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Brújula‘Historia de la lluvia’, de Esther Peñas. La fe inquebrantable en el...

‘Historia de la lluvia’, de Esther Peñas. La fe inquebrantable en el asombro

Existe un mito popular acerca de la cantidad de palabras que los inuit tienen para la nieve, pero en un país de secano como el nuestro, Esther Peñas rescata una paleta léxica que empapa su Historia de la lluvia: garúa, tormenta eléctrica, tempestad, monzón, palo de agua, rocío… y gratitud. Porque la gratitud es llovizna, chaparrón, aguacero o tromba de agua bendita sobre el campo semántico de lo desierto: todo aquello donde no hay amor, donde no hay asombro, donde no hay deseo, donde no hay fe. Una historia comienza –a menudo– por un preludio delicado. La garúa se siente en multitud callada; no hay consciencia de la primera gota, sino certeza de humedad en la lana que nos cubre o en la piel al desnudo. Se escucha entonces el discurrir de la “alfaguara de significantes” del deseo, un arrullo sin violencia, pero asertivo y que no tiene marcha atrás. Porque no es posible devolver la lluvia, ¿o acaso vio alguien llover hacia arriba? La lluvia riega un “estambre de elegancia”, una elegancia que se impregna y “ensancha el perímetro de lo bello”.

De otra textura es la tormenta eléctrica; no hay jaula de Faraday que proteja de su estallido. “Alguien tiene que dejar constancia de que viertes lo sagrado cuando te alejas y de que convocas la pulcritud del origen cuando vienes”. Es imperativo levantar acta y compartir el asombro del relámpago que atraviesa, de ese amor que atraviesa cada página de este libro: “es tan femenina que la confundo con el origen”, “se ha desmayado en ti lo valiente”, “se la ama porque su vejez lleva embarazada al hombre primero”. Es imperativo constatar el deseo de ser atravesados por un amor multiforme y generoso, ser atravesados pese a todo y cueste lo que cueste, “que dios me conserve este bárbaro instinto”: deseo de ser deseo, deseo de ser amor, deseo de ser verdad.

Esther Peñas nos invita a entregarnos sin concesiones a la fe y al asombro ante el milagro con “la hierba exacta que añadir al verso”, y siempre con un pie “al borde de un fracaso que se vislumbra deseo”. Calados hasta los huesos como en el jardín de Debussy bajo la lluvia –cuyas notas/gotas atraviesan la epidermis de la hierba– seguimos a esa “bestia enamorada” en la tierra mojada, donde pronto escampa un “silencio de lumbre”, y donde un ruido de mundo “discurre, manso, por dentro”, el murmullo íntimo de lo sagrado.

En las fases del vínculo ruge también la tempestad y entonces “el corazón tose” en “la vereda de la tristeza”. “No habrá analgésico posible que calme el daño sostenido, ni cometa que se pierda en la nubosidad de este olvido”. Porque nada se parece a la muerte como la ausencia de deseo, ese “recinto mortuorio del no deseo”. El tiempo pasa fúnebre en la sequía y de pronto “hace tres veranos interrumpidos que no llevan nombre los vencejos. Hace un septiembre mortuorio y un octubre incendiado de muerte”.

El monzón y la espesura son bosque, pero ¿cómo se llega hasta allí? “¿De qué manera uno se halla en la frontera entre el bosque y lo que no?”, “Porque el bosque, como el desierto, como la pena que alfombra los días y no parece agotarse (…) nos devuelve como seres alquímicos que se han cumplido”. Como pasajeros del Titanic, esperamos la debacle con nuestro traje de lentejuelas, porque “nunca resultó tan bello el desastre. Jamás la tragedia fue tan perfectamente consentida”. Y en pleno desastre dice la voz que habla: “soy”. “Soy» en los daños de lo torrencial y también en la escritura: “Yo que tengo el rojo del requiebro y que escribo por no poder amarme en tu nombre, que venzo cristales hundidos en la página en blanco, que grito hambre y acuden cervatillos extranjeros que hablan la lengua de humo (…) milagro en la base de mi silencio”. Porque la escritura opera la transformación en símbolo de esa sed infinita.

Poco a poco se invoca la música del palo de agua; al girar la madera se oye el tumulto de las piedrecitas de los afectos con nombre propio y oramos en comunidad para “que nada impida el curso de la alegría” y nos reconciliemos con una poética del error. “Caminar sorteando las raíces del mal”, “caminar bañando el paso en el infinito de la luz, por infinita tan sin centro”, “consagrar la memoria al reposo” y “honrar lo que amanezca”. Y regresar a “lo pequeño que no lleva prisa, es justo eso mismo, lo que nos insiste en lo finito y lo frágil”. Honramos lo que amanece al final de la lluvia, lo sagrado de los vínculos que se abren. La anatomía delicada de las palabras.

Historia de la lluvia, de Esther Peñas. Chamán Ediciones.

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