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Mientras tantoPlaneta lodo: el crimen del Mar Menor

Planeta lodo: el crimen del Mar Menor


Peces muertos por anoxia en el Mar Menor / Pacto por el Mar Menor.

En una entrevista concedida este pasado invierno, durante la promoción del libro, decía Begoña Méndez: “El fango mancha, el lodo se agarra a la piel y a la ropa, en él se hunden los cuerpos, en él se hundieron mis pies. Es imposible sustraerse de la experiencia del barro corrompido, de su olor, de su textura, de la picazón que provoca, mientras que a tu alrededor los flamencos luchan por seguir señoreando la laguna”.

Quienes hayan hundido alguna vez los pies en la albufera murciana, sentido el ardor en la piel, el picor en la garganta, no tendrán que fantasear demasiado para comprender a lo que se refiere la autora. Aquellos que no habiéndolo experimentado emerjan de Lodo no necesitarán tampoco visitar el Mar Menor para imaginar lo que es sentir el cuerpo corrompido de un caballito de mar bajo la planta desnuda del pie. Esa es una de las grandes cualidades de este libro. Lo que a falta de una palabra mejor llamaremos su corporalidad, eso que la propia Méndez ha descrito en otro lado como el intento “de pensar el territorio como cuerpos y entidades vivas”, en este caso –nunca el mar fue más la mar– como un cuerpo exangüe, agonizante, explotado, sometido a un violación continuada, límite, masiva.

El ecocidio

“Una sociedad de consumo –escribió en Ser o no ser un cuerpo el filósofo español Santiago Alba Rico– es, en realidad (…), una sociedad de destrucción ininterrumpida, y de desecho generalizado, que amenaza la supervivencia material de un planeta de recursos limitados y que, además, no puede distinguir entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar porque (…) se las come todas: se come el queso, los zapatos, las montañas y las imágenes, pero ‘se come’ también los seres humanos”.

El pasaje no puede resultar más elocuente. ¿No es acaso La Manga –en expresión de la propia Méndez– un ser vivo enfermo de humanidad, maltrecho y violentado por nuestra mano?” ¿No ha sido acaso este enclave la perfecta expresión de esa “noción de la naturaleza como instancia despreciable o vida insignificante, como objeto disponible que puede ser explotado y que está del otro lado del sujeto humano?”. (…) A ilustrar la destrucción de este cuerpo devorado por la sociedad de consumo, ese “despropósito supremacista que cosifica las vidas para abusarlas con saña y abandonarlas después” dedica Méndez Lodo. La asfixia del Mar Menor. Y lo hace sin escatimar descripciones tan prolijas como descarnadas, de caótica fealdad, de perturbadora belleza, capaces de dar cuenta de esa “ofensa permanente” que “asedia y ataca” el espacio desde hace casi un siglo hasta alterar trágicamente su metabolismo. Y así los lechos dragados para el amarre de yates, las desaladoras ilegales, los acuíferos sobreexplotados, las ramblas que arrastran la salmuera procedente de la huerta, las escorrentías mineras, los pozos negros, los puertos deportivos, las especies invasoras de medusas peligrosas y de cangrejos voraces, las aguas intoxicadas por fósforo, amonio y nitratos, las leyes incumplidas, los desastres urbanísticos… van configurando el mapa de la destrucción de ese “cuerpo sencillo y delicado” que en nombre del progreso terminó convertido en esa sopa verde con olor a azufre, en ese cementerio marino que saltaba a nuestras pantallas en octubre de 2019 cuando el paso de una potente DANA por la zona dejaba clavada en nuestras retinas la imagen desbordante de toneladas de peces con “ojos vacíos” y “bocas abiertas”. “Y entonces todos lloramos porque el daño se hizo carne y es imposible acallar la voz muda de un cadáver, es imposible ahogar el lenguaje de los muertos”.

Sí, incluso a través del cieno borboteante –por los suspiros de los condenados, podríamos decir evocando el cuarto círculo del Infierno de Dante– la voz de los muertos cobra vida. Muertos como esa anciana, cuya visión obsesiona a Méndez, que encalló un día en los fangos de Los Urrutias, esa mujer con sobrepeso que se rompió la cadera cuando intentaba zafarse de los lodos mugrientos y que cayó con la cadera hecha añicos enterrando fatalmente su rostro en el limo. Muertos con vocación de residuo, pero que siguen alzando la voz desde la charca negra del Poeta –la ira transformada en melancolía–, pese a la obsesión del mercado capitalista por devorarlo todo mientras –de nuevo Alba Rico– “borra, al mismo tiempo, todos los rastros de finitud”. O intenta borrarlos.

Porque ese pesebre llamado mercado que tiene que estar siempre “desinfectado”, en el que hay sitio para todo menos para la suciedad, el contagio, la vejez o la muerte, se empeña en hacerse visible a pesar del celo con que las “externalidades” son expulsadas fuera de la vista. Y ya sean estas las toneladas de ropa desechada que se amontonan bajo las dunas del desierto de Atacama; ya sean los escombros –por cierto, del latín scombrer, caballa, una de las especies de pez empleados en la fabricación del garum y al mismo tiempo la raíz del topónimo Escombreras, al sureste de Cartagena, que sigue concentrando buena parte de la contaminante industria pesada del municipio– que se apilan en las periferias de nuestros pueblos y ciudades; ya sean los datos que almacenamos en gigantescas “nubes” de metal, materiales raros y hormigón armado bajo el subsuelo, terminan delatándose, adquiriendo densidad, emitiendo gases, expeliendo pompitas.

“España –apuntó con tino Jorge Dioni en el imprescindible La España de las piscinas– es un país amante de la demolición y la recalificación; es decir, de la amnesia y el adanismo”. Pero ni la amnesia ni el adanismo procuran el don de la invisibilidad. Y al final los efectos se ven. No en Ghana, adonde enviamos nuestra chatarra electrónica y de donde vienen algunos de los sin papeles que recogen nuestras sandías. Sino aquí mismo. Y del mismo modo que no hay spot televisivo capaz de acallar el grito de los cerdos en el matadero, a los peces, esos insurrectos, les da también por agonizar y morirse y salir en procesión con sus aletas cirio y sus ojos de porcelana. El cuerpo amoratado, expoliado, putrescente, reaparece, flota. Y las voces de los muertos que invoca Begoña Méndez se inflaman con la “rabia macerada en barro y en nitratos” para señalar ese “dispositivo de violencia cruenta” del que han venido participando como si de una unión temporal de empresas se tratara el turismo de masas y las macrogranjas, el monocultivo turístico y la minería a cielo abierto, la urbanización sin freno y los campos de regadío: “formas diferentes de una misma actividad de explotación y avaricia”, de ese “sistema obeso y atiborrado” del que es perfecta metáfora ese bufé libre cuya colorista, ácida y fosterwallaceana descripción –Anna María Iglesia supo ver muy bien la afinidad– nos regala la autora en esa página que ilustra de forma brillante aquello que Bernard Stiegler, lo dejamos apenas insinuado, definió como la “proletarización del ocio”.

“Menuda panda de burros”, se le escuchó decir al pintor, paisajista y activista César Manrique a la hora de describir a los causantes del expolio de su isla de Lanzarote. Evidentemente no eran “burros”, sino como él mismo señaló, una “mafia especulativa”, una internacional del lucro representada en el caso murciano por “los oligarcas del agro, del turismo, del metal y de los fertilizantes”, en connivencia con una clase política corrupta cuyos herederos, dicho sea de paso, siguen gobernando la Región.

“Murcianía”

Escribía Christopher Lasch en el emblemático La cultura del narcisismo (recientemente recuperado por Capitán Swing) que “El desarraigo te desarraiga de todo, salvo de la necesidad de raíces”. Y no se puede entender Lodo, como se pone de manifiesto desde las primeras palabras del prólogo, sin prestar atención al intrincado vínculo que une a esta hija de murciano con la tierra de su progenitor.

Lo cuenta al principio. Su padre había dejado atrás la pedanía de Fuente Álamo, en el Campo de Cartagena, rumbo a Biniaraix, en el norte de Mallorca, a los siete años. Allí creció, allí empezó a trabajar muy joven, allí construyó un hogar casándose con una lugareña. Era un inmigrante en una zona, la Sierra de Tramuntana, donde en los años 50 ser de fuera era una anomalía. Y pese a que nunca le enseñó a sus hijos su tierra de nacimiento, esto no evitó que en la zagala hiciese raíz también un profundo desarraigo: la sensación de no ser de ningún sitio, la “pena del exiliado”.

Mientras nos describe la destrucción del Campo de Cartagena, Méndez nos va detallando así cómo Murcia y específicamente el área del Mar Menor, se fueron convirtiendo en un enorme interrogante para ella y cómo al cumplir los 40 se propuso llenar ese vacío: “Estuve en Murcia y ocurrió algo. No sé cómo explicar que mis carnes asumieron como exilio y como casa un lugar desconocido al que pertenezco y no. Y decidí regresar. Y volví. Y una vez más. Y otra. Y he perdido la cuenta”. Ese “sitio “ajeno y extraño” fue de este modo revelándose por encima de los clichés, del “acento cateto”, de los “chistecitos” que se empeñan en caricaturizar la región como un “nuevo Lepe”, de la indiferencia: “Murcia no le importa a nadie como no le importa a nadie una puta esclavizada, una enferma desahuciada o una mujer pobre”. Así es cómo la “herencia paterna” hace nido en el erial, en el yermo, adquiriendo la inaprensible forma de un “exilio radical”. Qué es Murcia para mí, se pregunta la escritora para inmediatamente responder (y responderse): “un amor que se desprende del abrigo de lo propio y que abraza esperanzado un profundo desarraigo”.  A partir de ahí, mientras su reinventada parte murciana va irrigando sus células, va creciendo también su tejido de amistades y su preocupación por la situación de la tierra de sus ancestros, ese “cuerpo herido” víctima del “desprecio administrativo y la violencia política”, ese territorio último en el que, por cierto, el murciano Miguel Ángel Hernández ambientará su última novela publicada hasta la fecha, Anoxia, con la que comparte Lodo más un hecho concreto o una protagonista dedicada por azar a fotografiar a los muertos.

“El objeto perdido siempre necesita de un cuadro nostálgico para poder manifestarse, perseverar en una referencia temporal”, escribía Antonio Gómez Vilar en su excelente Los olvidados al describir la psicología del “resentido” como aquel que ata su existencia a la reiteración del pasado, ya sean los “gloriosos treinta” de posguerra, cuya imagen fantasmal atenaza a cierta izquierda obrerista o, como en este caso, ese Mar Menor previo al gran boom urbanístico, antes de que la orgía del regadío nos enseñase a deletrear e-u-t-r-o-f-i-z-a-c-i-ó-n  –¿antes del químico o eso sería remontarse demasiado? El jardín del edén al que, como si se pudiera, habría que regresar no sería la “comunidad primitiva” de Marx ni la “comunidad tradicional” de Tönnies, claro –aunque algo de eso subyace en la añoranza de un pasado en que no había que echar la llave a la puerta–, sino aquel paraíso de segundas residencias o en todo caso de alquileres de larga temporada, helados de tres sabores y brazos escocidos por el roce de los manguitos en el que el denso humo de los coches en los atascos de La Manga nos impedía ver el dióxido de carbono. Lo que se echa de menos no es, pues, otra forma de vida, sino el desconocimiento de sus efectos. Y en última instancia lo que se añora es, simplemente, la infancia, cuando nuestros abuelos y padres vivían, cuando aún estos últimos recordaban nuestros nombres, y todos éramos bajitos y de piel clara.

Frente a nuestro culto al souvenir, que es en sí nostalgia empaquetada, Méndez, sin embargo, se niega a parar el reloj en un “momento histórico idílico”. ¿Porque el retorno es imposible o por la sencilla razón de que nunca existió? A diferencia del espíritu que anima a un libro como Feria de Ana Iris Simón –y a tanta contemporánea retórica del agravio–, ella es una exiliada “radical” que practica un afecto “ajeno a lo identitario”, a la ficción de “pasado luminoso, satisfecho de sí mismo”. Su nostalgia –por utilizar la célebre categorización de Svetlana Boym– no sería restauradora, pues no busca reconstruir el “hogar perdido” ni sus tradiciones reconstruidas o directamente inventadas; su nostalgia sería, en todo caso, reflexiva, en tanto que no se obstina en recuperar ninguna “verdad absoluta”, sino que se dedica a meditar, sin renunciar a la reflexión crítica, sobre la historia y el paso del tiempo de manera fragmentaria, irónica, desmitificadora, vertiendo su propia historia en ese “marco social compartido de recuerdos individuales” al que llamamos memoria colectiva –que poco tiene que ver con la memoria nacional o regional.

De este modo, frente a una supuesta “murcianía” que no sería sino la máscara torcida de ese “negocio mafioso”, de ese “afán dominador”, de esa “pulsión extractiva” que aniquila la tierra “como entidad colectiva y medio relacional”, convirtiendo la “belleza indolente del paisaje lagunar” en “suelo urbanizable”, reivindica un parentesco –por contradictorio que hubiese podido parecer en un primer momento– menos genealógico que “electivo”. Por eso frente a un ecologismo “hundido en lo nacional”, a un “pasado-fantasía acrítico y vanidoso de exaltación de lo nuestro”, a “la nostalgia por la infancia y el paraíso perdido” que drenan con frecuencia determinados discursos “conservadores”, urge a velar por el cuidado de los ecosistemas con un amor que vaya más allá del “afán de posesión, del empeño en someter una fracción de Tierra a los deseos humanos”. “En mi cuerpo empieza Murcia –dirá Méndez a modo de corolario– y empieza ninguna parte”.

La grieta

“Un proletario explotado, un cerdo en el matadero, un cuerpo ultrajado desprovisto de lenguaje, una mujer que habla y a la que nadie escucha”. Eso es La Manga para la autora. Un ser en permanente estado de grieta, podríamos decir nosotros recuperando la dedicatoria de su anterior libro Autocienciaficción para el fin de la especie, con el que guarda innegables similitudes y no solo por la “poética tan radical y sugestiva” –en palabras del crítico y escritor Vicente Luis Mora– que lo atraviesa, por el “tejido o entreverado de géneros literarios” con que Méndez cose su libro o por ese “lenguaje crispado” que es marca ya de la casa por mucho que en esta última obra la tensión formal –probablemente por el marco en que se inscribe el texto: los “Episodios Nacionales” de Lengua de Trapo–  se encuentre más matizada.

Ese “arrojo estilístico, semántico, subjetivo y estructural a la hora de encarar la experiencia literaria” que caracterizaría a la autora, emparentándola –según ha observado el propio Mora– con otras escritoras peninsulares como Sara Mesa, Cristina Morales, Aixa de la Cruz o Ana Pérez Cañamares, entre otras, es uno de los rasgos que pueden rastrearse también en una obra como Lodo, en cuyas apenas 100 páginas ese libertinaje “genérico y estilístico” se traduce en la mezcla de autobiografía, crónica de guerra, diario de viaje, ensayo político, elegía… con que el texto está urdido. La propia Begoña Méndez, en un ensayo publicado en Cuadernos Hispanoamericanos a principios de 2023 titulado “Poéticas de la grieta y la desmesura o cómo tuve la ocurrencia de escribir Auto-sci-fi para el fin de la especie”, reconocía cómo frente a los “horizontes de expectativas”, a las “certezas y agarres” que ofrecen los géneros literarios, ella apostaba decididamente  por el “desvío”, por la toma de un “ramal alternativo que destartale estructuras y desordene las formas”, por explotar la “semilla de un poder disidente” que frente a la tradición desafíe los roles asignados. De ahí su extraviada tentativa por borrar los límites del ensayo, su honesto afán por mezclar –lo que la hermana con autoras como Donna Haraway– “ficción y vida material, lo existente con lo irreal”, utilizando la argamasa de una “textura poética” que es inextirpable de su propia “autobiografía”.

“Recuperar el cuerpo como depósito de tiempo narrativo, como prisión y fuga narrativa –decía Alba Rico en la obra arriba citada– es la condición de toda eventual emancipación”. Y justo esa pequeña revolución es la que acomete Méndez al rechazar la clásica oposición entre mente y cuerpo. Como escribió la poeta Olvido García Valdés, alineándose con uno de sus maestros, Friedrich Nietzsche, “Pensar es pensar el cuerpo, pensarnos en el mundo”, de ahí que –si “solo podemos percibirnos percibiendo”– carezca de sentido tratar como categorías estancas interior y exterior. Méndez supera ese falso antagonismo al atreverse a mirar el mundo desde esa “retina enferma” que tuerce los contornos de las cosas al tiempo que comparte con el lector el descubrimiento de “los universos enteros que llevamos bajo la piel”. Lo cual implica también considerar la intimidad no como algo personal sino “colectivo” en el sentido en que una Judith Butler, por ejemplo, atribuía “invariablemente” una dimensión “pública”, “social”, al propio cuerpo.

Pensar la grieta como “un espacio que duele y que, entre dos lugares, funciona como un respiradero”, como un “espacio ambivalente, fértil y útil para pensar los cuerpos, los géneros y sus límites” era algo que ya operaba en Heridas abiertas [Wunderkammer, 2020]–, en el que Méndez exploraba diarios íntimos de escritoras como Santa Teresa de Jesús, Zenobia Camprubí, Teresa Wilms Montt, Susan Sontag, Alejandra Pizarnik o Idea Vilariño. Pero si en sus anteriores libros la autora se vaciaba para que fuesen otros los que se expresaran, ahora es el doliente Mar Menor al que sirve de médium.

Decía la profesora colombiana Ana Patricia Noguera de Echeverri que Occidente se funda justo en el “paso de una especie que habita la tierra a una especie que domina la tierra”, esto es, en el momento en que, a causa del dualismo que hereda la cultura occidental como resultado de su herencia judeocristiana y platónica, el habitar se pervierte hacia el dominar, la “cultura”, el “alma” o el “espíritu” –por simplificar– se separan de la “naturaleza”, el “cuerpo” o la “materia”. Este imaginario, qué duda cabe, habría repercutido “poderosamente en todos los ámbitos del conocimiento”, influenciando “el ethos presente en las relaciones entre una cultura que se creyó sobrenatural e infinitamente poderosa gracias a la razón, y las tramas de la vida ecosistémica”. Pero ese cuadro estaría incompleto si obviásemos lo que la catedrática de Filosofía Moral de la Universidad de La Laguna María José Guerra Palmero apuntó al señalar la conexión, tan vieja y patriarcal como “axiológicamente denigratoria” entre mujer y naturaleza, consistente en asociar lo masculino/humano con lo culto y civilizado mientras se equiparaba a las mujeres con la in-culta y agreste naturaleza, esto es, naturalizar a las mujeres para inferiorizarlas y de forma paralela feminizar a las mujeres para justificar la dominación y la explotación de la naturaleza. Contra este dañino dualismo se rebela Begoña Méndez a lo largo de las páginas de Lodo. Esa grieta es lo que sangra en su en su –¿igualmente nietzscheano?–deseo de “multiplicar existencias”, de “conocer el interior de otras almas”.

Últimas voluntades

“Hemos acabado con la naturaleza (…) cada metro cúbico de aire, cada palmo cuadrado del suelo están indeleblemente señalados con nuestra cruel marca, con nuestra X”, escribía Bill McKibben hace más de tres décadas en un persuasivo –no lo suficiente, se dirá– ensayo. Y lo hemos hecho porque incluso actividades que son presentadas con un aire de “actividad simpática y cordial bañada de inocencia” como el turismo –así lo pintaba Rodolphe Christin en su Mundo en venta– son mundófagas, esto es, “mata(n) lo que le da vida, destruye(n) el mundo que dice(n) amar”; porque, como escribió Chirbes en sus Diarios, nos hemos habituado a comportamos como Saturnos que se comen a sus hijos “entre dos rebanadas de cemento”.

“Es difícil sustraerse -escribía Javier Fernández Sebastián- a la melancólica impresión de que en un siglo hemos transitado de la utopía a la catástrofe: del ingenuo entusiasmo progresista por un futuro mejor que parecía al alcance de la mano, al espanto sin paliativos ante un horizonte amenazador que se nos echa encima y quisiéramos postergar”. En este contexto, cuando las nuevas y viejas generaciones son presa de esa “impotencia reflexiva” de la que hablaba Mark Fischer, del convencimiento de que de entre todos los escenarios posibles siempre terminará imponiéndose el peor, cómo podríamos osar responder afirmativamente –sin parecer de una insultante ingenuidad– al cuestionamiento que se hacía Jorge Riechmann hace ya veinte años cuando planteaba si sería capaz el ser humano, alguna vez, de construir no como si torturase a la tierra, sino como acariciándola; si no sería posible construir un modelo de sociedad que incluyese entre sus miembros “a los muertos, a las encinas y a las abejas” [y a los caballitos de mar], en que no menguase ni un ápice “el espacio para la belleza, el deseo ni lo sagrado”.

Decía la ya citada Noguera de Echeverri, y es fácil imaginarse a Begoña Méndez asintiendo ante tal afirmación, que mientras que la mirada a las relaciones entre los ecosistemas y la cultura sea una “mirada de dominio” y “los discursos del desarrollo, aun del desarrollo sostenible, sigan imperando”, no habrá nada que hacer. Seguiremos “siendo una especie ingrata, y morando la tierra, ese mundo de la vida simbólico-biótico del cual formamos parte, como si esta fuera una bodega llena de recursos disponibles y para siempre”.

La imagen se ajusta perfectamente a un territorio como el Mar Menor, donde desde hace demasiado tiempo, en palabras de la propia Méndez, la “explotación” viene camuflándose de “derecho inalienable y, sin embargo, ya sea porque una parte de la ciudadanía, desde o contra la nostalgia, con o sin “suspiros melancólicos”, ha empezado a cuestionar esa mirada que podríamos calificar de cenital; ya sea porque la hipótesis Gaia, es mucho decir, se abre paso o porque el bumerán ha girado cargando junto a las algas y los peces muertos bares sin clientes, monitores sin alumnos, casas sin inquilinos, precios del metro cuadrado desplomados, desolación, el hecho es que, gracias a la movilización vecinal, a la labor de asociaciones y de personas concretas a quienes Méndez rinde un merecido homenaje, alguna cosa ha empezado a cambiar y desde el 26 de julio de 2022, gracias a las 640.000 firmas que avalaron la Iniciativa Legislativa Popular, el Mar Menor y su cuenca cuentan con un Estatuto de Personalidad Jurídica.

Es precisamente el reconocimiento de este ecosistema como “un cuerpo colectivo biológico, ambiental, cultural y espiritual con derecho a existir y a ser protegido y restaurado” lo que permite que unos rayos de luz se filtren hasta el moribundo fondo de la laguna y se abra paso la esperanza. “Hemos perdido el futuro –escribió una Marina Garcés en rebeldía contra nuestra “condición póstuma” en Nueva Ilustración radical–, pero no podemos seguir perdiendo el tiempo”. Y quien durante páginas ha encarnado el cuerpo de la agonía, quien ha pintado la realidad con la paleta cromática de la distopía da un giro de 180º para inventariar a lo largo de las últimas páginas, casi con un registro notarial, algunas de las medidas de protección y de compensación de daños que recoge el Marco de actuaciones prioritarias para recuperar el Mar Menor aprobadas por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico después de que una nueva mortandad de peces, en agosto de 2021, nos golpease en la cara.

El estado de excepción será ya el estado de normalidad, como advertía Ulrich Beck, pero esto no va a impedir –confiesa la autora–, que este ensayo termine siendo al final algo así como “la lámpara encendida de una cocina en penumbra mientras que afuera el cielo se pone más negro”.

La utopía escribe recto en renglones torcidos.

 

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