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AcordeónPerros de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales

Perros de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales

5. El no progreso

El progreso se apunta victorias pírricas sobre
la naturaleza.
Karl Kraus

De Quincey y su dolor de muelas
A comienzos del siglo XIX, Thomas De Quincey escribió que el dolor de muelas suponía una cuarta parte del sufrimiento humano. Es posible que tuviera razón. La odontología con anestesia es una bendición sin paliativos, como también lo son el agua limpia y los inodoros con cisterna. El progreso es un hecho. Ahora bien, la fe en el progreso es una superstición.

La ciencia hace posible que los seres humanos satisfagan sus necesidades, pero no contribuye en nada a que estas cambien. Hoy en día no difieren en absoluto de lo que siempre han sido. Existe un progreso del conocimiento, pero no de la ética. Tal es el veredicto tanto de la ciencia como de la historia, y el punto de vista de todas y cada una de las religiones del mundo.

El crecimiento del saber es real y además –de no mediar una catástrofe mundial– actualmente irreversible. Las mejoras en el gobierno y en la sociedad no son menos reales, aunque, en este caso, no son irreversibles, sino temporales. No solo pueden perderse: se perderán con toda seguridad. El avance del conocimiento nos hace creer que somos diferentes del resto de animales; ahora bien, nuestra historia nos enseña que no lo somos.

 

La rueda
Actualmente, consideramos la Edad de Piedra una era de pobreza y el Neolítico un gran salto adelante. La realidad es que el paso de la caza-recolección a la agricultura no comportó ningún beneficio general en términos de libertad o bienestar humanos. Simplemente, hizo posible que un mayor número de personas pudiera llevar vidas más pobres. Casi con toda seguridad, la humanidad del Paleolítico vivía mejor.

El paso a la agricultura no fue un acontecimiento claramente definido en el tiempo. La recolección intensiva de plantas se inició posiblemente hace unos veinte mil años y el cultivo de la tierra, hace unos quince mil. En determinadas zonas, por lo que parece, sucedió a un cambio climático. Se cree que, en Oriente Medio, la subida del nivel del mar que sobrevino al final de las glaciaciones empujó a los cazadores-recolectores hacia las tierras altas, donde recurrieron a la agricultura para sobrevivir.

En otros lugares, los propios cazadores-recolectores destruyeron su entorno. Los primeros pobladores polinesios de Nueva Zelanda solo recurrieron a métodos más intensivos de producción de alimentos cuando ya habían extinguido las moas y diezmado la población local de focas. Con el exterminio de los animales de los que dependían, estos cazadores-recolectores condenaron su propio modo de vida a la extinción. Nunca hubo una edad dorada de armonía con la Tierra. La mayoría de los cazadores-recolectores eran tan plenamente voraces entonces como lo han sido los seres humanos posteriores. Pero eran pocos y vivían mejor que la mayoría de los que vinieron tras ellos.

Se ha tendido a comparar el paso de la caza-recolección a la agricultura con la Revolución Industrial de la era moderna. Si son equiparables, es porque ambas revoluciones incrementaron los poderes de los hombres sin aumentar su libertad. Normalmente, los cazadores-recolectores tienen lo suficiente para cubrir sus necesidades; no necesitan trabajar para acumular más. A quienes consideran que riqueza significa tener abundancia de objetos, la vida del cazador-recolector debe parecerles pobre. Desde una perspectiva diferente, sin embargo, se la puede considerar libre: Nos sentimos inclinados a pensar que los cazadores y recolectores son pobres porque no tienen nada; tal vez sea mejor pensar que por ese mismo motivo son libres”,[1] escribió Marshall Sahlins.

Convencionalmente, la transición de la caza-recolección a la agricultura ha sido considerada también el factor desencadenante del salto de la vida nómada a la sedentaria. Lo que ocurrió realmente, sin embargo, fue prácticamente lo contrario. Los cazadores-recolectores han evidenciado siempre una gran movilidad. Pero su vida no precisa de movimientos continuos hacia nuevos territorios. Su supervivencia depende del conocimiento minucioso de un medio local. Ahora bien, la agricultura multiplica las cifras de población humana. Por consiguiente, obliga a los agricultores a ampliar la superficie cultivada. La agricultura y la búsqueda de nuevas tierras forman un binomio. Tal como ha escrito Hugh Brody, “son los agricultores, con su apego a granjas específicas y su gran número de hijos, los que están obligados a no dejar de moverse, de reubicarse y de colonizar nuevas tierras. […] Como sistema, con el paso del tiempo, es la agricultura, y no la caza, la que genera ‘nomadismo’”.

El paso de la caza-recolección a la agricultura redundó negativamente en la salud y la esperanza de vida. Todavía hoy en día, los cazadores-recolectores del Ártico y del Kalahari disfrutan de mejores dietas que las personas pobres de los países ricos (y mucho mejores que las de muchísimas personas de los llamados países en vías de desarrollo). La proporción de la población mundial que padece desnutrición crónica en la actualidad es mayor que durante la primera Edad de Piedra.

El paso de la caza-recolección a la agricultura no fue solo malo para la salud. También aumentó considerablemente la carga de trabajo. Puede que los cazadores-recolectores de la primera Edad de Piedra no vivieran tantos años como nosotros, pero tenían una existencia más pausada que la de la mayoría de personas en la actualidad. La agricultura aumentó el poder de los seres humanos sobre la Tierra. Al mismo tiempo, sin embargo, empobreció a quienes pasaron a dedicarse a ella.

La libertad de los cazadores-recolectores tenía sus limitaciones. El infanticidio, el gerontocidio y la abstinencia sexual acotaban su número. Puede que estas prácticas sean también consideradas una consecuencia de su pobreza, pero podrían ser igualmente vistas como formas de mantener su libertad. Los cazadores-recolectores no empezaron a dedicarse a la agricultura porque les proporcionase una vida mejor. Muy probablemente, no tuvieron elección. Ya fuese como resultado de un cambio de clima o por la paulatina acumulación de población o por una merma de la fauna salvaje a causa de la sobreexplotación cinegética, las comunidades de cazadores-recolectores se vieron obligadas a incrementar la producción de alimento. Los cazadores-recolectores que se pasaban a la agricultura tenían más descendencia que los que no lo hacían. Los agricultores empujaban a los cazadores-recolectores hacia territorios menos acogedores o, simplemente, los mataban. Los pocos que fueron quedando se vieron obligados a retroceder hasta los límites del mundo, a tierras marginales como el Kalahari, donde todavía sobreviven hoy en día.

El paso a la agricultura no tuvo un único origen. Pero allí donde se produjo fue efecto y causa del crecimiento de la población. La agricultura se tornó indispensable debido al aumento poblacional que generaba. Llegados a ese punto, ya no fue posible volver atrás.

La historia es una rueda movida por el incremento de la población humana. Los actuales cultivos modificados genéti- camente están siendo promocionados como el único modo de evitar el hambre masiva. Es improbable que logren mejorar las vidas de los campesinos, pero es muy posible que faciliten la supervivencia de un mayor número de ellos. Con ello, la modificación genética de cultivos se convierte en otro giro de una rueda que no ha cesado de moverse desde el final de la caza-recolección.

 

Una ironía de la historia
Uno de los pioneros de la robótica ha escrito: “Durante el próximo siglo, los robots, tan económicos para entonces como capaces, sustituirán a la mano de obra humana de manera tan generalizada que la jornada laboral media tendría que caer hasta niveles cercanos a cero para que todo el mundo pudiera mantener su empleo”.

La visión del futuro de Hans Moravec puede estar mucho más próxima de lo que creemos. Las nuevas tecnologías están desplazando con rapidez al trabajo humano. La “infraclase” de los desempleados permanentes es resultado, en parte, de una educación deficiente y de unas políticas económicas equivocadas. Pero no deja de ser cierto que cada vez son más las personas económicamente innecesarias. Ya no es inconcebible que en el plazo de unas pocas generaciones la mayoría de la población pase a tener un mínimo (o nulo) papel en el proceso de producción.

El efecto principal de la Revolución Industrial fue el alumbramiento de la clase obrera. Esta fue posible como consecuencia no tanto de los desplazamientos desde el campo hacia las ciudades, como de un crecimiento masivo de la población. En la actualidad, hay ya en marcha una nueva fase de la Revolución Industrial, pero esta tiene todos los visos de convertir en superflua a buena parte de esa población.

En la actualidad, la Revolución Industrial que tuviera su inicio en las ciudades del norte de Inglaterra es ya mundial. El resultado ha sido la expansión demográfica global actual. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías están despojando sistemáticamente a la fuerza de trabajo de todas las funciones que la Revolución Industrial había creado para ella.

Las economías cuyas tareas centrales sean llevadas a cabo por máquinas solo valorarán el trabajo humano cuando este sea insustituible. Como escribe Moravec: “Hay muchas tendencias en las sociedades industrializadas que presagian un futuro en el que los seres humanos serán sustentados por las máquinas de la misma manera que nuestros antepasados vivían gracias al sustento que les proporcionaba la vida salvaje”. Lo cual, según Jeremy Rifkin, no implica necesariamente un desempleo masivo. Nos aproximamos, más bien, a una época en la que, en palabras de Moravec, “casi todos los seres humanos trabajaremos para divertir a otros seres humanos”.

En los países ricos, ese momento ya ha llegado. Las antiguas industrias han sido exportadas al mundo en vías de desarrollo. En sus países de origen, se han desarrollado nuevas ocupaciones, que han sustituido a las de la era industrial. Muchas de ellas satisfacen necesidades que, en el pasado, habían sido reprimidas o disimuladas. Ha surgido una economía próspera de psicoterapeutas, religiones de diseño y boutiques espirituales. Pero detrás de todo ello se esconde también una ingente economía gris de industrias ilegales que proporcionan drogas y sexo. La función de esta nueva economía, tanto la legal como la ilegal, es entretener y distraer a una población que, aunque esté ahora más ocupada que nunca, tiene la secreta sospecha de que sus esfuerzos no sirven para nada.

La industrialización creó la clase obrera. Ahora, esa misma industrialización la ha vuelto obsoleta. Si un colapso económico no le pone freno, acabará haciendo lo mismo con casi todo el mundo.

 

La discreta pobreza de la antigua clase media
La vida burguesa se basaba en la institución de la profesión: una trayectoria que se recorría a lo largo de toda una vida laboral. En la actualidad, los oficios y las ocupaciones están desapareciendo. Pronto nos resultarán tan remotos y arcaicos como las jerarquías y los estamentos medievales.

Nuestra única religión real es la fe superficial en el futuro, pero no tenemos ni la más remota idea de lo que este nos deparará. Solo los irresponsables incorregibles siguen creyendo en la planificación a largo plazo. Ahorrar equivale a jugársela, y las carreras profesionales y las pensiones son auténticas loterías. Los pocos que son realmente ricos tienen las espaldas bien cubiertas. La plebe –el resto de nosotros– vive al día.

En Europa y Japón, todavía pervive la vida burguesa. En Gran Bretaña y Estados Unidos, ya no es más que material para parques temáticos. La clase media es un lujo que el capitalismo ya no se puede permitir.

 

El fin de la igualdad
El Estado del bienestar fue un subproducto de la Segunda Guerra Mundial. El Servicio Nacional de Salud británico comenzó durante el bombardeo alemán sobre el país (el Blitz), y el pleno empleo, durante la leva militar obligatoria. El igualitarismo de posguerra fue una secuela de la movilización masiva durante la guerra.

Echemos la vista más atrás, al siglo XIX, a la época que medió entre el final de las guerras napoleónicas y el estallido de la Primera Guerra Mundial. Esa larga era de paz en Europa fue también un período de enorme desigualdad. La mayoría de la población vivía en una situación muy precaria y solo los que eran muy ricos estaban asegurados contra la pobreza repentina. Hoy casi todo el mundo vive mejor. Pero la agitada existencia de la mayoría dista tanto actualmente de la seguridad de la que disfrutan los realmente adinerados como en la época victoriana.

En las economías ricas y tecnológicas, las masas resultan superfluas, siquiera como carne de cañón. Quienes libran las guerras ya no son los ejércitos de reclutas obligatorios, sino los ordenadores, y en los Estados arruinados que cubren gran parte de la superficie del planeta, esa función corresponde a los harapientos ejércitos irregulares de los pobres. Gracias a esa mutación de la guerra, se ha relajado la anterior necesidad de mantener la cohesión social. Los ricos pueden pasarse ahora toda la vida sin entrar en contacto con el resto de la sociedad. Y mientras no supongan una amenaza para los ricos, a los pobres también se les puede dejar para que se las arreglen solos. La socialdemocracia ha sido reemplazada por una oligarquía de los ricos como parte del precio de la paz.

 

Mil millones de balcones orientados al sol
Los días en que la economía estaba dominada por la agricultura quedaron atrás hace tiempo. Los de la industria casi han tocado a su fin. La vida económica ya no está orientada principalmente a la producción. ¿Y a qué se orienta, entonces? A la distracción.

El capitalismo contemporáneo es un prodigio de productividad, pero lo que lo impulsa no es la productividad en sí, sino la necesidad de mantener a raya el aburrimiento. Allí donde la riqueza es la norma, la amenaza principal es la pérdida del deseo. Ahora que las necesidades se sacian tan rápido, la economía ha pasado a depender de la manufacturación de necesidades cada vez más exóticas.

Lo que es nuevo no es el hecho de que la prosperidad dependa del estímulo de la demanda, sino que no pueda mantenerse sin inventar nuevos vicios. La economía se ve impulsada por el imperativo de la novedad perpetua y su salud depende ahora de la fabricación de transgresión. La amenaza que la acecha a todas horas es la superabundancia (no solo de productos físicos, sino también de experiencias que han dejado de gustar). Las experiencias nuevas se vuelven obsoletas con mayor rapidez que las mercancías físicas.

Los adeptos a los “valores tradicionales” claman contra el libertinaje moderno. Han preferido olvidar lo que todas las sociedades tradicionales comprendían sobradamente: que la virtud no puede sobrevivir sin el consuelo del vicio. Más concretamente, no quieren ver la necesidad económica de nuevos vicios. Las drogas y el sexo de diseño son productos prototípicos del siglo XXI. Y no porque, como dice el poema de J. H. Prynne, …la música, los viajes, el hábito y el silencio no son más que dinero (que lo son), sino porque los nuevos vicios sirven de profilaxis contra la pérdida de deseo. El éxtasis, la Viagra o los salones sadomasoquistas de Nueva York y Fráncfort no son simples materiales de placer. Son antídotos contra el aburrimiento. En una época en la que la saciedad es una amenaza para la prosperidad, los placeres que estaban prohibidos en el pasado se han convertido en materias primas de la nueva economía. Puede que, en el fondo, seamos afortunados encontrándonos, como nos encontramos, privados de los rigores de la ociosidad. En su novela Noches de cocaína, J. G. Ballard nos presenta el Club Náutico, un enclave exclusivo para ricos jubilados británicos en la localidad turística española de Estrella del Mar: [L]a arquitectura blanca que borraba la memoria; el ocio obligatorio que fosilizaba el sistema nervioso; el aspecto casi africano, pero de un África del Norte inventada por alguien que nunca había visitado el Magreb; la aparente ausencia de cualquier estructura social; la intemporalidad de un mundo más allá del aburrimiento, sin pasado ni futuro y con un presente cada vez más reducido. ¿Se parecería esto a un futuro dominado por el ocio? En este reino insensible, en el que una corriente entrópica calmaba la superficie de cientos de piscinas, era imposible que pasara algo.[2]

Para conjurar la entropía psíquica, la sociedad recurre entonces a terapias poco ortodoxas: Nuestros gobiernos se preparan para un futuro sin empleo. […] La gente seguirá trabajando, o mejor dicho, alguna gente seguirá trabajando, pero solo durante un década. Se retirará al final de los treinta, con cincuenta años de ocio por delante. […] Mil millones de balcones orientados al sol.[3]

Solo la emoción de lo prohibido puede aliviar un poco la carga de una vida de ocio.

Solo queda una cosa capaz de estimular a la gente: […] [e]l delito y la conducta trasgresora… es decir las actividades que no son necesariamente ilegales, pero que nos invitan a tener emociones fuertes, que estimulan el sistema nervioso y activan las sinapsis insensibilizadas por el ocio y la inactividad.[4]

La posibilidad que preveía Ballard de “mil millones de balcones orientados al sol” ha resultado ser engañosa. En el siglo XXI, los ricos trabajan más de lo que nunca han trabajado. Incluso los pobres han sido preservados de los peligros de disponer de demasiado tiempo para sí mismos. Pero los problemas de control social de una sociedad que padece de sobreexplotación laboral no difieren en nada de los de un mundo de ocio forzado. En una novela posterior, Super-Cannes, Ballard retrata la comunidad empresarial modelo de Edén-Olimpia, donde la apatía de los ejecutivos “quemados” por el trabajo se combate con un régimen de “violencia medida, a microdosis de locura como las pizcas de estricnina de un tónico nervioso”.[5] El remedio contra el trabajo sin sentido es un régimen terapéutico de violencia sin sentido: peleas callejeras, atracos, robos, violaciones y otras formas de esparcimiento aún más desviadas, cuidadosamente coreografiadas.

El propio psicólogo residente que organiza dichos experimentos de psicopatía controlada explica la lógica de semejante régimen: “La sociedad de consumo ansia lo anómalo y lo inesperado. ¿Qué otra cosa podría impulsar si no los extraños cambios que se producen en el mundo del entretenimiento con tal de obligarnos constantemente a comprar?”.[6]

Actualmente, las nuevas tecnologías son las que nos proporcionan las dosis de locura que nos mantienen cuerdos. Cualquier persona que se conecte en línea tiene a su disposición una oferta ilimitada de sexo y violencia virtuales. Pero ¿qué ocurrirá cuando ya no nos queden más vicios nuevos? ¿Cómo se podrá poner coto a la saciedad y a la ociosidad cuando el sexo, las drogas y la violencia de diseño dejen de vender? En ese momento, podemos estar seguros, la moralidad volverá a estar de moda. Puede que no estemos lejos del momento en el que la “moral” se comercialice como una nueva marca de transgresión.

 

Los anticapitalistas del siglo XX, el falansterio y los hermanos medievales del espíritu libre
Hace una generación, un oscuro grupo revolucionario cuyos miembros se autodenominaban “situacionistas” inspiró unos disturbios anticapitalistas que agitaron las capitales europeas. Los situacionistas eran una secta pequeña y exclusiva que afirmaba poseer una perspectiva única acerca del mundo. En realidad, su visión era una mezcla de las teorías revolucionarias del siglo XIX con el arte vanguardista del siglo XX. Tomaron muchas de sus ideas del anarquismo y del marxismo, y del surrealismo y del dadaísmo. Pero su fuente de inspiración  más audaz la encontraron en una hermandad de anarquistas místicos de la Baja Edad Media: los Hermanos del Espíritu Libre.

Los situacionistas eran herederos de una fraternidad de iniciados que se extendió por buena parte de la Europa medieval y que, a pesar de una persecución incesante, sobrevivió en forma de tradición reconocible durante más de quinientos años. El sueño de los situacionistas era el mismo que el de esa otra secta milenarista: una sociedad en la que todo fuese poseído en común y en la que nadie fuese obligado a trabajar. A principios de la década de 1960, animaron las protestas estudiantiles en Estrasburgo con citas tomadas de los revolucionarios medievales. Durante los acontecimientos de 1968, garabatearon pintadas similares por las paredes de París. Una de las más memorables rezaba: “¡No trabajéis jamás!”.

Al igual que los Hermanos del Espíritu Libre, los situacionistas soñaban con un mundo en el que el trabajo cediera su lugar al juego. Tal como uno de ellos (Raoul Vaneigem) escribió: “Teniendo en cuenta mi tiempo y la ayuda objetiva que este me proporciona, ¿he dicho algo en el siglo XX que los Hermanos del Espíritu Libre no hubieran ya declarado en el XIII?”. Vaneigem estaba en lo cierto cuando tomaba los movimientos revolucionarios modernos por herederos de las sectas anarquistas místicas de la Edad Media. En ambos casos, sus objetivos no procedían de la ciencia, sino de las fantasías escatológicas de la religión.

Marx mostró su desdén hacia los utópicos tachándolos de acientíficos. Pero si a alguna ciencia se asemeja el “socialismo científico” es a la alquimia. Al igual que otros pensadores ilustrados, Marx creía que la tecnología podía transmutar el metal de baja ley del que estaba hecha la naturaleza humana en oro. En la sociedad comunista del futuro, ni el crecimiento de la producción ni la expansión de la población tendrían límites. Una vez abolida la escasez, también desaparecerían la propiedad privada, la familia, el Estado y la división del trabajo.

Marx imaginó que el fin de la escasez comportaría el fin de la historia. No fue capaz de darse cuenta de que ya había habido un mundo sin escasez –en las sociedades prehistóricas que él y Engels agruparon bajo la etiqueta de “comunismo primitivo”–. Los cazadores-recolectores tenían una carga menor de trabajo que la mayoría de los seres humanos de cualquier fase posterior, pero sus escasamente pobladas comunidades dependían por completo de la munificencia de la Tierra. Las catástrofes naturales podían erradicarlos en cualquier momento.

Marx no podía aceptar las limitaciones que los cazadores-recolectores pagaban como precio por su libertad. Así, llevado por la convicción de que los seres humanos estaban destinados a dominar la Tierra, insistió en que estos podían conseguir liberarse del trabajo sin poner restricciones a sus deseos. Esto no era más que el regreso, en forma de utopía ilustrada, de la fantasía apocalíptica de los Hermanos del Espíritu Libre. Los situacionistas, más aún que Marx, soñaron con un mundo –por citar las palabras de Vaneigem– sin “tiempo para el trabajo, el progreso y el rendimiento, la producción, el consumo y la programación”. Se aboliría el trabajo y la humanidad sería libre de dejarse llevar por sus caprichos. Este sueño es deudor de Marx en buena medida, pero guarda mayor parecido aún con las fantasías de Charles François Fourier, el utópico francés de principios del siglo XIX. Fourier propuso que, en el futuro, la humanidad viviera en instituciones de corte monástico, los falansterios, en las que se practicaría el amor libre y nadie estaría obligado a trabajar. En la utopía de Fourier, la figura imperante es la del Homo ludens.

La utopía de los situacionistas es una versión de la de Fourier puesta al día, pero, en un lapso mental del que nunca parecieron darse cuenta, ellos acababan encomendando la administración de esta sociedad sin trabajo a los comités de trabajadores. Ahora bien, dichos comités no eran concebidos como órganos de gobierno, puesto que –según nos aseguraban– ningún gobierno sería necesario. Yendo aún más lejos que Fourier (que había propuesto que los niños hicieran el trabajo sucio), los situacionistas declararon que la automatización haría innecesario el trabajo físico. Sin escasez de trabajo, no habría necesidad alguna de conflicto. Al igual que en la visión utópica de Marx, el Estado acabaría desvaneciéndose.

Toda la confianza inquebrantable que los situacionistas tenían en el futuro se tornaba en sombrío pesimismo en lo que concernía al presente. Según ellos, se había llegado a una nueva forma de dominación en la que todo acto de disensión aparente se transformaba, de hecho, en una atracción mundial. La vida se había convertido en un espectáculo y ni siquiera los que organizaban el show podían escapar a él. Los movimientos de revuelta más radicales pasaban enseguida a ser parte de la actuación. Por una ironía tantas veces repetida, eso fue exactamente lo que les ocurrió a los situacionistas. Sus ideas resurgirían enseguida bajo una nueva apariencia: la del nihilismo tan inteligentemente comercializado de las bandas de punk rock. Muy a su pesar, los situacionistas pasaron rápidamente a convertirse en un producto más del supermercado cultural.

La revolución que soñaron nunca llegó siquiera a vislumbrarse. Pero siempre hicieron gala de un convencimiento inamovible. Su pensador de más talento, Guy Debord, insistía al respecto: “Estamos ante un relevo inminente e inevitable […] como el rayo, que no se ve sino cuando fulmina”.[7] En la más pura tradición milenarista, Debord creía que unas fuerzas tenebrosas gobernaban el mundo, pero que su poder estaba a punto de diluirse de la noche a la mañana. Esa serenidad apocalíptica suya no duró. Quizás acabase cayendo en la cuenta de lo obviamente disparatadas que eran sus esperanzas de una revolución proletaria mundial contra la cultura de consumo. O puede que intervinieran factores de carácter más personal. El caso es que en 1984, el editor de Debord murió asesinado y, en 1991, su viuda trató de vender la empresa. Debord no sabía qué hacer. En un episodio memorablemente absurdo, este adversario inflexible del espectáculo acabó poniendo un anuncio de solicitud de un agente literario en el Times Literary Supplement. No se sabe si obtuvo respuesta. En cualquier caso, Debord firmó con una nueva editorial, Gallimard, y su obra consiguió una mayor difusión; pero su estado de ánimo no mejoró. Su afición de toda la vida a la bebida indujo en él una creciente depresión. En 1994, se pegó un tiro. Tenía 62 años.

Los situacionistas y los Hermanos del Espíritu Libre están separados por siglos de distancia, pero su visión de las posibilidades humanas es la misma. Los seres humanos son dioses abandonados a su suerte en un mundo de oscuridad. Sus esfuerzos no son consecuencia natural de sus necesidades desmedidas, sino de la maldición de un demiurgo. Todo lo qu se necesita para liberar a la humanidad del trabajo es derrocar a ese poder maligno. Esa visión mística es la verdadera fuente de inspiración de los situacionistas, como también la de todos aquellos que hayan soñado alguna vez con un mundo en el que los humanos puedan vivir sin limitaciones.

 

El mesmerismo y la nueva economía
Los mercados siempre han sido, en parte, producto de la imaginación, pero hoy lo son más que nunca. Las nuevas tecnologías hacen algo más que transmitir información. Alteran la conducta mediante la propagación de estados de ánimo. No solo se reciben las noticias más rápido que antes, sino que el estado de ánimo que estas crean se contagia con mucha mayor velocidad. Internet confirma algo que se sabía desde hace tiempo: que el mundo está gobernado por el poder de la sugestión.

En la Austria de finales del siglo XVIII y principios del XIX, Anton Mesmer mostró el profundo efecto que la sugestión hipnótica puede tener en el comportamiento humano. Ridiculizado en vida, Mesmer fue recordado a través del nombre que se le dio popularmente a la hipnosis: mesmerismo. Sesenta años después, Jean Charcot demostró la conexión entre la hipnosis y la histeria, y se convirtió en uno de los fundadores de la psiquiatría.

Los mercados financieros se mueven por contagio e histeria. Las nuevas tecnologías de las comunicaciones amplifican la sugestionabilidad. Mesmer y Charcot constituyen una mejor guía para entender la nueva economía que Hayek o Keynes.

 

Una teoría de la conciencia
En la prehistoria evolutiva, la conciencia surgió como efecto secundario del lenguaje. En la actualidad, es un subproducto de los medios de comunicación.

 

Recuerdos en las piedras
Los conservacionistas se lamentan de la desaparición de los entornos salvajes, pero las ciudades también son ecosistemas en peligro de extinción. Desde los tiempos del Neolítico, cuando empezaron a surgir por primera vez en lugares como Çatal Hüyük, en la actual Anatolia, las ciudades han sido escenarios en los que los humanos han recreado los rituales de los cazadores-recolectores. Los seres humanos no están hechos para el trabajo incesante y las migraciones recurrentes que acompañan a la agricultura. Las ciudades se crearon, precisamente, por el deseo de una existencia estable.

Los cazadores-recolectores están obligados a conocer su entorno local a fondo. Necesitan moverse libremente sobre el terreno para poder hacer un seguimiento de los cambios; pero no están obligados como los agricultores a desplazarse a nuevos territorios cuando agotan la fertilidad del suelo. Las vidas de los cazadores-recolectores se desarrollan en torno a un lugar del que nunca se van y que nunca cesan de explorar.

Todas las ciudades han sido nuevas alguna vez, pero son las ciudades viejas las que mejor calman la necesidad de una existencia estable. Iain Sinclair opina que las ciudades viejas guardan vestigios psíquicos de las distintas generaciones que han pasado por ellas: Las iglesias son solo uno de los sistemas de energías, o unidades de conexión, que hay en el interior de la ciudad. También están los viejos hospitales, los palacios de justicia, los mercados, las prisiones, los conventos. […] Cada iglesia es un recinto de fuerza, un blanco de todas las miradas, un lugar elevado que ejerce una influencia inadvertida en la marcha de los acontecimientos.

Las ciudades viejas son descendientes de una estirpe que se remonta al Laberinto de Cnosos, en la Creta de la Edad de Bronce.
En las ciudades, las personas son sombras proyectadas por los espacios y no hay generación que dure lo que dura una calle. En las expansiones posurbanas descontroladas que están sustituyendo actualmente a las ciudades, las calles van y vienen con la misma celeridad que las personas que las transitan. A medida que las ciudades van siendo deconstruidas y convertidas en espacios para el tráfico, la vida sedentaria que llegaron a albergar se va desvaneciendo de la memoria.

 

Este fragmento pertenece al libro Perros de paja que, con traducción de Albino Santos Mosquera, acaba de publicar la editorial Sexto Piso.

 

Notas:
[1] Marshall Sahlins, Economía de la Edad de Piedra, Akal, Madrid, 1977, p. 27. [N. del t.]
[2] J. G. Ballard, Noches de cocaína, Minotauro, Barcelona, 2003, p. 36. [N. del T.] 159
[3] Ibidem, pp. 205-206, excepto la frase final, que es traducción propia. [N. del T.]
[4] Ibidem, p. 205. [N. del T.]
[5] J. G. Ballard, Super-Cannes, Minotauro, Barcelona, 2002. [N. del T.]
[6] Ibidem. [N. del T.]
[7] Guy Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Anagrama, Barcelona, 1999, pp. 100-101. [N. del T.]

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