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Mientras tantoDiario de lecturas del verano

Diario de lecturas del verano


Algunos de los libros leídos en el verano. Foto del autor.

 

Esto es (y no es) un diario. Más que escribir sobre algunos libros, el texto encuentra los momentos en que los he leído. Son algunas notas del pasado verano alrededor de la experiencia de leer.

El diario convencional no es posible, en este caso, pues no solo mis lecturas han sido (casi siempre lo son) desordenadas, sino que este verano también ha sido desestructurado y en tránsito (viaje al Perú, actividades de los hijos). En algunas entradas he dejado que se infiltren eventos no relacionados con los libros, pretendiendo que estos detalles den cuenta de cómo es la vida de este lector que escribe: un escritor a medio tiempo que intenta también ser padre, esposo, yerno, hijo, hermano. Espero no defraudar al lector mucho más de lo que me he defraudado a mí mismo.

En una misma entrada, párrafo por párrafo, están combinados momentos de diferentes días en que abrí el mismo libro. Más que un diario estos son retazos de diarios

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Estoy metido en la biblioteca recogiendo este libro de Leanne Shapton que parece hermoso: Swimming Studies. Ahí estoy husmeando entre los libros de remate.

Manejo hacia el basurero municipal y le tiro un chorro de agua al tacho del compost (intentando quitar ese mal olor de los alimentos descompuestos y algunos gusanos que se pasean sobre el plástico).

Cruzo la calle con mis hijos para ir al Farmers Market. Sentado en la vereda tomo mi té de cucardas, ellos con su paleta de té helado. Nos sentamos en la mesa de fierro frente al escenario del mercado, y nos comemos entre los tres un pretzel salado y gigante. Me voy a dormir esa noche leyendo Swimming Studies.

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Sigo leyendo Americanah. Casi ya acabo Americanah. Me pongo a ver School of Rock (porque la recomendó alguna vez Fernando Martín Peña en Filmoteca: Cine sin pantalla.) Terminé de leer la magnífica Americanah.

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Me pongo a leer antes de dormir El invencible verano de Liliana. Apenas 30 páginas pero está brutal.

Como no puedo dormir, me pongo a ver The Quiet Man de Ford. Y me quedo jato.

Me despierto a leer El invencible verano de Liliana.

Voy con mis hijos a los juegos en la Rinconada. Me tomo un café capuchineado a mano (la máquina está malograda) en una caseta frente a la piscina. Comemos pizza en el restaurante de la zona de frontón. Las meseras venezolanas me dicen que no se usa “helada” para el agua en Venezuela: se dice «fría».

En la mañana sigo leyendo El invencible verano de Liliana. Es precioso como Cristina Rivera Garza corporiza a su hermana mediante fragmentos de testimonios de amigos. Vemos a Liliana en el libro: la queremos, adivinamos la desgracia que fue perderla.

Terminé de leer El invencible verano de Liliana. Es un suceso feliz. Un libro necesario. Todos tendríamos que leerlo en el colegio.

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Antes de dormir empiezo a leer Precipitaciones aisladas de Sebastián Martínez Daniell.

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La traducción de La cartuja de Parma que me compré en Perú no creo que haya sido la mejor. De todos modos, pasar del libro de Cristina Rivera Garza al de Stendhal es simpático. Es recordar las mil funciones de la literatura, las mil formas de entender el mundo.

Hoy es un día especial porque he manejado en Lima (casi siempre lo evito). He dejado, yo solo, a los niños en el colegio. Esta mañana uno de ellos se vino a acostar a mi lado y luchaba para quitarme la mano con la que yo intentaba acariciarle el cabello.

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Sigo leyendo, con gozo, El camarada Jorge y el Dragón. Dumett es nuestro mejor narrador clásico. El que más se acerca a Vargas Llosa. Nos vamos en familia a comer pizza en el Antica de Javier Prado. La familia de mi hermana parte esa noche y yo termino de leer El Camarada Jorge.

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Me quedo en mi dormitorio leyendo este libro de chismes de literatos y escritores, esta narrativa hecha de jirones de medias verdades muy bien hilvanados por Jaime Bayly: Los genios.

Volvemos de noche al condominio. Intentamos ver la peli de Asterix y Obelix con los chicos pero no les gusta. Sigo leyendo hasta muy tarde Los genios de Baily.

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La casa apartada de Gálvez Ronceros es un libro diferente. Las historias de animales nunca las había visto contadas de esa manera.

Por ejemplo aquella del perro que le arranca las verijas al tipo que se mete a robar gallinas desnudo. O la del mendigo que se hace pasar por ciego y disfraza a su perro mientras él se va a tomar unos tragos al bar (contado desde la voz de un niño que ha crecido ya, que que parece hablarle a otra niña de aquellos años y que empieza cada nuevo párrafo con «¿Recuerdas…?»)

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Empiezo a leer Sapos, lornas y otras especies de Gustavo Rodríguez.

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¿En qué se diferencian estas tardes, tirado en la cama, en que me apuro a terminar de leer Mejor el fuego de José Carlos Yrigoyen y aquellas otras tardes, de mis veintitantos años, en que tal vez decidía –también tirado en la cama, con el sol de la tarde y la brisa entrando por la ventana– largarme del Perú?

Han pasado casi veintitres años entre ese 10 de julio de 2000 en que partí a Europa y este 4 de julio en que me siento, después de terminar Mejor el fuego, a mirar las paredes de mi antigua habitación, las rugosidades de la pintura y el cemento. Trato de adivinar ese momento en que se contruyó esta casa, a principios de la década de 1970. Observo con detalle los ladrillos de la pared del frente de la casa.

Este clima del invierno en Lima es muy amable. No se siente el frío ni el calor y el cielo es azul. Así también ha sido la mañana, calmada. Mi hijo nos ha apurado porque quiere llegar puntual para su viaje en bus hacia un biohuerto en Lurin.

Después de dejar a mis hijos en el colegio, nuestra amiga nos lleva en su auto hasta el Mo en Miraflores. Nos habla de la familia de su padre: los 14 hijos que abandonaron Lamas. Mientras ella habla me fijo en sus ojos intensos en el retrovisor. Escuchamos sus historias de gringos que se quedaron en Perú a vivir de mendigos. Nos dice que no imaginó que tanta gente creyera que se podía salir del país sin un pasaporte. Me confirma que muchos ciudadanos de Estados Unidos se murieron en el Perú durante la epidemia del COVID 19. Que la primera vez que a ella y a su esposo les dio Covid casi se mueren, incluso estando con la primera vacuna. Les dio dos veces más pero no tan mal.

Nos describe también el viaje que hicieron días antes a un pueblo de la sierra de Lima y el soroche que tumbó a su hijo. Nos cuenta cómo su hijo llegó arrastrándose hasta una laguna impresionante de la cordillera. Habla de su familia, mucho más seria y ordenada que la de su esposo. Dice que su papá nunca tuvo interés por regresar a vivir en la selva.

De esta mañana espero recordar el viaje por Lima metido en el tráfico de la Javier Prado, la vista de los rascacielos sobre Camacho. La Lima de hoy se eleva cientos de metros por encima de la superficie plana de mis años de estudiante, de mis viajes en combi, de mi Lima subdesarrollada y calma.

Mis hijos regresan contentos de su viaje a Lurín. Cada uno tiene una plantita de apio en las manos. Uno de mis hjos llega dormido y lo cargo hasta la cama en el segundo piso.  

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Sigo leyendo La piel del murciélago en la oscuridad del bungalow, el mar no tan lejos. Me encanta la figura de la luz que se mete en la casa “como un brazo muerto”. Cuando todos se van a dormir bajo a la cocina y sigo leyendo sobre la mesa La piel de murciélago, por un buen rato, mientras mi hermano lee, o parece leer, tumbado sobre los cojines del sofá, con su laptop en las manos.

Me voy a dormir tarde. Acabo La piel del murciélago. El final parece como el de las realidades alternativas del metaverso.

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Salgo y me voy a Crisol. Le doy vueltas al Laberinto de la Choledad de Nugent pero al final solo me llevo por 59 soles La caza sutil de Ribeyro. Recogemos a los niños del colegio con mi papá, en su Ford roja. Las profesoras están emocionadas y felices de haberlos tenido. Me mandarán las fotos del paseo que hicieron al Museo Antropológico de Pueblo Libre.

Me he leído en el avión a Nueva York, casi de corrido, 100 páginas de La caza sutil.

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Me pongo a leer el recién impreso O Ar. Hermoso libro. Me quedo dormido pasada la medianoche. Me doy una vuelta por Rockwood, me siento en una banca a mirar la caída del sol sobre el río Hudson. Después, en la casa, me dedico a leer O Ar. 

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Termino de leer Wachín: un perfil sobre Volodímir Zelensky, el texto sobre la guerra en Ucrania que escribió Alejandro Seselovsky para Orsai. Es una lectura espectacular.

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Releí anoche y esta mañana El califato de Lima de Diego Otero. Hay dos o tres poemas impresionantes. Le mando un mensaje de audio y se lo digo.

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Leo con emoción Tus pequeñas huellas de Oswaldo Estrada. Está muy bien escrito, muy organizado, muy sentido.

Llueve todo el día, a cántaros. Voy con mi suegra al basurero del pueblo y casi ni se ve el camino. Es un día climáticamente desastroso. Hago en el teléfono un video del viaje a Lima. Salió muy bien, creo. Me demoro bastante tratando de capturar el gol de mi hijo en una de sus prácticas y la tapada de penal del otro en un partido.

Me quedo trabajando en la laptop hasta muy tarde, de madrugada. Consigo colgar en Blackboard los syllabus y el material para mis clases virtuales. Tengo que hacer un épico viaje en tren (de más de cuatro horas) desde Amagansett hasta Pleasantville. En el tren termino de leer Tus pequeñas huellas.

Escribo un blurb que me ha pedido el autor. Me dice por WhatsApp que lo están apurando y le mando lo primero que me sale, sin editarlo. No se puede hacer mucho con 50 palabras: “Con talento literario, el autor ha escrito una historia en la que se mezclan las aventuras de la inmigración con las pasiones y temores de la paternidad. Es un himno de amor a los padres y madres que llegaron a Estados Unidos. Una experiencia de lectura única. Un librazo.”

La historia de Marena y el Cholito es heróica. La novela marca un paso adelante comparado con la típica historia de los inmigrantes en Nueva York. Consigue darle importancia a tantas historias de madres que perdieron a sus hijos y que, a pesar del dolor, siguieron buscándolos. Es un novelón. Sí.

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Me quedo hasta muy tarde en la biblioteca, hasta que lo cierran todo. A mis hijos les gusta agarrarse dos computadoras y jugar al Minecraft. Una librera les apaga la pantalla. Me llevo a casa The Infinites de Banville. Qué belleza.

Leo The Infinites muy lento, sobre la arena de la playa Maidstone, mientras mis hijos juegan en el agua. Qué buena la música de Rubén Blades en la camioneta que se ha estacionada a nuestro lado.

Nado –o más bien pataleo, floto– hasta las boyas. Avanzo poco a poco con la lectura de The Infinites. Nos quedamos en la playa hasta las 5 de la tarde. Me encanta la lectura de Banville. Esa calma que describe.

Leo The Infinities sobre la mesa del comedor y pienso que en mi familia no conocemos aún la muerte. Esa incertidumbre que se lanza como una red (¿inescapable?) sobre los vivos.

Banville tiene que haber estado esperando muy ansioso el momento en que iba a ocupar la cabeza canina de Rex. Tiene que haberse divertido observando, desde el perro, a los humanos. Jugamos paleta mientras cae el sol en Atlantic Beach. Paciente lectura mañanera de The Infinities.

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Llega por correo El peligro de estar cuerda de Rosa Montero.

Vamos todos a comer helado en The Sweet Spot. Y después a comer pizza en Springs, comemos sobre la mesa del patio y nos comen a nosotros los mosquitos.

Leo hipnotizado a Rosa Montero y El peligro de estar cuerda.

La noche y el cansancio, leyendo a Rosa Montero y El peligro de estar cuerda. Terminé de leer El peligro de estar cuerda. Mis hijos quemados por el sol. Hay que empezar a ponerles más crema todo el tiempo.

Después de leer un rato, nado bajo el agua: hermoso.

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Consigo el libro de André Aciman Out of Egypt. También un libro de hermosas fotografías en blanco y negro de las estructuras incaicas: Monuments of the Incas de Hemming & Ranney. 

En el prólogo, los autores escriben acerca de su estadía en Cuzco, ayudando a establecer un criterio en la selección de las fotos de Martin Chambi, a quien entonces apenas si se conocía en el resto del mundo.

Casi todas las fotos fueron tomadas durante los años 70s y el libro fue impreso por la New York Graphic Society en 1982. 

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Después vamos a la biblioteca de Montauk y yo (aburrido, mirándolos jugar Mario Bros en la biblioteca móvil, arrellanado en el fondo de la cabina) empiezo a leer The Swerve.

Así me entero de la importancia de Lucrecio: el que nos dijo que nosotros y las cosas estamos hechos de la misma materia, nos liberó de la culpa y nos lanzó a gozar del placer de estar vivos.

Sigo leyendo de noche, en el Kindle mientras todos duermen, The Swerve. El secretario del Papa, Poggio Bracciolini, ha sido elevado por Stepehn Greenblatt al nivel de personaje transformador del mundo. El placer –entendido según Epicuro– es presentado como el arma que impulsa a la ciencia. El poema de Lucrecio marcaría el principio del fin de la hegemonía del oscurantismo católico en el mundo.

Algunas veces me diré a mí mismo: Piensa en The Swerve: este mundo se acaba y no hay más.

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En la mañana me pongo a leer otra vez A Gate at the Stairs de Lorrie Moore. Antes de dormir sigo leyendo unas páginas de A Gate at the Stairs de Lorrie Moore.

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Ya en casa abro Strong Opinions de Nabokov. Es inteligente y pomposo al mismo tiempo. Me pregunto por qué nunca he tomado en serio sus libros. He revisado muy a la ligera varios de ellos. Me parece que solo he terminado Lolita, en español.

Misión para el futuro: leerlo.

La neblina avanza sobre la playa estrecha y pequeña de Montauk. Yo sigo leyendo Strong Opinions de Nabokov. Me termino una lata de Peroni, dos latas de Peroni. Tres hotdogs. Una pizza en Montauk. Voy con mis hijos al Skatepark y nos quedamos ahí hasta que oscurece y no se ve nada.

Llegamos de noche a la casa escuchando Dreams, Every Breath You Take, el ukelele de Over the Rainbow y, al final, Metamorfose Ambulante de Raul Seixas.

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En la biblioteca encuentro y empiezo a leer Tales of Light and Darkness de Amos Oz. Qué tremendo libro.

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Mientras tanto, algo avanzo de Monsters: A Fan’s Dilemma de Claire Dererer.

Es impresionante cómo se conecta esta lectura con la película She Said que vi hace un par de días. Y ya que hablamos del dilema Woody Allen, en la pantalla de la casa de Pleasantville, veo que el personaje que hace de Fito Páez en El amor después del amor está practicando en el piano el Rhapsody in Blue de Gershwin, invocando las imágenes de Manhattan en blanco y negro.

Sigo leyendo Monsters: A Fan’s Dilemma. Leo Monsters mientras mis hijos miran un poco de tele.

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Gran descubrimiento: la sección en español de la Warner Library en Terrytown. Todavía hace mucho calor afuera (más de 90), así que me arrellano en un sofá de la sala, bajo el retrato enorme de Mister Warner y leo el número de agosto de la revista Poetry. Hay varios poemas traducidos al inglés de Tomas Tranströmer.

Me quedo en el sofá hasta el cierre de la biblioteca y me llevo a la casa dos novelas que quiero leer: Cien cuyes de Gustavo Rodríguez y Quiénes somos ahora de Katia Adaui.

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