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Frontera DigitalCómo, cuándo, dónde

Cómo, cuándo, dónde


Primer acto

Su ronquido es agudo, muy nasal. Diría que ronca como una cabra. A veces se le corta la respiración, se asusta y deja de hacer ruido un rato. Pero no tarda en dormirse de nuevo, de balar. Ayer bebió sin descanso hasta el amanecer, y hoy está vivo de milagro.

Es imposible dormir así, pero no tengo escapatoria. El jueves me propusieron escribir sobre el tiempo y el espacio de la escritura, y lo primero que hice al día siguiente fue irme de despedida de soltero a Bolonia, Italia. Así que ahora estoy aquí, compartiendo habitación con el prometido, inhabilitado para cumplir con mis planes.

He cogido el móvil y estoy intentando escribir algo con sentido. Pensé que escribiría en el tren, en el avión: pura ingenuidad. El bullicio circundante y la estrechez lo hacían imposible. Solo ahora, con una resaca a cuestas y otra por delante, tirado en la cama, estoy siendo capaz de esbozar algo. Estaría más cómodo en el salón, pero podría verme alguien y preguntarme qué cojones estoy haciendo, y entonces me convertiría en un excéntrico (a pesar de mi inclinación literaria, no he renunciado a las habilidades sociales). En definitiva, mi amigo, con su coma inducido, me ha regalado sin saberlo un poco de intimidad.

Este fin de semana apenas sacaré tiempo para la lectura o la escritura. Quizá lea alguna columna en el móvil, o escriba alguna nota como esta, pero poco más. La vida, a veces, se dispara, y esto influye irremediablemente en nuestros propósitos, es mejor asumirlo. Aun así, no me siento tan mal por ello como antes, como cuando opositaba, como cuando estaba abducido. Por aquel entonces andaba a codazos con mi vida. Me carcomía la frustración. Ahora todo ha cambiado: tengo un sueldo digno y tiempo libre. Ahora la vida me deja leer y escribir tranquilo.

 

Segundo acto

A la resaca es preferible no mirarla de frente; si uno quiere tirar para adelante, es mejor obviarla, hacerse el sueco, no embarrarse. El despertador ha sonado a las siete y media, y lo he retrasado estoicamente hasta las ocho y cuarto. Para espolearme, me habría venido bien una ducha fría, pero al final lo he dejado en fresquita: tampoco era cuestión de torturarme. Después he desayunado con una entrevista a Mariana Enríquez de fondo. Esto último, escuchar entrevistas a autores sobre su método de trabajo, suelo hacerlo a menudo, porque me carga de la suficiente mala conciencia como para empujarme a escribir. Ha vuelto a funcionar: he dejado la charla a medias y me he puesto a ello.

Mi semana laboral se concentra en dos días y medio, bien de lunes a miércoles o bien de miércoles a viernes; dispongo, por tanto, de dos días limpios como mínimo para leer y escribir. Y la mayor parte de ese tiempo la paso en mi despacho, tan solo obstaculizado por las obligaciones domésticas.

Aquí prevalece el blanco, pero no por gusto, sino por dejadez: así estaba la habitación y así se quedó. También es blanco el escritorio, el armario, las cortinas (prefiero no sacar conclusiones). Lo mejor, sin duda, son las vistas. A través de la ventana veo una iglesia fernandina rodeada de un mar de tejados rojizos, salpimentados estos con puntas de cipreses. De vez en cuando aparto la vista de la pantalla y miro a lo lejos: además de ser un paisaje bonito, me lo recomendó el oculista.

 

Tercer acto

Entro a las ocho de la mañana y salgo a las nueve de la noche, salvo el tercer día, que termino a las tres de la tarde. Esto significa que el primer día del ciclo tengo que levantarme a las seis menos veinte de la mañana, porque la oficina está en otra provincia, así que no puedo sacar tiempo para nada antes de empezar mi jornada. El centro está rodeado de campos de trigo y olivos, con ese panorama coincide el amanecer, y lo cierto es que el trayecto en coche me ayuda a ordenar mi cabeza, a preparar lo que escribiré a la vuelta.

Al final del día, a las nueve y cuarto, llego al hostal en el que me alojo, a la misma habitación de siempre, en la que hay un baño, un armario, una cama y una mesa camilla. Físicamente, es difícil escribir y leer en un lugar así. Pero, o bien me tumbo en la cama con un libro, o bien me pongo a escribir en la mesa camilla, que cojea y es muy pequeña, tanto que no le encuentro mucho sentido a su existencia.

El segundo día del ciclo me levanto temprano para leer en la cama antes de irme al trabajo, y por la noche vuelvo a buscarme la vida como puedo, salvo cuando algún compañero me propone tomarnos una cerveza (mi cerebro suele estar hecho una pasa, así que tampoco me exijo demasiado).

Por último, el tercer día, cuando llego a eso de las cuatro y media a casa, me tumbo en el sofá y veo una serie antes de intentar sacarle partido a la tarde. No siempre lo consigo. A veces otros placeres doblegan mi voluntad.

Y luego llegan los fines de semana, cada vez más productivos a medida que cumplo años y limito mis excesos. Aunque siempre hay excepciones. Siempre puede casarse un amigo o morirse un familiar.

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