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Tormentas de arena. Los imaginarios de la modernidad y su dependencia de las energías fósiles

“Podríamos afirmar que la cultural mercantil y espectacular de los palacios de cristal ha tendido a extenderse al conjunto de los eventos culturales, convirtiendo las propias infraestructuras del arte en un agente de degradación medioambiental”. Que las Artes, la Cultura, van más allá del registro imaginario o la sublimación de los seísmos de la modernidad, es algo consabido. Menos lo es, en cambio, su relación intrínseca con el extractivismo fósil que ha condicionado el devenir económico, social de los dos últimos siglos. Revelar dichos nexos aboca a una labor minuciosa, dar con la impronta de las energías fósiles en las prácticas culturales que han definido, y definen, al Occidente contemporáneo. Éste es el reto que emprende Cultura fósil.

Así, el impulso seminal de este ensayo consiste en releer “desde la ecología política (parte de) la historia del arte y de la cultura durante la época industrial”. Para ello, se desgranan distintos episodios culturales que van jalonando el decurso de la “modernidad fósil”, desde sus inicios bajo el signo de la máquina de vapor hasta un presente acechado por la crisis climática. Pero no estamos aquí ante una monografía al uso, más bien asistimos al despliegue de unas páginas en que la exégesis artística se cruza con la historia económica o la filosofía política. Cada caso de estudio se ve así tamizado por la compleja triangulación trabada por arte, economía y ecología. Si bien las relaciones entre estas esferas no se ciñen a una sola dinámica, bien puede despejarse un sustrato común –ésta es una de las tesis fuertes del ensayo–: la dependencia (por no decir la supeditación) de los imaginarios de la modernidad a las energías fósiles.

La portada del libro hace referencia a la imagen tutelar del ensayo, el Proyecto de monumento a Cristóbal Colón, diseñado a fines del siglo XIX por el ingeniero vasco Alberto Palacio. Aquí el conjunto del planeta cobraba forma de una inmensa máquina de vapor alimentada por carbón, a la vez que su estructura interna aparecía forjada por el hierro colado y las potencias energéticas del fuego, concretando “el desposorio cósmico entre Vulcano y Prometeo”. Imagen que rezuma el entusiasmo energético de la modernidad. Desde el paisajismo británico hasta los non-sites de Robert Smithson, pasando por las vanguardias rusas, Duchamp o el cine documental de Joris Ivens, entre muchos otros ejemplos, se exploran distintas facetas de este frenesí que naturalizó una concepción “energética del universo y de las relaciones humanas”.

En ese sentido, con erudición y una escritura ágil, elegante, no desprovista de humor, los casos analizados integran la complejidad de las imbricaciones sociales, económicas, políticas en cuyo marco acontecían.

Tomemos, a modo de ejemplo, el capítulo dedicado a las tormentas de arena (Dust Bowls), caso de escuela de una catástrofe ecológica que deriva en crisis socio-económica. Dicho fenómeno, que asoló las Grandes Llanuras estadounidenses en la década de los treinta del siglo pasado, se origina en parte en la erosión de los suelos causada por la explotación intensiva de los acuíferos de agua dulce en aras a un mayor rendimiento agrícola. Para la gestión de esta crisis no bastaron las medidas económicas, hubo también que bregar en el orden cultural.

Entre 1931 y 1939 las tormentas de arena provocaron la caída abrupta de la producción agrícola, así como decenas de miles de muertes por hambruna o inhalación de polvo, y hasta tres millones de granjeros abandonaron sus asentamientos. En respuesta el gobierno federal lanzó un plan de emergencia, enmarcado en las políticas del New Deal, cuyos resultados fueron paradójicos. Por una parte, la creación de comunidades agrarias y la edificación de áreas suburbanas y de campos sanitarios consiguieron paliar la situación límite en la que estaban sumidas las olas de migrantes internos producidos por la crisis. Además, la extensión del tendido eléctrico en las zonas rurales, la mecanización de las labores agrícolas, también promovidas por el New Deal, significaron un salto cualitativo en la vida del campesinado.

Sin embargo, estas políticas de la administración Roosevelt, de fuerte componente tecnocrático, no alteraron, por ejemplo, la segregación racial que sufrían indios y negros. Además, la apuesta por la fertilización química masiva con el fin de revertir los procesos de degradación del suelo representó una fuga hacia adelante, “que se prolonga hasta nuestros días”, haciendo mucho más dependiente a la agricultura industrial de los combustibles fósiles, que suministran energía más barata para la obtención de fertilizantes. Una vuelta al punto de partida: la sobreexplotación de los suelos –en tierras, dicho sea de paso, arrancadas a las poblaciones nativas sólo unas décadas antes–.

Pero el New Deal constituyó también una lucha en el plano simbólico. Y en ello las instituciones federales, como la Resettlement Administration (RA) y la Farm Security Administration (FSA), jugaron un rol fundamental lanzando campañas de sensibilización en cuya realización operaron artistas de toda índole. El ejemplo paradigmático es la sección fotográfica de la FSA, que reunió el empeño de profesionales como Walker Evans, Dorothea Lange, Ben Shahn, Arthur Rothstein o Russell Lee y representa el mayor proyecto de la historia del documental fotográfico, con una producción aproximada de 80.000 imágenes. Dicho programa supone un hito en el documental con compromiso social, mediante instantáneas que capturan la pauperización del campesinado. Ahora bien, el paternalismo de corte liberal, condensado en estas imágenes, poseía ciertamente una grande potencia emotiva, apelando a una subjetividad que “orbitaba en torno a los valores y sentimientos de las familias”, pero esta “elección estética” a su vez obstruía la posibilidad de gestar “visualmente formas de intervención política más afines al empoderamiento desde abajo” que impulsaran, por ejemplo, una gestión sostenible de los suelos basada en la redistribución de la propiedad de la tierra.

Evidentemente la inserción dentro de un programa gubernamental que busca legitimar su propia acción impide que la labor de la sección fotográfica de la FSA haga temblar los cimientos de las estructuras que originan la crisis socioambiental escenificada por las tormentas de arena. No obstante, había posibilidades de cuestionar ese equilibrio, como lo demostrara Pare Lorentz en The River (1936), documental financiado por la propia FSA, donde se relacionaba el modo de colonización y explotación de las tierras norteamericanas con su empobrecimiento a posteriori. Al quedar como materia pendiente el cuestionamiento de los mitos fundacionales de la nación estadounidense (tierra de colonos y de riquezas sin fin), el trabajo de los documentalistas de la FSA no apunta a las raíces históricas y político-económicas que dan lugar a las Dust Bowls: la expoliación de las poblaciones nativas, el agotamiento de los suelos a fuerza de productivismo, la ilusión de disponer de fuentes de energía inagotables. La miopía en el horizonte ecológico frena el alcance estético, político.

Este ejemplo permite entender cómo se analizan aquí las formas (e instituciones) artísticas en su relación con la cuestión energética en distintos momentos de la modernidad. La negación de los límites ecológicos ligó el destino de las vanguardias rusas, por ejemplo, a un productivismo feroz. O bien hoy por hoy, en el plano institucional, las bienales de arte contemporáneo, pese a la retórica antisistema que puedan albergar, “dependen mucho más del cemento y el queroseno que del talento creativo”. El libro también cuestiona ciertas posturas ecologistas. Las de quienes enarbolan que las energías renovables puedan plenamente sustituir los combustibles fósiles, sin dudar de la viabilidad o incluso la deseabilidad de esta opción. Estas posiciones reproducen las ansias de infinitud y la sensación de inmaterialidad propias de la cultura fósil, justamente por basarse en la ficción de unos recursos energéticos “potencialmente infinitos”. Pero también se pone la lupa en las críticas de las renovables que desembocan en un colapsismo que “renuncia a articularse políticamente”. Por lo mismo, cierta reserva se impone ante las promesas del New Green Deal europeo, puesto que por el momento “es dudoso que represente un nuevo trato entre capital y trabajo”.

Lo expuesto anteriormente no significa desistir de las renovables o de explorar las posibilidades políticas que pudiesen existir en el marco del New Green Deal para “embridar ecológicamente los intercambios mercantiles”. Pero reclama una perspectiva realista en lo material y lo político.

Un solo reparo surge al contemplar el conjunto del ensayo, la ausencia de un capítulo dedicado al comunismo. Es cierto que hay dos apartados centrados en las vanguardias soviéticas –uno de ellos, el que versa sobre la novela distópica de Zamiatin, Nosotros, contiene probablemente las páginas más finas y sofisticadas de un libro que abunda en agudeza y estilo–, pero al insertarlos en una especie de continuidad de la modernidad fósil se diluye lo que representó la experiencia soviética en tanto que metonimia del comunismo: la única ruptura real del orden capitalista en los dos últimos siglos. Pero también fue, hay que decirlo todo, un grandísimo fracaso. Si resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo –como ya es común decir–, es porque los sueños de emancipación se ahogaron en el gulag. Y a raíz de ese fiasco las alternativas al capitalismo siguen a la deriva. Los “nuevos materialismos”, los teóricos de Gaia, el colapsismo no son sino esquirlas de la onda expansiva desatada por la caída del Muro de Berlín. Porque el comunismo real además de cerrar en falso la emancipación del capitalismo asumió como propio el ecocidio planetario. La Gran Aceleración de la crisis socioambiental arranca con los Treinta Gloriosos en Occidente, cierto, pero a la vez con el auge industrial del bloque comunista en Europa del Este y China. En un libro como éste hubiese sido de sumo interés el análisis de algún episodio soviético con la precisión y exhaustividad puestas en las tormentas de arena. Asomarse a la URSS con las herramientas del marxismo ecológico. Sólo superando esta prueba resultaría entendible que propuestas como la “planificación centralizada” de la energía no prometiesen una funesta repetición de lo mismo. Las pinceladas que el autor, Jaime Vindel (Madrid, 1981) destina al totalitarismo soviético sugieren que es consciente del escollo. No sería pues exagerado especular que la credibilidad del eco-marxismo pasa por bajar también al lodazal climático de lo que fuera el socialismo real.

De hecho, las lecciones de esa experiencia podrían resultar cruciales en la misión que las fuerzas ecologistas deben enfrentar: “la primera exigencia es reconquistar el futuro, conseguir que este vuelva a ser más importante que el presente”: salir de este presentismo nihilista que obvia toda responsabilidad social, es decir, aunar el realismo político con esperanza. Y justamente, porque no deja de insistir en que, pese a todo, el futuro es aún habitable, este libro es un canto de vida.

Cultura fósil, de Jaime Vindel. Editorial Akal

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