Prólogo. Y la banda siguió tocando, por John Carter Cash
La creatividad de mi padre se inspiró en la música góspel y en la Biblia. Antes de aprender a andar ya conocía los cantos espirituales y podía entonar una melodía. En el mundo en el que creció, los espirituales no se cantaban solo en la iglesia, sino también en los campos, mientras se recogía el algodón. La vida era dura. Desde entonces, la música fue un acicate para poder ir tirando y dar cierto sentido a la vida. De noche en la cama se ponía a leer los salmos de David y, mientras todos dormían, se inventaba melodías para acompañar la lectura.
Esta fue la raíz de su creatividad y su música. Me dijo una vez que el corazón siempre estaba detrás de la letra de cualquier canción o de la música que se compusiera. Sin el pálpito del corazón, decía, la poesía más hermosa jamás creada no era más que un montón de palabras. Y papá jamás olvidó el verso de una canción que hubiera cantado una sola vez.
Cuando yo era un chaval, mis padres y yo solíamos hacer largos viajes. No había teléfonos móviles y tampoco podía leer en el autobús porqué me mareaba. De modo que o bien miraba por la ventana para ver pasar el paisaje o me ponía a charlar. A veces, papá se ponía a cantar.
Recuerdo un día en que cantó una canción que nunca había escuchado:
Casey would waltz with a strawberry blonde
And the band played on
He’d glide ’cross the floor with the girl he adored
And the band played on
—¿Qué canción es, papá? –pregunté.
—’The Band Played On’ –dijo–. Cuando yo era niño teníamos un gramófono de 78 revoluciones en casa, pero solíamos escuchar la música en la radio, no en la Victrola. Mi padre no iba a gastarse el dinero en una radio y, además, en un tocadiscos.
Lo cierto es que papá solía tener el álbum en la repisa de la chimenea. Era de su madre, de cuando era joven. Decía que la canción había sido escrita antes de que naciera él, antes del siglo xx.
—No había vuelto a pensar en esa canción desde que la escuché cuando era chico… más que tú.
—¿Qué edad tenías? –pregunté, mirándole.
—Unos seis años, creo. La escuché en Dyess, en la tienda del pueblo. A veces escuchaba música allí: tenían una Victrola y ponían discos si la gente los pedía.
—¿Cuántas veces la escuchaste?
—Eh, una vez.
—¿Una vez? ¿Solo?
—Sí –respondió–. Y creo que la recuerdo entera.
Y se puso a cantar la letra entera de aquel tema, con entonación perfecta. Una canción que no había escuchado desde 1938.
Y eso: la música le sostenía. Del mismo modo que su memoria brutal para las melodías y las palabras. En cualquier caso, el corazón era lo que otorgaba autenticidad a todo aquello y lo que lo hacía perdurable.
En 1955, cuando papá hizo la prueba para Sam Phillips en Sun Records, él y los Tennessee Two interpretaron un tema original. La canción de temática tradicional ‘Belshazzar’ contaba la historia de un orgulloso rey de Babilonia que acabó pagando las consecuencias de su soberbia. Sam no estaba interesado en grabar temas de góspel, aunque detectó el talento en la voz de mi padre y tomó nota de su estilo, encanto y carisma. Aparte de eso, papá hacía algo que la mayoría del plantel de Sun no solía hacer: componía sus propias canciones, música y letra.
Desde el principio, destacó entre sus coetáneos. También le iba el último grito, era un rockabilly revoltoso, pero apegado a la tradición y las raíces. Y aquella combinación lo convertiría en un artista muy especial.
Papá también se encomendó a su corazón en sus composiciones y en las canciones que eligió cantar. Canciones crudas, que despertaban conciencias y que nos recordaban lo que significa amar tu tierra. Con valentía se preguntó: ¿Dónde está la verdad? Y la respuesta a esa pregunta no estaba fuera, sino en su fuero interno. Era más partidario de la paz que contrario a la guerra. No odiaba al enemigo ni al soldado, brindaba su amor a cuantos conocía. Cuando contemplaba al público, fuera cual fuera –presos, marginados o quien sea–, veía sus hermanos, gente que había tropezado o que sufría por el destino que le había tocado en suerte o por el lugar donde había nacido. Nunca juzgaba y nos mostraba las injusticias ocultas a la vista de todos.
A lo largo de los años, puede que la letra de mi padre cambiara –llega un punto en que me resulta difícil saber su edad por la caligrafía–, pero su atención a –e intención en– la escritura nunca lo hicieron. Su música dejó una impronta indeleble. Tanto si versa sobre el amor, la rabia, la celebración, la fe, la pena, la esperanza, el fracaso o la alegría, las vidas de quienes la escuchan se ven transformadas.
Ahora, cuando leo sus palabras, veo que no han cambiado. Soy yo quien ha cambiado. Mi joven corazón y mi inocencia ya no están. Ahora leo sus letras de otro modo, y percibo otro mensaje. Del mismo modo en que mi padre nunca olvidaba la letra de una vieja canción, tampoco nosotros debemos olvidar las canciones que compuso y cantó. Y aunque ya no esté entre nosotros, lo que nos reconforta está más vivo que nunca en su música.
* * *
‘I Walk the Line’
I keep a close watch on this heart of mine
I keep my eyes wide open all the time
I keep the ends out for the tie that binds
Because you’re mine, I walk the line
I find it very, very easy to be true
I find myself alone when each day is through
Yes, I’ll admit that I’m a fool for you
Because you’re mine, I walk the line
As sure as night is dark and day is light
I keep you on my mind both day and night
And happiness I’ve known proves that it’s right
Because you’re mine, I walk the line
You’ve got a way to keep me on your side
You give me cause for love that I can’t hide
For you I know I’d even try to turn the tide
Because you’re mine, I walk the line
I keep a close watch on this heart of mine
I keep my eyes wide open all the time
I keep the ends out for the tie that binds
Because you’re mine, I walk the line
Por más que fuera un sueño escucharse a sí mismo en la radio, eran el asfalto y el polvo de la carretera lo que definía la auténtica vida de un cantante estrella. Los discos no se vendían solos. Al principio, Johnny se desplazaba a puebluchos cercanos a Dyess como Lepanto, Osceola y Etowah –cualquiera cuyo instituto contara con un auditorio o donde hubiera un granero disponible–, en los que a menudo tocaba para una docena de personas, en los días buenos. La dificultad estaba en que, incluso con veintitrés años, era ya un adulto enzarzado en un juego de niños. Todos dentro del trío tenían familia y responsabilidades –Marshall y Luther (ambos cuatro años mayores) mantuvieron sus trabajos habituales durante más de un año–, así como esposas que no contaban con que sus maridos llegaran tarde a casa, con fines de semana lejos del hogar… y con montones de crías chillando enloquecidas.
Johnny Cash se puso a prueba con perseverancia. No tardó en convertirse en un músico codiciado, para sumarse a giras encabezadas por pesos pesados del calibre de Sonny James, Webb Pierce, y hasta por la estrella más rutilante de todos ellos, Elvis Presley. Aquellas muchachas histéricas y predispuestas que atestaban los auditorios y salas de baile en cada parada se convirtieron en un extra omnipresente en los conciertos de Elvis, que ganaron fama como hervideros de amor desatado. En noviembre de 1955, antes de una actuación en el instituto de Gladewater, al este de Texas, los músicos de los diversos grupos estaban intercambiando con cualquiera que prestara oídos relatos subidos de tono de sus gestas bragueteras. Johnny, el novato, quizá habría deseado integrarse, pero renunció a la sesión de jactancia viril. “Yo no, chicos –soltó ante los pichabravas–. Yo me comporto”.
Grabada en abril de 1956 –dos semanas antes del nacimiento de su segunda hija, Kathleen–, ‘I Walk the Line’ entró en el Top 10 un mes más tarde, donde permaneció hasta el mes de marzo del año siguiente. Sigue siendo la composición más imperecedera de Johnny, una declaración de lealtad y devoción, escrita con la honesta certeza de un hombre consumido por la necesidad de honrar su palabra, hacer lo correcto, vencer la tentación y no extraviarse. No hablamos de un mensaje sofisticado, ni hay alardes o pretensiones. Se trata de una simple promesa de dedicación de por vida.
Rolling Stone definió ‘I Walk the Line’ como la mejor canción de country de todos los tiempos.
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‘Big River’
Now I taught the weeping willow how to cry
And I showed the clouds how to cover up a clear blue sky
And the tears that I cried for that woman are gonna flood you, Big River
And I’m gonna sit right here until I die
I met her accidentally in Saint Paul, Minnesota
And it tore me up every time I heard her drawl, Southern drawl
Then I heard my dream went back downstream, cavortin’ in Davenport
And I followed you, Big River, when you called
Then you took me to Saint Louis later on, down the river
A freighter said she’s been here, but she’s gone, boy, she’s gone
I found her trail in Memphis, but she just walked up the bluff
She raised a few eyebrows and then she went on down alone
Well, I pulled into Natchez, next day, down the river
But there wasn’t much there to make a rounder stay very long
When I left it was raining, so nobody saw me cry
Big River, why she doing me this way?
Now, won’t you bat it down by Baton Rouge, River Queen, roll it on
Take that woman on down to New Orleans, New Orleans
Go on, I’ve had enough, dump my blues down in the Gulf
She loves you, Big River, more than me
El río Misisipi señorea serpenteando desde Minnesota, cruzando diez estados a lo largo del corazón de Estados Unidos, hasta desembocar en el Golfo de México, al sur de Nueva Orleans. Durante siglos, lo surcaron barcazas y barcos de vapor que alimentaron el comercio de medio país, provee de agua de boca y de riego, produce energía eléctrica y es el ecosistema de cientos de especies de vida salvaje tanto fluvial como terrestre. Los caprichos del Big River marcaron las vidas de generaciones de estadounidenses, y sus crecidas regalaban abundancia y arrasaban sin compasión. Las inundaciones que devastaban granjas a lo largo de los años también depositaban estratos de cieno fértil con que nutrir la tierra para la próxima cosecha.
El río define la cultura de las ciudades a su vera, tales como Mineápolis y Saint Paul, Saint Louis, Memphis, Natchez, Baton Rouge y Nueva Orleans. Inspiró clásicos de la literatura en escritores como Edna Ferber, Herman Melville y Cornelia Meigs. La vida en el Misisipi, las memorias de Mark Twain, relataba sus tiempos como piloto de barcos de vapor y contaba anécdotas impagables del viaje que emprendió desde Nueva Orleans a Saint Paul. Tiempo después, sus personajes Tom Sawyer y Huck Finn capturaron la imaginación de los chicos, incluida la de J. R. Cash, quien creció en la sombra, a un tiro de piedra, del mismo hervidero hosco, revuelto y fangoso en que lo hicieron Tom y Huck. De noche, arropado bajo las mantas y leyendo a la luz de una linterna, implorando que la pila aguantara en la radio que sostenía junto a su oreja, J. R. solo soñaba con poder ver todos aquellos enclaves exóticos algún día.
La radio fue el trampolín de J. R. De ahí pegó el salto. De adolescente solía escuchar las emisiones del Grand Ole Opry. Aquellos intérpretes se le antojaban colosos con sus fabulosos sonidos y melodías grabados desde el mítico Ryman Auditorium en el “remoto” Nashville. Girando el dial podía acceder a músicos locales, que J. R. debía de encontrar más accesibles, a la vez que nutrían sus aspiraciones de que él mismo algún día pudiera ser escuchado en la radio. Llegó incluso a desarrollar cierta querencia por los suaves gorjeos de crooners como Bing Crosby y Perry Como, su tono elegante y maneras sofisticadas, tan deslumbrantes y aparentemente inalcanzables para un recolector de algodón.
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‘Big River’ es una obra maestra. Su profundidad y grandeza todavía me resultan difíciles de aprehender completamente. Papá era solo un chaval cuando la compuso, pero se trata de poesía americana esencial. Aparentemente, es la historia de un hombre roto sentimentalmente que sigue el curso del gran Misisipi, persiguiendo, desolado, a una mujer esquiva, inalcanzable. Pero se trata de mucho más que una historia desesperanzada de chico quiere a chica, chico pierde a chica. El elegante y marcado fraseo de la canción merece un lugar de excepción en la literatura musical de la nación. Cada ciudad a lo largo del trayecto es otro puñal en el corazón, a cada parada se topa con un nuevo rechazo. Ciudades retratadas con una viveza en sus rasgos –los promontorios de la ciudad paterna, Memphis, o la vida nocturna exuberante de Saint “Looey”– que ningún mapa podría brindar. Podemos oler la tierra americana y sentir las aguas revueltas y cenagosas. Cuando por fin llegamos al Golfo de México, sabemos ya que el gran río se ha llevado a su amor para siempre. El narrador no puede competir con su fuerza de arrastre.
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Johnny protagonizó su primer concierto carcelario en octubre de 1959, en el rodeo anual de la prisión estatal de Huntsville, Texas, junto con los actores de western James Arness, Chill Wills y Ken Curtis. Dos meses después, tocó en el espectáculo de Año Nuevo de la cárcel de San Quentin. Tanto la historia como la leyenda cuentan que entre los reos de San Quentin presentes en el concierto estaba Merle Haggard.
Johnny presentó ‘Send a Picture of Mother’ en público cuando reapareció en la cárcel de San Quentin con June Carter y los Tennessee Three el 1 de enero de 1963. También la interpretó con la Carter Family en su primera visita a Folsom, en 1966, así como en los conciertos que dio allí en 1968 y que dieron lugar al histórico álbum. Junto a ‘Don’t Take Your Guns to Town’, con su moraleja sobre atender los consejos maternos y ‘There’s a Mother Always Waiting at Home’ (1961), que Johnny recordaba cantar a su madre mientras ella esperaba que Ray regresara de su enésimo vagabundeo, esta era la tercera grabación del periodo en que Cash invocaba el poder del amor y la orientación maternales. Se podía apreciar una nostalgia creciente en las composiciones de Johnny. Carrie Cash siempre creyó en el destino de su hijo. A medida que el panorama se emborronaba, no debe sorprendernos que prevalecieran los temas sobre el hogar y la madre. John, como de costumbre, seguía contando su propia historia.
El declive en la carrera de Johnny y el fracaso de su matrimonio estuvieron acompañados, avivados quizá, por la destrucción de su salud. La prescripción rutinaria y masiva de estimulantes por parte del estamento médico en los años 50 y 60, sin casi información acerca de su peligrosidad, alcanzó proporciones colosales, sin que apenas nadie osara ponerle pegas. Millones de pacientes confiados –atletas, estudiantes, astronautas, amas de casa, camioneros y dietistas, también músicos– ingerían las pastillitas mágicas que supuestamente iban a solucionar sus problemas. Cuando se supo del poder adictivo de estas drogas “milagrosas”, la reacción intempestiva de muchos médicos consistió simplemente en recetar otra cosa: ansiolíticos para contrarrestar los efectos estimulantes. Atrapados en ese círculo vicioso, los pacientes se engancharon en cuerpo y alma a los fármacos.
La dependencia de Johnny vino dada, como en tantos otros casos, por la necesidad de mantenerse centrado y vigoroso ante las exigencias agotadoras de la vida en la carretera. Más tarde, los médicos optaron por tratar su depresión y alteraciones del humor alternando estimulantes con sedantes, lo que le garantizaba un estado permanentemente alterado. “Solo quería morirme”, dijo más tarde. Pero había otros planes para él, quién sabe por qué. Y empezaron con fuego.
‘Ring of Fire’ invirtió la suerte de Cash en 1963 de modo espectacular. Esta fiera exaltación de la pasión arrebatadora es el yin complementario del yang que representó ‘I Walk the Line’, el reverso de la moneda. Johnny volvía acompañado por la estridencia de las trompetas. En el último segundo, acorralado, el músico se la jugó y la maniobra salió bien. ¿Tópico? ¿Chiripa? Quizá un presagio. Para muchos, ‘Ring of Fire’ es la canción más importante de la carrera de Johnny. No solo impidió que la puerta se cerrara, sino que la echó abajo de una patada. Todo lo que vino después le debe su existencia al círculo de fuego.
‘Ring of Fire’
Love is a burning thing
And it makes a fiery ring
Bound by wild desire
I fell into a ring of fire
I fell into a burning ring of fire
I went down, down, down
And the flames went higher
And it burns, burns, burns
The ring of fire
The ring of fire
I fell into a burning ring of fire
I went down, down, down
And the flames went higher
And it burns, burns, burns
The ring of fire
The ring of fire
The taste of love is sweet
When hearts like ours meet
I fell for you like a child
Oh, but the fire went wild
I fell into a burning ring of fire
I went down, down, down
And the flames went higher
And it burns, burns, burns
The ring of fire
The ring of fire
I fell into a burning ring of fire
I went down, down, down
And the flames went higher
And it burns, burns, burns
The ring of fire
The ring of fire
And it burns, burns, burns
The ring of fire
The ring of fire
La grabación barrió las listas, donde Cash hacía tiempo que no aparecía, y pasó diecinueve semanas en el Top 10, siete de ellas en lo más alto. El público había dejado de escucharlo, pero ahora lo hacía de nuevo. Sin duda, el amor es cosa ardiente, y por más que duela, a veces vale la pena. Cash acertaba otra vez con las pasiones humanas.
Los ejecutivos de la discográfica, que ya estaban dispuestos a despacharlo, también volvieron a escucharle. Johnny era de nuevo un pez gordo en Columbia: si quería otro álbum conceptual, pues adelante. El cantante no dejó pasar la ocasión y sacó Bitter Tears: Ballads of the American Indian, uno de sus proyectos más osados. La existencia aciaga de los nativos americanos no era algo que inquietara particularmente al país cuando Johnny abrazó la causa. Después de entablar amistad con el activista y cantante folk Peter La Farge, Johnny produjo este disco airado y enormemente influyente en 1964. Puede que también ayudara la presunción errónea de que el propio Cash tenía sangre cheroqui. En cualquier caso, el álbum consolidó su posición en el ámbito del activismo social; Johnny cantaba acerca de las injusticias, las promesas rotas y el genocidio contra su “familia”, no necesariamente de sangre, cuestiones que habían sido enteramente olvidadas por los ciudadanos estadounidenses.
La esencia de Bitter Tears era la inmensa creación de La Farge ‘The Ballad of Ira Hayes’. Johnny sacó la canción de la marginalidad y la inyectó en la conciencia nacional. Contaba la verdadera, infame, tragedia del indio Pima que, con veintidós años, formó parte del contingente de marines que izó la bandera americana en la isla de Iwo Jima durante la Segunda Guerra Mundial. Diez años después, Ira murió de frío y alcoholizado. Todo aquello constituyó un episodio revelador para Johnny Cash y cimentó su solidaridad con la causa de los nativos americanos para siempre.
Bitter Tears cosechó una aprobación notable entre el público country a pesar de, o quizá gracias a, el espinoso tema que trataba, y lo hizo en mitad de la invasión musical británica que asolaba el país. Alcanzó el número dos en las listas y el single de ‘Ira Hayes’ pasó a ser número tres. Johnny lo interpretó en el Festival de Folk de Newport, en Rhode Island, lo que generó cierto cisma entre su público más fiel, parte del cual no compartía su implicación en el movimiento de protesta. A pesar del resurgimiento de su carrera, Johnny cada vez se sentía más aislado, y con problemas crecientes de salud y domésticos.
En 1965, en Texas, tras buscar infructuosamente a un médico que le recetara la medicación de la que ya era un adicto inerme y que se avergonzaba de tomar, Johnny se desmandó y cruzó la frontera a México, siguiendo el consejo no particularmente profesional de un taxista sobre un proveedor “alternativo” en una esquina de Ciudad Juárez. Cuando pretendía volver a entrar por El Paso, las autoridades le arrestaron por introducir bencedrina y meprobamato, dos tipos de anfetamina y ansiolítico, respectivamente, que eran los más populares en los Estados Unidos de la época. Aunque solían adquirirse por vía legal. Las consecuencias fueron una multa y una suspensión de pena, así como las patéticas fotos de la estrella del country esposado. No parece que el nubarrón que iba persiguiendo a Johnny en los últimos años fuera a disiparse. Sus ventas se abismaron. Se retiró a Chattanooga con la compañía de sus “auténticos” amigos, y trató de capear la tormenta.
Estos fragmentos pertenecen al libro Johnny Cash. La vida en letras. Johnny Cash, con Mark Stielper. Edición comentada y anotada por John Carter Cash, traducida por Miquel Izquierdo y publicado por Libros del Kultrum.