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Mientras tantoMiguel Guardia, poeta invisible

Miguel Guardia, poeta invisible

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

No soy un especialista, pero es fama que la historia de las antologías de poesía mexicanas han sido —o fueron: hoy sería una empresa un tanto penosa antologar poetas mexicanos contemporáneos, los buenos hacen bien en quedarse a solas y no aceptar compañía— terreno fecundo para las escaramuzas y las reyertas, algunas de ellas divertidas, entre lo mismo antologadores, autores y editores.

Desde 1928, año en que aparece la polémica Antología mexicana de la poesía moderna, preparada por Jorge, Cuesta, pasando por Poesía en movimiento (México 1915-1966), publicada en 1966 reunida por Alí Chumacero, Homero Aridjis, José Emilio Pacheco y un reticente Octavio Paz, quien en una carta fechada el 12 de marzo de 1966 a Tomás Segovia, le reveló un delicioso exabrupto: “Acepté —aunque la idea me reviente— para oponer ese libro a la Antología de Castro Leal que, según me dicen, prepara el nuevo Fondo [de Cultura Económica].”

Quizá la más duradera, al menos en términos de circulación constante y reediciones, sea la que preparó Gabriel Zaid, el conocido Ómnibus de poesía mexicana, publicada originalmente en 1971 y que, por la apertura de lente y aspiración a la exhaustividad —incluye de todo: desde Netzahualcóyotl, Sigüenza y Góngora, Sor Juana, hasta Tablada, López Velarde, Reyes, Pellicer, el propio Paz— su utilidad sea, sobre todo, pedagógica.

Begoña Pulido y José Ángel Leyva abordaron en 2013, me parece que con cierto mérito, algunos de los entuertos inherentes a antologar poesía mexicana, sin duda con más conocimiento y discernimiento que el mío, lector de poesía, durante un tiempo editor, en los tiempos gloriosos y de jolgorio en que tuve como jefe al embajador Alfonso de Maria y Campos (qpd).

Ambos resumen lo evidente a la hora de acometer una tarea semejante: “Una cultura barroca por naturaleza, de alto contraste y a la vez de sutilezas muy difíciles de advertir, pero de gran significado para entender su funcionamiento, su refinamiento estético y sus significados.”

En ese mismo ensayo, refieren la muy valiosa —y práctica, por qué no decirlo— distinción más o menos canónica, aunque sospecho que le chocaría semejante valoración, que hace de Guillermo Sheridan entre antologías “de coleccionista” y “de criterio histórico y objetivo”, en su prólogo a la reedición de la Antología de Cuesta por el Fondo en 1985. Dejo al propio Sheridan explicarnos de qué va esto:

Las dos antologías cumplen con su objeto primordial: proponer las condiciones higiénicas necesarias para que una literatura se debata a sí misma y se obligue a una depuración positiva, a asumir la responsabilidad de una síntesis que es también una afirmación. Una antología debe asumirse, tanto por sus autores como por sus lectores, como un acto irremediable. Una buena antología tiene, como una buena revista, una función ilativa, de llenado entre dos momentos; pero, al contrario de la revista, la antología tiende a la síntesis y va contra la proliferación. Como una buena revista, la antología señala una frontera que une y separa, operando sobre los lectores y sobre la historia de una literatura. Una antología es un corte, un muestrario representativo dictado por leyes no necesariamente literarias (que pueden ser informativas, sociales, etcétera) y para públicos no necesariamente literarios. Una antología ‘objetiva e histórica’ busca a ese público; una ‘de coleccionista’ busca a los poetas. En todo caso la representatividad de una antología no puede ser inocente porque ambiciona un imposible: significar al cuerpo que ha cortado y, a la vez, ser un cuerpo en sí mismo.

No sé al lector, pero a mí el o los argumentos ofrecidos por Sheridan me parecen, además de razonados y convincentes, útiles, como mencioné antes, prácticos.

Me explico.

De entrada me decanto por la antología de coleccionista, como “un corte , un muestrario […] para públicos no necesariamente literarios”, porque soy el tipo de lector, de “coleccionista” que “busca a los poetas” inadvertidos la mayoría de las veces, supongo que ello se sobreentiende a partir de la distinción y razones de Sheridan; es decir: sin saber a cuál y con espíritu exploratorio, antes que a los que definen, por así decirlo, la historia de una literatura, de una poesía nacional.

Y en dicha empresa me he llevado dos estupendas sorpresas, si bien en una antología que, desconozco si en su momento pasó inadvertida, naufragó, falleció en las trincheras donde se resolvían esas batallas: precisamente entre los años sesenta y setenta, cuando aparecen dos importantes antologías de poesía, Poesía en movimiento y Ómnibus de poesía mexicana. Misterio, al menos para mí. Ya lo dije, soy un lector de poesía, con Alfonso pude editar a autores que sigo leyendo —Cobo Borda, González Esteva— y estropearles el texto de cuarta de forros con el que soñaban para sus poemarios, publicados en la colección Práctica Mortal del hoy moribundo Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

En concreto, me refiero a una antología preparada por un autor y figura pública que, para mi, resulta irritante, Carlos Monsiváis, y sin embargo un esplendido observador y crítico de poesía tanto canónica como subterránea, por así decirlo. Se trata de La poesía mexicana del siglo XX, un tomazo de 838 páginas impresas, publicado en 1966 por Empresas Editoriales, propiedad de Rafael Giles, jamás reimpreso, al menos que yo tenga noticia. “Notas, selección y resumen cronológico” a cargo del incontinente cronista de lo serio y lo risible.

La historia de cómo es que poseo la antología de Monsiváis es larga e involucra cierto drama, dos ámbitos en los que no me interesa entrar.

Me interesa eso sí, hacer hincapié en el lado de la cancha a la cual, según Sheridan, pertenezco, la del coleccionista.

Menos, mucho menos larga es la historia de cómo fui a dar con Neftalí Beltrán (1916-1996) en un libro de ensayos de Aurelio Asiaín —él mismo un poeta anti-antologías, individual e individualista, autor de títulos discretamente imprescindibles, cortésmente semi-secretos— que debería seguir circulando: Caracteres de imprenta, publicado en 1996, reseñado magistralmente por Nacho Helguera en Vuelta.

Que yo sepa, en ninguna antología otra que la del incontinente, verborreico y logorreico prosista Monsiváis, se incluye a Neftalí Beltrán, de quien incluye en la nota biográfica que escapó de la carrera de leyes y terminó como funcionario diplomático, en 1966 en Brasil —de ahí el poeta pasó a Portugal, Holanda, Polonia e Italia, felizmente oculto entre las neblinas de Relaciones y sus jefes en esas representaciones.

Lo mismo sucede con Miguel Guardia (1924-1982), acerca de quien reporta Monsiváis en La poesía mexicana del siglo XX que sí terminó sus estudios en la Facultad de Derecho y en la de Filosofía y Letras, además de haber sido becario del Centro Mexicano de Escritores en el periodo 1953-1954 y de ser jefe de prensa en el Instituto Nacional de Bellas Artes —del cual también fue jefe del Departamento de Literatura y director de la Revista de Bellas Artes, además de profesor de dramaturgia en la Escuela de Arte Teatral de la misma institución.

En el Centro Mexicano de Escritores coincidió con Arreola, Luisa Josefina Hernández, Alí Chumacero, Juan Rulfo y Ricardo Garibay, quien en la evocación de esos años, pedante e insoportable, se presenta superior e indigno de sus colegas: “Chumacero no hacía nada de nada […] Arreola, su sintaxis me parecía artificiosa, mera cacería de perfecciones, una naturalidad arduamente buscada para conseguir un idioma hablado por nadie […] Rulfo escribía y nos leía cuentos escritos con poderosa incorrección, que yo señalaba. Se me veía con lástima […] Rulfo no abría la boca […] Miguel Guardia procuraba pasar inadvertido.” Así opinaba el bocazas y futuro cuate del presidente Gustavo Díaz Ordaz y cronista del Púas Olivares.

Vamos de regreso a lo que aquí importa: Monsiváis incluyó en su antología el poema “El retorno”, incluido en el libro del mismo título —El retorno y otros poemas, publicado en las Ediciones de la Revista Bellas Artes en 1956— y que, a mi juicio, luego de salir a la busca de la preciada y preciosa edición original, me pareció menor respecto a otros poemas.

A continuación, algo de lo recolectado: poemas que justifican la vida, larga o precaria, de las antologías, de andar y transitar entre “el coleccionista” y el “criterio histórico y objetivo”. No está mal, encuentra uno poetas y poemas que brincan y permanecen.

«¿Cómo decirlo?»

Hay demasiada soledad en todas partes

y se piensa mucho en cementerios,

en sombrías flores amontonadas,

en besos mutilados y en existencias inútiles,

en cadáveres arbriéndose bajo la tierra.

 

Yo vine porque quería decir algo amable,

algo lleno de luz, o, por lo menos, de esperanza,

algo fuerte y sonoro.

 

Pensaba hablar de los campos en primavera,

de los ojos indescifrables de los niños,

o de héroes cayendo entre caballos y clarines.

 

Me hubiera gustado, ciertamente, hablar de

            todo eso,

pero la tristeza ha llegado a las palabras:

hay demasiados muertos.

 

«Canciones -9-»

(Limpia el agua que nace de tus ojos,

y brota y corre y cae, mansamente:

al corto plazo de su vida agrega

la brevedad de tu dolor, y muere.

 

Testigo luminoso

muda señal, serena transparencia

de un conmovido instante,

del minuto apagado en la tristeza.

 

Agua siempre tranquila;

agua quieta en su tránsito:

agua de sal, pequeña, que no sabe

su propio nombre ni su gusto amargo.)

 

«Canciones -11-»

Hay algo en mí que me lo avisa todo:

la palabra que busco,

el oscuro sentido de las cosas.

y el bien y el mal y la tristeza. Y todo.

 

Una noche, también, al acostarme,

trunco el reloj del tiempo,

me avisará muy suave, suavemente,

que me he quedado muerto.

 

¿Y quién, entonces, ay, dirá lo que me quede

para siempre en secreto?

Por alguna extraña cadena asociativa, los poemas de Miguel Guardia me remiten a aquello que decía Pere Gimferrer acerca José María Fonollosa (1922-1991), otro gran invisible, en este caso de la poesía española escrita igualmente durante los años cincuenta pero prolongada en el tiempo gracias a la suerte de terco espoleo que el poeta recibió por parte del propio Gimferrer, y quien escribió: “es a un tiempo poesía y narración, sirve en castellano para la expresión que quiere ser, alternativamente relato, pensamiento y poesía […] La dicción es siempre de una sequedad esquinada y lacerante, halla su razón de ser, no sólo en la expansión de la lengua coloquial, sino también en el asedio al núcleo último de la propia identidad que es razón y clave de las reveladora escritura contemporánea.” Un ejemplo, entre muchos, podría ser este fragmento de un poema de Fonollosa:

Podemos, sí, decir que hemos vivido.

Como el que ha realizado una tarea

Penosa, decir cada uno: —«He vivido».

Que es igual que afirmar: —«He fracasado».

En una entrevista que concedió Paloma Guardia, la hija del poeta, en junio de 2016, hace un repaso somero de la vida de su padre, de la relación y matrimonio con su madre, Magda Montoya.

Detesto las paradojas porque la mayoría de las veces son callejones sin salida antes que convocatorias al pensamiento y la inteligencia, que Bioy definía como la capacidad de salir de un agujero.

En una infortunada coincidencia con los dichos del joven pedestre, jodón en sus primitivos juicios, el becario del Centro Mexicano de Escritores, Garibay, coincide con la opinión que ofreció Paloma Guardia acerca de su padre, el poeta invisible: “Guardia era un hombre muy tímido. Le daban pánico las multitudes.”

Pues sí. Fue un poeta invisible.

 

 

 

 

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