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Mientras tantoLibertad para el diferente

Libertad para el diferente


El desamortizador Juan Álvarez Mendizábal, uno de los principales políticos liberales del siglo XIX, tenía de apellido Méndez. Este se vinculaba, según el historiador Juan Pan-Montojo, a los cristianos nuevos en Cádiz. El término era el apelativo con el que se conocía a los conversos judíos en la época moderna y este progresista decidió cambiar su cognomen por el pseudo vasco Mendizábal. En un país como España donde el antisemitismo todavía era latente en los sectores más conservadores -enhebra incluso un cuento tan lírico como inmoral de Gustavo Adolfo Bécquer- las chanzas a propósito de este origen oculto no cesaron. Una viñeta cómica decía así “¡Ah del hebreo, que entró en los templos a saqueo!”. El investigador Álvarez Chillida recoge otros motes como “rabino Juanón”, además de otra coplilla afirmando que Mendizábal “devoró los conventos y las iglesias a cientos”. 

Los tweet del siglo XIX

Más de 150 años después, todavía algunas elites españolas son desvergonzadamente antisemitas. La escasa implicación del país ibérico en el holocausto, la cantidad de asociaciones árabes de propagandistas, han creado un perfecto muñeco de paja en una etnia que es casi inexistente desde la expulsión de 1492.

Entre todas esas críticas, entre todos esos tweet ponzoñosos, no destacaba la inmoralidad, ni siquiera eran nuevas las figuras retóricas. Lo que se veía era simplemente envidia: la inevitable sarna contra aquellos que debían haber sido aniquilados por el panarabismo socialista en los años 40. Ese hermano del alma de tanto opinólogo disfrutón en las tiranías musulmanas: Goytisolo, Aroca, etc. Las bocas de estos corruptos profesionales, así, se llenaban de improperios a la hora de hablar del catolicismo o el sionismo, pero olvidaban cualquier crítica a una religión cuyo principal acto es la genuflexión. Aquel gesto que llevó a los soldados de Alejandro, aquellas milicias contra la malicia, a la rebelión.

No considero que el estado judío tenga las manos blancas, pero es imposible no admirar a un país en el cual el parlamentarismo sobrevive bajo el asedio de un conflicto civil interminable. En España, recordemos, por poco menos se dio un golpe de estado a inicio de los años 80. Si bien esta guerra de baja intensidad ha degradado la democracia israelí -la subida al poder de Netanyahu es en parte consecuencia-, otra vez nos enfrentamos al dilema del escritor ruso Solzhenitsyn: la diferencia entre oriente y occidente es que en el último puedo hablar. Mientras Israel, así, tenga en su Knéset (su congreso) un partido árabe (“Ra’am”) y los territorios palestinos no tengan representación israelí, la razón siempre estará con el estado judío. Porque, como decía la marxista judeopolaca Rosa Luxemburgo a propósito de la revolución rusa:

“Libertad solo para los partidarios del gobierno, solo para los miembros de un partido -por numerosos que puedan ser-, no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa diferente”.

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