“Tickets for the football, the cheapest tickets for the match”. Finales de junio de 1982. El sol cae a plomo sobre el paseo de los Melancólicos, junto al Vicente Calderón, y tres adolescentes sudorosos y desesperados intentan colocar unas entradas para ver los partidos del grupo 4 de la segunda ronda del Mundial de fútbol que se celebra en Madrid. No son aprendices de reventa, sino víctimas del síndrome Naranjito, una enfermedad que brotó aquel verano y cuyo remedio no se hallaría hasta casi tres décadas después. Tomó el nombre de la mascota más ridícula y peor dibujada de la historia. Sus síntomas: desilusión, desesperanza, abatimiento, descreimiento, cara de loser (a veces de tonto, en ocasiones de las dos cosas), melancolía… La calle que rodea el estadio del Manzanares no podía tener otro nombre más apropiado para describir el ánimo de aquellos chicos que habían invertido sus ahorros de todo el curso en unas entradas para ver a España, que entonces no era La Roja, aunque vistiera de rojo, y a los que cambiaron el programa a traición. Durante meses se aplicaron una dura política de recortes, o de ajustes como se define ahora el hecho de no gastar un duro porque no se tiene: no entraron en MF, la mítica tienda de vinilos de la calle José del Hierro, para evitar tentaciones, y compraron el vino más barato del mercado para preparar los calimochos en la clandestinidad. Sus inversiones en la máquina de los marcianitos de un bar de la avenida Donostiarra, en el barrio de la Concepción, bajó drásticamente, así como las adquisiciones de cómics de Marvel. Todo por el fútbol. Hijos del baby-boom de los 60, hicieron el tránsito del sepia al color con Los Chiripitifláuticos, los payasos de la tele y El hombre y la Tierra, y jugando a las canicas y las chapas en el parque. Para ellos, un balón era una pieza de caza mayor por encima de las niñas del instituto. Y más si era un Adidas Tango España 82. Treinta años después los recuerdo, con la edad que tienen ahora sus hijos, y me conmueven con su sofocón y su spanglish, tratando de revender los boletos a los turistas que caminaban por el paseo de los Melancólicos rumbo al estadio.
Todos tenemos en casa un pequeño museo de los horrores con objetos que un día nos hicieron desdichados. El ser humano se regodea en la autoflagelación sin que la ciencia o la fe hayan descubierto el motivo. Piezas de mi colección particular son los poemas escritos a un primer amor que pasó olímpicamente de mí y, por ende, de aquellos incunables; una niña parroquia que inició su carrera de torturadora de hombres cantando temas de Simon&Garfunkel trasladadas al misal y, tras un viaje a Irlanda para estudiar inglés, se mudó a la mística de U2 sin que su interés por el sexo aumentara, en especial por el sexo con pringados. También las notas con los suspensos académicos cosechados en la edad del pavo, cuando en vez de clavar los codos mataba las horas escuchando en un radiocasete Message in a Bottle, de The Police; My Sharona, de The Knack, o Going Underground, de The Jam. O una entrada del Mundial 82, concretamente del partido Irlanda del Norte-Austria (que debió ser España-Austria si se hubiese cumplido un pronóstico firmado por Nostradamus en persona), boleto que no conseguí revender ni a mitad de precio después de varias horas al sol a las puertas del Vicente Calderón y que quedó virgen para los restos, porque asistir al partido de marras hubiera supuesto un castigo demasiado cruel. Sí pude colocar la entrada del Francia-Irlanda del Norte a un turista mexicano. ¡Dios le haya concedido una larga y fructífera vida!
En el negocio de los campeonatos del mundo de fútbol hay una norma no escrita: hay que ponerle las cosas fáciles al equipo anfitrión para que sobreviva hasta un cruce razonable, más que nada para asegurarse el interés del respetable. España tuvo en su Mundial un grupo sencillo para arrancar, con Honduras, Yugoslavia e Irlanda del Norte. Pero aquel equipo entrenado por Santamaría y formado, entre otros, por Arconada, Camacho, Gordillo, Maceda, Alonso, Zamora, Juanito, Santillana y López Ufarte estuvo a punto de descarrilar desde el inicio. Cosechó un pobre empate a uno con Honduras, ganó 2-1 de puro milagro a Yugoslavia (con un penalti más que dudoso que hubo que repetir para anotarlo) y perdió de forma lamentable frente a Irlanda del Norte (0-1), que se clasificó en primera posición y jugó la segunda ronda en el Vicente Calderón. España cayó en el Grupo 2, con Alemania Federal e Inglaterra, en el Bernabéu, y allí acabó su viaje. Hace poco vi en televisión una entrevista a Roberto López Ufarte, el menudo y habilidoso extremo de la Real Sociedad y del Atlético de Madrid. Enseñaba a la cámara su camiseta original del Mundial 82, y trataba de disculparse por aquel descalabro. “Nos pudo la presión”. No sentí rencor sino conmiseración por aquel tipo canoso al que hacía lustros que no veía, por el paso del tiempo y por mis propios recuerdos de hincha tantas veces despertado bruscamente de un sueño.
Caída sin honor la España de Naranjito, había que buscar una madrastra con urgencia, y elegí a la más deslumbrante para mantener una relación edípica, una garota voluptuosa que, por desgracia, me dejó pronto: la selección brasileña de Sócrates, Zico, Falcao, Toninho Cerezo y Éder. No vi jugar al Real Madrid de Di Stéfano, Puskas y Gento, al que algunos analistas levantan templos con el único argumento de haber visto un par de vídeos. Mis primeros recuerdos futbolísticos son de la década de 1970, aunque no incluyen al Brasil de Pelé, Tostão y Rivelino, sino a la Holanda de Cruyff y Neeskens (en mi pandilla teníamos a un paquete al que llamábamos Neeskens con cruel ironía infantil. Por cierto, era hermano de la citada niña parroquia que me rechazó. Si lees esto, Neeskens, te pido perdón; a tu hermana no la perdono). Pero el primer equipo que me enamoró fue Brasil en el Mundial 82. Hace unos meses murió Sócrates, romántico del fútbol y de la vida, líder de aquel grupo que jugaba no para ganar, sino para que lo recordaran. Unos italianos emboscados, con Paolo Rossi a la cabeza, le tumbaron a él y a sus fantasistas compañeros en la tragedia de Sarriá. Creo que el espíritu de Sócrates juega ahora en la pampa salitrera de Hernán Rivera Letelier.
Gary Lineker, ex futbolista inglés, formuló un famoso axioma: “El fútbol es un deporte en el que juegan once contra once y en el que, al final, ganan los alemanes”. Si atendemos a las estadísticas no es estrictamente así. Alemania como némesis de los equipos que hemos amado se ganó el sambenito en aquel mundial que tanto marcó a mi generación. Un enemigo rocoso, implacable; un martillo pilón alejado del jogo bonito, pero muy efectivo. La revista France Football acaba de publicar un reportaje especial sobre la semifinal Alemania Federal-Francia disputada el 8 de julio de 1982 en el estadio Ramón Sánchez Pizjuán. La leyenda de Sevilla, titula la prestigiosa publicación que inventó eso del Balón de Oro que nos entretiene tanto. El número incluye el DVD del partido, uno de los más gloriosos de aquel campeonato y de mi equipaje, que naturalmente he vuelto a ver. La Francia de Platini, Giresse y Tigana, el Brasil europeo, jugaba como los ángeles, pero no pudo con aquella apisonadora germana donde estaban empleados tipos antipáticos como Stielike, Breitner, Kaltz, Hrubesch, Rummenigge y, sobre todo, Schumacher, el guardameta que hizo una brutal entrada a Battiston que quedó sin castigo. Francia ganaba en la prórroga 3-1 y se dejó remontar, siendo eliminada en la tanda de penaltis. Alemania perdió después la final con Italia (3-1) en el Bernabéu. El grito de Tardelli (probablemente la celebración de un gol más memorable de la historia) y el venerable Sandro Pertini festejando en el palco como un colegial quedaron para siempre grapados a mi memoria. La excepción al axioma de Lineker, por cierto, se llama Italia, a la que Alemania nunca ha logrado ganar en un gran torneo.
Acabado el Mundial 82 los aficionados españoles debíamos curar nuestras heridas y confiar en tiempos mejores. El fútbol siempre te da la revancha, dice un tópico anónimo. Pocos sospechábamos entonces la larga travesía en el desierto que nos esperaba. “A España, juegue como juegue, le corresponde el papel que los guionistas de Hollywood llaman Dead meat: ese amigo del héroe, majete y con buenas intenciones, que todos sabemos que va a morir antes del final de la película para añadir drama al asunto”, escribe el periodista Enric González. En concreto va a palmar en cuartos de final. Durante décadas fuimos, en efecto, secundarios de lujo con algunos minutos de gloria, como la goleada a Malta (12-1) en el Benito Villamarín el 21 de diciembre de 1983. Pero carne de cañón al fin y al cabo. Cuando se cumplió el 25 aniversario de aquella hazaña ante uno de los peores equipos del planeta, los usuarios de Wikipedia debatieron la eliminación de la entrada al considerar el evento poco importante. La cosa quedó así: 10 votos a favor de borrarla por 40 a favor de mantenerla.
El virus oportunista del síndrome Naranjito hizo carrera con sucesos como el balón que se le escurrió a Arconada bajo el cuerpo en la final de la Eurocopa de 1984 frente a Francia, el gol fantasma de Míchel a Brasil en el Mundial de 1986, el codazo de Tassotti a Luis Enrique en el Mundial de 1994 o el atraco de Al-Ghandour en el Mundial de 2002. Todos dolieron, pero este último especialmente. España se jugaba los cuartos con la anfitriona, Corea del Sur. En la prórroga, Gamal Mahmoud Ahmed Al-Ghandour, árbitro egipcio asistido por un juez de línea de Uganda y otro de Trinidad y Tobago, países de honda tradición futbolística como todo el mundo sabe, decidió que los focos eran para él: anuló un gol legal a Morientes y pitó un par de fueras de juego inexistentes cuando los nuestros enfilaban hacia la portería contraria. Corea nos eliminó en los penaltis. Al-Ghandour declaró después: “Mi arbitraje fue perfecto, uno de los mejores de mi vida”.
Tantos gatillazos nos postraron en el diván. No sabíamos competir. La furia española nacida en los Juegos de Amberes de 1920 con la frase de Belauste (“¡A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo!”) no daba resultado. Sesudos teóricos aludieron incluso a La España invertebrada de Ortega y Gasset para explicar la sucesión de fracasos. La suerte siempre nos daba la espalda; no había sólo una red que, como en la película Match Point, de Woody Allen, permitía que la bola pasara o no, sino muchos elementos que conspiraban en nuestra contra: seis palos en dos porterías, 23 pares de piernas (contando las del árbitro) y un balón con tendencia a alojarse en nuestra portería. “No me hables más de la selección española”, me dijo tras la enésima eliminación, esta vez en la Copa del Mundo de Alemania 2006, uno de aquellos amigos con los que compartí zozobra hace tres décadas en el paseo de los Melancólicos. “Mi equipo es el Real Madrid, y punto”. Yo no podía compartir ese refugio, ya que soy del Atlético de Madrid, lo que añade más sinrazón a mi pasión por el fútbol. Hasta que, de repente, todo cambió.
Mis hijas, de 14 y 11 años, no recuerdan haber visto perder a España, que ha protagonizado un hecho inédito al vencer tres grandes torneos de forma consecutiva. “¿No pones los cerditos junto al televisor?”, me preguntaron unos minutos antes del España-Francia de esta Eurocopa. Los cerditos son unos amuletos que utilizo en ocasiones importantes. Un compañero de la Redacción tiene dos santitos: unos muñecos de Torres e Iniesta que pone encima de la mesa los días de partido. Mi rápida respuesta me causó estupefacción: “Ya no hacen falta”. El big bang futbolístico de esas niñas ocurrió un 29 de junio de 2008, en el minuto 32 de la final de la Eurocopa disputada en Viena. Xavi destiló un pase para la carrera de Fernando Torres, que amagó a su defensor, Phillip Lahm, por la izquierda, y le adelantó como un cohete por la derecha para picar el balón sobre el portero Lehman, que salía a la desesperada. La pelota botó dos veces antes de besar la red. Para ellas fue una alegría enorme; para mí fue una revelación mayor que la del descubrimiento del bosón de Higgs. El jodido Naranjito había muerto. Frodo había arrojado el Anillo Único a los fuegos del Monte del Destino. La vacuna para curar el síndrome no la había encontrado el doctor House, sino Luis Aragonés, el Zapatones, con su deje castizo: “El fútbol es ganar y ganar y ganar y volver a ganar y ganar y ganar…”. Su sucesor, Vicente Del Bosque, el del librillo anticuado según Florentino Pérez, siguió confiando en la generación de jugadores más brillantes de nuestra historia, que han añadido oficio a la fórmula magistral del toque y la posesión. Los envidiosos y los nostálgicos aseguran que el modelo aburre. Pero lo aburrido es perder. Eso sí me parece un axioma incuestionable.
La clave de bóveda está en el talento. Una fórmula que serviría para cualquier organización, donde lo habitual es que los mediocentros matraca se hagan con el poder a costa de los empleados más perspicaces. La selección española desmiente el principio de Peter, según el cual “en una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta que alcanza su nivel de incompetencia”. En la Roja, la nata no ha subido hasta cortarse. Quizás la modestia lo explique todo. No la de sus bolsillos (hablamos de jóvenes millonarios), sino la de su carácter: estos jugadores parecen chicos normales alejados del vedetismo. Su celebración serena en el estadio olímpico de Kiev, con su prole divirtiéndose en el césped entre serpentinas y papelitos de colores, fue un maravilloso colofón al trabajo bien hecho, sin alharacas. Íker Casillas, probablemente el mejor portero del mundo (para algunos, el mejor de la historia), es conocido por su frase “yo no soy galáctico, soy de Móstoles”. Sus actuaciones en momentos decisivos forman parte de la leyenda construida en torno a este grupo. En la sala de máquinas, nadie ve el juego con más clarividencia que Xavi Hernández, el de los pases de autor, a quien la miopía le ha negado los títulos individuales que merece. Lo mismo que al ingenioso Iniesta, que podía haber sido un Dead meat de manual, con su pinta de pagafantas o de funcionario ministerial de los años 60, y que se llevó a la chica al huerto y fue elegido mejor jugador de esta Eurocopa. Xavi e Iniesta son eternos y no necesitan el Balón de Oro, pero Messi sí necesita un Mundial. Casillas y Xavi, madrileño y catalán, amigos desde juveniles, son la prueba de que es posible combatir la teoría orteguiana incluso en sus manifestaciones postmodernas: esos Madrid-Barça en los que un entrenador acaba metiendo el dedo en el ojo a otro.
Naturalmente a ese talento había que aplicarle una gestión. Hacía falta un plan. Sustituir la furia de Belauste por el rondo de Xavi, Iniesta y demás socios bajitos y poco glamurosos. La eliminación del Brasil de Sócrates y Zico en el Mundial 82 tuvo un efecto devastador para el fútbol que, con escasas excepciones, se devaluó de forma lamentable. La Canarinha de Dunga (uno de esos medios matraca tan sobrevalorados) demostró en 1994 que era capaz de campeonar con un fútbol de plomo, aunque la sublimación del modelo resultadista llegó en la Eurocopa de 2004, que coronó a Grecia, y en el Mundial de 2006, con la Italia del catenaccio desquiciando a Zidane, uno de los pocos cisnes de ese periodo oscuro. España rompió moldes desde una brillantez exenta de ingenuidad. El equipo bonito ya no tenía que morir en la orilla, como la Hungría del 54 o la Holanda de los 70. A ese blindaje Luis Aragonés lo llamó “pasillo de seguridad”: desde Casillas a Villa, cada jugador sumaba a su inteligencia una concentración competitiva máxima. Cuando a España los demás equipos le cogieron la matrícula y, con la excusa de no poder enfrentarse a ella de tú a tú, cavaron más trincheras que en la batalla del Somme, Del Bosque se protegió con el tantas veces denostado doble pivote, Xabi Alonso y Busquets. Como en este país no hay paz para los héroes (ni para los antihéroes como Del Bosque), el marqués tuvo que salir en defensa de su ideario: “Si tuviera que parecerme a un jugador, sería Busquets”, dijo en el Mundial de Suráfrica.
Ahora, en la última Eurocopa, el 9 y el falso 9, Fernando Torres y Cesc Fábregas, centraron el debate, muchas veces partidista, siempre acalorado. Jordi Balló escribió en La Vanguardia que estos jugadores fueron las figuras culturales esenciales de este torneo tan fértil para el análisis mitocrítico. El donante y el ejecutor intercambiaron sus papeles; o mejor: se fundieron en un creador ultramoderno. Cesc tiró el último penalti ante Portugal para demostrar que el donante puede culminar su objetivo. Y Torres cedió el balón a Mata para que marcara el último gol ante Italia en la final. “Con ese gesto crucial, el ejecutor rubio entiende que su papel ha cambiado y que debe convertirse él también en donante”, sostiene Balló. “Por eso me alegró que le dieran a Torres el galardón de máximo goleador justo por esa cesión que lo diferenciaba de los otros con los que había empatado en goles; por haber entendido que esta donación lo convertía en miembro de la comunidad de los nuevos héroes”. Justicia poética para el deportista más vilipendiado de los últimos tiempos, no sólo por los trolls de la web, sino por sesudos articulistas como John Carlin, que en vísperas de la final europea reclamó que no volviera a jugar nunca más con España. Mis hijas, que idolatran a Torres desde aquel big bang de 2008, me cuentan que los niños vestidos con la camiseta roja que juegan con él en el césped de Kiev son sus retoños, y que se llaman Nora y Leo. Una mocosa con coletitas y un enano al que le cuesta mantener la vertical. Y yo sonrío sin salir de mi estupor.
Miguel Ángel Barroso es periodista. En FronteraD ha publicado El viaje y la luz de ‘Perdidos’