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Acordeón‘Los ángeles exterminados’. Bergamín en el laberinto español

‘Los ángeles exterminados’. Bergamín en el laberinto español

Sin el verso no era nada el hombre;
el hombre, con el verso, fue casi un dios.
Nietzsche

¿Dónde está, muerte, tu victoria?
San Pablo

 

La editorial Athenaica ha publicado recientemente, en edición del profesor de la universidad de Barcelona Max Hidalgo Nácher, la transcripción de Los ángeles exterminados, una pieza cinematográfica que el realizador francés Michel Mitrani filmó, a la sombra de José Bergamín, en la España de mediados los años 60. El filme no solo es un compendio de la cultura del país, construido a través de la puesta en escena de muy diversos textos de nuestra tradición literaria: de La Celestina a El estudiante de Salamanca de Espronceda, del Peribáñez de Lope y los Sueños de Quevedo a Calderón o Cervantes, revisando también cuadros, celebraciones y monumentos como El Escorial, El entierro del conde Orgaz, Goya, las reliquias de Santa Teresa, el monasterio de Guadalupe, las procesiones del Corpus o el Guernica de Picasso. También resulta un recorrido impagable –casi una indagación de interés sociológico– por la España de ese tiempo: obispos, militares, monjas de clausura, procesiones y pinballs, extrarradios de ciudades, los grises y la guardia civil, carreteras, molinos y caminos rurales, y, por todos lados, el pueblo, el pueblo más llano y anónimo. Todo ello aderezado, además, por una cuestión para Bergamín siempre palpitante –como él mismo diría–: la relación que nuestras gentes y cultura hayan tenido –¿la tienen todavía?– con la muerte. Considerada el verdadero hecho decisivo que activa la conciencia de cada ser consigo y, por ende, con el destino del ser plural, esto es: de la nación.

La preocupación por la muerte, hilo conductor de la pesquisa en el alma de España que conduce ese filme casi secreto en que ha devenido Los ángeles exterminados, lo es por la convicción de Bergamín de que, con el morir, ha de precisarse al fin el sentido de una vida. Queda con la muerte, como escribió de la de Machado, el significado “definitivamente claro, verdadero, ineludible”. Una copla bergamasca zanja el asunto con usual donaire:

“Todo lo que estamos viendo
para serlo de verdad
tiene que dejar de serlo”

El ensayo comienza, de esta forma, en el cementerio de Salamanca, circulando entre sepulcros blanqueados. Un hombre joven (Josep Maria Flotats) lee un pasaje perteneciente al Del sentimiento trágico de la vida, que al tiempo recita para nosotros una voz en off: “Ni lo humano ni la humanidad: el hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere –sobre todo muere–, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano”. En el momento justo en que finaliza la lectura, un giro de la cámara que va siguiendo a Flotats nos conduce a un primer plano del nicho donde reposan los restos de Unamuno, referente esencial del pensamiento bergaminiano y de la propia película, cuyo entero sentido ha sido admirablemente condensado en esta secuencia inicial. [Lamentablemente, la edición de Athenaica no recoge este prólogo, tal vez debido a que, al tratarse de un pasaje anterior a los créditos de inicio, la secuencia se haya cortado en la versión que maneja el transcriptor].

A continuación, asistimos a una escena de enterramiento en un árido paisaje castellano. Un dramático crucifijo preside el rito. La cámara enfoca el rostro rugoso de los asistentes: mujeres de pueblo enlutadas. Vemos también una cruz de piedra que se eleva sobre los muros del cementerio, en medio de una desolación de humo y cenizas, y luego la súbita aparición y escamoteo –pálido carnaval de espectros– de diferentes figuras anónimas de soldados, guardias y militares pertenecientes a la historia de España. Finalmente, todo se pone en movimiento con una madre y un niño saliendo del lugar. El niño echará a andar solo: se trata, enseguida lo comprobaremos, del Lazarillo.

Por lo demás, junto con su clara condición de heredero del pensamiento agónico de Unamuno, Bergamín siempre reivindicó su adscripción nietzscheana. ¿Cómo debemos entender esta peculiar combinatoria? Sin duda desde la reivindicación de la jovialidad, de la ligereza en la inteligencia, la capacidad de vibrar en medio precisamente de una condición trágica: vida destinada a la muerte y por ella del todo determinada. Energía y levedad entendidas como descarga de la existencia: “La frivolidad es la propiedad que tienen algunos seres y algunas cosas de estremecerse y volar; don angélico, pues sólo al anunciarlo se define la naturaleza y calidad específica de los ángeles. Hay que tener ángel (como quieren los andaluces): ángeles. Hay que tener frivolidad: capacidad de estremecimiento y vuelo”.

El estremecimiento es el vuelo mismo, cuando este espíritu mercurial y demónico siente, por lo demás, la presencia –y la dependencia– de un dios. Estética de temor y temblor sagrado. Es entonces cuando el espíritu bergamasco –jubiloso y al tiempo tenebroso, o por tenebroso– asume la cercanía de un Pascal, o de Soren Kierkegaard. Pues, como él mismo dice, un tanto a la manera de Rudolf Otto: “No se tiembla de miedo, sino de temor. Y sólo hay un temor verdadero: el divino”.

Lo divino resulta, en consecuencia, la condición y límite del vuelo; pero también de lo bello: el principio ejemplar de todo hacer poético. Así, en su primer ensayo taurino (que esconde un auténtico breviario de estética), llegará a afirmar: “en todo arte bello hay siempre la evidencia viva de un milagro. El milagro cumple una ley divina, con rapidez, con ligereza: por arte de birlibirloque”. Estamos a principios de los años 30 y está ahí ya el Bergamín paradójico, provocador y un tanto garboso: católico nietzscheano, según propia definición.

Hay desde luego en su escritura, y en su personalidad: en su estilo, un ejercicio de movimiento perpetuo. Un aire, en el sentido que le concede Agamben cuando habla, precisamente, de Bergamín, y hasta –añadiríamos– en el sentido musical. Sensación y experiencia gozosa e inestable del discurrir verbal, del pulso o el fraseo. De hecho, gracia –en todo el sentido de la palabra, incluido el religioso– bien podría ser un término adecuado a esta disposición estética y de ánimo, detentadora de una mayor tensión metafísica que la –más mundana– sprezzatura del cortesano de Castiglione. Sin duda, El arte de birlibirloque ha de ser entendido también como un pequeño tratado sobre esta condición; capaz asimismo de aligerar todo lo pesado con que se carga la existencia:

“Lo que más entusiasma a los públicos, en un arte cualquiera, es tener la impresión de un esfuerzo en quien lo ejecuta, la sensación constante de su visible dificultad: esto les garantiza la seguridad de que pueden aplaudir justamente, premiando el mérito. Pero al espectador inteligente lo que le importa es lo contrario: las dotes naturales extraordinarias, la facilidad, que es estética y no moral; ver realizar lo más difícil como si no lo fuera, diestramente, con gracia, sin esfuerzo, con naturalidad. Es ésta, en todo arte, la supremacía verdadera: vital. Hay que invertir todos los valores para poder afirmar lo contrario”.

Bergamín o “las artes mágicas del vuelo”, que diríamos empleando un verso de Lope que al escritor tanto gustaba. El juego –incluso el divertimento– y la gravedad se turnan y atraviesan su discurso, todo su gesto. En cualquier caso, la palabra de Bergamín –tan pegado al lenguaje– siempre es una fiesta, una música, un tempo. Asistimos de este modo a la emergencia de un pensamiento que no cesa de burlar, de hacer requiebros: doble razón de sueño y baile. Podría destacarse, en este sentido, la interpretación que del toreo ofrece de nuevo el propio Bergamín –que tan bien se ajustaría a su actividad pensante– como un arte iluminado, un reto gozoso con lo más serio, y, al tiempo, una acción implacable. Constantemente animada además por la invención, término barroco que se ajusta como un guante al quehacer poético del escritor.

Igual que se acomoda la idea, o mejor, la figura bergaminiana por antonomasia: el fantasma. ¿No nos obliga precisamente el carácter escurridizo e intempestivo del fantasma a estar ante él en continua alerta? Ciertamente, el fantasma es un caprichoso compuesto volandero y a la deriva. Frente a su manifestación imprevisible debemos ajustar, en medio del asombro y una cierta desorientación, nuestra capacidad de acogida, de entendimiento y, por decir así, de arrojo.

El nietzscheanismo de Bergamín se vuelve evidente al recordar lo que María Zambrano ya apuntó sobre él: que era alguien que bien podría afirmar aquello –tan nietzscheano– de “Yo me sucedo a mí mismo”. Agamben también incide en este rasgo: “La ligereza de Pepe –su legendaria frivolidad– residía toda en la cualidad volátil e insustancial de su yo. Era perfectamente él mismo, porque no era nunca él mismo. Era como una brisa, o una nube o una sonrisa: absolutamente presente pero nunca constreñido en una identidad (por esto la condición de inexistencia formal a la cual lo había obligado el gobierno español privándolo de sus documentos se condecía con él y lo divertía). Toda su doctrina del yo se resumía en un verso de Lope de Vega que le gustaba citar: ‘Yo me sucedo a mí mismo’. El yo no es sino este sucederse a sí mismo, ‘adentrarse’ y ‘salirse de sí mismo’ –o ‘enfuriarse’– como decía, incesantemente salir de sí y entrar en sí, faltarse y aferrarse, en última instancia, sólo a ‘un punto de la nada en que todo se cruza’, siguiendo, como escribía a propósito de su amado Lope, ‘el dictamen del aire que lo dibuja’. Airoso, Pepe lo era: por eso amaba firmar en forma de pájaro”.

Bergamín, dibujo de pájaro. (Dedicatoria en un libro).

Bergamín también sabía, igual que el autor del Zaratustra, de la importancia de la máscara. Realmente, la máscara en sí misma es un fantasma, engendrada por el sueño de ser. Y este a su vez fantasía de un esqueleto –armazón originario y final del hombre– que no lo es menos: “un fantasma es el sueño de un esqueleto”, matizaba Bergamín. La finalidad de la máscara resulta, a su parecer, idéntica a la del grito cuando se vuelve expresión estética: “no es la de encubrir un sentimiento o emoción; la de tapar un rostro, sino la de fijar por su trazo su fisonomía, en el recuerdo; la de paralizar el tiempo, aparentemente, por la memoria”. En la misma medida, máscara y esqueleto funcionan como sombras que revelan a contrario –como en negativo– la parte de luz velada que a ellos mismos alumbra y revela. “Esos huesos –comenta la mujer-muerte en la secuencia del metro de Los ángeles exterminados– son el dibujo sobre el que se labra el cuerpo del hombre”.

Voz en off: “Que la muerte arranque su máscara, para que veamos su rostro”.

Porque, al cabo, el tiempo es la cárcel donde se recluye demasiado a menudo lo posible de una dimensión –y una experimentación– eterna de la propia existencia temporal. Más grande, pues –tal vez por fineza– que la vida, Bergamín busca una verdad que no esté restringida en los estrechos límites de lo pasajero, como tampoco de lo meramente racional. Así, además del afán de superar el velo del tiempo, lo que en palabras certeras Bergamín denomina a veces “desenmascarar” o “desengañar el tiempo”, también considera, con ánimo sin duda enredador, que “para encontrar la verdad hay que empezar por perder la razón”. Dice la copla bergamasca:

“¿A qué llamas realidad?
¿A una verdad que es de sueño,
O a un sueño que es de verdad?”

No por casualidad, nada más ponerse en camino la carreta que llevará a los cómicos de Los ángeles exterminados por España, surge la meditación sobre el Quijote: “‘Por la fe de caballero andante’, exclamaba don Quijote, ‘que así como vi este carro, imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía; y ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño’. Pues, ¿dónde acaba la realidad o comienza la apariencia?”

Acaso este discernimiento irrazonable solo lo pueda obtener –más acá de la locura– una estricta conciencia poética, piensa Bergamín. Únicamente ella puede alcanzar la “visión admirable”: aquella capaz de transformar el laberinto del pensamiento en sueño luminoso; tal como otro desterrado trazara de forma inaugural: el Dante, presente siempre como modelo de escritura y vida: teología, política y poética son –no por casualidad– las tres (pre)ocupaciones existenciales de ambos escritores.

El sueño de Bergamín no parte de la realidad para derramar su sentido en una suerte de inconsciencia figurativa, sino que la transforma y la excede imaginativamente –de modo efectivamente quijotesco; para alcanzar una dimensión de realidad superior: lo que él llama “pura realidad”, que solo puede ser creada poéticamente. Sueño preciso, logrado por su exactitud. Sueño, diríamos, despierto: en paciente desvelo y vigilia: vigilante hasta alcanzar su expresión más justa, encendida y plena. Sueño o más bien ensueño que forma y es forma: imaginación al fin cristalizada. Sueño, en fin, como poesía: “la poesía es visión admirable y exacta”. “La vida es sueño, reza el refrán”, comenta una de las actrices que van en la carreta. Está leyendo un texto de Unamuno que, a su vez, remite al conocido aserto de Calderón, pero al tiempo nos señala una creencia central del universo bergamasco que invierte el sentido habitual del adagio: la vida verdadera es sueño, solo por él ella se alcanza.

En esta dialéctica de realidad/sueño –de honda impregnación nacional y barroca– se mueve siempre la brújula revoltosa del duende o espíritu del escritor. Lo intempestivo de este nietzscheano Bergamín (tan similar, por cierto, al concepto de lo contemporáneo en Agamben) ha de verse entonces como una fisura en la gravosa coagulación de tiempos que llamamos Historia. Una incisión también en esa capa superficial que configura la realidad para que en ella pueda crecer el germen de su salvación. En el modo de la progresión de lo imaginado, por el batir clarividente y necesariamente modificador de las alas del genio fantástico: “la obra de poesía no refleja una época histórica, ni aun cuando más nos lo parece, sino porque es eso, un reflejo, un espejismo de su creación misma. La obra que hace época, como La Celestina, se opone a su época y, en cierto modo, la destruye: para reducirla y transformarla en su nueva invención imaginativa”.

De esa manera, y como por arte de birlibirloque, se ha escamoteado el tiempo, se le ha burlado. Aunque la eternidad no surge sin embargo en el alma soñante o rememorante. No nace de ella, sino –y ahí está su trascendencia– del tiempo mismo, de nuestra particular temporalidad; la cual es, para Bergamín, una otra máscara que, “o está hueca, vacía, como expresión trágica de la nada, o nos encubre, para que podamos mirarlo sin morir, el rostro divino”. Volveremos sobre esto.

No está lejos tampoco el autor de Beltenebros de la concepción del arte bajo la metáfora del espejo. Solo que en su versión más sofisticada y sutil, por barroca. La teoría del arte –o del teatro– como espejo de la vida nace, a su juicio, en el Renacimiento. Está ya en Leonardo, cuando, por caso, escribe sobre la pintura: “la naturaleza, vista en un gran espejo que la retrata”. Todo el arte renacentista se hizo, continúa Bergamín, de ese modo ilusorio y teatral, todavía cristalino, transparente. Pero alcanzará con Shakespeare y Cervantes su más alta cumbre de ilusión en tanto que “realidad de verdad”. Lo que quiere decir que el mundo del teatro y la novela –esto es: los mundos aparentes de la poesía– son reflejos de una verdad más alta y luminosa que la realidad misma; que ahora se ve redoblada, intensificada, depurada y refinada por la ilusión de la verdad. Tal ilusión, concluye Bergamín, resulta “una verdad doblemente verdadera, porque se dobla ilusoriamente de mentira, como la imagen en el espejo que la refleja”.

La verdad mayúscula, la verdad poética, solo se alcanza a través de su transmutación ilusoria; por su capacidad en cierto modo alucinada, alucinatoria, tal una máscara:

“Como en los lienzos pintados por Velázquez, en las páginas del Quijote, de las Novelas ejemplares, del Persiles y Sigismunda, sobre todo, la ilusión de la realidad material es alucinante. En las páginas cervantinas, digo, como en los lienzos velazqueños, el milagro, naturalísimamente sobrenatural, del arte vivo, del arte-espejo, logra una proporción de verdad ilusoria, de realidad aparente, excepcional, única, milagrosa, pasmosa”.

Nuestro autor, siguiendo en esta misma estela nietzscheana, es muy consciente del valor fundante de esa ilusión; incluso de la mentira como algo más grande, más amplio, o sea: más profundo, que la verdad socialmente considerada y legitimada. En la medida sobre todo en que el juego social se sostiene en el andamio lingüístico, y éste, a su vez, está impulsado por metáforas, figuras y traslaciones continuas que transforman la realidad en una suerte de superrealidad, sobrenaturaleza prodigiosa que soporta y justifica la entera existencia:

“La realidad del mundo es una maravilla cuando creemos en ella como si no lo fuera, como si fuera otra: esto es, cuando la irrealizamos poéticamente. Lo maravilloso es que el mundo de la realidad sostenga por sí solo la irrealidad maravillosa del mundo. El mundo de la realidad necesita otro mundo de irrealidad en el que apoyarse y sostenerse. Lo maravilloso también es que ese mundo de la irrealidad sostenga y apoye la realidad del mundo. Mundo y trasmundo para el hombre es su realidad que lo irrealiza: su irrealidad que lo realiza. Una y otra lo verifican. Lo verifican, no solamente por la verdad y con la verdad, sino por la mentira y con la mentira. Lo verifican y lo mienten. La mentira no es un error, es un desdoblamiento de la verdad misma”.

Podría decirse que nos encontramos con una evidente relectura de Verdad y mentira en sentido extramoral, que el aforismo bergamasco resume con un quiebro fulgurante y soberbio: “Si empiezas a jugar con las palabras, las palabras acabarán por jugar contigo. Lo mismo da. Porque las palabras son los dioses, la divinidad. El verbo es Dios solo” (La cabeza a pájaros). 

Pero el espejo, imagen del arte más excelso, puede asimismo transmitir, en definitiva, una verdad quebradiza. Es, por ejemplo, la de Quevedo, espejo hecho trizas: “el espejo se quiebra como si no fuera de verdad, como si fuese la mentira misma cristalizada, personificada. Y el mundo teatral, ilusorio, del arte, se le hace a Quevedo añicos de verdad entre las manos”. Existen, por el contrario, espejos puros y diamantinos, que no deforman ni traicionan lo dado. Se encuentran, por citar un caso que Bergamín nunca olvida, en la escritura de Cervantes. Otros, como la novelería picaresca, o la poesía de Góngora, lo deforman. Quevedo sin embargo lo hace trizas. Y entonces esa quiebra furiosa conducirá a las simas más profundas de la angustia: abierto el tiempo en canal, no aflora más que la expresión trágica y vacía de la nada. Esta es la lectura que el narrador de Los ángeles exterminados nos presenta de las pinturas negras de Goya: “Tras la máscara no hay nada: la Nada. Goya le dio un rostro a esa nada sobre los muros de su casa del Sordo, pintó esa procesión de espectros cuyos rostros fantasmales no expresan la vida, ni la muerte”.

Hay, pues, artistas donde todo es noche y espíritu atormentado que se destaca creciendo y abriéndose paso entre tinieblas, con ráfagas de una mortífera luminosidad. En Goya, Quevedo, Shakespeare o Rembrandt habla esta sombra de frenética inquietud que continuamente nos acecha, como en el Sueño de la muerte quevedesco escenificado magistralmente en los pasillos del metro de Madrid, en la secuencia quizás más asombrosa de Los ángeles exterminados. Esos corredores subterráneos del metro son verdaderos pozos de angustia que podrían –inesperada pero fácilmente– conducirnos a otra película que desintegra el tiempo y que, como Los ángeles exterminados, solo habla de amor y muerte, y acaso de un eterno recomenzar: La Jetée, de Chris Marker.

Existe toda una tradición –de glorioso origen senequista, a juicio de Bergamín– por la que habla este oscuro rumor: es el llanto o el grito de la sangre que refulge en la noche –del alma– interceptada por dudosos temblores de claridad:

“El hambre y el amor, como deseo natural –y aún digo sobrenatural– de vida, y de vida perdurable de alegría bienaventurada, por la gran retórica teatral del grito, en Shakespeare como en Séneca, o en Lope de Vega y Calderón, se teatralizan de verdad, y aun de verdades, mentirosamente: por la música de la sangre y del llanto en la sangre, música, canto –y cuento– de ilusoria luminosidad. La luz que da este fuego vivo en Shakespeare es la luz que fulmina, entre las sombras, su artificiosa batería teatral. Como es la pintura de Rembrandt, el poeta ilumina sus figuras sobre la masa enorme –abierta o cerrada– de la más alevosa y premeditada nocturnidad. Todo es noche en el teatro shakespeariano, su luz es siempre artificial; luces, digo, de batería. Hasta sus tempestades más teatrales se iluminan y prenden artificiosamente, como en Rembrandt”.

Como vemos, en Bergamín se pone siempre en juego una particular dialéctica nunca resuelta, que en este caso se perfila en un combate entre sombra y luz afectando en rigor a la existencia entera. “Soy noche cercada de luz, no de sombra. Si soy sombra eso me procura vivir rodeado de claridad”, afirmará. Por el contrario, hay artistas de luz, como el torero Joselito, o Velázquez, o Cervantes. Son, no obstante, los menos; también los más secretos. Detentadores de un milagro de irracional pureza que bien puede convertirse –tal el rayo de Apolo– en fulgor de signo homicida, como sucedió al propio Joselito. Aún más, Cervantes y Velázquez semejan, para Bergamín, paradójicos artistas de la desaparición y el silencio. Un silencio pleno, rotundo; en su expresión: silencio mudo. Y tanto más cuanto su arte se basa en la elisión: “como si quisieran decirnos algo cuya dicción misma expresamente tratan de eludir. De ahí el enigma de la prosa velazqueña, de la visión pictórica cervantina”. Arte, pues, como el del buen toreo, de escurrir el bulto. Designio difícil y supremo, para la vida como para el arte. Para Bergamín, el verdadero misterio no está en la sombra, sino en la luz, en el exceso de luz. La claridad resulta siempre lo más incomprensible. Porque la claridad es divina.

Pero la densidad oscura de la sangre confirma, a fin de cuentas, la forma dinámica del espíritu, “que, por serlo, se hace luz”. No cabe, en fin, escapar de esta continua dialéctica en que se mezclan y apoyan unos en otros los extremos. No existe en realidad la pura luz – “tinieblas es luz donde hay luz sola”, habrá de recitar a menudo Bergamín, persiguiendo un verso perfecto de Unamuno–. Pero tampoco la noche definitiva. Nunca hay principio ni fin, todo se superpone y sucede. No hay al cabo verdad que no se muestre entreverada: la pureza es la lógica del diablo; concluye, tajante, el aforismo bergamasco. Y, por eso mismo, “el Diablo envejece/ por saberlo todo mal”, remata en Duendecitos y coplas. Al cabo, el demonio es un ángel que ha dejado de cantar la alabanza de Dios, ha traicionado su misión mediadora para –conclusión bergamasca– deshacerse en la nada.

Agamben ha destacado, en este punto, cómo una de las más notables enseñanzas de Bergamín radica en comprender que los demonios no se combaten por el mero exorcismo o mediante el rechazo, sino más bien asumiéndolos en nuestra propia carne. El diablo, en tanto que parte sombría de la existencia –o tal vez exceso de lucidez, recordemos al príncipe todos ellos: Luzbel– ha de funcionar como una suerte de contrapeso y apoyo, por su resistencia, a la obra creadora. No existe por ello obra poética auténtica –ya lo intuyeron Milton o Blake– donde no se vislumbre claramente esta oposición espiritual e ineluctable de lo demoníaco; que, por añadidura, conforma también el enigma mismo de su vitalidad. De modo que solo cabe asumir lo que afirma el aforismo bergamasco: “Encender una vela a Dios y otra al Diablo, es el principio de la sabiduría”.

Jugando –como siempre– con las palabras, Bergamín aconsejará, por tanto, que no hay que perder el tiempo, sino matarlo, para alimentarnos de su sangre. Eso hace que la conversión de la duración –de cada momento histórico– en ocasión salvada, en instante eterno, acabe por ser la definitiva función que se le encomienda al arte:

“La conversión de un ‘momento histórico’ en un ‘instante eterno’ es en lo que, a nuestro parecer, radica la esencia misma de la poesía; por el sonido o por la luz –como en la música, como en la pintura y escultura–; o por ambas cosas a la vez, por la palabra creadora que decimos poesía: dicción y ficción poética. Y ese que llamamos ‘momento único’, es el momento que no pasa, que no puede pasar, que ‘se sale del paso para entrar en la queda’, como diría Don Miguel [de Unamuno]”.

Todo arte constituye a la postre un des-engaño: eliminación –burla y birla– de esa trampa que es el tiempo mismo. Entonces, y en este sentido de nuestra relación con la temporalidad, si, desde un plano político –algo que nunca se ha de desdeñar en Bergamín– uno está dispuesto a asumir el reto del presente, aun en medio de la adversidad y hasta, como diría Walter Benjamin, en un instante de peligro, deberá siempre inventar el porvenir que el pasado desaparecido nos exige. Si, por el contrario, uno lo recibe desde un plano estético –que es tal vez más profundo– tendría antes bien que tratar de peinar la realidad a contrapelo: partiendo –sostiene Bergamín– de la ruina de lo exterminado hay que procurar “inventar el pasado que nos exige el porvenir”. Esta tonalidad –entre apocalíptica y mesiánica– acerca mucho desde luego a Bergamín con Walter Benjamin. Ambos comparten bastantes cosas: el gusto por el barroco y el afán citacionista, la confianza o la dependencia angélica, la impronta alegórica y teológica como forma de ajustar el tipo y el tiempo en medio también de una vida demasiado errante. Por lo demás, ¿no percibió María Zambrano en Bergamín, precisamente, no solo un agudo analista del barroco español sino, incluso, alguien “que lo ha revivido, haciéndolo suceso nuevamente, sucediéndose en él y haciendo que suceda”?

Hacer suceso y sucederse en lo pasado, en lo pasajero. No otra finalidad es lo que se impone en la continua relectura bergaminiana de la tradición. A esto mismo es a lo que aspira ese film anacrónico y desconcertante –por cruzar continuamente los tiempos del presente y de la tradición textual– que acaba siendo Los ángeles exterminados. Fundamentalmente una reinterpretación de nuestros clásicos del Siglo de Oro ahora resucitados manes del cine– desde el fuego y la ceniza de una destrucción –una guerra reciente: la última de las muertes– y de todas las devastaciones del tiempo, que siempre se vuelve Historia. Vueltos a la vida de la misma forma que Marquino, el sacerdote de la Numancia de Cervantes (encarnado aquí por Paco Rabal), invoca a las gentes de su pueblo desaparecido, al haber preferido darse muerte antes que ser vencidos por las huestes de Roma. Pero –como ya nos avisa el narrador de Los ángeles exterminados– “Si un pueblo entero se suicida, no queda otra cosa que hacer sino volver a la naturaleza”. Eterno juego de acabar y volver a empezar: la rueda de vida/muerte que rige el destino del ser temporal nunca se para.

Como ellos, pues, son estos textos, estas imágenes y estos hombres: fantasmas vueltos a la existencia bajo la lucidez temblorosa de la llama destructora y purgativa, en medio de un exterminio que no cesa. Porque en todo –nos alecciona el desengaño de Quevedo– hay cierta, inevitable muerte. Tal es el esencial aprendizaje de vida: lo que intriga al niño, lo que desengaña al hombre:

Por otro lado, el teatro –excelso juego de máscaras– ha sido siempre, a juicio de Bergamín, la conciencia de un pueblo, hasta el punto de señalar que “un pueblo que no tiene teatro no tiene conciencia”. El teatro, ahora ya podemos afirmarlo, es la mentira verdadera, y al tiempo es equiparable a la acción que ejerce la muerte; porque a su través se manifiesta el destino: el ser de unas gentes que así alcanzan su pura y definitiva verdad. Por el teatro, el hombre se visibiliza por entero, se funde con esa su visión admirable y exacta:

“la más desesperada y desesperante afirmación de una verdad que acaso para parecerlo mejor se expresa en la mentira. Tal vez la mentira no es nunca lo contrario de la verdad, sino su enmascaradora ilusión que la manifiesta y trasparenta, que la verifica; por las veras o por las burlas”.

Teatro en que la conciencia viva se amplifica, se supera (nietzscheanamente) para afirmarse en su más alta pasión. La libertad, entendida al modo bergamasco, consiste de hecho en esta capacidad para salir de sí, ser capaz de ultrapasarse: “Libertad significa actuar y hacer que crezca el ser, en lo bueno lo mismo que en lo malo. A través de la libertad logramos un ser sí mismo, que no permanece cerrado en sí, sino que sale de sí.[1] La libertad es siempre un recomienzo, un poder comenzar de nuevo; por tanto, además, algo del todo imprevisible: potencia de iniciativa y espontaneidad creadora.

No es extraño que –en Los ángeles exterminados, como en tantas otras ocasiones–Bergamín cifre esa dimensión posible en el ámbito íntimo y lejano de la infancia. Un niño –decíamos– sale al mundo nada más iniciarse el film: Lázaro –nombre significativo–; que muy pronto aprenderá la implacable música de la piedra para despertar cruelmente a la vida. Esta es la primera y esencial lección: “¡que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo!”.

Niño cuyo latido, ritmo de corazón, se rompe contra el duro, empedernido afán de realidad sin sueño que representa el ciego de la picaresca –cuerpo impedido para acceder a la luz–. La respuesta a esta dura música de la piedra (que es también la del hueso que nuestra carne mortal siente por el dolor mismo) no puede ser otra que la música de la sangre: el grito, que luego habrá de hacerse canto y cuento.

El periplo de la carreta de los cómicos está lleno de caminos secos de piedras y de sepulcros, de muros y rocas, de torres para arrojarse y sepulturas. Asoma continuamente la nada de la tumba. Máscara también, pero vana. Sin voz. Porque, como diría Unamuno, solo está llena de su mudo vacío totalitario; en oposición a la pasión y éxtasis de amor y muerte que representan Melibea o la Ruperta cervantina, incluso don Juan o don Félix de Montemar, osados e insensatos negadores los dos de la negación misma que el tiempo nos envía con la muerte. “Sabiendo que la vida es mortal, el hombre pierde el sentido de la vida cuando no empieza por dárselo a su propia muerte”, parece avisar el aforismo bergamasco al estudiante de Espronceda, nuevo avatar de don Juan.

Luego contemplaremos –alucinada y postrera visión– las pinturas negras de la Quinta del Sordo, las postrimerías de Valdés Leal y el Guernica de Picasso. Se trata del momento crítico, tras el que la carreta acabará al fin despeñándose por un barranco. Entre medias, hemos descendido a los infiernos tenebrosos de la retórica sobre la muerte –fatua y pomposa– de la curia eclesiástica y hasta de un coronel del Estado Mayor del ejército de Franco. A quienes se contraponen las ansias ingenuas de unos muchachos aspirantes a maletillas, el aturdimiento triunfal de un jovencísimo matador: Palomo Linares y la sabiduría desengañada de un diestro en el retiro: Dominguín.

Finalmente, tras el derrumbe de la carreta, la filmación rematará con otro despertar a la vida: un niño que nace. En todo caso, el poder de (re)comenzar de la visión poética, esa imaginación de sueño, habrá de enfrentarse siempre con la suerte tenebrosa del ángel exterminador, como don Juan habrá de oponerse al Comendador. En una lucha eterna: la de la potencia –y querencia luminosa– de vida frente a la oscura fatalidad de la muerte. O, como afirma en un punto de la película el narrador –recitando una copla del propio Bergamín–:

“No se cree porque se quiere:
se quiere porque se cree.
Se vive porque se muere”.

Luego, en el lado desesperado de la balanza, se encuentra inefectiva –inoperante para estas pasiones de amor y muerte– la mera razón, del todo diablesca: “La lógica es un esqueleto que no espera resurrección”, ha dicho Bergamín en un aforismo tan feliz como inclemente. No cabe, pues, otra alternativa que, de esa piedra –o de ese hueso: el esqueleto como hombre invisible que nos conforma y acompaña desde la infancia misma– hacer música: la oscura música de la sangre que, milagro de la poesía, se vuelve luz, sueño, verdad más verdadera que la realidad.

Aunque esa realidad también se deshace a ojos vista en humo apocalíptico e infernal, espíritu ultratúmbico y fantasmagórico contrapunteando el conjunto de textos e imágenes seleccionados para Mitrani por el escritor, de Jorge Manrique a Lope, de Góngora o Fray Luis de Granada a Miguel Hernández, del monasterio de Guadalupe, la cruz del Valle de los Caídos y la cripta con las tumbas reales del Escorial a Malraux, Bécquer o Antonio Machado, en Ávila, en Salamanca o en Toledo. Tal fuerza infernal y destructora se halla también encarnada por las figuras de los soldados de diversas épocas que, apoyados en una edificación ruinosa –la escena tiene como un aire a lo Mantegna–, enmarcan espectralmente el inicio de cada una de las dos partes del relato. Su tensión culmina en la secuencia filmada en el metro de Madrid. Allí, la majestad sublime de la muerte se manifiesta en todo su negro esplendor:

“La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte, tiene la cara de cada uno de vosotros y todos sois muertos de vosotros mismos. La calavera es el muerto y la cara es la muerte y lo que llamáis morir es acabar de morir. Lo que llamáis nacer es empezar a morir. Lo que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura. Si esto entendiérades así, cada uno de vosotros estuviera mirando en sí su muerte cada día y la ajena en el otro, y no le estuviérades aguardando, sino acompañándola y disponiéndola. ¿Pensáis que es huesos la muerte y que hasta que veáis venir la calavera y la guadaña no hay muerte para vosotros?”.

La vida sin duda está sometida a una exterminación permanente, inexorable. Que no solo es histórica y coyuntural, o accidental, sino, diríamos, ontológica. O, por utilizar las palabras del escritor madrileño, se trata de: “la inestabilidad huidiza de mi propia experiencia viva”. Alguna vez Bergamín ha matizado que lo que le hacía sufrir desde la infancia no era realmente la idea de la muerte, sino “la aguda, sutil percepción vivísima y tan dolorosa como placentera, tan triste como alegre” de dicha inconsistencia. La condición mortal de las cosas, cotidianidad fúnebre, sensación precoz de que la muerte, si parece algo inexistente en ella misma, palpita sin embargo en la propia fugacidad temporal de los fenómenos vitales. Es una muerte-río que va a dar en el morir, en el vivir muriendo de Quevedo, cuyo mensaje resuena en los pasillos del metro en consonancia con lo recitado ante el pudridero del Escorial: “Del vientre a la prisión vine en naciendo,/ de la prisión iré al sepulcro amado,/ y siempre en el sepulcro estaré ardiendo:/ cuantos pasos la muerte me va dando,/ prolijidades son, que van creciendo/ porque no acabe de morir penando”.

Pero esa evidencia inconsistente es al mismo tiempo –como comprobaremos– la poderosa razón de que, en palabras de Bergamín, “desde mi adelgazada, esquelética infancia, me siento o sentí sin saberlo esqueléticamente vivo para Dios. Como en una especie de disposición o predisposición natural y sobrenatural de resurrección permanente”. La rueda del ser, al menos para el deseo del escritor, nunca se para.

Mientras tanto, la España que da muerte sin sentirla, garabato de humo y sombra, se identifica con el ángel exterminador: ella es el resultado de su acción apocalíptica; al tiempo que sus gentes no pueden ser más que ángeles exterminados. Aquí todo lo enmarca la consumición por el fuego oscurecedor del cainismo. Necesariamente, la carreta de los cómicos ha de atravesar esos campos de batalla, riberas ardientes de tiniebla y ceniza, y permitir el alumbramiento, el brote de una luz virginal que salga enriquecida de esa travesía por el infierno.

“Enterarse de verdad
es entrarse y adentrarse
sin luz en la oscuridad”.

La realidad poética al fin como verdad de sueño o sueño de verdad, puente tendido entre un pasado demoníaco y un futuro tal vez divino. “Y el infierno vencer con el infierno” (Góngora, recitado también en la cripta del Escorial). A esa mentirosa –o luciferina– verdad que empieza, entonces, en sangre muerta y acaba en hueso, en polvo, en humo, en ceniza, en sombra o en nada –como remata el conocido soneto gongorino– ha de oponerse la energía de la sangre: virtud generadora que es la de la misma vida que brota, al nacer, o al renacer. Nuevas figuras vienen a ocupar entonces el juego dialéctico: frente al soldado, el niño. Frente a la letra que mata o encarcela o reprime el espíritu, el analfabetismo, la razón más pura del pueblo iletrado.

En un texto importante y justamente celebrado: La decadencia del analfabetismo, Bergamín sostiene aquello de que “todos los niños, mientras lo son, son analfabetos”. La infancia encarna –a ojos de un Bergamín de nuevo próximo a Benjamin– un conocimiento de otro orden, el que posibilita el uso de una razón sin bridas. Razón que puede más que la razón misma, pues es ya espíritu, o tan solo espíritu:

“El niño no puede empezar a aprender las letras del alfabeto, no puede empezar a aprender a leer y a escribir hasta que no empieza a tener eso que se llama, justamente, uso de razón que, cuando ese niño se haga, si se hace, hombre alfabético, hombre de letras, será seguramente abuso; el uso y abuso de la razón es, en definitiva, la utilización racional, la razón práctica; porque no es que el niño no tenga razón antes de usarla, antes de saber para lo que va a servirle o para lo que la va a utilizar prácticamente –no se puede usar lo que no se tiene– es que tiene una razón intacta, espiritualmente inmaculada, una razón pura: esto es, una razón analfabeta. Y esta es su bienaventuranza. No es que no pueda conocer el mundo; sino que lo conoce puramente: de un modo espiritual exclusivo, no literal o letrado o literaturizado todavía”.

La razón del niño o del analfabeto es solamente espiritual, lo que significa, en el entendimiento bergamasco: poética. Porque la poesía, opina un Bergamín heredero reconocido de Vico –actúa como anterioridad fisiológica respecto a la Historia; que ya habla en prosa–. La infancia, pues, como la poesía, encarna el paraíso anterior a la caída. La suma precisión de la verdad analfabética manifiesta el espíritu hecho carne y sangre como de recién nacido, justamente lo que nos muestra el final de Los ángeles exterminados:

“Hemos querido que el film terminase con un nacimiento. Un niño iba a nacer. (Salen de una casa de pueblo dando gritos de alegría unas mujeres con un paño ensangrentado, sobre el que se hace un zoom).
VOZ EN OFF: Un niño ha nacido.
FIN”.

Los grandes símbolos, las máscaras en que ha cuajado nuestra tradición, esa que Bergamín continuamente invoca –Don Quijote, Calisto y Melibea, Lázaro, Segismundo, Peribáñez o Don Juan–, nos visitan, como espectros intempestivos de nuestro presente (y de cualquier presente), de la misma forma que la carreta peregrina de los cómicos se confunde con la España del desarrollismo, haciendo convivir en ella a estos mismos seres eternos.

Toda la película se trama en un perpetuo vaivén entre el mundo de la ficción y el de la realidad, los actores y sus personajes entran y salen –igual que hará Welles en las mejores secuencias de su Quijote una vez tras otra de la época contemporánea a edades anteriores (los reyes católicos, el medievo de Fernando de Rojas, el Siglo de Oro español, el universo romántico de Espronceda). Del mismo modo, la España de las procesiones del Corpus parece reflejar, por ejemplo, las reuniones de los caballeros en torno al cadáver del conde de Orgaz, como la muerte de amor de Melibea y su enamorado se repite ahora al borde de la carretera, las disputas a palos de las pinturas negras resuenan en las riñas de los peregrinos que van a Guadalupe y hasta en los duelos a espada del teatro calderoniano y las propias masas humanas de la Quinta del Sordo pueden resucitar en el metro madrileño.

 

 

Esta dialéctica no solo se da entre diferentes temporalidades, sino que la propia dinámica rapsódica del filme está llena de ritornellos, de rimas de planos y gestos que se reflejan unos en otros en una recursividad fascinante, como un juego subliminal de eterno retorno muy del gusto bergamasco, siempre travieso y sutil:

Los personajes y los actores mismos que los encarnan se vuelven indiscernibles espectros, decimos, que se han salido de sí, de su tiempo y de su contexto específico, histórico: determinado. Son, en verdad, seres a contratiempo, capaces por ello de hendir el tiempo mismo y cruzarlo y hasta crucificarlo:

“Don Quijote como Don Juan vinculan su personalidad humana al anacronismo. Los dos se pronuncian al expresarse en figuras inmortales como enteramente, absolutamente anacrónicos. Para haber podido encarnar o enhuesar en vida tuvieron que manifestar su modo temporal de ser contra el tiempo mismo que los determina. Don Quijote puede ser Don Quijote porque se sitúa fuera de su tiempo histórico. Su aventura caballeresca lo es, tan de veras como de burlas por serlo intemporal. Por eso nos parece eterno. Combate por categorías absolutas, intemporales: la verdad, la justicia, el amor, la libertad”.

Ese mismo combate lo realiza el teatro. Bergamín no deja de insistir en el carácter no aristocrático y popular de la poesía barroca. No deja de interpretar el teatro del Siglo de Oro como una forma en que el pueblo –ese pueblo iletrado– alcanza conciencia de sí. En Mangas y capirotes, por ejemplo, sostiene que el conocimiento propio de la verdad de una nación es el de la teatralidad que la define. Un pueblo solo se conoce cuando se verifica, se determina a través del teatro: cuando se teatraliza. Y, en consecuencia, un teatro se verifica cuando se define al tomar conciencia de sí a través de su popularidad:

“El pueblo, cuando se representa a sí mismo su propia historia, saca a relucir sus figuraciones más puras, especulando poéticamente su pensamiento en ellas: y esta es la historia del teatro popular, por lo que se llamó el espejo de las costumbres. El teatro es una especulación superficial de imágenes, reflejo de la vida imaginativa popular, reflejo de figuras y formas: una especulación fabulosa y fantástica del pensamiento”.

De este conocimiento teatral se encargan los cómicos que con su carreta recorren las tierras polvorientas y arruinadas de España, como una metáfora más de la propia película y de las virtualidades del cine. Sobre todo cuando su destino inmediato –como ocurrió con Los ángeles exterminados– consiste en ser programado en la televisión pública de un país, en este caso Francia. Habida cuenta además de que el cine, como el teatro, es “invención admirable analfabeta”[2]. Puede también erigirse como arte divino, mercurial, leve y directo: “Lo que nos dice nos lo dice tan sencillamente como los niños. ¡Y está tan claro! ¡Y tan oscuro! ¡Divino juego espiritual del hombre, juego eterno de sombra y luz!”.

Conviene, no obstante, una aclaración: cine o teatro, esta representación no es popular por el hecho de su analfabetismo, sino por ser capaz de poner el pensamiento nacional en imágenes o en escena. Por darle expresión a un hecho de existencia y de conciencia:

“El teatro popular (…) no lo es por el público que tiene, o mejor dicho, por la dimensión de la publicidad social que alcanza, pues en las decadencias analfabéticas el pueblo es siempre minoría, sino por la función que públicamente representa: como la Iglesia; esto es, por ser función exclusivamente espiritual o imaginativa del pensamiento. Basta con un niño para poblar de figuraciones un teatro: o sea, para teatralizar figurativamente un pensamiento”.

Ahí tenemos de nuevo al niño que, incansable, asiste a las sucesivas representaciones que en la película se van escenificando. Su preocupación máxima apunta al carácter irreversible, incontrovertible (o no) de la muerte misma; cuando se representa, cuando ella ha entrado en escena y actúa. ¿No le enseña cada una de esas ocasiones precisamente que la muerte es engaño, toda ella mentira y artificio sobre las tablas?

La finalidad del teatro, como eminente arte popular, habrá de ser entonces la creación de una conciencia para el niño, o lo que es lo mismo: para un pueblo. Que alcanza su sentido y razón de ser, se sucede y verifica en figura transhistórica por medio de la representación: sueño al fin formado, logrado y compartido. Sin embargo –y en el otro polo– cuando los pueblos, como los niños, se alfabetizan, es decir, cuando renuncian al espíritu que vivifica para quedarse con la letra que mata, ellos mismos languidecen porque han negado su actualidad y permanencia. Los pueblos mueren cuando se entregan al orden literal de la Historia, cuando pasan a la Historia en vez de hacerla o inventarla:

“lo que inmortaliza a una patria es su conciencia histórica: la transformación de su destino en conciencia. El pasado de España no vale sino lo que vale su porvenir, o sea, su conciencia popular y humana. El sentido patriótico, quijotesco, de nuestro destino español es nuestra conciencia española, y no está tan sólo en el recuerdo, sino en la esperanza en que aquél se concreta y afirma como una realidad. El español es español, todavía más que por el recuerdo, por la esperanza. A España la estamos haciendo porque la soñamos, dice Unamuno. Nuestro creer es nuestro querer. Y nuestro soñar, esperar”.

Una nación, como uno mismo, ha de estar a la altura de sus sueños. El teatro del Siglo de Oro vendría a ser, en la perspectiva bergamasca, la prueba definitiva de la verdad: la verificación suprema. De modo que, como alguna vez sugirió Proust, el auténtico Juicio Final se encuentra en la palabra, la palabra vuelta la más alta y humana encarnadura, la palabra poética. El arte teatral en tanto que hacedor de esencias de una España a la que, en cada representación, hace nacer de nuevas, “la saca de la nada por la mágica virtud creadora, poética, de la palabra”. De este modo, “España se entera de su verdad para poder verificarse en su entereza por ese laberinto poético en el que la intrinca su pensamiento”. El logro estético de la dicción poética alcanza –para este escritor algo teólogo– condición milagrosa: “Belleza es expresión, y expresión es, siempre, milagro”. La copla lo asegura de otra manera:

La verdad de lo que siento
no es verdad porque lo sienta,
es verdad porque lo cuento.

Pero, no lo olvidemos, esta España de Los ángeles exterminados está cercada por la destrucción y el fuego, luz de espíritu rodeada de tinieblas –son las fronteras infernales de la poesía–; como asediado se halla cada uno de nosotros. Ángeles exterminados, fugitivos en nuestra voluntad de permanencia.

Vivir es hacer lo contrario de lo que quiere la muerte (como torear es hacer lo contrario de lo que quiere el toro). Ansia eterna de recomenzar, espíritu como agonía y resurrección incesante. Su arma es poética: frente a la Historia como “tiempo desvivido”, habrá de situarse el “tiempo vivido” de la poesía. ¡Quién sabe, entonces, si la palabra y hasta la propia fe no constituirían para Bergamín otras tantas máscaras con que afrontar la quevedesca “majestad de la muerte”, esa constancia abrumadora de estar siempre muriendo…!

En todo caso, el tiempo, es cierto, encubre –para el católico Bergamín– lo divino. Apurar o agotar, y al cabo matar el tiempo, es acoger y en ello vencer a la muerte misma como engaño y escollo superlativo en relación con la anhelada trascendencia. La acción decisiva consiste en enfrentar la muerte y ser capaz de burlarla; desengañar con ello la vida misma para, a su través, alcanzar la pura y definitiva verdad. Tan singular disposición existencial Bergamín se atreve a compararla “con el caprichoso fervor, como el de la llama, por destruirse, quemándose, consumiéndose en todo. ¿Para poder resucitar?”[3] Vivacidad de la llama, imagen viva del ser, que de la luz se reclama.

Nadie como María Zambrano ha acertado al comprender el más íntimo sentimiento de Bergamín justo en este afán pasional –en el sentido evangélico de la palabra– por mortificarse y perderse para resurgir naciendo; como el Cristo crucificado ante el mar; el mar del morir de sus tres famosos sonetos, compuestos –no hay que olvidarlo– durante la Guerra Civil. Bergamín y su predisposición natural y sobrenatural de resurrección permanente. Desde esta voluntad pasional debemos entender las cruces y crucifijos y los diversos Cristos que puntean el desarrollo del filme.

Ahora ya podemos comprender del todo la extraña canción con que se inicia cada una de sus dos partes. Sabiendo que la autoría no puede ser más que de Bergamín:

“Me gusta el fuego y la ceniza,
me gusta el humo.
Me gusta el fuego
cuando se vuelve ceniza,
cuando se disfraza en humo.
Humo de sombra
que se deshace en las nubes.
Alas en llamas del ángel arder.
Alas de ángel exterminador.
Amo la llama, y es fantasma
de todo lo que nunca fue.
Me gusta el fuego y la ceniza.
Me gusta el humo.
Alas de ángel exterminador”.

Como era de esperar, el principio de sabiduría bergamasca consiste en asumir a la vez la ceniza y el fuego, esto es: la quemazón, la consumición para poder alumbrar o comenzar el juego de nuevas: perenne juego de cruz y raya. Pues la muerte, bien entendida, supone también la semilla del sueño. La propia María Zambrano había dicho en otra ocasión, a propósito de los héroes trágicos, que los seres que viven enamorados del fuego no soportan morir apagándose.

Para Bergamín, al cabo tan católico como nietzscheano, el Evangelio representa, sin duda, esa creación poética que siempre hace de nuevas, que permite o promete renacer al hombre. Pero también Don Quijote, por ejemplo, encarna esta voluntad de transformación trascendente. Alonso Quijano, en su locura, sobrepasa las fronteras de la racionalidad para encontrarse perdido y, en esa sinrazón, estar en disposición de hallarse al fin a sí mismo. Furia y entusiasmo del caballero manchego que trata de implantar la lucha justiciera en el mundo, para salvarlo a él también, para acercarlo a Dios. Lo mismo que el afán de muerte de Santa Teresa la lleva a poner por escrito sus visiones extáticas y, como la carreta de los cómicos, vagar de pueblo en pueblo por España fundando comunidades carmelitas, en medio de la incomprensión, los procesos, el desconcierto.

Si el tiempo vela la verdad suprema, la verdad en verdad definitiva, solo a través de ese cristal del tiempo que es la visión poética puede atisbar el hombre cada instante y sin morir, “como en un espejo”, su inmanente e inminente trascendencia. “Porque –sostiene Bergamín– la vida verdadera no es ésta: es la otra; la que no es vida como ésta, la que es verdad o inmortalidad: poesía; cosa de pensar y de jugar, de jugarse la vida; cosa de razón, que es cosa de ver, en definitiva, de ver visiones, de quererlas ver: cosa de fe poética; construcción imaginativa”.

La poesía vendría a ser entonces como un punto de eternidad que milagrosamente nos traspasa. Y la eternidad, en suma, siempre una posibilidad que se repite, pero no como repetición ni como vuelta atrás, sino como sucesión de instantes eternos logrados de poético modo. Pues la verdadera razón, a fin de cuentas, es imaginativa, desbordada pasión de inteligencia imaginante, núcleo del soñar despierto: no racionalista, ni siquiera providencialista: actúa a fondo perdido. Ya lo cantaba la copla bergamasca:

“Don Quijote en su locura
tiene razón que le sobra
más que el barbero y el cura.
Que es tener más que razón
querer perder la cabeza
por ganar el corazón”.

 

Notas:

[1] José Bergamín, ‘Los lejos de la poesía’, en De una España peregrina, ed. cit., p. 213.

[2] La importancia del demonio, p. 47.

[3] ‘Recuerdos de esqueleto’, en Entregas de la Licorne, 2ª época, Año I, Montevideo, nº 1-2, 1 de noviembre de 1953, p. 54.

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