El frío de los bosques
ANDREA: ¡Desdichado el país que no tiene
héroes! […]
GALILEI: No. Desdichado el país que
necesita héroes.
Vida de Galilei
Ay, nosotros mismos
Que preparamos el terreno para la amabilidad
No pudimos ser amables.
‘A los que habrán de nacer’
El enfant terrible de la poesía alemana había nacido el 10 de febrero de 1898 en Augsburgo, en el sur del país. Eugen Berthold era su nombre completo (posteriormente el autor firmará con este segundo nombre, borrando la hache y cambiando la grafía de la consonante final, como si de alguna forma desdibujara el nombre heredado del padre). Sophie, la madre, era de origen protestante, mientras que su padre, Berthold Friedrich (un empresario bien situado que regentaba una fábrica de papel), pertenecía a una familia católica. Esta última procedía de la región de la Selva Negra, esos “negros bosques” mencionados en ‘Sobre el pobre B. B.’ y cuyo frío, según el mismo texto, nunca abandonará al poeta. Esa mezcla de referentes religiosos y culturales, nada rara en el sur de Alemania, fue así el paradójico sedimento del ateísmo militante del escritor, en el que son evidentes las huellas tanto de los textos bíblicos como de las obras devocionales luteranas. Muchos años después dirá de la Biblia: “Es un libro incomparablemente bello, vigoroso pero malvado. Es tan malvado que uno mismo se vuelve malvado y duro y sabe que la vida no es injusta, sino justa y que no es agradable, sino terrible” [7]. Cuando en 1928 unos periodistas le pregunten por su libro favorito, contestará: “Se van a reír ustedes: la Biblia”. Y probablemente no mentía. La Biblia se llamaba el drama que escribió con solo quince años.
Aunque Brecht se sintió más próximo a su madre que a su padre, por lo general no tuvo una relación demasiado conflictiva con este último, aunque con el tiempo fueran distanciándose. A ello contribuyó el desapego creciente del padre hacia su esposa, cuya enfermedad se fue agravando y la cual tuvo que soportar, en la última etapa de su vida, cómo su marido volvía a traer a su amante (una antigua criada de la casa) con la excusa de cuidar de la enferma. Si el padre no le alentó en sus aventuras literarias, tampoco le desanimó, si bien comenzó a ver con creciente preocupación cómo demoraba sine die la terminación de sus estudios universitarios. Hasta tal punto no se mostró hostil que hizo que una de sus secretarias pasara a máquina el manuscrito de Baal: no cabe imaginar una escena más burguesa para una obra escrita contra todas las convenciones de la burguesía. Brecht, pese a su aspecto a menudo desaseado, se sabía de origen burgués y disfrutaba con gusto de las comodidades de su grupo social. En el poema ‘Perseguido por una buena causa’ se retrata como un traidor a su clase. Como él mismo le dijo a Benjamin fueron los nazis los que le proletizaron a la fuerza, al arrebatarle buena parte de sus bienes materiales y de sus ingresos.
En su Augsburgo natal, Brecht –que tuvo siempre talento para ganarse tanto amigos como enemigos– forma un pequeño círculo en torno a su persona, con el que se reúne en la buhardilla de su casa, lugar también de sus primeros proyectos literarios. Y junto con las amistades, llegan también los primeros amoríos con diversas jóvenes, tras algunos devaneos homoeróticos en su adolescencia (la homosexualidad, latente o explícita, deja su huella en algunos de los primeros textos de Brecht como Baal, su versión del Eduardo II de Marlowe o el cuento de piratas ‘Bargan renuncia’).
En aras de mantener a salvo la imagen del escritor, resulta tentador evitar una de las cuestiones más controvertidas de su biografía: su relación con las mujeres (la más polémica si dejamos de lado su ambivalente actitud frente al estalinismo). Brecht, desde muy pronto, parece incapaz de dejarse de sentir atraído a la vez por varios miembros del otro sexo y de renunciar al anterior cuando un nuevo amor ha aparecido en el horizonte. Así, por ejemplo, corteja a Mariane Zoff sin romper con Paula Banholzer, con la que había tenido a su primer hijo. Y ello a pesar de que, si hemos de creer a su segunda esposa, Helene Weigel, el único y verdadero amor de Brecht había sido Bi (con este apodo Brecht llamaba cariñosamente a Paula). Asimismo, más tarde, su boda con Weigel no le lleva a romper los lazos con otras amantes como Carola Neher o Elisabeth Hauptmann, quien intentará suicidarse al descubrir su papel subalterno. Pronto, además, vemos aparecer esas mujeres con las que comparte cama y mesa de trabajo (Hauptmann, Steffin, Weigel, Berlau…) y que no pocas veces contribuyeron de manera importante a su trayectoria artística. Baste como ilustración el hecho de que Brecht, que apenas dominaba el inglés, se benefició enormemente de las traducciones de Hauptmann, gracias a la cual conoció en profundidad a autores como Kipling. Aunque algunas de esas mujeres aceptaron a regañadientes no ser la única pareja del escritor y en algún caso ellas tuvieron también otros amantes, la relación nunca fue simétrica. Lo cierto es que buena parte de ellas fueron incapaces de romper el vínculo con el poeta, incluso cuando se vieron relegadas a un segundo plano.
Puede resultar perturbador que el comportamiento poco ejemplar del escritor haya dado pie a algunos de los más bellos poemas de amor del siglo XX, pero a veces la literatura es así. En el siglo XX, como en los anteriores, se han escrito cientos, miles, poemas amorosos, muchos de ellos fácilmente olvidables. No así los de Brecht. Quizá porque el autor supo captar, frente a la herencia romántica, el carácter volátil del amor en la nueva sociedad, las tensiones que lo atraviesan. El amor se presenta como algo extraordinariamente frágil y que, sin embargo, crea una suerte de eternidad pasajera, como las que comparten en el cielo dos grullas en uno de sus textos más célebres. Si uno lee los Poemas de amor seleccionados por Hauptmann tras la muerte del poeta cuesta reconocer en más de un texto su correspondencia con el epígrafe. Es fácil preguntarse en ocasiones: ¿esto es poesía amorosa? Desde luego, no es el amor entendido al modo de esa larga herencia que va desde los trovadores provenzales hasta el romanticismo, pasando, por supuesto, por el Dolce Stil Nuovo y por Petrarca. Pero ahí quizá está su valor, en mostrarnos los entresijos, a menudo dolorosos, de la vida erótica: la atracción pasajera, la obsesión por alguien, la incapacidad de romper un vínculo pernicioso, la omnipresencia del sexo, la fuerza de un deseo que deja a un lado no solo las convenciones sociales sino a menudo incluso la propia conveniencia… Brecht retrata muy a menudo lo que hoy se llamarían relaciones tóxicas (no falta, en algunos casos, incluso la violencia), pero quizá por ello sus textos puedan constituir un antídoto frente a un romanticismo de saldo, que cubre con una capa de idealidad lo que son relaciones de poder. Se ha señalado en ocasiones que en la poesía amorosa de Brecht la mujer se ve reducida a objeto de deseo. No cabe negarlo, pero habría que añadir que no faltan poemas en el que el yo masculino se ofrece a sí mismo asimismo como objeto. En un momento donde todavía la sexualidad femenina era en gran parte tabú, las mujeres de los poemas y canciones de Brecht expresan abiertamente sus deseos sexuales (vistos, claro está, desde una óptica masculina). En ocasiones dicha sexualidad no acaba de romper del todo con cierta tradición misógina (más en su vertiente popular que culta). No obstante, resulta patente la consideración de que, en una sociedad mercantilizada (y que reserva un papel de clara subordinación a la mujer), el cuerpo puede esgrimirse como un poder, aunque precario y siempre amenazado.
Augsburgo, la ciudad natal, es, en conclusión, el lugar donde Brecht descubre el amor y el sexo. Y también el teatro y la literatura. Si bien Berlín se convierte muy pronto en el centro de atracción para un joven seguro de su talento y con ganas de triunfar en la escena alemana, todavía tardará en fijar su residencia en la gran urbe. De la época de Augsburgo proviene el cuaderno Canciones para guitarra de Bert Brecht y sus amigos, primer ejemplo de un trabajo colectivo tan del gusto de Brecht, aunque es difícil determinar hasta qué punto la autoría de estos textos (y de la notación musical que los acompañan) es compartida o se trata, ante todo, de una creación del futuro escritor. De aquellos años provienen asimismo los Salmos (redactados en torno a 1920), que tienen, claro está, mucho de parodia, pero donde se percibe, con no menos claridad, un aprendizaje de los mecanismos retóricos (de repetición y variación) de los textos bíblicos, de los que Brecht sacará partida una y otra vez en poemas y canciones posteriores. Esos salmos profanos nacen no, desde luego, de una piedad religiosa, sino de las experiencias altamente literaturizadas surgidas de otro de sus amoríos, el que vive por entonces con Hedda Kuhn.
Tras unos años en los que su vida transcurre entre su ciudad natal, Múnich y Berlín, Brecht se instalará definitivamente en esta última en 1925, donde culmina su Devocionario del hogar, que, sin embargo, recoge poemas anteriores (desde 1916). El libro (una de las pocas colecciones poéticas publicadas de manera exenta, como un proyecto acabado, en vida del autor) no aparecerá, sin embargo, hasta 1927. En dicha demora influyeron, desde luego, problemas editoriales, pero asimismo las propias prioridades de Brecht, ya volcado en su carrera de dramaturgo (en el año 1926 se imprimieron varios ejemplares no venales de una versión previa del libro con el nombre Devocionario de bolsillo).
De la huella que aquellos poemas dejaron en más de un lector, puede dar fe Elias Canetti, cuyo testimonio resulta especialmente destacable si tenemos en cuenta que detestaba personalmente a Brecht. Canetti no ocultó, sin embargo, el profundo impacto que le causó el libro, como explica en sus memorias:
Quedé emocionado por esos poemas, que devoré de un tirón sin pensar en su autor. Había cosas que me conmovieron hasta la médula, como la ‘Leyenda del soldado muerto’ o ‘Contra la seducción’, pero también otras del tipo ‘Recuerdo de María A.’ y ‘Balada del pobre B. B.’. Muchas, la mayoría, me impresionaron. Lo que yo mismo había escrito se volvió polvo y cenizas. Sería mucho decir que me avergoncé de mis poemas: simplemente dejaron de existir, desaparecieron sin dejar rastro, ni siquiera vergüenza”. [8]
El escritor y periodista Kurt Tucholsky señaló, al aparecer el libro, que los dos talentos mayores en la poesía alemana del momento eran Gottfried Benn y Bertolt Brecht.
Las referencias religiosas del poemario nos llevan de nuevo a los orígenes familiares del escritor. Así, mientras que el propio título del libro remite burlonamente a los textos religiosos luteranos, el nombre de la sección ‘Ejercicios espirituales’ se vincula obviamente con el catolicismo (entre los poemas no recogidos en libro de aquellos años encontramos varios textos vinculados a la Navidad y a la figura de María, la cual no tiene, desde luego, la centralidad en el protestantismo que sí hallamos en la Iglesia Católica). El carácter provocador del libro salta a la vista en cuanto la apariencia de un texto de carácter devocional y pedagógico sirve para dar paso a todo un coro de figuras marginales, cuyos comportamientos rompen desde luego con la religión y la moralidad tradicional (cuando no se sitúan claramente al margen de la ley). El universo del Devocionario del hogar es, en buena medida, el mismo que preside Baal y, de hecho, más de un poema integrado en la pieza teatral se recoge en estas páginas, pobladas de asesinos, delincuentes y gentes de vida azarosa. Baal y Villon son los genios tutelares de ese mundo caótico y lleno de fuerza. La atracción por la marginalidad, por cierto malditismo antiburgués, recuerda inevitablemente al decadentismo finisecular e incluso a determinado expresionismo. Con todo, el autor se aleja de manera clara de estas corrientes a través, por un lado, de su rechazo de toda posición esteticista y, por otro, mediante la clara defensa de un vitalismo del que forma parte también la aceptación de la muerte como un elemento más de la existencia. Basta comparar el Baal de Brecht con ‘El dios de la ciudad’ de Georg Heym. En este último texto la divinidad que rige la gran urbe se llama asimismo Baal, pero es una divinidad destructora, trasunto de una visión radicalmente negativa de la ciudad moderna, muy lejos de la mirada de Brecht, teñida a la vez de atracción y de vértigo ante esa nueva realidad. Baal, en el poeta de Augsburgo, se sitúa del lado de lo humano, o más bien en un terreno que borra las diferencias entre lo animal y lo humano (ya no hay aquí espacio para dioses): es pura exuberancia vital. La violencia forma parte asimismo de esa vitalidad de lo natural, lo cual no constituye un rasgo exclusivo de Brecht, sino que está en buena medida en el ambiente de la época, como se aprecia en el arte expresionista. De esa fascinación –todo hay que decirlo– se nutrirá asimismo el fascismo y, desde luego, la ideología nazi. Con todo, en el joven Brecht (por más que se presente como “partidario del mal” en un soneto), parece latir un ímpetu nietzscheano que hace de la destrucción no el paso previo a una nueva estructura de dominio, sino un vendaval que borra todo cimiento firme.
Si bien el libro no adopta una única forma, es evidente el protagonismo de las formas narrativas, aunque de una narratividad filtrada por el canto, ya que el autor pretende resucitar el género de la balada, para el que tiene detrás una importante tradición tanto culta como popular. De hecho, una inspiración importante es Franz Wedekind, atento especialmente a esas canciones populares repletas de crímenes y sucesos espantosos, que encontramos en el género del Moritat (en buena medida equivalente a nuestros romances de ciegos): el protagonista del ‘El asesino de su tía’ de Wedekind resulta un claro antecedente de los Apfelböck, Farrar o Mackie Cuchillo de Brecht. Con todo, algunos de esos personajes (Apfelböck, Farrar) dan muestras de una extraña pureza en el crimen, muy alejada del cínico asesino de Wedekind.
El carácter provocador del poemario es evidente y algunos de sus textos más recordados no quedaron fuera de la polémica. Ya antes de publicar el libro, Brecht había cantado en 1921, acompañado por la guitarra, el poema ‘Leyenda del soldado muerto’, escrito durante la Primera Guerra Mundial. Lo hizo en un cabaret berlinés, el Wilde Bühne, donde causó un enorme escándalo. Posteriormente, ya en 1923, constituyó también causa suficiente para aparecer en las listas negras del incipiente movimiento nacionalsocialista. Cuando los nazis llegaron al poder se esgrimió incluso como motivo para arrebatarle la ciudadanía. Y es que el sarcasmo con el que el poeta retrata la guerra como una maquinaria estúpida de picar carne no podía sino irritar a muchos que todavía consideraban como un acto de traición la capitulación de Alemania frente a los aliados. Brecht se reía ahora a carcajadas de los supuestos ideales bélicos, él que había dado sus primeros pasos literarios en la prensa –cuando todavía era muy joven– con encendidos artículos a favor del ejército germano y su gloriosa causa. La ‘Leyenda del soldado muerto’, con una ausencia total de patetismo y con un humor tan negro como la realidad que refleja, consigue retratar la absurda dinámica del militarismo con una eficacia de la que carecen otros textos contemporáneos, que a priori podrían parecer más conmovedores pues apelan directamente a un dramatismo del que Brecht prescinde por completo.
Entre las secciones del libro encontramos las ‘Canciones de Mahagonny’, donde comienza a tomar forma el espacio distópico de Mahagonny, la ciudad del vicio que dará pie luego a la pieza escrita junto con Kurt Weill, después del éxito arrollador de la Ópera de cuatro cuartos. Los pioneros de Mahagonny tiene mucho que ver con el universo de forajidos, aventureros y gentes sin ley del Devocionario del hogar. En esa ciudad Brecht empieza a vislumbrar, como hará luego en sus Elegías de Hollywood, que el paraíso puede ser a la vez un infierno para los que nada tienen. Y no solo para estos últimos, puesto que el eterno goce que promete el capitalismo se transforma sin solución de continuidad en un girar alucinado en el vacío.
Aunque Brecht se había instalado ya en Berlín, los veranos todavía los pasa en Augsburgo. Esas temporadas de vacaciones en su ciudad natal darán pie a algunos textos que (según le confiesa Brecht en una carta a Weigel) nacen del aburrimiento. Escribo, le dice, “como siempre, cuando no tengo nada que hacer y estoy solo, sonetos pornográficos”. Así, Los Sonetos de Augsburgo, compuestos entre los meses de verano de 1925 y 1927, tienen mucho de divertimento, de pasatiempo estival. No obstante, como suele ocurrir en Brecht, el entretenimiento no es ajeno a su ambición artística. El recurso a lo obsceno es una forma más de alejarse del idealismo y de cultivar una literatura plebeya, atenta a las exigencias del cuerpo. El hecho de elegir la forma del soneto no es casual, puesto que se trata de romper de modo ostensible con la tradición petrarquista, así como con su antecedente, el Dolce Stil Nuovo de Dante, recurriendo precisamente a los moldes formales de estas corrientes idealistas. Se crea en consecuencia una especial tensión entre la forma métrica elegida y el contenido. Algo, por otra parte, no inédito en la historia literaria: ahí están los Sonetos lujuriosos de Aretino o buena parte de la obra de Quevedo para demostrarlo.
Las canciones (Songs) de la Ópera de tres cuartos aparece en el mismo 1928, año del estreno de la obra teatral, lo cual es una muestra más del enorme éxito que supuso esta pieza. La propia forma del teatro épico, con su oposición a la wagneriana “obra total” y, en consecuencia, con una tendencia a la autonomía de cada elemento escénico, hacía casi natural la publicación exenta de estas canciones, para las que Brecht utiliza genéricamente el anglicismo Song, frente a Lied (si bien varios de los textos incluidos son titulados con el marbete de Lied o Ballade). Hay que decir que Brecht y Weill recurren al término Song como una suerte de tecnicismo, que sirve para destacar el tono paródico o grotesco del texto, a menudo más recitado que cantado (y acompañado de una gesticulación muy marcada), así como el ritmo sincopado de la música. La colaboración con Weill abre el camino a posteriores trabajos conjuntos con otros músicos como Hanns Eisler o Paul Dessau. Aunque con el tiempo la relación con Weill y con su esposa Lotte Lenya se resintió, es difícil, para quien las haya escuchado, separar las canciones de Brecht de la voz de Lenya y de la música del marido de esta.
Del Libro de lectura para habitantes de las ciudades recoge poemas entre 1926 y 1927. En 1921, Brecht, que está leyendo a Kipling, constata en su diario que nadie hasta ahora ha descrito la ciudad como una selva ni ha descubierto su poesía: poesía brutal, despiadada, pero poesía al fin y al cabo (su obra teatral En la jungla de las ciudades se estrenaría en 1923). Por eso se pregunta: “¿Dónde están sus héroes, sus colonizadores, sus víctimas?” (4 de septiembre de 1921). El poema ‘700 intelectuales adoran un depósito de petróleo’ no es, como podría pensarse, una simple crítica: late en él una evidente ambigüedad, puesto que, junto a la evidente parodia de los textos religiosos y de ciertas actitudes de sus contemporáneos, se percibe una genuina fascinación por lo moderno, por la técnica y por la máquina como símbolo de superación de la conciencia subjetiva (corren en el terreno estético los aires de la Nueva Objetividad). Los personajes que recorren las calles de la ciudad brechtiana tienen más del hombre de la multitud de Poe que del flaneur baudelariano. Se podría ver también la huella de las masas democráticas de Whitman, pero el alemán un paso más allá. Señala Benjamin que “Brecht es, desde luego, el primer lírico importante que tiene algo que decir acerca del hombre de la ciudad” (9). El habitante de las ciudades no es un solitario al margen de la marea humana, pero tampoco se integra sin más en esa masa que, solo en apariencia, es amorfa. Su propia identidad se ve comprometida: se convierte en algo provisional, casi tomada a préstamo no se sabe a quién. Otro grande del teatro, Heiner Müller, supo ver cómo esas figuras humanas parecen situarse en un complicado equilibrio entre el pasado y el futuro, entre el lugar de donde vienen y al que van: el presente se ha adelgazado bajo sus pies hasta convertirlos en equilibristas de sí mismos.
Brecht había conocido a la joven Margarete Steffin en 1931, durante los ensayos de su adaptación de La madre de Gorki, obra en la que Steffin interpretaba un papel. Steffin representa perfectamente el doble papel de amante y colaboradora, solo roto, pese a las distancias y dificultades, con la temprana muerte de ella. A Margarete van dedicados los Sonetos, escritos entre 1932 y 1934. No es casual la métrica elegida, acorde con la tradición de la lírica amorosa, pero tampoco su concordancia con el lenguaje en ocasiones crudo, incluso obsceno, de los llamados Sonetos de Augsburgo. Hay en estos nuevos sonetos una suerte de pedagogía erótica, donde Brecht se presenta como un iniciador en los misterios del sexo y del amor, de tal modo que (al menos desde la mentalidad puritana de la época) el papel del pedagogo y del corruptor apenas se diferencian entre sí. No faltan los elementos culturalistas, aunque estos aparecen en un segundo plano, puestos casi entre paréntesis: así la referencia a Dante o la alusión velada a la sorprendente definición de Kant en la Metafísica de las costumbres del matrimonio como el uso mutuo de los órganos genitales (una expresión sorprendente materialista para el autor de la Crítica de la razón pura y a la que Brecht se referirá con sorna en más de un poema). A Steffin estarán también dedicados, desde la distancia, los Englische Sonette (Sonetos ingleses), escritos en Londres a finales de 1934 (Englische con el doble sentido de la referencia geográfica y de la afectuosa relación –dada la homofonía con Engel, “ángel”– con la destinataria).
Entre las obras poéticas de Brecht a comienzos de los años treinta encontramos un par de poemas bajo el epígrafe de Historias de la revolución, que muestran ya a las claras un acercamiento al marxismo que se había ido produciendo desde, aproximadamente, 1926. En su gesto muy suyo, Brecht insistió en que fue la pura curiosidad intelectual, y no los sentimientos humanitarios, lo que le llevó a leer a Marx. Todo partió, según su propia versión, de la necesidad de documentarse (para un proyecto que finalmente no cuajó) sobre el funcionamiento del mercado de trigo de Chicago. Pronto experimentó la sensación de que nadie –ni siquiera los expertos– comprendían realmente cómo funcionaba la maquinaria del capitalismo. Dicha impresión se acentuó tras el crack del 29, lo que le hizo entrar en contacto con el sociólogo Fritz Sternberg, de orientación marxista. La evolución ideológica del poeta se nos presenta así, bajo esta óptica, casi como una consecuencia casi natural de su razonamiento, como quien despeja la incógnita de una ecuación: algo que casa perfectamente con la imagen de frialdad que Brecht quería dar de sí mismo, así como con la pretensión, cara al marxismo ortodoxo (si es que existe algo así), de que las teorías de Marx y Engels constituyen una ciencia y no una lectura política, ideológica como todas, de la realidad. Sin embargo, sin negar lo ya señalado, lo más probable es que las cosas no sucedieran exactamente así y que las emociones desempeñaran un papel más importante que el que Brecht (al que no le era indiferente la miseria de los barrios obreros) se dignaba concederles. Si hay un hecho que parece determinante en la ruta hacia el marxismo es la brutal represión llevada a cabo contra los manifestantes del primero de mayo de 1929 en Berlín, que acabó con más de treinta militantes muertos a manos de la policía. Brecht contempló ese baño de sangre desde la ventana del piso de Sternberg, quien señalaría que aquella experiencia no dejó indemne al dramaturgo. Fue probablemente lo que acabó decidiéndole a tomar partido por una posición política que cogió a más de uno por sorpresa. El Brecht individualista, libertario, anarquizante, de pronto se ponía al lado de quienes defendían una férrea disciplina. No hay que olvidar que el jefe de policía que ordenó la represión fue el socialdemócrata Karl Zörgiebel, lo que quizá influyó en que las simpatías de Brecht se inclinaran más a la izquierda del SPD, partido al que pertenecía aquel.
Brecht –que con anterioridad había mostrado su recelo ante la revolución bolchevique y, en general, ante cualquier compromiso político– se adhiere con entusiasmo al marxismo hasta el punto de que en adelante, cuando se refiera a los “clásicos” no aludirá a Goethe o a Schiller (ni siquiera a su querido Horacio o a Virgilio), sino a Engels, Lenin y, por supuesto, Marx. Con todo, si el propio Marx llegó a decir de sí mismo que no era marxista, no conviene sacar conclusiones apresuradas. Aunque en sus textos y en su vida pública Brecht mostró su adhesión sin titubeos a los ideales comunistas, lo cierto es que nunca tuvo carnet del partido. Por otro lado, es significativo que sus maestros en esta cuestión sean, por un lado, el marxista heterodoxo Sternberg y, por otro, Karl Korsch, disidente expulsado del KPD, el Partido Comunista de Alemania. Korsch defendía, por cierto, que el valor principal de los análisis de Marx residía en que había sabido tomar el pulso a su época y, por tanto, era absurdo tomar sus teorías como verdades universales, fuera de las circunstancias históricas concretas. Esa llamada de atención sobre el contexto está también en Brecht. Y ello a pesar de que este no siempre este se mostrara capaz de renunciar a esa forma mítica de una temporalidad congelada, presente, por supuesto, en quien considera el capitalismo como el glorioso final de los tiempos, pero también en quien imagina una sociedad perfecta bajo la égida de un Estado socialista.
Sea como sea, Brecht se pone a estudiar a sus nuevos clásicos e intenta desde entonces que su escritura se acomode a esa nueva visión del mundo. No obstante, más de una vez constatará la dificultad –como es el caso de su Ópera de cuatro cuartos– para hacer una relectura comunista de sus producciones anteriores. La dialéctica se convierte en la nueva pedagogía, en el nuevo punto de vista desde el que analizar la realidad, una perspectiva que se concibe como cambiante para una realidad cambiante. “Quien todavía vive no dice: ¡nunca!”, escribirá el poeta en ‘Elogio de la dialéctica’. El Moldava, en la célebre canción incluida en Schweik en la Segunda Guerra Mundial, es el nuevo río de Heráclito bajo cuya tranquila corriente se mueven hasta las piedras. La dialéctica implica la imposibilidad de situarse a las orillas de ese río. Nada se da al margen de la historia. La poesía –y no solo el teatro– se convierte en palabra en el tiempo en un sentido distinto, pero no del todo divergente, al sentir machadiano. Lo que hoy es verdad puede ser falso mañana, y viceversa. Así, en el poema ‘Ulm, 1592’, la afirmación del obispo de que el hombre no puede volar es verdadera en 1592 pero resulta falaz en la época de redacción del texto (los años treinta del pasado siglo), como también lo sigue siendo al leerla en el momento actual, en nuestro siglo XXI.
La dialéctica supone también leer la historia, como diría Benjamin, a contrapelo. Leer lo borrado, lo roto, el envés de lo que se presenta en primer término. Y descubrir las suturas, los cosidos, las tachaduras, aquello que se ha hecho encajar a la fuerza. Comprender que, si hay una historia que ha sido cancelada una y otra vez, esa es la de los oprimidos y sus luchas. Se trata de unir y separar, de la misma manera que Brecht hace con los bloques de texto de sus poemas, donde un espacio en blanco se convierte a menudo en una invitación a dejar entrar al lector. De repente algo no encaja en la lectura. No queda más remedio que mirar hacia atrás, hacia el precipicio donde se ha dado un salto: en ‘1940’ el yo lírico, tras no encontrar en sí mismo razones convincentes para decirle a su hijo que estudie, le conmina, sin explicar por qué, finalmente a hacerlo. Es en esos momentos cuando la poesía se acerca más a su dramaturgia. En el teatro épico, las escenas no están del todo hiladas: hay una tendencia a lo episódico, a la yuxtaposición (tan familiar a la lírica), que invita a la reflexión, en este caso, del espectador. En ciertos momentos asistimos a una suerte de montaje cinematográfico a lo Eisenstein. Y eso que el interés de Brecht por el cine se dio de bruces contra una industria cinematográfica que estaba muy lejos de esos planteamientos. La película Kuhle Wampe (1932) fue uno de los pocos de sus proyectos fílmicos que se llevaron a término y el único donde pudo explorar a fondo las posibilidades de su nueva estética, basada precisamente en esa unión tensa entre elementos, alejada de todo patetismo y con tendencia a primar lo anticlimático (incluso en la escena de un suicidio, mostrada con una frialdad pasmosa en la pantalla).
La dialéctica es así para Brecht una forma de no dar por hecho lo que se presenta como evidente y buscar, al modo hegeliano, en la negatividad, en lo regresivo, una posibilidad emancipadora (al modo en que Marx y Engels en el Manifiesto comunista reconocen aspectos positivos en el progreso de la burguesía, que abrirían el camino a la superación de esa misma clase social). Claro que esto tiene también sus riesgos, como, por ejemplo, considerar a Stalin como un mal necesario, prácticamente inevitable, para la consolidación de los procesos revolucionarios iniciados en la Unión Soviética. Algo que Brecht se empeñó en sostener aun cuando el Terror estalinista se dejaba ver en toda su cruda violencia, ejercida, entre otros contra Serguéi Tretiakov, amigo de Brecht y primer traductor de sus obras al ruso.
La adhesión del escritor al comunismo va en paralelo con el avance de la extrema derecha en su país, una amenaza que él identificaba con una fase más, casi una evolución natural, del capitalismo. Brecht huye de Alemania el 28 de febrero de 1933, justo el día después del incendio del Reichstag. Acababa de cumplir treinta y cinco años. Comienza un destierro que se prolongará por más de una década y que le llevará, tras un breve paso por ciudades como Londres o París, a instalarse primero en Dinamarca y, más tarde (huyendo del avance de Hitler, que por entonces parece imparable) en Suecia y en Finlandia, para acabar recabando en los Estados Unidos. Canciones Poemas Coros (1918-1933), publicado en 1934, recoge poemas de los años berlineses, y aun anteriores, así como textos más recientes. Publicado en las Éditions du Carrefour en Francia, busca, sin embargo, servir como instrumento de agitación en Alemania (distribuido, claro está, de forma clandestina). El libro, en realidad, es una colaboración entre Brecht y Hanns Eisler músico que había ya trabajado con el primero en piezas teatrales como La madre o La medida, así como en la película Kuhle Wampe (junto a los poemas, aparece, en apéndice, la notación musical del propio Eisler). El libro está concebido como un cancionero antifascista, aunque Brecht no se hacía demasiadas ilusiones sobre la eficacia de tales proclamas en un momento en el que Hitler se había hecho con el poder, como señala en una carta a Tretiakov a finales de 1933 “La época de los brillantes llamamientos, las protestas, etcétera ha pasado hasta nuevo aviso. Lo que hace falta ahora es un trabajo paciente, lento, penoso de exploración, también de estudio”.
Los Poemas chinos se escriben entre 1938 y 1949 y no constituyen textos originales, sino versiones que no parten directamente del chino (Brecht desconocía la lengua), sino de las traducciones inglesas que pudo leer en A Hundred and Seventy Chinese Poems de Arthur Waley (posteriormente también echaría mano de las de Wu-an y Fritz Jensen, según explicará el propio Brecht). Una vez más el poeta no tiene empacho en recurrir a materiales ajenos, borrando la distinción entre traducción, versión y obra propia. Si el teatro chino había dejado (como le ocurrió, por cierto, a Lorca) una importante huella en el escritor, también lo hará la poesía y, con ello también, los pensadores del país de Oriente. Brecht encuentra en los poetas traducidos, de una tradición muy distinta a la suya, esa aparente simplicidad que se convertirá en uno de los postulados estéticos de su lírica del exilio. No menos importante resulta la consideración de que los chinos han sabido, mejor que los poetas occidentales, trazar un camino de ida y vuelta entre la experiencia individual y la realidad social. De este modo, las referencias orientales en el teatro brechtiano, así por ejemplo en La buena persona de Sezuán, están lejos de constituir un mero exotismo, una suerte de chinoiserie sin consecuencias (por más que tampoco quepa esperar un retrato naturalista de China y de su sociedad). En los duros años del exilio Brecht se ve obligado a desarrollar una suerte de ética de la resistencia, una especie de moral provisional ante un tiempo cambiante. La mirada china, frente a la occidental, le permite acceder a un paradójico no hacer (el célebre Wu Wei de los taoístas) como forma de acción, de espera, de saberse acomodar a un tiempo que es siempre fluido, que cambia constantemente y cuya dirección no es fácil prever. Así el arte de la impaciencia se convierte (dialécticamente) en arte de la paciencia. El estupor de Brecht es quizá el de tantos que aun hoy saben que no cabe renunciar a otras formas de organización social, pero a los que les resulta casi imposible imaginarlas ante el peso opresivo del presente. La lección, sin embargo, que hay que aprender es la del agua, como mostrará Brecht en su famoso poema sobre el Tao Te King: “Que el agua, en su debilidad/ Vence, al moverse, con el tiempo a la piedra”.
Si los Poemas chinos implican un abrirse a otras tradiciones (frente, por ejemplo, a los modelos decimonónicos europeos propuestos, o impuestos, por un Lukács), los Estudios (escritos en su mayoría en 1938) constituyen una mirada irreverente sobre la cultura europea, en especial sobre la alemana (Schiller, Goethe, Kant…). Son los años en los que, en el campo marxista, arrecia la polémica entre partidarios del realismo socialista y aquellos que, como Brecht, buscan otros caminos, aun a riesgo de ser tildados de burgueses y revisionistas. Brecht insiste en sus posiciones y ni los ataques de los que considera suyos ni las penosas circunstancias del exilio, le llevan a abandonar la escritura. Curiosamente entre 1938 y 1941 van naciendo algunas de sus obras de teatro más importantes (Vida de Galileo, Madre Coraje y sus hijos, La buena persona de Sezuan…), a pesar también de la circunstancia, especialmente penosa para Brecht, de haber perdido su público, lo que suponía asimismo que la posibilidad de ver representadas esas obras parecía cada vez más lejana. Por otro lado, el escritor constata con desagrado cómo la retórica nacionalista se ha apropiado tanto del fascismo como del comunismo soviético, por más que Brecht siguiera poniendo sus esperanzas en este último. Con todo, Brecht era lo bastante inteligente para saber, en su fuero interno, que no existen paraísos sobre la tierra, ni siquiera obreros. Unos años antes, en 1934, en Svendborg, le había dicho a Walter Benjamin, a propósito de la Unión Soviética: “En realidad no tengo allí ningún amigo. Y los moscovitas tampoco tienen ninguno, como los muertos”. [10]
Los Poemas de Svendborg toman su nombre precisamente de la ciudad danesa que le acogió en su exilio. Fue también en Dinamarca donde se editó el libro en 1939 tras varias peripecias editoriales. En un primer momento, en torno a 1937, Brecht planea la publicación de Poemas en el exilio, que debería aparecer junto a su obra teatral Terror y miseria del Tercer Reich, al considerar ambas obras dos aproximaciones a un mismo momento histórico (y vital). Ya previamente había aparecido una primera parte del poemario, la Cartilla de guerra alemana en 1937, en la revista Das Wort. Otro grupo de poemas, las Sátiras alemanas (que acabará conformando una sección del libro), fueron escritos con vistas a su emisión por la radio en la llamada Emisora Alemana de la Libertad, que emitió desde Madrid desde 1937 hasta 1939 (es obvio por qué dejó de hacerlo en esa fecha), con el objetivo de ofrecer a los alemanes del Reich una visión alternativa a la propaganda nazi. En dicha radio colaboraron, además del propio Brecht, figuras tan destacadas como Albert Einstein, Ernest Hemingway o los hermanos Heinrich y Thomas Mann. El tono directo, propio de la comunicación radiofónica, resulta palpable en estos poemas. Sin embargo, dicha tonalidad ya había dicho anticipada en la Cartilla de guerra alemana, donde se advierte un giro del escritor (ya ensayado en parte en los poemas más políticos de los años treinta) hacia un tono más seco, más austero, cercano a lo epigramático. Así escribe el poeta en 1938 al comparar este libro con su Devocionario del hogar: “Comparada con esta obra los recientes Poemas de Svendborg implican tanto un descenso [Abstieg] como una subida [Aufstieg]. Desde un punto de vista burgués se ha producido un sorprendente empobrecimiento. ¿No es todo más parcial, menos “orgánico”, más frío, más “consciente” (en el mal sentido)? Mis compañeros de lucha no lo dejarán pasar, espero, tan fácilmente. Afirmarán que el Devocionario del hogar es más decadente que los Poemas de Svendborg. Pero a mí me parece importante que reconozcan lo que ha costado la subida en tanto que esta pueda constatarse. El capitalismo nos ha forzado a luchar. Ha devastado nuestro entorno”. [11] Un giro que se da incluso en el plano rítmico, como señala en su artículo de 1938 ‘Sobre poesía sin rima con ritmos irregulares [12]:
En ocasiones me han preguntado al publicar poesía sin rima cómo se me ha ocurrido publicar algo así con el nombre de lírica. La última vez que me ha ocurrido ha sido con ocasión de mis Sátiras alemanas. La pregunta es pertinente porque la lírica, cuando renuncia a la rima, debe ofrecer, según se acostumbra, al menos un ritmo fijo. Muchos de mis últimos trabajos poéticos no muestran ni rima ni un ritmo fijo regular. Mi respuesta a por qué los llamo líricos es la siguiente: porque no tienen un ritmo regular, pero sí un ritmo (cambiante, sincopado, gestual) […]
En relación a esto no hay que perder de vista que mi trabajo principal se ha dado en el teatro: yo siempre tuve en cuenta el habla. Y, en relación al habla (sea en prosa o en verso) he desarrollado una técnica muy concreta. La he llamado gestual [gestisch].
Esto significa: la lengua debe corresponder por completo al gesto [Gestus] de la persona que habla […]
Las Sátiras alemanas fueron escritas para la Emisora Alemana de la Libertad. Se trataba de arrojar frases aisladas en la audiencia, lejana y artificialmente dispersa. Debían llevarse allí en la forma más concisa y las interrupciones (por las interferencias con otras emisoras) no deberían importar demasiado. La rima no me parecía oportuna, puesto que confiere al poema fácilmente algo cerrado sobre sí, que pasa sin más por el oído. Los ritmos regulares con su cadencia uniforme asimismo no se enganchan entre sí suficientemente y exigen circunloquios, muchas expresiones actuales no encajan: la cadencia del habla directa, fugaz era necesaria. Una poesía sin rima con verbos irregulares me pareció lo apropiado.
La cita es larga, pero necesaria (me parece) para contextualizar la lírica que Brecht está planteando en ese momento. Junto al énfasis en los factores comunicativos, en el contexto de enunciación de la poesía (frente a toda una tradición simbolista que identifica la poesía precisamente con el desligarse de toda situación comunicativa concreta), hay que destacar el concepto de lo gestual. No hay espacio aquí para desarrollar toda la teoría del Gestus, que deja su impronta en autores posteriores como Barthes y que alcanza toda su importancia en el teatro (y que de nuevo revela la huella del teatro chino). Basta decir que se trata de un cruce entre lo individual y lo social, entre lo que tiene el lenguaje verbal (y no verbal) de expresión idiosincrásica, de una persona en concreto, y lo que a la vez encierra de convencional, de arquetípico de un determinado grupo humano y de una época. Por otro lado, el Gestus implica que el lenguaje es cosa del cuerpo. La voz humana brota de una materialidad, de ese mismo cuerpo que trabaja y necesita descansar o comer, que tiene deseos sexuales o pasa frío. Algo especialmente relevante en el texto que acabamos de citar es que el lenguaje gestual se asocie no únicamente al teatro, como parece natural, sino también a la lírica. En un texto no muy posterior, de 1939, vuelve a incidir el autor en la cuestión del ritmo:
Los ritmos muy regulares tienen en mí un efecto desagradablemente arrullador, endormecedor, como los ruidos recurrentes y muy regulares (gotas sobre el tejado, zumbido de motores). Se cae en una especie de trance que uno puede imaginar que ha tenido un efecto estimulante: ya ha dejado de tenerlo. Por otro lado, el habla cotidiana no se deja atrapar en ritmos tan rotundos, salvo de forma irónica. Y de ninguna manera me parece la expresión desnuda tan incompatible con el poema como a menudo se ha señalado. En el tono de ensoñación, para mí incómodo, que provocan los ritmos regulares, el pensamiento desempeña un papel extraño: se forman asociaciones antes que auténticos pensamientos […] Con ritmos irregulares los pensamientos se acercan más a las formas emocionales que les corresponden. Nunca tuve la impresión de que me estaba alejando de la lírica. [13]
Con todo, el tono seco, desnudo de las Sátiras alemanas y la Cartilla de guerra alemana no es el único presente en los Poemas de Svendborg. En las Canciones para niños Brecht recupera su gusto por la rima y la regularidad rítmica, mientras que en las Crónicas –título que comparte con una de las secciones del Devocionario del hogar– se vuelve a cierta narratividad, pero ahora teñida de reflexión, muy lejos ya de la forma de la balada. Comparecen figuras de errantes y fugitivos como Lao Tse, Villon, Dante… que comparten con el poeta el alejamiento de su tierra natal. La distancia frente a lo personal se quiebra en la última sección del libro con poemas como ‘Sobre la denominación de emigrantes’, ‘Reflexiones sobre la duración del exilio’, ‘Perseguido por una buena causa’ y, sobre todo, ‘A los que habrán de nacer’, que tiene mucho de testimonio personal y político y que concluye con la inquietante convicción de que aquellos que viven en tiempos oscuros no pueden ser amables: la bondad como un lujo, un tema recurrente, por cierto, en el teatro brechtiano.
A comienzos de los años cuarenta la derrota de Hitler parece cada vez más improbable. En 1941 Brecht atraviesa la Unión Soviética hasta Vladivostok, donde toma, junto con su esposa Helene Weigel y el resto de la familia (les acompaña también su amante Ruth Berlau) un barco para Estados Unidos, huyendo de la guerra. Significativamente Brecht no elige como lugar de refugio el país donde ha triunfado la revolución, sino uno de los que representan con mayor claridad el odiado capitalismo. Y probablemente acierta: no solo por el escaso interés que su obra despierta entre los soviéticos (entre otras razones, porque su teatro se opone frontalmente al de Stanislavski, que los rusos sienten como propio), sino porque (y eso Brecht no lo sabe, aunque tal vez sí lo sospecha) circulan sobre él informes policiales en los que se le llega a tildar de “trotskista”, una etiqueta no poco peligrosa en ese momento. Quien sí tiene que permanecer en la Unión Soviética es Margarete Steffin, cada vez más enferma. Y será allí donde muera ese mismo año. “Ha caído mi general/ Mi soldado ha caído”, escribe Brecht al saber la noticia. Los muertos y desaparecidos empiezan a pesar en Brecht, que el año anterior había sabido del suicido de su amigo Benjamin en Port Bou.
Precisamente Margarete Steffin, entre 1939 y 1940, se había ocupado de guardar y organizar los poemas que Brecht ha ido escribiendo desde el año 37 en Dinamarca, Suecia y Finlandia. Ya desaparecida Steffin, en 1942 Brecht se refiere ya a estos poemas como Colección Steffin, un título aparentemente neutro, casi puramente descriptivo, pero que de algún modo es un homenaje a la compañera desaparecida. Dentro de la llamada Colección Steffin destacan los epigramas escritos en Finlandia, donde volvemos a encontrar al poeta sensorial, fascinado por el mundo, de los años veinte. Junto a esto, es palpable, el ir y venir entre lo individual y lo colectivo, camino de ida y vuelta que define la experiencia del exilio. Así escribe en 1940: “De momento solo puedo escribir estos pequeños epigramas, de ocho líneas o incluso de cuatro […] Y no se trata de la evidente victoria de Hitler, sino únicamente de mi aislamiento, lo que afecta a la producción. Cuando por las mañanas escucho las noticias, mientras leo la Vida de Johnson de Boswell y miro de reojo el paisaje de perales cubierto por la neblina del río, comienza el día de manera artificial, no con una disonancia, sino con ningún sonido en absoluto. Es ‘el tiempo del mientras tanto’ [Inzwischenzeit]” [14].
Ese tiempo del “mientras tanto”, ese compás de espera, así como la escritura de sus propios epigramas (animada por la lectura de los epigramas griegos) lleva a Brecht a reflexionar sobre la propia evolución de la lírica desde la Antigüedad y los tiempos de Goethe:
¡Vaya descenso! En seguida, después de Goethe, la hermosa unidad de contrarios se quiebra y Heine toma para sí lo completamente profano: Hölderlin, la línea por completo pontifical. En la primera línea la lengua se encanalla en consecuencia cada vez más, puesto que se pretende alcanzar la naturalidad mediante pequeñas infracciones contra la forma. Por otro lado, la agudeza resulta casi siempre irresponsable y, sobre todo, el resultado de que los poetas líricos tiren de lo epigramático les releva del deber de aspirar a resultados líricos: la expresión se vuelve más o menos esquemática, la tensión entre las palabras desaparece, sobre todo la selección léxica se vuelve descuidada desde el punto de vista lírico, así se produce en los poetas líricos una suerte de equivalencia con lo ingenioso. La línea pontifical se vuelve en George, bajo la máscara del desprecio de la política, abiertamente contrarrevolucionaria, es decir, no solo reaccionaria, sino que trabaja a favor de la contrarrevolución. George es inmoral y levanta sobre ello un refinado arte culinario. También Karl Kraus, el representante de la segunda línea, es inmoral, porque es puramente espiritual. El aislamiento entre sí de ambas líneas hace cada vez más difícil un juicio. [15]
Brecht parece señalar así una disociación de la sensibilidad, muy distinta a la que plantea Eliot. Ese mismo año, comparando la sensibilidad moderna con la de los epigramáticos griegos, percibe la dificultad de expresar la realidad concreta, algo que la cultura helénica hacía, en su opinión, con toda naturalidad.
Las Elegías de Hollywood fueron escritas en 1942, a petición de Hanns Eisler, quien quería convertirlas en canciones. Brecht vivió en Hollywood durante el mes de julio de 1941, aunque en agosto le vemos ya instalado en Santa Mónica. Según cuenta el músico, encontró a Brecht en un estado de desánimo y, sobre todo (lo que era raro en él) de falta de creatividad. Tal vez por ello Eisler le comentó que Hollywood es el típico lugar donde uno escribe elegías. Desde esa irónica constatación, estos textos parecen plantearse como la imagen invertida de las Elegías romanas de Goethe. Si al autor de Fausto el viaje a Italia le sirve para reencontrarse con una Antigüedad renovada, en el que el arte es inseparable de un arte de vivir y un arte de amar, Brecht vive de nuevo en Estados Unidos ese tiempo del “entre tanto” en un espacio al que se siente profundamente ajeno. Frente a la vitalidad de Goethe, el tono amargo; frente a la presencia constante del yo en las Elegías romanas, la mirada hacia fuera, la visión crítica de una sociedad capitalista. Brecht se encontraba fuera de lugar en los Estados Unidos y sus intentos de trabajar en el cine fueron, como poco, frustrantes. Tampoco tuvo demasiada suerte en el teatro, pese a la colaboración con Charles Laughton en Vida de Galilei. Resulta fácil constatar que tanto Hollywood como Broadway (fábricas tanto de sueños como de emociones manufacturadas) representan la antítesis del ideal dramatúrgico de Brecht con su ascética renuncia a lo sentimental. Por otra parte, las simpatías comunistas del escritor lo convertían, por supuesto, en sospechoso y le ponen desde el primer momento en el punto de mira de las autoridades.
La estancia en Estados Unidos no resulta, con todo, completamente estéril. Entre 1943 y 1944, Brecht recopila sus Poemas en el exilio, que incluye, junto a textos recién escritos, poemas de los años previos. En el 44 distribuye unos pocos ejemplares editados con multicopista como regalo de Navidad a algunos amigos. El propio Brecht reconoce que los ha escrito en una especie de alemán “básico”, como si la austeridad del lenguaje se correspondiera a la propia situación vital y colectiva, lo que puede considerarse un antecedente de esa lírica de las ruinas del Grupo 47 que encontraremos, por ejemplo, en Günter Eich.
Tras la guerra Brecht permanecerá un tiempo todavía en Norteamérica, hasta finales de 1947. En octubre de ese año es interrogado por el Comité de Actividades Antiamericanas. Con astucia achaca determinadas afirmaciones en sus obras a problemas de traducción y niega haber formado parte del Partido Comunista (lo que, como sabemos, era verdad, o al menos, una media verdad). Como el protagonista de su Vida de Galilei, Brecht no se considera a sí mismo un héroe ni tiene la más mínima intención de serlo. Sea como sea, el dramaturgo no se queda a esperar el resultado de las investigaciones de McCarthy y los suyos. Regresa por fin a Europa, primero a París y, más tarde, a Zúrich. Allí lo encuentra su amigo Caspar Neher, quien ve a un Brecht distinto, sin esa fachada de dureza que había conocido en él años atrás. Desde su residencia suiza pone en marcha nuevos proyectos teatrales, como su celebrada adaptación de Antígona.
En contra de lo que se pudiera pensar, Brecht no parece tener demasiadas prisas en fijar su residencia en la Alemania comunista, aunque finalmente volverá a Berlín en el otoño de 1948. Allí a comienzos de 1949 se estrenará Madre Coraje y sus hijos, dirigida por el propio Brecht y con Helene Weigel en el papel de la protagonista. La obra obtendrá un enorme éxito. Sin embargo, no faltan de nuevo las críticas, provenientes de los defensores a ultranza del realismo socialista. El autor busca proteger su propia libertad de movimientos y en 1950 consigue el pasaporte austriaco: ello le permitía moverse con libertad en toda el área del teatro en alemán (las dos Alemanias, Austria y Suiza), algo muy importante para un autor que, en los Estados Unidos, se había visto privado de su público. No obstante, era también una forma, muy brechtiana, de nadar y guardar la ropa en el contexto de un creciente control de todos los aspectos de la sociedad por parte de la Alemania comunista. Mientras tanto, va dando forma, con no pocas dificultades, a su proyecto de un grupo de teatro (que quiere ser también de investigación teatral), el célebre Berliner Ensemble, una referencia ineludible en la historia contemporánea del arte dramático.
En 1950 Hanns Eisler, ya instalado en la Alemania del Este, le pide que escriba nuevas canciones para niños con la intención de ponerles música. Brecht así lo hará. Como ocurrirá con los textos de la sección correspondiente de los Poemas de Svendborg, volvemos a encontrarnos con rimas y ritmos muy marcados, así como cierto todo lúdico en algunas de las composiciones. La referencia a la infancia esconde, no obstante, una intencionalidad más profunda: la apelación a los niños conlleva también la aspiración a una sociedad realmente transformada, que debe nacer de una nueva generación a la que se pide que rechace guerra, que construya de una vez por todas un mundo en paz. Ello resulta evidente en el ‘Himno de los niños’, un intento de reescribir el himno alemán desde una visión de igualdad y fraternidad entre los pueblos. Con todo, el antibelicismo de Brecht también despertó suspicacias entre las autoridades socialistas, como muestran sus primeros choques con la censura, que retrasaron la publicación de su Cartilla de guerra, un experimento en el que yuxtaponía recortes de prensa con pequeños poemas que el propio Brecht llamó “fotoepigramas”. Por aquellos años el autor defenderá la idea de que el artista, en una sociedad emancipada, tiene que crear desde una posición de autonomía, no subalterna. El nuevo régimen, sin embargo, no pensaba lo mismo. Tampoco suscitaron demasiadas simpatías algunas de las adaptaciones de los clásicos llevadas a cabo por el Berliner Ensemble, puesto que la mirada distanciada de Brecht chocaba con el nacionalismo que sorprendentemente había sido recuperado por el discurso oficial en la Alemania del Este. Mientras tanto, en la otra Alemania, los sectores más conservadores lanzan una y otra vez sus críticas contra Brecht por su ideología marxista.
Tras la muerte de Stalin en marzo de 1953 parecieran soplar nuevos vientos en la Alemania oriental. El levantamiento popular de junio de ese año, que comenzó con una huelga de obreros de la construcción y se convirtió en un movimiento de contestación contra el régimen comunista (antes de que fuera reprimido por la fuerza por los tanques soviéticos), despierta en Brecht sentimientos contrarios. Por una parte, en sintonía en parte con la tesis oficial, considera que no faltan provocadores entre los manifestantes y no descarta la posibilidad de que haya también ex nazis dispuestos a socavar el nuevo gobierno. Sin embargo, al mismo tiempo, pide que no se meta a todos los manifestantes en el mismo saco y que se escuche lo que pueda haber de legítimo en sus demandas. Por ello, Brecht exhorta al país a hacer una profunda reflexión sobre lo ocurrido a la vez que reitera su apoyo al Estado socialista. Las autoridades harán público dicho apoyo al tiempo que silencian por completo su propuesta de buscar las causas de fondo del descontento.
En ese clima de incertidumbre y de emociones encontradas hay que situar las Elegías de Buckow, el último ciclo de poemas brechtiano. El título ya nos sitúa en un espacio concreto, Buckow, una localidad cercana a Berlín donde Brecht había adquirido una finca que le servirá como lugar de retiro. Esa localización espacial no es rara en Brecht: ahí están los tempranos Sonetos de Augsburgo, los Sonetos ingleses, las Elegías de Hollywood, los epigramas finlandeses, los Poemas en el exilio o los Poemas de Svendborg. Todo ello es muestra de ese carácter circunstancial, arraigado en un aquí y ahora. Pero a ello hay que añadir la fecha de 1953 con todo lo que ello implica tanto en la trayectoria personal del escritor como en la llamada República Democrática Alemana. Y no parece desencaminado afirmar que aquí, al igual que en las Elegías de Hollywood, el modelo (y, al mismo tiempo, el contramodelo) lo constituyen las Elegías romanas de Goethe. Brecht se sitúa, como el autor del Fausto, en un momento especialmente significativo del trayecto vital, sobre el que el pasado y el futuro gravitan con fuerza. Sin embargo, en Goethe, tanto el presente con sus goces como un futuro que se adivina glorioso permiten dejar atrás un pasado atrapado en la melancolía (y que encuentra en gran medida su emblema en el Werther) y sustituirlo por otro pasado, el de la gloriosa Antigüedad, que es asimismo promesa de un futuro renovado. En las elegías goethianas se aprecia toda la fuerza del individualismo burgués en su etapa emergente, heroica. En cambio, los poemas de Buckow son casi poemas de senectute, o al menos de una vejez presentida, de un cierto cansancio vital (Brecht no podía saberlo, pero apenas le quedaban tres años de vida). Un pinchazo en la carretera sirve para constatar el malestar que iguala pasado y futuro. Se trata de un malestar que, de nuevo como en las Elegías de Hollywood, trasciende lo individual sin borrarlo del todo, puesto que el yo lírico resulta en buena medida un observador que, en rápidos apuntes (volvemos al gusto de Brecht por lo epigramático) constata las huellas del reciente pasado nazi, al tiempo que no es capaz de sentir suficiente entusiasmo por el naciente Estado socialista por el que tanto había peleado. Hay tal vez por eso, en ciertos momentos, cierta sensibilidad casi oriental, casi cercana al haiku: una preferencia por lo pequeño, por los gestos mínimos, por el rumor de las gentes en su quehacer diario. Un detalle aparentemente secundario en el paisaje es capaz de alumbrar el presente, pero no puede apartar del todo la mirada de los nubarrones que presagian tormenta. Ese lado sombrío, elegíaco, tiene también que ver con cierta mala conciencia, como se percibe en uno de los textos no recogidos en la colección, pero perteneciente al mismo período: “Entonces de nuevo estaba en Buckow/ Entre colinas junto al lago/ Mal protegido por los libros/ Y la botella. El cielo/ Y el agua/ Me culpaban de haber/ Conocido a las víctimas”. ¿Las víctimas del nazismo? ¿Del estalinismo? ¿Es la culpa del superviviente? ¿O de aquel que se siente cómplice? ¿Ambas cosas a un tiempo? Buckow no es el retiro del poeta, del sabio, no es la cabaña de Heidegger, no dibuja, pese a intentarlo, un locus amoenus ni da lugar a un beatus ille: no es una isla a salvo de los diluvios de la historia, sino la constatación de que sigue subiendo la marea. Resulta significativo, por otra parte, que cuando los poemas parecen deslizarse hacia lo bucólico, un pequeño apunte basta para resaltar la presencia humana en la naturaleza: el crecimiento aparentemente espontáneo de las flores revela la sabia mano del jardinero, el humo de una casa completa el paisaje, el ruido de la gente sustituye al piar de los pájaros.
En sus últimos años Brecht puede ver con alivio una cierta consolidación del Berliner Ensemble que consigue, por fin, una sede fija en el Schiffbauerdamm. Dentro de esa labor teatral, hay que señalar asimismo la publicación, en 1955, de los poemas de La venta de latón, dentro de sus Tentativas. Cuaderno 14. La venta de latón es un viejo proyecto de Brecht, que quedó finalmente inacabado, donde, en verso y en prosa, se busca reflexionar sobre el hecho teatral desde una perspectiva materialista. Asimismo, en el 55 recibe el Premio Stalin de la Paz, lo que sigue sin traer, sin embargo, un interés genuino por la obra de Brecht en la Unión Soviética. Ironías del azar: poco tiempo después, a comienzos de 1956 Brecht, consternado, va a tener noticias de los crímenes del líder soviético a través del discurso pronunciado por su sucesor, Nikita Jrushchov. Esboza entonces un poema sobre Stalin, al que ve convertido en un nuevo zar: “El zar habló con ellos/ Con las armas y el látigo/ En el domingo sangriento. Entonces/ Habló con ellos con las armas y el látigo/ Cada día de la semana, cada día laborable/ El respetado asesino del pueblo […]/ Quien se convierte en dios/ se vuelve estúpido”. Brecht es consciente de la necesidad de dejar atrás la barbarie estalinista, pero sigue creyendo en el proyecto de una sociedad que supere el capitalismo. Con la vista vuelta hacia ese horizonte le encontrará la muerte el 14 de agosto de 1956. Parece que sus últimas palabras fueron “Dejadme en paz”. Será enterrado el 17 de agosto en el cementerio de Dorotheenstadt, donde también se encuentran las tumbas de Fichte y Hegel, el padre de la dialéctica. Años atrás Brecht había imaginado para sí un epitafio en un poema: “Hizo propuestas. Nosotros las aceptamos”. Sin embargo, en su lápida solo aparece una palabra: “Brecht”.
* * *
Dada la constante (aunque compleja) imbricación entre la vida y la obra brechtiana, la presente antología ha optado por un criterio cronológico. Me gustaría pensar que el lector agradecerá la posibilidad de asistir a la evolución de la obra del poeta en relación tanto a sus propias experiencias vitales como a los acontecimientos históricos que le tocó vivir y que se cuentan entre algunos de los momentos más relevantes (y dramáticos) del siglo XX. En cada una de las secciones se sitúan en primer lugar los poemas que Brecht organizó como libro o, al menos, como posible esbozo del mismo. A continuación, se presentan los poemas sueltos de la época correspondiente, estos últimos colocados en orden cronológico. En el caso de las Elegías de Buckow, dada su brevedad, pero también la necesidad de leer los textos en su conjunto, se han incluido todos los poemas del ciclo. Esta edición sigue el texto fijado por Jan Knopf para la poesía completa editada en Suhrkamp y que, hoy por hoy, se considera la edición más fiable de una obra que ofrece no pocos problemas textuales.
Aunque no es habitual en las traducciones de Brecht al español, se ha optado por mantener en la medida de lo posible la peculiar puntuación del escritor, así en el uso de la mayúscula inicial de cada uno de los versos del poema (lo que le da un cierto aire arcaico, pero es que así es Brecht: muy antiguo y muy moderno). Quizá pueda resultar más controvertido respetar, como aquí se hace, la supresión del punto y de la coma cuando estos signos coinciden con el final de verso, como si dicho final ya constituyera una indicación suficiente de pausa (aunque, como sabemos, ni el punto ni la coma son meramente pausas). He decidido hacerlo así por dos razones. En primer lugar, porque constituye un rasgo tan idiosincrásico del autor que, al eliminarlo, se corre el riesgo de borrar esa especificidad (y, por otro lado, el adoptar como marca de escritura una cierta alteración de la norma, ya sea en la puntuación, ya en la ortografía, ha sido frecuente en la poesía del XX: piénsese, por ejemplo, en nuestro Juan Ramón Jiménez). En segundo lugar, porque creo que con su peculiar puntuación Brecht, siempre tan atento al ritmo y a las huellas de la oralidad en el texto, refuerza la autonomía de cada verso (ya marcada de manera significativa por la mayúscula inicial) al tiempo que crea una norma propia, que reserva el punto en posición final para determinados usos. Así, pese a que no faltan los ejemplos más o menos arbitrarios, por lo general, cuando Brecht decide conservar dicho punto, este suele cumplir una función vinculada a la vez al contenido y a la forma (musical): el punto parece cerrar bloques textuales que conforman una unidad de sentido y a la vez sugiere una pausa mayor, como si propusiese una cierta manera de decir y respirar el poema. De la misma manera se ha respetado por lo general la costumbre brechtiana de no acotar, salvo excepciones, el estilo directo mediante comillas o guiones (estos últimos menos comunes en alemán). Solo cuando el texto resultaba demasiado confuso se ha recurrido a estos signos ortográficos para indicar la intervención de algún personaje.
La rima es un elemento importante en la poesía alemana, aun bien entrado el siglo XX (esa “dolorosa” rima alemana que Celan evocaría, con amargo sarcasmo, en un poema a su madre muerta). Lo es también, y de manera destacada en Brecht. Por ello me he permitido en ocasiones, cuando ello no suponía forzar en exceso el sentido, incluir algún poema rimado, sobre todo con los textos de carácter más paródico y satírico, donde rechina menos (así al menos lo espero) un procedimiento como poco arriesgado entre dos lenguas tan alejadas como el español y el alemán.
Torrelodones, octubre de 2022
Notas:
[7] Jaretsky, Bertolt Brecht, pág. 13.
[8] Obras completas II. Historia de una vida. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003, págs.. 668-669.
[9] Walter Benjamin, Tentativas sobre Brecht, pág. 89.
[10] W. Benjamin. Tentativas sobre Brecht, pág. 150.
[11] Über Lyrik, págs. 74-75.
[12] Über Lyrik, págs. 77-87.
[13] Über Lyrik, págs. 87-88.
[14] Über Lyrik, págs. 90-91.
[15] Über Lyrik, págs. 91-92.
Este texto corresponde a la segunda parte del prólogo de la edición bilingüe de No pudimos ser amables. Antología poética (1916-1956), de Bertolt Brecht, que, traducida por José Luis Gómez Toré, acaba de publicar la editorial Galaxia Gutenberg.