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Mientras tantoWittlin y el post-exilio

Wittlin y el post-exilio

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

El trasunto es tan viejo como la especie, aunque tiene la peculiaridad de ser a la vez contemporáneo. Más aún: el trasunto no solo es una antigualla temática, es inherente a la especie. Ahí está, ahí sigue, Ulises, enviándonos ese sutil pero poderoso mensaje al cierre de Odisea: a su llegada al palacio donde se encuentra Penélope, su fiel perro Argos, ya quebrado por los años, es el único que lo reconoce.

El trasunto al que me refiero es el exilio, sobre el cual se han escrito y se seguirán escribiendo páginas suficientes para llenar un mundo. Y la causa directa, un potente punch in the face que no me esperaba y que me ha llevado a teclear estos párrafos acerca del tema de marras, fue la lectura de la conferencia “Brillo y miseria del exilio”, que impartió el escritor Józef Wittlin, el 27 de febrero de 1957 en el PEN Club de Nueva York —incluido en Orfeo en el infierno del siglo XX, un libro cuya traducción a cargo de Amelia Serraller Calvo denota un profundo conocimiento tanto del idioma como de los dilemas y capitulaciones en las que el escritor se abisma sin miramientos.

Evidentemente, el ángulo al tema del exilio que Józef Wittlin trae en su conferencia tiene que ver, sobre todo, con el exilio del artista por motivos políticos e ideológicos. Sin embargo, la forma en que se adentra en el exilio incluye motivos que se deslizan, con increíble y eficaz naturalidad, hasta alcanzar lo que yo llamaría el nervio central del exilio, más allá de las condiciones infernales que los totalitarismos y las ideologías más aberrantes del siglo XX impusieron a artistas, pensadores, académicos y personas comunes y corrientes.

Quiero pensar que la siguiente cita de Wittlin ilustra, por así decirlo, la manera a la vez subterránea y enteramente a la luz del día, de la vida, con que el polaco habla del exilio:

En los tiempos que corren —y no solamente—, la mayoría de la gente no quiere tomarse su vida como un exilio. Ni del Paraíso, ni de ninguna otra parte, aunque esta vida terrenal no rebose precisamente de encanto y delicias para todos. Al contrario: precisamente a aquellos a quienes el presente no les ahorra sufrimientos ni tribulaciones —esto es, aquellos que deberían de odiarlo— son los que le tienen más apego. Asimismo, muchas personas no experimentan el consuelo que supone la conciencia de que, transcurrido este exilio, post hoc exilium, podrán residir en su verdadera patria, y no de forma temporal, sino eternamente. Es difícil exigirles a esas personas que sientan nostalgia por un Paraíso que no conocen. Tan solo les resulta evidente la estancia en la Tierra: aquí y solo aquí está su hogar, sea cual sea: un maravilloso palacio o una montaña de escombros. Es únicamente en la tierra donde discurre su vida, sea buena o mala. En más de una ocasión, dedican su vida a restaurar su casa en ruinas. Si ya no lo hacen para ellos mismos, entonces por sus descendientes. E incluso cuando no lo consiguen, cuando toda su existencia es una cadena ininterrumpida de fracasos y decepciones, no tienen intención de renunciar a su ciudadanía terrenal.

El postulado, entonces, es que todos somos, de una u otra manera, exiliados, nos demos cuenta o no, sea el exilio una condición impuesta o connatural al hecho de existir y respirar, de estar vivos. Sobra decir que la melancolía y la errancia solitaria son ingredientes esenciales en cualquier forma de exilio. Una pertinente aclaración: estoy hablando de cualquier clase de exilio excepto el exilio interior que se autoimpone el individuo que malvive en un sistema político que atenta contra sus libertades.

Desde luego, lo comenta Wittlin en su conferencia —e incluso debate algunas ideas al respecto con el exiliado por antonomasia, Cioran—, hay exiliados que convierten su exilio en un fértil campo creativo, si bien envenenado a ratos por la melancolía y la depresión. Ahí están los casos de Guillermo Cabrera Infante, a quien siempre estoy leyendo, o del colombiano afincado en México hasta su muerte, Álvaro Mutis, cuya novela Amirbar estoy releyendo estos días y que, literalmente, me arrojó al pasado, a un periodo de mi vida del que he sido, como todos, exiliado a perpetuidad. Y a ambos nombres podría agregar al poeta Eliseo Diego y a su hijo, el novelista y cronista de fuste Eliseo Alberto. Me detengo porque la lista sería inmensa.

Mi admirado Truman Capote, quien pasaba exilios voluntarios en lugares hermosos pero quien nunca pudo tolerar, esa es la palabra, ser un exiliado de sí mismo, ocuparía un lugar especial en la dichosa lista.

¿Cómo vive su propio exilio quien nació de padre mexicano y madre franco-canadiense, quien pertenece y no pertenece plenamente a ninguna de las dos patrias asociadas a su ascendencia mixta y, debido a condiciones familiares particularmente adversas, no solo rechaza la noción misma de ciudadanía terrenal, sino que además no le interesa conocer el Paraíso?

Ese es mi dilema: sentir nostalgia por un Paraíso que sé bien que no existe sino en la imaginación y la memoria, los dos fondos documentales más mentirosos y maliciados conocidos por hombres y mujeres.

Todavía, transcurridos casi veinte años, siento envidia por aquel hombre —ahora debe de yacer en la tumba— que conocí en un pueblucho de Wisconsin habitado por migrantes mexicanos. El hombre en cuestión era un setentón amable, sólido como cemento de la mejor calidad. Era el mecánico del pueblo. Su clientela era mexicana y estadounidense por igual. Un hombre recio, de trabajo duro, un mecánico confiable.

Se acercaba el tiempo de jubilarse, de retirarse de su negocio, pacientemente levantado durante cuarenta años de su vida. Otro Ulises: quería levantar amarras y regresar a vivir su vejez en su pueblo natal en algún lugar de México que ahora se me escapa, hoy con toda certeza una parcela infernal propiedad de la mafia del narcotráfico. Deseaba pero a la vez desconfiaba de que los hijos, dos cholos malencarados y tatuados de pies a cabeza, continuaran con el negocio. Pero él estaba determinado: yo aquí, en este rincón ajeno no fenezco, yo me muero en mi tierra, me dijo con férrea convicción.

Me hizo una pregunta que me pareció extraña, proveniente de alguien que ha manejado un negocio pequeño pero exitoso durante décadas: ¿Usted cree que con la pensión que me dan los gringos, más unos ahorritos, nos alcanza para vivir a mi mujer y a mí?

No revelaré la respuesta que ofrecí. Ya bastante evidente es mi melancólica nostalgia de ese Paraíso que no es.

 

 

 

 

 

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