cuando menos incómoda, y cuando más aterradora, pero es una forma excelente de introducir dentro de una obra lúdica matices tan complejos como los que arrastra la enfermedad mental.

Estos son solo un puñado de ejemplos de narrativas intervenidas por las posibilidades técnicas que ofrece el mundo de los videojuegos. Pero también tenemos ejemplos de narrativas clásicas explotadas por el mundo interactivo. Un muy buen ejemplo es Disco Elysium (2019), una historia de rol radicada en una ucronía post soviética que cuenta con un guion –aclamado por la crítica mundial– que tiene más de un millón de palabras. Para hacernos una idea, El Quijote tiene unas 380.000. The Forgotten City (2021), Twelve Minutes (2021) o The Stanley Parable (2013) constituyen ejemplos de videojuegos muy simples en lo mecánico, pero tremendamente complejos en lo narrativo, con guiones ramificados en decenas de finales y excepcionalmente trabajados para ofrecer una experiencia absoluta y eminentemente narrativa. Twelve Minutes, para cerrar el círculo narrativo, es uno de los mejores ejemplos recientes de cómo actores tradicionales (en este caso primeras espadas como Willem Dafoe o Daisy Ridley) encuentran en el mundo interactivo una nueva opción para desarrollar su trabajo, algo de lo que hablaremos con más profundidad en un capítulo posterior dedicado a cómo el mundo de los videojuegos empieza a funcionar como una suerte de repositorio de todo tipo de profesiones artísticas.

Pero volviendo al tema narrativo, no hemos de olvidar el centro de la novelística durante varios siglos: la emoción. La emoción como piedra de toque de las narraciones, desde las grandes gestas bélicas hasta las dudas de la juventud. Sobre esto último, y dicha toda la teoría anterior, conviene sintetizarlo en una frase clarificadora: los videojuegos son hoy el artefacto que más y mejor captura y desgrana la experiencia adolescente: la desubicación, el desgarro interior, la soledad, la falta de expectativas, todas esas cosas que durante las últimas décadas se encontraban en las novelas hoy los adolescentes pueden encontrarlas en títulos como Night in the Woods (2018), Life is Strange (2015) o Persona 5 (2016), obras que, además, no temen internarse en vericuetos poco explorados por los videojuegos clásicos, como puede ser la temática LGTBI, la depresión, la ansiedad o el estrés, la conformidad social o incluso las guerras intergeneracionales; temas centrales en el mundo actual y que ahora encuentran su hogar en obras capaces de recogerlas no solo a través de historias, personajes o situaciones, sino a través de la narrativa emergente que propicia, a través también de su apartado mecánico, un sentir concreto que puede ayudarnos a ubicarnos en el mundo.

Jugamos a videojuegos porque nos hacen sentir cosas de una manera visceral. Porque nos afectan profundamente dependiendo de los momentos vitales en los que nos encontramos cuando topamos con ellos, y a nuestra generación, que ya supera los 30 años (y por supuesto en las que vienen detrás), algunos de estos juegos antes citados nos golpearon en su momento como a las generaciones anteriores novelas como El guardián entre el centeno, películas como Star Wars, discos como los de los Beatles o Michael Jackson. Obras capaces de modificar el curso de una vida, de hacernos mejores a través de las preguntas y los sentimientos correctos. Y esto es solo el principio de un camino que da sus primeros pasos. Porque, en definitiva, los videojuegos crecen. El cambio que han experimentado en la última década, la subida de nivel tanto conceptual como de fondo que han vivido, es sobrecogedora. Quien ha jugado a alguno de los títulos mencionados lo sabe, y quien no, debería acercarse a ellos ni que solo fuera para sentir la maravilla, el asombro de las grandes narraciones que encogieron su corazón cuando se enfrentó a ellas por primera vez. Puede parecer que las historias están desplazadas en este mundo que vivimos, pero no es cierto. Lo que pasa es que ya no tienen por qué ser escritas con tinta sobre páginas de papel; también pueden ser escritas con unos y ceros. En el fondo, el cambio narrativo es cromático: del negro sobre blanco al verde sobre negro. Pero todo lo demás sigue ahí.

Este texto forma parte del libro del mismo título que ha publicado la editorial arpa.

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