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ArpaLa vida empieza el viernes

La vida empieza el viernes

Ioana Pârvulescu

 

Para B., sea cual sea el mundo en que se encuentre

Introducción

Unos años antes de 1900, los días daban mucho de sí. La gente vibraba como los hilos del telégrafo, era optimista y creía, como nunca antes ni después, en el poder de la ciencia, en el progreso y en el futuro. Por ello, el Año Nuevo se había convertido en el momento más importante: el principio siempre reanudado del futuro.

La textura del mundo permitía los pensamientos locos y estos, a menudo, se convertían en realidad.

Rumanía estaba en Europa y su capital se había transformado en una ciudad cosmopolita que hacía grandes esfuerzos por organizarse y civilizarse. En Bucarest, según dicen todos los documentos de la época, jamás podía uno aburrirse ni de día ni de noche.

Los temperamentos sensibles temían a peligros desconocidos. Un hombre se defendía a bastonazos de la luz eléctrica. Una mujer se negó tenazmente a dejarse fotografiar por su hijo, aunque sí permitió que la pintara. Las neurosis se transformaban en poesía, el dolor y el opio iban de la mano. La tuberculosis, la sífilis y la suciedad o bien mataban o dejaban heridas en el cuerpo y en el alma. El mal no desapareció del mundo e ignorarlo no era la mejor manera de preparar el futuro. Había gente que luchaba contra él.

Los periódicos descubrieron su poder y ya era posible morir por la palabra escrita. Y ya la palabra escrita los traicionaba. El dinero era un problema, pero no un fin, y había bastante gente dispuesta a sacrificar todo su dinero en aras a una idea hermosa. Los niños imitaban precozmente a los mayores y estos se comportaban a veces como niños, mientras que la curiosidad de la vida era una alegría que no desaparecía a ninguna edad.

Antes de 1900, el hombre creía que Dios lo quería inmortal en el sentido más concreto de la palabra. Nada parecía imposible ni tampoco lo era. Todas las utopías eran permisibles. Y el juego con el tiempo fue siempre la más bonita de todas. Por lo demás, las gentes se parecían bastante bien, y en todos los aspectos, a quienes les habían precedido y a los que les seguirían.

Unos años antes de 1900, los días daban mucho de sí y los hombres soñaban con nuestro mundo.

Soñaban con nosotros.

Viernes, 19 de diciembre

Un día lleno de sucesos

1

Me gusta leer en el carruaje. Mamá me riñe y papá, que no olvida ni en familia que es el doctor Leon Margulis, médico especialista con consultorio abierto en la calle Sfântul Ionică nº 8, “detrás del Teatro Nacional”, dice que los ojos se me estropearán y que mis hijos nacerán con la vista débil. Sin embargo, yo soy testaruda y siempre me llevo un libro. En su época, habrán tenido más tiempo para leer y para otras muchas cosas, pero nosotros, los más jóvenes, hemos de administrarnos bien las horas. Estoy deseando ver qué tal le va a Becky en Vanity Fair. Aunque, a decir verdad, creo que yo me parezco más a la tonta de Amelia y que me pasaré la vida enamorada de algún pillastre. Hoy no he tenido suerte con la lectura. Primero, porque tenía las manos heladas. Luego, en cuanto subimos al coche, mamá y papá estuvieron machacando todo el rato a base de bien, igual que nuestra cocinera machaca el perejil, con lo del desconocido ese que encontró Petre esta mañana tirado en la nieve, cerca del bosque de Băneasa, en el campo, por los lagos. Se lo llevó a la prefectura de Policía y allí quedó detenido. Mamá, que está al día absolutamente de todo, dice que se escapó del manicomio, que seguro que se volvió loco de tanto estudiar. Y me miró de forma amenazadora a mí: “¡Eso mismo te ocurrirá a ti si te pasas leyendo todo el día!”. Luego miró a papá: “¡Ya es hora de que Iulia vaya pensando en casarse con un hombre como Dios manda!”. Papá reconoció al extraño a petición de Costache, nuestro amigo de la policía, y dijo que no era ningún vagabundo, incluso iba vestido con unas ropas rarísimas. Será algún payaso del circo. Por lo demás, impecable, ningún defecto “fisiológico”, salvo que, ciertamente, algunas veces disparata. Pero, si está loco, es un loco culto, “pronuncia las palabras muy bien”. Pero cuando papá le preguntó si estaba tuberculoso, el hombre le dirigió una mirada burlona, parecía sacado de sus casillas, y le respondió de forma hiriente: “¡Eres un actor de chicha y nabo!”. Papá contestó serio, como es él siempre: “¡Caballero, por favor, no soy ningún actor, sino médico!”. Añadió que los pulmones sonaban un tanto cavernosos, estaba muy pálido, pero no le encontró ninguna enfermedad grave. Entonces, el hombre se calmó y dijo que quería fumar. Papá, que es contrario a esa costumbre, le llevó, no obstante, tabaco del bueno y una hoja de papel de fumar de la mesa de Costache, pero dice que el hombre, después de lanzarle una mirada salvaje, le volvió la espalda, lisa y llanamente. ¡No es una persona bien educada! Le retuvieron un bulto que llevaba para inspeccionarlo, una caja plateada, como una caja de caudales, y eso probaba que podría ser un falsificador de moneda, pero lo soltaron tan solo después de una hora de detención y de un breve interrogatorio al que lo sometió el señor Costache. Al verse libre, puso pies en polvorosa al instante. Pero lo vigila discretamente el mejor cochero de la policía.

—¿Cuántos años tiene? –hizo mamá su pregunta favorita.

—Declaró cuarenta y tres, eso significa cuatro menos que yo, pero me parece que miente, yo no le doy más de treinta o treinta y cinco. Dice que es periodista y que nació aquí. Dan Kretzu. Me sorprende que vaya totalmente afeitado, como vemos solo en los actores que interpretan papeles de mujer. ¡Hm!

Y papá se acarició el manojo de pelos de su barba rubia y delicada como seda de maíz, su suplicio de toda una vida.

—Mañana sabremos más cosas, durante la cena, pues he invitado al señor Costache.

Papá observó que yo estaba colorada y me puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre. Para él, todo tiene causas concretas, corporales, no quiere ni oír hablar del alma. A pesar de que mamá siguió tirándole de la lengua un rato, como se me habían calentado las manos, preferí quitarme un guante y volver a Becky. Lo que me gusta de ella es que, justo como yo, sabe francés e inglés. Lo que no me gusta es que, justo como yo, tenga green eyes. A mí me habría gustado tener ojos castaños, como Jacques, y pelo rubio, como Becky, pero al parecer ese modelo faltaba de la fábrica hace veintiún años, de modo que me conformo con el pelo negro. ¿Por qué de los mismos padres, ambos de ojos castaños, sale un hijo igual que ellos y otro con ojos verdes o azules? Quiero acabar el libro antes de Año Nuevo, de forma que procuraré escribir menos en el diario. Aún faltan doce días y varias horas.

 

2

Los bucarestinos tenían un buen día. Había estado nevando, todavía faltaban doce días para finalizar el año y doce horas para finalizar el día. El blanco que se extendía de una punta a otra de la ciudad, desde el palacio de Cotroceni hasta el barrio de Obor y desde el cementerio de Şerban Voda hasta los parterres de flores de la Avenida y más allá, en los cuatro puntos cardinales, se fundía al sol del mediodía. Los carámbanos parecían untados con aceite y acá y acullá goteaban en la cabeza de los transeúntes. Las calles estaban bastante animadas, como ocurre siempre en los días previos a la Navidad. Mirando a lo alto, para no mojarse, Nicu se vio de repente de bruces en la nieve, enfurecido como cuando se despertaba bocabajo.

—¡Conque ya te has vuelto a caer, hombre! –dijo el chico en alta voz mientras se sacudía el quepis rojo de recadero–. La de veces que te habré dicho que mires donde pisas –masculló con su pequeña voz, pero en un tono de anciano malhumorado.

Desde el año anterior, cuando empezó a ir al colegio, ese tono de maestro se le había pegado a la lengua y no podía quitárselo de encima. La costumbre de hablar consigo mismo la tenía desde siempre, porque, desgraciadamente, no tenía hermanos, como sí los tienen otros niños. En caso extremo, se habría contentado con una hermana. Sacudió la chaqueta para quitar la nieve, miró con rabia la placa de hielo donde se había resbalado y llegó pateando hasta el reloj del soldado mecánico colocado encima de la puerta del periódico L’Indépendance Roumaine. A las doce en punto, el carillón empezó a sonar. Nicu intentaba pillar el momento en que aparecía el soldado. No era fácil, porque se orientaba solamente por el sol y la sombra. En esta ocasión, la atención del chiquillo se dirigió a otra cosa. Abajo, delante mismo de él, había un espléndido carámbano de unos dos codos de longitud, pintiparado para una espada. Lo recogió, le acarició la superficie levemente ondulada sin que le importara el frío del hielo, se lo llevó con ambas manos a la cadera, después lo levantó con las dos manos y, dando un bramido, hizo una maniobra de espadachín contra un enemigo invisible. Por desgracia, el carámbano, habituado al parecer a la tranquilidad del borde de la marquesina donde había crecido, erró el blanco: un individuo vestido de militar y con un bastón de empuñadura de plata, un caballero de mediana estatura que acababa de salir de la puerta del edificio del reloj. Era la mano derecha del prefecto de Policía, el jefe de la seguridad pública, Costache Boerescu, que siempre iba con prisas: con sus cortas piernas segaba con rapidez el aire. En ese periodo, iba tres o cuatro veces al día al periódico de los franceses. Eso desde que “el cabezón ese de Filipescu”, director de Epoca, mató en un duelo al señor Lahovary, el director del periódico. De manera que de lo que menos ganas tenía el señor policía era de un duelo, irritado por una investigación que no progresaba y por las voces de la prensa que lo acosaban más y más. Ya no podía soportar a los periodistas: cuando hacía algo bueno, nadie lo tomaba en consideración, pero si no resolvía rápidamente algún asunto, saltaban encima de él y lo denigraban usando incluso sus propias palabras, pero alterándolas y dándoles la vuelta. Siempre que tenía ocasión y había presentes solamente hombres, se descargaba llamando a la prensa “puta pintarrajeada”. Por lo demás, vivía solo y el burdel de la Cruz de Piedra le ponía a él una tarifa reducida con tal de que fuera. Conocía el lugar como policía y como hombre. Antes de que pudiera agarrar de las orejas a ese diablo de niño, este emprendió una carrera suicida, sorteando carruajes y trineos, en dirección a la calle Sărindar, bajo una lluvia de insultos que le lanzaban los cocheros que subían en fila hasta el restaurante Capşa y, después, los del lado opuesto, quienes iban en dirección al río Dâmboviţa y tenían que tirar de las riendas uno tras otro para no chocar entre ellos. Miró atrás. El policía blandía su bastón de forma amenazadora contra él, después lo dejó a la buena de Dios y emprendió el camino a la prefectura, que se hallaba a unos minutos de distancia.

—De buena te libraste. El señor Costache no te olvidará, no olvida nada y es astuto como una serpiente. Hoy no haces más que diabluras –se dirigió el niño a un arbusto cubierto de nieve y que crecía torcido en un lugar umbrío, junto a un muro.

Varios gorriones saltaban de una rama a otra con movimientos inesperados, como de bala, remoloneaban un poco tocando con el vientre el blanco espeso de la nieve que se desparramaba en forma de escamas y, luego, seguían ascendiendo en el matorral como en una casa de pisos. Nicu se preguntaba por qué se movían tanto, pues no parecían estar buscando ni observando nada, como él, por ejemplo. Él sí que tenía un objetivo preciso que se alzaba delante mismo de él: la puerta de Universul. El periódico más leído de Bucarest. Bueno, los de Adevĕrul[1] dicen otra cosa, pero es que ellos todas las cosas las dicen de otra manera. Apretó el paso, pero no sin antes sacudir a toda prisa el matorral y ahuyentar a los gorriones.

Entró por la puerta de la izquierda. El portero le estrechó la mano como si fuera una persona importante. El tío Cercel le dijo que tenía que esperar, que los paquetes aún no habían llegado del “despacho de distribución”. Nicu se sentó en su sitio predilecto. Estaba muy contento. Conversar con el tío Cercel siempre era algo instructivo, porque el portero leía todos los días el periódico y lo ponía al corriente de las novedades. Nicu le preguntó si se había decidido a jugar a la lotería de Año Nuevo cuyo premio gordo eran diez mil leus. Tenía que elegir seis cifras y el chico le propuso tentar a la suerte participando en el billete, sin pretensiones de ganancias (en realidad, un poco de dinero le vendría muy bien), simplemente por echarle una mano. Nicu sabía que, por su parte, él elegiría el 9 y el 8, es decir, el año que seguiría, y el resto de números le correspondería elegirlos al portero, solo que este cada día cambiaba de opinión. El tío Cercel le respondió que la cosa no era de broma y que tenía que pensarlo bien. Del periódico de ese día, tenía para Nicu una noticia más impresionante que las de Jack el Destripador, que eran las más buscadas. El portero cogió Universul, se lo alejó bastante de los ojos y leyó despacio, silabeando:

—“Sucesos. Noticia sacada de la revista Bor-del-… Bor-der-and… Bor-der-land. El planeta Marte y los mar-ci-a-nos”. ¿Me escuchas? –y siguió metiendo comentarios propios, como siempre hacía–. “Sepan que los mar-ci-a-nos no comen carne animal, pero usan a los ma-muts como bestias de carga. Sus caballos son del tamaño de nuestros ponis”. ¿Nuestros ponis? ¿Qué ponis? “Sus bueyes son más pequeños”, o sea, que nosotros tenemos bueyes más grandes, “y solo tienen un cuerno. Los mar-ci-a-nos tienen una vista muy pe-ne-tran-te. Han aprendido a volar, pero solo a distancias cortas. Van por el agua con la misma facilidad que por tierra firme. En Marte han a-bo-li-do la guerra. El gobierno es te-o-crá-ti-co. Tienen doce estados. No tienen pro-pi-e-dad”.

—Entonces no me voy a Marte. Aquí tengo mi país, mi propiedad, mi casa, mi huerto, mi mujer, mis palomas y mis ciruelos –concluyó el portero la conversación y el diario, plenamente puesto al día sobre los marcianos.

Nicu no estaba de acuerdo. Él era más bien liberal. Había comprendido que los marcianos volaban, iban por el agua y viajaban en mamuts, a los que conocía por los dibujos que había visto en Universul ilustrat. De forma que, a este respecto, como en tantos otros, no podía ser de la misma opinión que el tío Cercel, aunque su ancha cara, con una narizota bajo la cual crecía un bigote que parecía una brocha, le imponía respeto. Nicu dijo apaciguador:

—¡Pues yo, si pudiera, me iría! Iría a verlo y, si no vale, me volvería enseguida.

—¡Por ahora, echa a correr con estos periódicos!

Y el portero, probablemente enfadado por haberle llevado la contraria, los cogió con gesto brusco de las manos del que firmaba como Peppin Mirto, empleado como traductor y corrector, y desde hacía poco tiempo responsable del envío del periódico a algunos clientes escogidos, si en él había noticias importantes: el alcalde Robescu, el director del Teatro Nacional, Petre Grădişteanu, Palacio, el prefecto de policía, Caton Lecca, los directores de los demás periódicos, incluso con los que estaban en abierta hostilidad. Nicu hacía recados para Universul por cinco leus al mes que cobraba siempre el día 1, además de las propinas que añadía a su sueldo habitual de recadero. En especial, había de llevar paquetes con todo tipo de cosas que se vendían allí, amontonadas abajo, en la administración, y arriba, en el despacho del director. Por otro lado, al director era más fácil encontrarlo en su casa o en el club que en el periódico. La faena de Nicu duraba, todo lo más, dos horas diarias, inmediatamente después de salir del colegio. Usaba, de forma clandestina, la parte trasera de algunos carruajes o incluso del tranvía de caballos, cuando estaba más aglomerado y podía pasar desapercibido. Pero esa suerte solo la tenía raras veces.

—¿Qué hay, chico? –dijo Peppin Mirto con su voz sonora de barítono y Nicu se quitó el quepis para saludarlo.

Cuando se disponía a contarle sus planes para Marte, el hombre le volvió la espalda mientras le gritaba un “¡Vete ya!” que resonó hasta en el patio. ¿Por qué algunas personas te preguntan algo si, al fin y al cabo, no esperan respuesta? Es verdad que en Universul solamente se veían hombres el doble de apresurados que los demás conocidos de Nicu. Todos ellos una especie de marcianos, pero sin las buenas cualidades de estos. Al salir con el paquete atado con una cuerda, estuvo a punto de chocar con un joven que se colaba por la puerta como un lagarto y le preguntaba al tío Cercel dónde podía poner un anuncio. No podía estarse quieto, se golpeaba los puños enguantados el uno contra el otro y movía constantemente la cabeza.

—Bu-e-nos dí-as, jo-ven –dijo el portero silabeando, como si siguiera leyendo.

—Buenos días, joven –lo secundó también Nicu, pero ahora sin quitarse el quepis.

Pero el joven, demasiado excitado para saludar, pasó directamente al grano:

—¿Dónde se ponen los anuncios? Se ha extraviado un portamonedas y el dueño…

—¿Con dinero? –preguntaron al alimón el portero y el chiquillo.

—No, con dinero no…

—¿Joyas? –inquirió Nicu justo cuando el portero decía:

—¿Documentos?

—No, con un… con una… con otra cosa. Y mi dueño, quiero decir su dueño, ofrece una buena recompensa. Vivimos no lejos de la iglesia del Icono, en la calle Teilor, en las casas esas nuevas donde se estuvo de obras todo el verano.

Y volvió a golpearse los puños.

—La segunda puerta a la derecha, encima hay un letrero que pone Anuncios. Acompáñeme…

Mientras el joven nervioso con movimientos de lagarto se marchaba acompañado del portero, Nicu se dirigió a la primera dirección, a la sede de la competencia, en la calle Sărindar, barriendo con los ojos la nieve del camino, por si acaso. Ahora tenía un objetivo que le hacía olvidar el hastío de las obligaciones diarias y los goterones de los tejados. Buscaba un portamonedas donde hubiese una sortija con diamantes o, quizás, un alfiler de corbata con un rubí, como el que tenía el padre de Jacques, el doctor Margulis. Si el hombre lagarto había dicho la verdad, lo cual no era nada seguro, no había alhajas. De repente, le vino una idea mejor: un billete de lotería, justo el que ganaría.

—¡Eso es! –pensó Nicu muy orgulloso de sí mismo.

Ahora, la nieve que a su llegada lo había regocijado, lo contrariaba, suerte que estaba empezando a derretirse. Su abuela, que creía en los santos como toda mujer, le había dicho que había un santo para cada desgracia. Esperaba que también lo hubiera para los objetos perdidos. Sobre todo, para los perdidos por otros.

—Y esperemos echar mano de una buena recompensa.

 

Cuando terminó con el último encargo, corrió a su casa para cambiarse el quepis rojo de servicio por una gorra normal. Si seguía llevando el quepis, la gente lo pararía por la calle y lo mandaría acá y allá. Por algún lado, próximo al viejo nogal de los vecinos, un cuervo graznaba de forma chillona casi siempre. Como no había nadie en casa –quién sabe por dónde andaría su madre–, se dirigió a la calle Teilor, lugar donde sin la menor duda debía comenzar sus pesquisas. Era más difícil que buscar una aguja en un pajar, pero, en todo caso, no tenía nada mejor que hacer: ya estaba en las vacaciones de Navidad. Además, el colegio había estado un mes con las clases suspendidas por la fiebre tifoidea, de modo que desde ese punto de vista las cosas le habían salido bastante bien. El 8 de diciembre se reanudaron las clases. Nicu tenía fe en su suerte a pesar de que –o mejor dicho– precisamente porque Dios lo había castigado ya con una madre de cortos alcances y con la falta de un hermano o siquiera de una hermana, conque, por ese motivo, él había quedado en deuda con Nicu de por vida. Hizo por prudencia la señal de la cruz, como siempre que tenía la impresión de estar hablando con demasiada familiaridad del Señor del cielo, pero una cruz minúscula, como si se rascase.

El chiquillo conocía bien las calles de Bucarest y un montón de bucarestinos conocían bien a Nicu. De algunos incluso se había hecho amigo, como había ocurrido con los de la calle Fântânei, la familia Margulis. Y también se había metido en el bolsillo al servicio. Era un recadero del que uno podía fiarse, muy útil para necesidades urgentes y que exigían discreción. Una empresa seria, decía su patrón, recabando para sí los méritos de los cinco chicos, mientras que los errores recaían en la otra parte. Levantó los ojos y vio delante de la Escuela Central de Señoritas un coche de la policía, del color de licor de guindas que su madre se echaba al coleto de vez en cuando. Clavó los ojos en la nieve que, después de haberse derretido a medio día, empezaba a tener el aspecto de una costra, como la capa cremosa que queda en la olla después de hervir la leche. ¿Cómo es que la quemadura de la leche y del hielo, si uno lo tiene en la mano, se parecen tanto y la piel se le pone de un rojo similar? Nicu andaba a grandes zancadas, todo lo que podía, y mirando al suelo. Justo entonces se topó con el más extraño par de zapatos que había visto en los ocho años largos (y duros) que llevaba en este mundo. No parecían ser chanclos ni choclos ni tampoco se asemejaban a los modelos más nuevos de Universul, no eran botas como las de los militares, ni abarcas, ni botines ni zapatos. Eran unos monstruos nunca vistos, a los que uno no sabía cómo llamar.

 

Nota:

[1] En español, La Verdad. Según las normas ortográficas del rumano actual, se escribe ‘adevărul’. El propio periódico escribió su cabecera Adevĕrul durante parte del siglo XX, cuando esa ortografía ya resultaba anticuada. N. del T.

 

Este fragmento pertenece al libro publicado por Báltica, con traducción del rumano de Joaquín Garrigós.

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