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Universo eleganteFronteras de la cienciaLa conjetura de Poincaré resuelta por Perelman

La conjetura de Poincaré resuelta por Perelman

 

Hace un año, durante un vuelo a Barcelona, leí un sarcástico artículo que sobre el matemático Grisha Perelman y con el título de Ciencia infusa. Donde Cristo perdió la chancla (páginas 53 y 54). Aparecía en el número 53 de la revista Ling, que la compañía Vueling ofrecía a sus pasajeros. Quedé estupefacta, pues todo lo que en el artículo se decía sobre las matemáticas y sobre la vida profesional y personal de Perelman estaba, sin el menor disimulo ni escrúpulo, inventado. ¿Cómo es posible que el equipo editorial de una revista que van a leer cientos de pasajeros permita la publicación de un artículo en el que se habla de lo que no sabe con tanta ignorancia y arrogancia y se hace, además, con un sarcasmo tan grosero? Lo firmaba alguien con el nombre de Iñaki Berazaluce y me sentó tan mal que tardé casi un año en poder releerlo y entender por qué su lectura me había alterado (como ocurrió con algún otro texto similar, aunque no tan violento, que publicó la prensa española a raíz de que Perelman decidiese no viajar desde su pueblo ruso hasta el  Palacio de las Naciones para recoger, de mano de Juan Carlos I de Borbón y en presencia de Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz Gallardón, la Medalla Fields durante el International Congress of Mathematicians celebrado en Madrid en 2006).

 

Y sin embargo, el autor estaba furioso. Me había indicado que estaba furioso el signo siguiente: al leer lo que escribía sobre X, yo no había pensado en lo que decía, sino en él personalmente. Cuando un razonador razona desapasionadamente, piensa sólo en su razonamiento y el lector no puede por menos que pensar también en el razonamiento. Si el autor hubiese escrito sobre X de modo desapasionado, si se hubiese valido de pruebas irrefutables para establecer su razonamiento y no hubiera dado la menor señal de desear que el resultado fuera éste con preferencia a aquél, tampoco el lector se hubiera sentido furioso. Hubiera aceptado el hecho, como uno acepta el hecho de que los guisantes son verdes y los canarios amarillos. Así sea, hubiera dicho yo (Virginia Woolf, Una habitación propia, [13], página 49).

 

En la segunda lectura del texto caí en la cuenta de que la causa de mi reacción primera fue el haber identificado (aunque no de forma consciente) la intimidación que éste escondía. Intimidación dirigida no a Perelman —que Berazaluce sabía no leería su artículo— sino a todos los que, como Perelman, viven dedicados a actividades que se escapan a la comprensión del autor y, además, eligen elegir cómo hacerlo.

 

Soy profesora en la Facultad de Matemáticas de la Universidad Complutense de Madrid, y es muy probable que muchos de los alumnos que han pasado por mis aulas acaben leyendo artículos como el que la revista Ling publicó en junio de 2011. Es a ellos a quienes dedico estas páginas, ofreciéndoles en ellas algunas herramientas con las que defenderse de bravuconadas como las escritas por el señor Berazaluce.

 

 

Dónde y cómo los matemáticos vivimos y hacemos lo que hacemos

 

Donde el mundo cesa de ser la escena de nuestras esperanzas y deseos personales, donde nos enfrentamos a él como seres libres admirando, preguntando y observando, ahí entramos en el terreno del Arte y de la Ciencia (Albert Einstein, Out of my later years, 1950).

 

Perelman fue premiado por su hallazgo con un millón de dólares, premio que rechazó para —según explicó— “no quedar expuesto como un animal en el zoológico”. No es la primera vez que el matemático ha rechazado un premio de semejante magnitud, lo que ha servido para aumentar aún más su leyenda. Con los datos recibidos hasta el momento puedes hacerte una idea de que Grigori Perelman, Grisha para los amigos que NO tiene, no es muy fan de dar explicaciones en público, así que ignoramos cuáles son sus sentimientos religiosos. Lo que sí afirmó tras resolver la conjetura de las esferas tetradimensionales es que sentía que había hallado a Dios. Y aquí es donde nuestro héroe entronca con Maximilian Cohen, el protagonista de la película Pi de Darren Aronofsky. En la cinta, Cohen —genio y sociópata, como Perelman— intenta descifrar el modelo matemático que rige la bolsa de valores. Durante el tortuoso proceso halla el número de 216 dígitos que representa el verdadero nombre de Dios y que los judíos llevan milenios intentando hallar mediante la Torá. Enfrentados a través del cuádruple muro en aspa que separa la ciencia de la religión y la ficción de la realidad, Cohen y Perelman, Perelman y Cohen, habitan en el mundo ideal de las fórmulas matemáticas como un refugio ante ese otro mundo, azaroso, violento e imprevisible, que habitamos los humanos (Berazaluce, op. cit.).

 

Los matemáticos vivimos en el terreno del arte y la ciencia señalado por Einstein, que está en el territorio de la frontera. La frontera entre mente y espíritu, entre realidad y ficción, entre lo que comprendemos y lo que sólo podemos ver, entre lo que conocemos y lo que nunca podremos ni tan siquiera imaginar; entre una misma y el resto del mundo. Aunque no todos los habitantes de la frontera la experimentan de la misma manera, no me cabe la menor duda de que sólo alguien que nunca haya estado allí podría imaginarla como un cuádruple muro en aspa. Dejemos que la pluma de un reconocido habitante de este territorio nos lo describa.

 

Se trata del mundo de la frontera y voy a referirme a él como hombre fronterizo que soy […]. Lejos de caminar sin rumbo, la frontera siempre fue mi norte, aun antes de que las circunstancias me llevaran a ejercer una profesión a ella vinculada. Mis fronteras son todas trascendibles, como lo es la membrana de la célula, sin cuya permeabilidad no sería posible la vida, que es dar y recibir, intercambio, cruce de barreras. Y más aún que trascendible, la frontera es provocadora, alzándose como un reto, amorosa invitación a ser franqueada, a ser poseída, a entregarse para darnos con su vencimiento nuestra superación: ese es el encanto profundo del vivir fronterizo. Encanto compuesto de ambivalencia, de ambigüedad —no son lo mismo—, de interpenetración, de vivir a la vez aquí y allá sin borrar diferencias. Más allá nos tienta lo otro, lo que no tenemos: nos lo canta y nos lo promete la frontera. Los del centro, en cambio, viven la frontera de opuesto modo. Esa aventura les repele o les inquieta y se retranquean de la frontera adentro como el mar en el reflujo. Se repliegan al centro del espacio acotado, se instalan en el negro o en el blanco, temerosos de los grises infinitos y delicados. Encastillados en su centro, consolidan las fronteras como límite de sus dominios, alzando murallas y cerrando puertas. Si alguna vez las traspasan es abatiéndolas, para llevarlas más allá y reducir implacablemente “lo otro” a “lo mío” (José Luis Sampedro, economista y escritor, en Desde la frontera, discurso de entrada en la Real Academia Española, Madrid, 2 de junio de 1991).

     

La vida en la frontera es sencilla porque requiere poco, y es dura porque el poco que requiere es muy difícil de encontrar, y aún más difícil de mantener, en estos lares: un espacio propio, tranquilidad emocional y material y equilibrio entre el silencio y la compañía, todo ello escaso, costoso y frecuentemente mal considerado hoy.

 

Ahora no se procura alcanzar la iluminación, sino sentir el latigazo del deslumbramiento. Se busca el estrépito, lo aparatoso, los focos publicitarios; no el silencio, lo auténtico, ni el resplandor tranquilo de la lámpara. Un símbolo de nuestro tiempo es preferir la ducha, rápida, ruidosa y acribillante, en vez de envolverse voluptuosamente en la líquida seda del baño, lento y sosegado. Los países de la periferia conservan, aun en su atraso técnico, más sabiduría y eso es una esperanza para todos, porque cada día es más urgente compensar el desajuste esencial de esta civilización: el de tener muchos medios sin saber ponerlos al servicio de la vida (José Luis Sampedro, Desde la frontera, discurso de entrada en la Real Academia Española, Madrid, 2 de junio de 1991).

 

Y así, gradualmente, se encendió, a media espina dorsal que es la sede del alma, no esta dura lucecita eléctrica que llamamos brillantez, que centellea y se apaga sobre nuestros labios, sino este resplandor más profundo, sutil y subterráneo que es la rica llama amarilla de la comunión racional. No es necesario apresurarse. No es necesario brillar. No es necesario ser nadie más que uno mismo (Virginia Woolf, Una habitación propia; [13], página 18).

 

Cuando los matemáticos nos referimos a lo que hacemos lo llamamos “hacer matemáticas”. No sé de ninguna otra profesión en que esto ocurra; nunca he escuchado a nadie decir estoy haciendo poesía, o estoy haciendo música. Pero todos nosotros hacemos matemáticas.

 

Quizás la mejor manera de describir mi experiencia haciendo matemáticas sea comparándola con entrar en una mansión a oscuras. Entras en la primera habitación, y está a oscuras, completamente a oscuras. Vas dando tumbos, tropezando con los muebles. Poco a poco aprendes donde está cada mueble y, finalmente, después de más o menos seis meses, encuentras el interruptor de la luz. Lo conectas y de repente todo se ilumina. Puedes ver exactamente donde estás. A principio de septiembre, estaba sentado aquí, en este escritorio, cuando de pronto, del todo inesperadamente, tuve esta revelación increíble. Fue el más… el momento más importante de mi vida profesional. Nada de lo que haga otra vez será …” (Se emociona) “Lo siento” (Andrew Wiles, entrevistado por Simon Sighn en Fermat’s Last Theorem [10]).

 

Hacer matemáticas es un acto consciente de creación que, como tal, requiere condiciones adecuadas.

 

Hay una práctica importante relacionada tanto con la creación artística como con el descenso a otros mundos: el antiguo ritual de la incubación. Esta práctica estaba famosamente relacionada con el culto a Asclepius, sanador-convertido-en-dios, cuyo templo principal estaba en Epidaurus. […] Se puede pensar en la incubación como un análogo mágico-religioso del viaje del héroe al otro mundo; hay como un eco o recreación de tales descensos y viajes, con espíritu guía y alcance de sabiduría, conocimiento o revelación incluidos. La incubación está muy relacionada con esa actividad tan querida y necesaria del escritor: la ensoñación. Mientras que la verdadera incubación en cuevas solitarias puede ser mas prolongada y más extrema —y sus estados de trance más profundo— que la ensoñación, ambas formas de quietud nos permiten dejar el mundo temporalmente de lado para poder encontrar sueños y visiones, poemas, leyes, soluciones. Escribir es probablemente la única actividad, a excepción de las matemáticas, en que la ensoñación está tan buscada y valorada. Lo llamamos pensar en las musarañas, pues es cuando bajamos nuestra guardia racional, apagamos nuestros censores de lo que es razonable y nos abrimos a las Musas (Grace Dane Mazur, Hinges. Meditations on the portals of the imagination; [4], páginas 17, 19).

 

No es fácil construirse las condiciones adecuadas de quietud y silencio que permiten la incubación. Y una vez que se consigue, tampoco resulta fácil mantenerlas.

 

Tenemos todo tipo de bisagras en nuestras mentes, especialmente cuando intentamos instalarnos en un trabajo creativo. En nuestro mundo presente, lleno de conexiones etéreas allá por donde vayamos, de redes de internet pegajosas como una tela de araña, aún cuando estemos deseando encontrar una trampilla que nos lleve a la mazmorra secreta de la atención profunda, ponerse a trabajar a menudo supone oscilar dentro y fuera de foco mientras revoloteamos en el umbral perseguidos y tentados y ridiculizados por demonios. Para mí, algunos de los demonios más seductores son los de la luz y el cocinar. Estoy hablando de demonios italianizados —diablillos atractivos—, no de los demonios germánicos portadores de pesadillas (Grace Dane Mazur, en [4], página 125).

 

Una puesta de sol, nuestra serie favorita de televisión, las cervezas con los amigos en el bar de la esquina, las obligaciones familiares… Además, como bien apunta Gretchen (Grace) Mazur, vivimos rodeados de redes, tan atractivas y pegajosas como las impresionantes estructuras que las arañas tejen en los bosques. Cuando al amanecer los rayos del sol reflejándose en las gotas de rocío las convierten en hermosas catedrales de nácar, es difícil resistirse a su belleza; no es de sorprender que miles de insectos se dejen atrapar. Antaño todos teníamos un familiar o conocido atrapado en las drogas. ¿Quién no tiene hoy un ser querido atrapado en redes sociales, en internet o en el laberinto de espejos que se alza a nuestro alrededor cuando nuestra imagen aparece con regularidad en los medios de comunicación?           

 

Una parte nada desdeñable del sistema que conforma la especie humana, está conectada, de una manera u otra, a una maquinaria económica a cuyo mantenimiento y protección están dirigidas diversas profesiones muy en boga hoy en día. Para muchos resulta completamente incomprensible que alguien, por voluntad propia, desee mantenerse al margen de las reglas del juego bajo las que funciona el sub-sistema que la máquina genera. Nada hay que produzca mayor frustración y desazón que lo que no podemos entender. Quizás sea esta incapacidad para convivir con la diferencia lo que desata las furias y descalificaciones.

 

En cualquier caso, y sea cual fuere la razón por la que tantos parecen sentirse amenazados por su modo de vida, Grisha Perelman no es un loco. Es una persona con una inteligencia genial, capaz de entender las estrategias matemáticas más sofisticadas y de inventarlas él mismo. De tonto no tiene un pelo. Ha estudiado y trabajado en algunos de los institutos científicos más importantes del mundo; ha ganado olimpiadas y premios; ha estado, y triunfado, en lo más central del centro del sistema. Y un día, por voluntad propia, sin conceder entrevistas ni dar explicaciones a extraños, y mucho antes de resolver la Conjetura de Poincaré, decidió regresar a su pueblo y seguir haciendo matemáticas desde la quietud y el silencio del anonimato.

 

Narrador: durante siete años, el catedrático de Princeton Andrew Wiles trabajó en absoluto secreto, luchando para resolver el mayor problema matemático del mundo. Esta obsesión, que comenzó cuando era niño, le traería años después tanta fama como pesar […] Abandonó cualquier otra investigación, cortó con el resto del mundo y durante los siete años siguientes se concentró exclusivamente en la pasión de su infancia. “No puedes centrarte durante tantos años si no tienes el tipo de concentración exclusiva que demasiados espectadores hubiesen destrozado […] Durante los siete primeros años amé cada minuto que dediqué a este problema. Pese a que fue muy duro, lleno de retrocesos, lleno de dificultades que parecía imposible resolver, el tipo de batalla que yo estaba luchando era privada y muy personal. Pero después, cuando se encontró un problema en mi demostración, tuve que hacer matemáticas  en circunstancias, digamos, excesivamente sobreexpuestas. No es mi estilo en absoluto y no tengo el menor deseo de volver a hacerlo” (Andrew Wiles, entrevistado por Simon Sighn en Fermat’s Last Theorem [10]).

 

 

La Conjetura de Poincaré y la forma del Universo

 

Comencemos por describir la pregunta encarada por Perelman.

 

Las relaciones entre la ciencia y la religión durante la historia han sido entre malas y nefastas. Las religiones suelen mirar con desconfianza a la ciencia, que desvela los misterios sobre los que éstas se fundan, mientras los científicos observan con desdén las supersticiones de los creyentes. Sin embargo, de vez en cuando este muro de metacrilato se resquebraja y aparece la maravilla. Es lo que acaba de suceder en ese enigmático Universo paralelo que son las matemáticas. Allí habita un genio loco, Grigori Perelman, un tipo a mitad de camino entre el John Nash de Una mente maravillosa y el ajedrecista Bobby Fisher. Perelman, que vive enclaustrado en casa de su madre en San Petersburgo, se encumbró en el Olimpo del Álgebra en 2003 cuando resolvió la conjetura de Poincaré, un problema que ha traído de cabeza a los matemáticos de todo el mundo desde que el tal Poincaré lo planteara hace casi un siglo. [Ahora debería incluir en este párrafo una pequeña disertación sobre la conjetura Ori (elevada a teoría desde su resolución) pero, honestamente, me resulta tan incomprensible como el reglamento del béisbol. Valga decir que va de hiperesferas, superficies convexas y ecuaciones diferenciales. Y que es chunga, muy chunga.] (Berazaluce, op. cit.).

        

Desde hace siglos los científicos exploran el Universo. Unos buscan rastros de vida en otros planetas que nos permitan entender cómo se originó ésta en el nuestro, otros estudian la dinámica de los cuerpos celestes, otros intentan entender y describir la forma del cosmos… Las preguntas que guían a la ciencia en estas exploraciones son dos, cómo y por qué: cómo es el Universo, y por qué es así. Y la más importante de las herramientas que utiliza para recoger sus observaciones, enunciar sus preguntas y darles respuesta, es la matemática.

 

Grisha Perelman, pertenece a la saga de científicos que, iniciada con Bernhard Riemann (1826-1866) a mediados del siglo XIX, utilizan la topología [una primera definición de lo que es la topología se puede encontrar en la sección del artículo De la gravedad de los cuerpos a los cuerpos gravemente enfermos, publicado en esta revista] para estudiar la forma del Universo, y al resolver la Conjetura de Poincaré —tanto por el hecho en sí como por la manera en que lo hizo— entró (como el resto de los personajes de nuestra historia) a formar parte de ese ramillete de personas cuya obra tiene el poder de hacernos sentir al acercarnos a ella que, como las estrellas, brillamos con luz propia.

 

Para los científicos de mediados del siglo XIX —como para el resto de la sociedad europea ilustrada de la época—, el Universo era un contenedor tridimensional e infinito, que no ofrecía resistencia al movimiento, que tenía las mismas propiedades en todas sus partes, y en el que los objetos del mundo de lo que hay flotaban como si se tratase de bolas de Navidad siguiendo las leyes descritas por la gravitación universal de Newton. Este modelo de Universo había surgido en el siglo XVII, cuando con enorme éxito científicos como Galileo, Fermat, Descartes, Newton o Leibniz fueron capaces de construir modelos matemáticos que permitían describir y predecir muchos fenómenos que ocurren en la naturaleza. La herramienta geométrica esencial de estos modelos era la geometría de Euclides (la que todos estudiamos en la escuela, que recogió Euclides en su libro Elementos hacia el año 300 antes de Cristo), y puesto que el Universo geométrico descrito por Euclides habita en un contenedor tridimensional infinito, este fue el modelo del Universo físico que, primero de manera implícita y desde los logros de Newton de forma explícita, se aceptó en la sociedad europea científica e ilustrada del siglo XVII.

 

Al ir surgiendo a lo largo del siglo XIX geometrías distintas de la euclídea, las matemáticas pudieron ofrecer a la ciencia modelos geométricos alternativos a la caja de Newton con los que entender los datos que las observaciones del Universo brindaban. Pensemos, por facilitar la imagen, en dos dimensiones. En la geometría del plano euclídeo —el que estudiamos en el colegio—, por ejemplo, existen las rectas paralelas, las rectas que nunca se cortan por mucho que las prolonguemos. En una superficie esférica, sin embargo, no existen tales rectas. Sobre una esfera las rectas —pensadas como las líneas más cortas entre dos puntos dados— son las circunferencias máximas, que siempre se cortan unas a otras. No tenemos más que dibujar dos circunferencias máximas sobre una pelota y comprobar que se cortan en dos puntos.

 

Una vez que la ciencia contó con distintos modelos de espacialidades —por así decirlo— en su catálogo geométrico, era natural preguntarse cuál entre todas ellas casaba mejor con nuestra experiencia del Universo. Uno de los primeros en preguntárselo fue el matemático Bernhard Riemann. “¿Por qué ha de ser el Universo un enorme contenedor cúbico?”, argumenta Riemann en Fragmentos sobre variedades y geometría [8]. “¿Por qué no puede ser una esfera inmensa o un gran elipsoide?”. Si tal fuese el caso, dado su enorme tamaño nosotros lo percibiríamos plano, como esencialmente lo percibimos. Riemann cayó en la cuenta de que no había evidencia alguna a mediados del siglo XIX que indicase que el mundo fuese plano e infinito. Podría perfectamente ser esférico y, por lo tanto, ni plano ni infinito, aunque sí ilimitado en el sentido siguiente. Pensemos en una diminuta pulga caminando sobre la superficie de una esfera enorme; podría estar avanzando eternamente sin encontrar jamás un borde, un límite y, sin embargo, estaría recorriendo una región finita; además, dado su pequeño tamaño, en todo momento la pulga pensaría estar sobre un plano. Algo así podría pasarnos perfectamente a nosotros.

 

La imagen de una pulga caminando sobre una esfera es lo que en ciencia llamamos un experimento teórico [los experimentos teóricos más conocidos popularmente son los de trenes los de ascensores y trenes diseñados por Albert Einstein, que desarrolló sus teorías sobre el Universo precisamente estudiando las sugerencias de Riemann]. Las ideas de Riemann sugieren un precioso experimento teórico para estudiar la curvatura del Universo (ver [5], pág. 83). Antes de describir el experimento, veamos qué es la curvatura. Supongamos que queremos plantar olivos en un huerto. Podríamos utilizar una cuerda con nudos equidistantes, estirarla sobre el terreno y plantar los árboles en los lugares marcados por los nudos. Llevando primero la cuerda a lo largo de una dirección cualquiera y después en direcciones verticales a partir de la línea de árboles plantados, obtendríamos el olivar, cuya forma dependería de la curvatura del huerto.

 

Figura 1: Olivares con curvaturas distintas.

 

 

 

 

La Tierra es una superficie con curvatura positiva, un cilindro tiene curvatura cero, y un diábolo o una silla de montar son ejemplos de superficie con curvatura negativa. ¿Cómo saber la curvatura del Universo?

 

Figura 2: Experimento para investigar la curvatura del Universo.

 

 

 

Elegimos seis lugares equidistantes sobre la línea del Ecuador y los unimos entre sí formando un hexágono con centro en el centro de la Tierra. Desde cada uno de ellos lanzamos, en el mismo momento y a la misma velocidad constante, un cohete. Si los seis cohetes avanzan sin desviarse siguiendo la dirección marcada por los radios del hexágono original, en todo momento ocuparán los vértices de un hexágono con centro en el centro de la Tierra. Un hexágono dibujado sobre un plano tiene, como todos hemos estudiado en la escuela, todos sus lados y radios de la misma longitud, y esta propiedad es lo que permite identificar si el Universo tiene o no curvatura. Si, según van avanzando en el espacio, la distancia entre cohetes consecutivos se mantiene igual a la distancia entre cualquiera de ellos y el centro de la Tierra, concluiremos que el Universo tiene curvatura cero. Si la distancia entre cohetes se va haciendo mayor que la distancia entre éstos y el centro de la Tierra, nuestra conclusión será que, como una esfera, el Universo tiene curvatura positiva. Y, por último, si la distancia entre cohetes se va haciendo menor que la distancia entre éstos y el centro de la Tierra, la curvatura del Universo resultará ser negativa.

 

Reflexionando sobre los datos conocidos, Riemann concluyó que el Universo habría de ser una espacialidad con curvatura distinta de cero, de cuatro dimensiones, finita pero muy grande, y con una geometría tal que los habitantes del Universo la experimentan como si se tratase de la caja euclídea (de la misma manera que la pulga al caminar sobre una esfera cree estar en un plano euclídeo), como esencialmente hacemos nosotros. En ciencia, a las espacialidades con la propiedad de que cerca de cualquiera de sus puntos parecen un segmento de recta, una pequeña región de plano, un trozo de caja, etcétera, se las llama variedades. Riemann propuso como descripción plausible del mundo un modelo de variedad conocido en ciencia como hiperesfera o esfera tridimensional.

 

Atribuimos a un objeto variación continua cuando es posible una transición continua de una determinación del mismo a otra. La totalidad de las determinaciones (o también parte de ellas, entre las que sea posible una transición continua) constituyen entonces una variedad extensa continua, y cada una de ellas se llama punto de esa variedad. […] El concepto de variedad de múltiples dimensiones subsiste independientemente de nuestras intuiciones espaciales. El espacio, el plano, la línea, son sólo los ejemplos más intuitivos de una variedad de tres, dos o una dimensión. Aún sin tener la menor intuición espacial, podríamos desarrollar toda la geometría. […] Si bien podríamos deducir analíticamente todas las proposiciones sobre variedades de más de tres dimensiones, sería con mucho preferible el basar la teoría de las variedades de más dimensiones directamente sobre la geometría. Quiero desarrollar esto solamente para las variedades de 4 dimensiones. […] Una variedad de 4 dimensiones es aquí, pues, algo que contiene en sí infinitos espacios. Pero nunca podemos contemplar más que lo que está en un mismo espacio. Cuando diga, en lo sucesivo, que dos construcciones no están en el mismo espacio, quiere ello decir que no puedo contemplar ambas a la vez, no puedo hacerme absolutamente ninguna imagen de su lugar recíproco, sólo puedo extraer conclusiones lógicas a partir de las premisas que hago sobre ellas, y es un requisito esencial para la comprensión de lo que sigue, el  atenerse sólo a estas conclusiones lógicas. […] Queremos ocuparnos de una espacialidad de cuatro dimensiones. Se trata de una espacialidad continua de mayor extensión que todo el espacio infinito. Ciertamente, con nuestra intuición no podemos abarcar más que todo el espacio infinito, pero podemos desplazarnos a través de diversos espacios, uno tras otro. Quiero decir con ello: me imagino primero todo el espacio infinito, después me imagino otra vez todo el espacio infinito, pero pensando que todos los puntos que ahora contemplo son distintos de los puntos que contemplaba antes (Riemann en Fragmentos sobre variedades y geometría [8], págs. 93-95).

 

La figura imaginada por Riemann se entiende fácilmente si pensamos en la construcción de mapas. Desde el descubrimiento de las Américas, con frecuencia los cartógrafos dibujan el planeta en dos círculos. Cada uno de estos círculos representa la mitad de la esfera terrestre, y el borde de ambos círculos la circunferencia máxima común a ambos. Cuando vemos el mapa de los dos hemisferios, para representar la Tierra no tenemos más que (mentalmente) pegarlos a lo largo del borde y soplar hasta inflarlos.

 

Ahora imaginemos que tenemos delante de nuevo dos círculos. Esta vez, sin embargo, cada uno de ellos representa una esfera completa, con la Tierra colocada en el centro de la de la izquierda, que tiene en su interior todo lo que hoy en día podemos ver del Universo a través de telescopios. A continuación, imaginemos una civilización lejana, más allá del alcance de nuestra tecnología, situada en el centro de la esfera de la derecha, cuyo interior contiene todo lo que pueden alcanzar mirando a través de sus lentes. Hay varias posibilidades teóricas: que las esferas se encuentren muy lejos una de otra con mucho Universo entre ellas, que tengan partes en común, con galaxias observables para ambas civilizaciones o, según propone Riemann, que no se corten y que, de hecho, juntas constituyan todo el Universo, como los dos hemisferios del mapa de la Tierra juntos forman el globo terráqueo. No tenemos más que imaginar que podemos pegar las esferas una con otra a lo largo del borde. Dicho con otras palabras, la parte del Universo observable con nuestros telescopios, está dentro de una enorme esfera cuyo borde exterior coincide precisamente con el borde exterior de una segunda esfera que contiene el Universo visible por la otra civilización. Este borde exterior sería la esfera ecuatorial, que divide el Universo en dos partes: el viejo, el que conocemos o podremos conocer, y el nuevo, el que nunca podremos comprender.

 

Cuando Riemann presentó esta imagen como posible modelo del Universo, la gente lo consideró poco más que un producto de una imaginación fértil y calenturienta. Incluso hoy en día, siglo y medio más tarde y pese a saber gracias al trabajo de Albert Einstein que es plausible que el Universo sea como lo imaginó Riemann, para reproducirnos en la cabeza su espléndida visión sigue siendo imprescindible atreverse a pensar de otra manera. Hay una anécdota de David Hilbert (1862-1943) muy contada en entornos matemáticos. Parece que un día se dio cuenta de que uno de sus alumnos había dejado de asistir a clase, y preguntó por él. Le dijeron que había dejado la carrera para convertirse en poeta. Hilbert comentó: “Una decisión excelente; no tenía imaginación suficiente como para ser matemático”. Pues bien, aunque probablemente a Hilbert le sorprendería saberlo, no fue un matemático, sino un poeta, el primero en describir el Universo como una hiperesfera ([5] y [6]). En La Divina Comedia. Paraíso (ver [1], canto XXVIII), Dante Alighieri (1265-1321) describe el Universo como formado por dos esferas que comparten su superficie, a la que Dante llama Primer Motor. La primera de ellas comprende el  Universo visible y contiene, a su vez, una serie de cielos o esferas menores transparentes y concéntricas, con la Tierra en su centro.

 

Figura 3: La hiperesfera de Riemann según Dante Alighieri.

 

 

Del otro lado del Primer Motor está el Empíreo, el Paraíso propiamente dicho, que Dante imagina como una segunda esfera con varios órdenes de ángeles girando en esferas concéntricas alrededor de un centro donde un punto de luz ilumina con intensidad casi cegadora. Beatriz guía al poeta desde la superficie terrestre, a través de los diversos cielos del Universo visible hasta el Primer Motor. Una vez allí, al mirar hacia el exterior del mundo visible, el poeta se encuentra mirando hacia el interior de la esfera del Empíreo.

 

Reflexionando sobre la obra de Riemann, sus contemporáneos matemáticos del siglo XIX cayeron en la cuenta de que Riemann estaba pensando en términos de topología, una ciencia que, como veremos más adelante, estudia las propiedades geométricas que no dependen de distancias (tamaños) ni ángulos (formas), sino sólo de la idea —un poco ambigua— de la posición relativa de las partes ([5], pág. 28). El experimento teórico de Riemann, por ejemplo, no depende de la longitud exacta de la línea del Ecuador ni de la velocidad exacta a la que vayan los cohetes. Sólo es relevante que los cohetes en todo momento forman un hexágono, y no importa cómo sea de grande este hexágono. Lo mismo ocurre con su modelo de Universo. Tenemos dos esferas pegadas una a otra por su borde y todo lo que es el exterior de una de ellas es el interior de la otra. El cómo de grandes sean estas esferas resulta irrelevante. También se dieron cuenta de que, a la hora de dar una descripción precisa —es decir, en lenguaje matemático— de estas ideas, pensar las variedades desde ellas mismas y no desde fuera, a la manera introducida por Gauss a principios del siglo XIX, simplificaba mucho las cosas. Pensemos en una esfera. Vista desde fuera, la esfera vive, por así decirlo, en un espacio tridimensional, pues encierra un volumen. Sin embargo, en sí misma, como superficie, sólo tiene dos dimensiones. Para determinar cualquier punto sobre el globo terráqueo, por ejemplo, basta con dar dos números, su longitud y su latitud. A efectos matemáticos, la esfera es una variedad de dimensión dos. Además, cerca de cualquiera de sus puntos tiene el aspecto de una región plana; un habitante minúsculo de un Universo esférico creería habitar sobre un plano. Globalmente tal mundo es una esfera, pero localmente (en la vecindad de cualquiera de sus puntos) tiene las propiedades de un plano. De la misma manera, una circunferencia está contenida en un plano, pero como variedad no es más que una curva unidimensional, y cerca de cualquiera de sus puntos para una pulga tiene el aspecto de un segmento. Un habitante minúsculo de un Universo circunferencial creería habitar sobre una recta. Globalmente tal mundo es un circunferencial, pero localmente tiene las propiedades de una recta. Un razonamiento análogo (recordemos las instrucciones de Riemann sobre atenernos, sin vértigo, a la lógica allá donde nuestra imaginación no llegue) nos sugiere que, aunque la hiperesfera descrita por Riemann vive en un espacio de cuatro dimensiones, puesto que en la vecindad de cualquiera de sus puntos tiene el aspecto del espacio euclídeo tridimensional de Newton, como variedad, en sí misma,  tiene tres dimensiones.

 

En 1887, el rey Oscar II de Suecia ofreció un premio de 2.500 coronas a quien encontrase respuesta a una pregunta fundamental para la astronomía, en ese momento una ciencia muy en boga: ¿Es estable el sistema solar? El premio lo ganó el matemático Henri Poincaré (1854-1912) con su ensayo Sobre el problema de tres cuerpos y las ecuaciones dinámicas (1890). Poincaré comenzó por simplificar el problema. Cuando un sistema no cambia mucho bajo el efecto de perturbaciones pequeñas, se dice que es estable. Para saber si un sistema es estable o no, tendremos que estudiar cómo le afectan pequeñas perturbaciones. Los planetas del sistema solar recorren, cada cierto periodo fijo de tiempo, una trayectoria cerrada y fija llamada órbita. Para saber si el movimiento de un planeta se ve alterado o no por una perturbación analizamos el efecto de la perturbación en su órbita.

 

Cuando se estudia el efecto de una perturbación en la órbita de un planeta, lo primero que hay que confirmar es que, tras la perturbación, la trayectoria describe aún una curva cerrada, pues si la curva no es cerrada su órbita no podrá ser fija, y no tiene sentido ponerse a medir cuánto tiempo tarda en recorrerla y si este tiempo se mantiene constante. Poincaré astutamente pensó que para saber si la trayectoria de Marte —o cualquier otro planeta— describe una curva cerrada o no, es innecesario seguirle con nuestro telescopio a lo largo de su recorrido. Basta fijar la lente en su posición en un momento dado, poner los pies encima de la mesa y esperar tranquilamente a ver si vuelve a pasar por ese punto. Si no pasa, no es cerrada y hemos terminado. Sólo si pasa tiene sentido poner en marcha el cronómetro para calcular el ciclo de la órbita. De hecho, si lo único que nos interesa es saber si el planeta vuelve o no al punto de partida, el que lo haga describiendo una ese o lo haga de manera directa nos resulta irrelevante. Dicho con otras palabras, el que una curva sea cerrada o no, no depende de su tamaño ni de su forma, y es, por lo tanto, una propiedad topológica de la curva, como la configuración es una propiedad topológica de una gráfica. Y haciendo topología fue como en 1887 Poincaré ganó las 2.500 coronas ofrecidas por el rey sueco, y la nueva manera de estudiar el espacio se implantó en la comunidad científica.

 

La topología son las matemáticas de la continuidad, las matemáticas que estudian aquellas propiedades de las figuras que permanecen inalterables bajo cambios graduales, cambios que llamamos continuos y que tienen lugar poco a poco y sin alteraciones súbitas, conocidas como discontinuidades. Es posible transformar de manera continua una bola de barro en un cubo, un plato o un vaso, objetos equivalentes topológicamente. Sin embargo, para producir una taza con asa a partir de una bola de barro, tendremos que producir en ella un agujero, una discontinuidad. Eso sí, una vez que tengamos hecho el agujero en la bola, podremos de manera continua convertir la taza en una rosquilla o una jarra, objetos equivalentes desde el punto de vista topológico. En la geometría usual, dos figuras son equivalentes si al colocar una sobre otra coinciden; en topología, dos figuras son equivalentes si podemos transformar una en otra de manera continua, sin crear nuevas adherencias ni romper las que haya. Una bola de plastilina se puede transformar de manera continua en un vaso; basta apretar en la bola con nuestro puño. La figura esfera y la figura vaso son topológicamente equivalentes, como lo son una anilla y una taza con asa. Y también son topológicamente equivalentes dos figuras que se obtienen una de otra mediante lo que llamaremos un procedimiento cortar y pegar: cortamos una variedad, la deformamos de manera continua y la volvemos  pegar por el mismo sitio.

 

Figura 4: Un lazo es topológicamente equivalente a una circunferencia. Cortamos y estiramos; estiramos un poco más, y un aún más, para anudar y pegar en el mismo sitio.

 

 

A finales del siglo XIX, mucha de la actividad matemática en astronomía estaba dedicada a recopilar observaciones y elaborar experimentos teóricos que permitiesen clasificar las formas posibles del Universo y determinar cuáles entre ellas casaban con las observaciones. Las investigaciones sobre las variedades que la comunidad matemática llevó a cabo a finales del siglo XIX y principios del XX, pusieron de manifiesto que el Universo que habitamos es una variedad, y que si queremos entender el Universo en que vivimos hemos de estudiar y clasificar su topología.

 

Antes de empezar a reflexionar sobre la topología de las variedades, recordemos que se trata de “espacios” (cuerpos geométricos) que “localmente” (cerca de cualquiera de sus puntos) tienen el aspecto de un segmento de recta (variedades de una dimensión), una región de plano (variedades de dos dimensiones), un pedazo de espacio euclídeo (variedades de dimensión tres), etcétera. Ya hemos visto que las variedades tienen distintas dimensiones; también pueden ser abiertas (“no compactas” las llamamos en ciencia, como la recta, el plano o el cilindro) o cerradas (“compactas” o acotadas, como la circunferencia, la esfera o el toro, nombre matemático de la figura rosquilla), y las hay “conexas” (si consisten en un solo trozo o, lo que es lo mismo, dos puntos, los que sean, siempre se pueden unir por una trayectoria completamente contenida en la variedad) o “no conexas” (hechas de varios trozos).

 

Figura 5: Ejemplos de variedades conexas y no conexas.

 

 

Si se piensa con detenimiento sobre ello, no es difícil caer en la cuenta de que para clasificar las variedades basta con clasificar las variedades conexas, pues el resto se obtiene uniendo varios trozos. Comencemos, pues, con las variedades conexas sin borde de una dimensión. Es un hecho demostrado que en toda variedad conexa sin borde de una dimensión ocurre necesariamente una entre dos posibilidades incompatibles: 1) si cortamos por un punto, el que sea, la variedad se desconecta, como ocurre en una recta; y 2) si cortamos por un punto, el que sea, la variedad no se desconecta, como ocurre en una circunferencia. Una consecuencia de este hecho es que toda variedad conexa sin borde de una dimensión es topológicamente equivalente o bien a una recta o bien a una circunferencia.

 

Figura 6: Variedades de una dimensión: topológicamente rectas o circunferencias.

 

                                                                                                                                                                   

La situación es mucho más complicada en variedades de dos dimensiones. Para empezar, además de compactas y no compactas, pueden ser orientables (como la esfera o el toro) y no orientables (como la banda de Möbius). Las observaciones indican que el Universo (al menos la parte accesible a nuestra civilización) es orientable, así que nos centraremos en las variedades orientables. Los dos ejemplos primeros de variedades de dimensión dos compactas y orientables son la esfera y el toro. La primera diferencia que observamos entre ellas es que en un toro podemos dibujar dos circunferencias que sin ser tangentes se corten un solo punto, algo que no se puede hacer en una esfera.

 

Figura 7: La esfera y el toro.

 

 

 

Estudiar este tipo de cuestiones permite catalogar las posibles formas del Universo. Imaginemos un viaje intergaláctico en el que, salgamos de donde salgamos, regresamos siempre al mismo lugar. Para facilitar las imágenes, pensemos que estamos en una variedad de dimensión dos. Podríamos estar sobre un cilindro, una esfera, o una rosquilla con al menos un agujero. Para determinar en qué situación estamos, repetimos el viaje y esta vez pintamos nuestro rastro con una línea azul. A continuación salimos de nuevo, pero esta vez siguiendo una trayectoria perpendicular a la anterior que pintamos de rojo. Si no regresamos nunca al lugar de origen estaríamos sobre un cilindro; si regresamos al punto de origen y a mitad de camino nos hemos encontrado con la línea azul, estaremos sobre una esfera; y si regresamos al punto de partida sin habernos cruzado con el rastro azul sabremos que hemos recorrido una variedad que, por tener agujeros no es simplemente conexa.

 

Figura 8: Viajes intergalácticos.

 

 

Otra diferencia importante entre la esfera y el toro es que si en una esfera dibujamos una línea curva cerrada cualquiera, y recortamos por su trazo, la esfera queda siempre partida en dos casquetes. Sin embargo, en un toro podemos dibujar curvas tales que al recortar por ellas sigamos teniendo una sola pieza; esto es, el toro no se desconecta necesariamente en dos trozos al cortar por una curva cerrada; dependerá de la curva. Y lo mismo le ocurre a una variedad con más agujeros. La razón es que sobre una esfera toda curva cerrada se puede deformar en cualquier otra de manera continua, mientras que sobre una variedad con dos agujeros hay pares de curvas cerradas que no es posible deformar una en otra. Una variedad en la que —como en la esfera— siempre que tengamos dos curvas cerradas, las que sean, podemos deformar una en otra de forma continua se llama “simplemente conexa”. Así pues, hay dos tipos de variedades bidimensionales compactas y orientables: las que son simplemente conexas y las que no lo son.

 

Figura 9: Variedades simplemente conexas y no simplemente conexas.

 

 

 

 

Desde el siglo XIX se sabe que toda variedad de dimensión dos, compacta (acotada) y orientable que sea simplemente conexa, es topológicamente equivalente a una esfera [la Conjetura de Poincaré es esta mis afirmación pero referida a variedades de dimensión tres: toda variedad de dimensión tres, compacta y orientable (es decir todo volumen cerrado y orientable) que sea simplemente conexa es topológicamente equivalente a una hipersefera, esto es, se puede transformar de manera continua en el modelo de Universo de Riemann y Dante]. Este hecho, conocido como la Conjetura de Poincaré para dimensión dos [es importante no olvidar que tal nombre supone un abuso de lenguaje, puesto que al tratarse de un teorema demostrado estamos ante un hecho que sabemos cierto, no ante un hecho que conjeturamos cierto, como la palabra conjetura sugiere], es muy importante, pues simplifica enormemente nuestras investigaciones al garantizarnos que toda variedad de dimensión dos compacta y orientable o es una esfera, o se obtiene a partir de una esfera pegando asas. Así pues, si nuestra variedad de dimensión dos compacta y orientable es simplemente conexa, estamos esencialmente, ante una esfera. Si no es simplemente conexa, podemos practicar una cirugía: buscamos una curva tal que al cortar por ella la variedad no se desconecte, cortamos y  cauterizamos, obteniendo así una variedad con un agujero menos que la variedad inicial.

 

Figura 10: Proceso de cirugía.

 

 

 

Después de varias cirugías terminamos siempre (es decir, está demostrado) obteniendo una variedad de dimensión dos simplemente conexa, es decir, una esfera. El proceso inverso a la cirugía es de pegar un asa a una variedad (proceso que consiste en dibujar circulitos donde vayamos a pegar el asa, recortar y pegar por el borde de los agujeros los extremos del asa), obteniendo así una variedad con un agujero más que la variedad inicial.

 

Figura 11: Proceso de pegar asas.

 

 

La conjetura de Poincaré en dimensión dos, junto con los procesos de cirugía y pegar asas, nos permite dar una clasificación completa de las variedades de dimensión dos compactas y orientables: o son esferas, o son esferas con asas, por lo que para clasificarlas por completo basta con dar el número de asas.

 

¿Sería posible demostrar que las variedades de tres dimensiones tienen la misma propiedad que las de dos?, se preguntó Poincaré. De ser así, sería posible clasificarlas todas siguiendo un razonamiento análogo al seguido en dos dimensiones. Tras analizar la pregunta, Poincaré concluyó que la respuesta es sí, pero al no poder demostrarla él mismo, en 1904 compartió con el resto de la comunidad matemática su sospecha, conocida desde entonces como LA CONJETURA DE POINCARÉ: TODA VARIEDAD TRIDIMENSIONAL COMPACTA Y ORIENTABLE ES UNA DEFORMACIÓN CONTINUA DE LA ESFERA TRIDIMENSIONAL.

 

    

La idea de Perelman para resolver la Conjetura de Poincaré

 

Pues bien, Perelman, el tipo que viste como un homeless (un homeless ruso, iojo!), resolvió la conjetura de Poincaré en su casa y la publicó en Internet sin pasar por el acostumbrado trámite de escribir un artículo en una publicación científica. Lo más sorprendente del asunto es que Perelman empezó a trastear con el problema para solucionar otro enigma más ultraterrenal: averiguar a qué velocidad tendría que haber caminado Jesucristo sobre las aguas para no hundirse. La cuestión es más folclórica que matemática, de modo que podría haberse resuelto con un expeditivo: ‘a 50 por hora’ o ‘a toda hostia’ (por hacer la gracia), pero Perelman prefirió tomar el camino sinuoso y resolver, como quien no quiere la cosa, uno de los siete Problemas del Milenio, según el Clay Mathematics Institute, el único resuelto hasta la fecha. Eso sí, Perelman no fue capaz de resolver la incógnita que le traía de cabeza: la velocidad crística sobre una superficie acuática (Berazaluce, op. cit.).

 

Por lo que tengo entendido, la primera vez que Gabriel García Márquez abrió La metamorfósis de Kafka, era un adolescente y estaba tumbado en un sofá. Al leer

Cuando Gregor Samsa despertó una mañana de un sueño inquieto, se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto,…

García Márquez se cayó del sofá, estupefacto ante la revelación de que ¡está permitido escribir así! Con frecuencia me ha ocurrido, y seguro que a todos los matemáticos les pasa lo mismo, que al enterarme de alguna idea maravillosa que alguien ha tenido, me he caído del sofá (en sentido figurado) como García Márquez, mientras pensaba con asombro, “¡No había caído en la cuenta de que estuviese permitido hacer eso!” (Barry Mazur en Imaginning numbers (particularly the square root of minus fifteen) [3], páginas 65, 69).

 

Recordemos el enunciado de la Conjetura: si una variedad tridimensional —esto es, una figura geométrica que en la cercanía de cualquiera de sus puntos se percibe como el espacio cúbico de Euclides y Newton que estudiamos en la escuela— es compacta —cerrada— y admite una orientación, entonces puede ser deformada de manera continua en una hiperesfera. 

 

Así pues, partimos de una variedad tridimensional, compacta y orientable cualquiera, la que sea, y buscamos garantizar la existencia de algún tipo de transformación continua que nos permita deformarla en una hipersefera. Perelman demostró que la transformación conocida en matemáticas como “el flujo de Ricci”. El flujo de Ricci es un término geométrico que describe la trayectoria del calor a través de un objeto, esto es, describe cómo se difunde el calor en el interior de un objeto. Para hacer más fácil la comprensión del significado de este término geométrico (que no tiene nada que ver con las aguas, ni las de los grifos, ni las que corrían bajo los pies de Cristo), volvamos por un momento a la situación bidimensional, que nos permitirá ayudarnos de imágenes.

 

Tenemos una variedad bidimensional, compacta y orientable cualquiera y la imaginamos hecha de algún material elástico, goma, por ejemplo. Para transformarla en una esfera podemos inflarla con aire o cualquier otro gas, y también podemos llenarla de agua o arena. Elijamos el método que elijamos, acabaremos con una esfera, pero las formas que irá tomando la variedad en el proceso serán muy distintas según el caso, y, consecuentemente, las matemáticas para describir tal proceso serán también muy distintas. En un caso habremos de reproducir el flujo del aire, en otro el del gas que sea, o el agua, o la arena… ¿Y cómo se hace esto en geometría? Pues se dibuja una trama de rectas sobre la superficie de goma y se va describiendo cómo el proceso afecta a esta trama de goma. Podemos hacer el experimento en casa con un globo. Antes de inflarlo dibujamos con un bolígrafo sobre su superficie un entramado de rectas (introducimos una “métrica”, lo llamamos en matemáticas) y vamos observando cómo se deforma según vamos soplando. Lo desinflamos y hacemos lo mismo pero esta vez lo llenamos de arena. Es fácil observar que el efecto del flujo de aire sobre la métrica (el entramado de rectas) es muy distinto del efecto del flujo de arena. En ambos casos, sin embargo, la deformación a que se ven sometida la métrica por un lado es continua —las rectas se van deformando poco a poco sin romperse ni alterar la estructura topológica de la trama— y por otro da una descripción exacta de lo que está ocurriendo en la superficie del globo. El hecho de que la variedad es orientable nos permite describir con toda precisión en lenguaje matemático el comportamiento de la métrica bajo el efecto del flujo continuo que sea, y producir una sucesión de imágenes matemáticas que recogen el efecto sobre la métrica del flujo del aire en el primer caso, y del arena en el segundo

 

Pasemos ahora al caso tridimensional. Tenemos un objeto y lo calentamos. Para describir con precisión (es decir, matemáticamente) la difusión de la ola de calor a través  del interior del objeto, introducimos en este una métrica (que en este caso será una trama no de rectas, sino de planos, pues estamos en una situación tridimensional), y describimos el efecto del calor en ella. La sucesión de imágenes matemáticas que recogen el comportamiento del flujo de calor en la métrica es lo que se conoce con el nombre de flujo de Ricci.

 

Figura 12: Efecto del flujo de Ricci en una variedad.

 

 

El flujo de Ricci (el calor) tiende a deformar una variedad hacia la forma esférica, pero si la variedad tiene lo que llamamos singularidades (esquinas, púas, cicatrices, etcétera), pueden surgir problemas. Perelman demostró que, cuando sometemos una variedad tridimensional compacta y orientable al flujo de Ricci, esta se deforma y se convierte en una sucesión de bolas unidas entre sí por filamentos. El problema está en que el flujo de Ricci no puede atravesar los filamentos, se queda atascado, por así decirlo, así que Perelman los sustituye por cilindros (tubitos) por los que sí puede pasar el flujo de Ricci. Primero corta los filamentos utilizando un proceso de cirugía análogo al que hemos descrito para las variedades de dimensión dos, lo que le deja con una colección de esferas tridimensionales sueltas. A continuación recompone la variedad conectado de nuevo las esferas entre sí, pero esta vez no con filamentos sino con cilindros. Finalmente, demuestra que la variedad que ha obtenido es topológicamente equivalente tanto a la primera variedad como a la hiperesfera. Así pues, todas ellas son topológicamente equivalentes la una a la otra, con lo que la Conjetura de Poincaré queda demostrada como cierta.

 

Es importante hacer hincapié en el hecho de que la solución encontrada por Perelman tiene una característica muy inusual en el mundo de las matemáticas: se trata de una estrategia completamente original. El camino elegido por Perelman para demostrar  la Conjetura de Poincaré no es ni tan siquiera parecido a ninguno de los seguidos por quienes antes que él se habían acercado al problema.

 

 

Reflexiones finales

 

Organizar un congreso es muy costoso, mucho más si, como el que tuvo lugar en Madrid en 2006, gira en torno a un evento internacional de la importancia de la entrega de las Medallas Fields. Seguro que hubo que conseguir apoyos económicos de procedencias muy diversas. La furia que la decisión de Perelman de no asistir al acto para recoger su medalla desató en la soldadesca de la prensa española apunta a que, sin saberlo, le descuajeringó el chiringuito a alguien. Quizás a Fulanito, que convenció a Menganito de que él convencería a Perelman de venir a Madrid. Menganito, a su vez, habló con Zutanito que tiene un primo en tal banco… Nadie conoce las razones que llevaron a  Perelman a quedarse en su casa; le daría timidez o tendría gripe. En cualquier caso, además de no ser asunto nuestro resultan irrelevantes. Lo importante es su obra, que desde el primer momento él puso en internet, libre de pago, a disposición de cualquiera que desee acercase a ella.

 

En 2000 el Instituto Clay de Matemáticas (Cambridge, Massachusetts, Estados Unidos) publicó una lista de los siete problemas matemáticos sin resolver más importantes en opinión de sus expertos. El Instituto anunciaba, además, que entregaría un premio de un millón de dólares a quien resolviera cualquiera de ellos. La lista, que el propio instituto bautizó con el nombre de Problemas Matemáticos del Milenio, incluía la Conjetura de Poincaré, por lo que en marzo de 2010 a Perelman se le concedió el primero de los millones matemáticos del milenio, que él rechazó. Nunca he escuchado a ningún matemático cuestionar la decisión Perelman de no venir a Madrid. Sin embargo, muchas veces he asistido a debates entre matemáticos sobre su rechazo del dinero estadounidense. Curiosamente, en todas las ocasiones la conclusión fue la misma: en su lugar, nosotros tampoco lo habríamos aceptado.

 

Pongámonos en sus zapatos por un momento. Tengo cuarenta y seis años, he encontrado una actividad que me apasiona (hacer matemáticas) y en la que soy lo bastante bueno como para poder disfrutar contemplando (en sentido figurado) y construyendo las piezas más hermosas. También he encontrado —tras haber probado en muy diversos entornos, entre ellos los más reputados— las condiciones de quietud, tranquilidad y seguridad que me son necesarias y adecuadas para llevar a cabo tal actividad. He conseguido de hecho, resolver, en tales condiciones, uno de los problemas matemáticos considerados más hermosos y difíciles. Un día suena el teléfono, y una voz conocida me anuncia que el Clay Institute me ofrece un millón de dólares. Vivo en un pueblecito ruso, corre el año 2010… ¿Cómo sería mi vida a partir de hoy si acepto el dinero? ¿Cuál es el precio real que yo habría de pagar por ese millón de dólares?

 

En 1929 el matemático Alfred Whitehead dedicó un delicioso librito de cuarenta páginas (La función de la razón [12]) a explicar que la función de la capacidad de pensar es mejorar el arte de vivir. Y si hay algo que Perelman sabe hacer, y con mucho arte, es pensar. Así que, tras reflexionar sobre ello, decidió no aceptar el dinero que el Instituto Clay le ofrecía, alegando que no lo necesitaba y le destrozaría la vida. Desde el Instituto le instaron a aceptarlo, sugiriéndole que, si no quería conservarlo siempre podría repartirlo entre los pobres. ¿Los pobres? ¿Qué pobres?, pensaría Perelman. ¿Cómo voy a saber a quien darle y a quien no darle? ¿Dejo de hacer matemáticas, me meto a gestor y me dedico a investigar quienes, entre los pobres del mundo, se merecen este dinero? Se me ocurre una idea mejor, contestó a la Fundación Clay. ¿Por qué no ustedes, desde el propio Instituto, que tiene una infraestructura mucho más adecuada y todas las conexiones necesarias, reparten ese millón en mi nombre entre los necesitados del mundo?

 

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido (Rainier María Rilke, Cartas a un joven poeta, primera carta, fechada en París el 13 de febrero de 1903).

 

La gran paradoja del escribir es que nos aislamos de la gente durante largos períodos de tiempo precisamente para poder hablar con ellos. Para poder hablar a otros, necesitamos evitarlos por temporadas y escuchar nuestras propias voces. Algunas de estas voces pueden ser sutiles y escurridizas, otras completamente asustadizas y quizás de otro mundo. Se necesita silencio y quietud para oírlas. Ese oscilar entre la compañía y la soledad es una de las cosas más extrañas que hacemos (Gretchen Dane Mazur, Hinges. Meditations on the portals of the imagination; [4], pág. 130).

 

 

Agradecimientos

 

Agradezco a Paloma Alcalá, José Luis Caramés e Inés Mª Gómez Chacón sus sugerencias, y a José Manuel Gamboa y Marta Macho la minuciosa lectura que hicieron de la versión preliminar de este artículo. Sus observaciones y comentarios han resultado fundamentales.

 

 

Bibliografía

 

[1] Dante Alighieri, La Divina Comedia. Paraíso, Canto XXVIII, traducción al castellano de Ángel Crespo, Planeta 1990, páginas 560-563.

 

[2] José Ferreirós, Riemanniana Selecta, Ediciones del CSIC. Madrid 2000.

 

[3] Barry Mazur, Imaginning numbers (particularly the square root of minus fifteen), Farrar, Straus and Giroux 2003.

 

[4] Grace Dane Mazur, Hinges. Meditations on the portals of the imagination, A. K. Peters Ltd. 2010.

 

[5] José María Montesinos, ‘Grupos cristalográficos y topología en Escher’, Rev. R. Acad. Cienc. Exact. Fis. Nat. (Esp.), Vol. 104-1 (2010), páginas 27-47.

 

[6] Robert Osserman, Poetry of the Universe; a mathematical exploration of the Cosmos, Weidenfeld & Nicholson, London (1995). Traducción al castellano en Drankontos, Grijalbo-Mondadori 1996.

 

[7] Mark A. Petersen, ‘Dante and the 3-sphere’, American Journal of Physics 47 (1979), páginas 1031-1035.

 

[8] Bernhard Riemann, Fragmentos sobre variedades y geometría, 1852/53, en [2], páginas 93-95.

 

[9] Bernhard Riemann, Sobre las hipótesis en que se funda la geometría (Lección de habilitación como profesor, 1854), en [2], páginas 2-18.

 

[10] Simon Sighn, Fermat´s Last Theorem. Documental producido por la BBC para su serie de divulgación científica Horizon, Londres 1996. La transcripción de los textos puede leerse aquí.

 

[11] Jeffrey R. Weeks, The Shape of Space: How to Visualize Surfaces and Three-dimensional Manifolds, segunda edición. Marcel Dekker 2002.

 

[12] Alfred N. Whitehead, La función de la razón (1929),  Altaya 1999.

 

[13] Virginia Woolf, Una habitación propia (1945), Seix Barral 1967.

 

 

 

Capi Corrales Rodrigáñez es profesora del departamento de Álgebra de la facultad de Matemáticas de la Universidad Complutense de Madrid. En FronteraD ha publicado De la gravedad de los cuerpos a los cuerpos gravemente enfermos y La saga Crepúsculo: Los Libros. Su blog, aquí

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