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#5cosas por las que ha merecido la pena estar vivo esta semana (103)

Sestear absorto y pálido   el blog de Jose de Montfort

1.

La obra In the Mountains (1982), de R.B. Kitaj.

 

2.

El artículo de Christopher Domínguez Michael «Homenaje a Emir con Murena (y su mala conciencia) como fondo» para Letras Libres sobre los críticos literarios Emir Rodríguez Monegal y Héctor A. Murena, ambos pertenecientes a la así conocida como Edad de la Crítica en América Latina.

Un extracto:

«Cierto olvido conviene a la posteridad de Murena, mientras es difícil imaginar al modernísimo Emir en otro sitio de la mesa que no sea la cabecera. De su crítica, la que me resulta más débil, en las cuentas de su centenario, es la dedicada expresamente a los “cuatro fantásticos”, es decir, a Julio Cortázar (lo del “lector cómplice” a mí me sabe a rancio), Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. Hay momentos críticos en que la complacencia es una fatalidad amorosa. Murena, en cambio, es un mondadientes para antimodernos. Yo los necesito a los dos; se modifica la dosis, no la apetencia.

Murena, véase El pecado original de América (1954) o Ensayos sobre subversión (1962), conserva, como un insecto atrapado en una estalactita, el complejo de inferioridad del latinoamericano obligado a ejercer la “imitación extralógica” que todavía postulaba Paz en El laberinto de la soledad. Somos y siempre seremos imitadores, se conduele Murena y, cuando se anima, logra afiliarse a América como “la utopía en acto” de Reyes. Rodríguez Monegal, en cambio, se conforma con el polémico recetario liberal de Roger Caillois sobre la unidad de América –continente de emigrantes sin que las civilizaciones originarias importen lo suficiente–, unidad de lengua y religión que aparecen juntas y de improviso uniendo sin separar, conciencia de unidad continental y republicana originada en las independencias simultáneas y hasta en una festividad del Descubrimiento, efeméride imposible y absurda en Europa.

Privado de su pasaporte, como tantos uruguayos durante la dictadura, Rodríguez Monegal, quien dirigiera la sección literaria de Marcha entre 1945 y 1957, era odiado lo mismo por los militares que por los militantes, según recuerda Block de Behar. Su indiferencia ante el marxismo o las modas postestructuralistas –aunque al morir coqueteaba con Jacques Derrida en Yale– no lo convirtió en un extravagante, sino en la prueba de que pasaron y se fueron los Barthes y las Kristevas y regresaron Leo Perutz y Joseph Roth, como me lo recordó hace poco Edgardo Cozarinsky. Porque nunca se fueron. Acá, gracias a Emir, Bello fue rehabilitado (y transformado en ancestro del hoy cancelado Pablo Neruda, a quien Rodríguez Monegal dedicó El viajero inmóvil en 1966), quedó Quiroga (“despojado por el tiempo de sus debilidades”), Rodó fue liberado de su condición de solitario alfil antiyanqui y se demostró que Cien años de soledad, hecha de tiempo, nada tuvo de experimental, tal cual lo entendían las fenecientes vanguardias de los años cincuenta y sesenta. Murena, en cambio, fue un Leo Naphta, un frankfurtiano de derechas. Le obsesionaba el marxismo-leninismo, en su opinión la forma más sofisticada del dominio técnico de la sociedad burguesa sobre el alma y la única revolución que le importaba era la de Sócrates. Para Murena, el totalitarismo, en cualquier forma, era la caricatura terrestre de ese “absolutismo espiritual” que amaba y nunca pudo explicar bien a bien en qué consistía. Fatalmente, Murena fue uno más de los rutinarios profetas de la catástrofe argentina, cuyo desenlace interminable no pudo presenciar debido a su muerte. “Juez del juicio final”, llamaba Emir a Murena. Y el colaborador de Plural y Vuelta –acusado por los cubanos, junto a Neruda y Fuentes, de estar al servicio de la CIA porque la agencia habría teledirigido la financiación de la revista Mundo Nuevo, que encabezaba en París Rodríguez Monegal– fue otro tipo de personaje: un liberal tranquilo. Para quienes tenemos el vicio del paralelo, nada más ilustrativo que las muertes como contrapunto. Rodríguez Monegal murió en gloria y majestad. Según cuenta, cariñosamente, Block de Behar en su prólogo a la Obra selecta, días antes de su muerte el autor de El juicio de los parricidas decide interrumpir el tratamiento médico terminal que recibía para despedirse de Montevideo y de sus amigos, dar un seminario y ser condecorado por el presidente del Uruguay, todo ello en noviembre de 1985. Los trabajadores en huelga del aeropuerto la interrumpen para dar paso franco a la ambulancia que permitiría la partida definitiva del crítico patrio de regreso a New Haven.»

 

3.

El mini documental de JJ Anderson «Ulysses Jenkins: Without your interpretation», sobre la vida y la carrera de Ulysses Jenkins, pionero del video arte en LA.

 

4.

El poema de Elizabeth Metzger «I Don’t Believe in a Moment without Intensity», que dice así:

«Black grasshopper
evolution must have made you
eat darkness

In daylight the field is green my heart goes in it

Ripping fistfuls for no reason
like a child coming to realize
he makes no difference mostly

If only I could eat while I love

I eat I wait I imagine insects so hungry
they would fly right into my mouth

Once the grass died without blame
Now it grows and survives
around me

The lives I gave up I want to have them back».

 

5.

Esta interpretación de «Love engine» por Pike Cavalero grabada en el The ROCKIN’ RACE JAMBOREE festival en Málaga en 2018.

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