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AcordeónLos hechos son sagrados. El fact-checker y la importancia del periodismo

Los hechos son sagrados. El fact-checker y la importancia del periodismo

Ilustración: Emilio López-Galiacho

 

Chesterton decía, con su inclinación obsesiva hacia la paradoja, que el periodismo consiste en decir que Lord Jones está muerto a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo. Existe una concepción clásica de la profesión periodística que se basa en contar aquello que la mayoría de la gente no sabe, porque precisamente esa mayoría no tiene ni el acceso ni la preparación suficiente para llegar a obtener dicha información.

Los periodistas eran para mí, por su cultura, tenacidad, espíritu aventurero y talento para la escritura, unos tipos que —se suponía— gozaban de un determinado don que los demás no poseían. Como lector de periódicos establecí, de esta forma, una relación especial con los reporteros y columnistas que escribían en ellos.

Solía esperar ansioso a que llegaran, como cartas perdidas en un amanecer cualquiera, las imprescindibles historias del día, y buscaba entusiasmado las opiniones de mis columnistas predilectos. Desde la sección de nacional hasta las páginas de cultura, el viaje proporcionado por ese trozo de papel manchado provocaba infinitas y variadas sensaciones. En las páginas de un periódico estaba todo, o por lo menos, todo lo que importaba. Podías contemplar el horroroso crimen sucedido en el barrio de al lado, como acceder a los papeles secretos del Estado, o encontrarte con una entrevista al ministro de Economía, mientras esperabas, cuatro páginas más allá, la crítica literaria que te guiaría en el laberíntico mundo de los libros.

Me resultaría my difícil entender el mundo sin la compañía de un viejo rotativo. Quizás por eso, cuando entré por primera vez en la redacción del New York Times —un periódico legendario que reside en la imaginación de todos los periodistas— para realizar un periodo de prácticas, quedé absolutamente fascinado por el ambiente, intimidante y señorial, que reinaba en aquel lugar. Mi función durante aquellos meses sería la de ejercer como fact-checker temporal en la sección del Syndicate. Este departamento del periódico se encarga, siempre en contacto con otros medios de comunicación, de la distribución de sus artículos a otros periódicos y revistas del mundo. Columnistas como Noam Chomsky, Paul Krugman, Umberto Eco, entre otros, escriben para la sección, y mantienen contacto directo con sus editores. La misión de estos últimos reside en la revisión y edición de cada uno de los artículos. De ese modo, todos aquellos que escriban para el Times deben de someter sus trabajos a una investigación sobre los datos que aparecen en ellos. Entonces, los fact-checkers entran en acción. Basándose en fuentes fiables, documentos oficiales, enciclopedias, agencias de información y otros medios, los fact-checkers deben de comprobar que cada fecha, lugar, nombre, ley o cualquier otro hecho que aparezca en el artículo es completamente veraz.

Los fact-checkers son un filtro ineludible para conseguir que todos esos trabajos acaben depurados en las manos de los lectores. Detrás de cada investigación hay mucho tiempo de estudio y rastreo, conversaciones con contactos y testigos de los acontecimientos, e insistentes peticiones a los poderosos —o a quienes conocen a los poderosos— para que hablen. En ocasiones, al poner todo en negro sobre blanco se cometen errores. Una fecha, que a pesar de estar bien anotada en el borrador, está mal situada en el texto final. Una ciudad mal escrita. Una ley citada de forma inexacta. Un nombre que no se corresponde con el cargo atribuido en el reportaje. Una confusión entre dos acontecimientos ocurridos en la misma época.

No importa de dónde proceda el texto ni quien sea el autor del mismo, si se ha publicado con anterioridad o ha pasado por otras revisiones. Antes de publicarse bajo los derechos del New York Times, antes de que el periódico se responsabilice de su contenido, el artículo tiene que ser meticulosamente examinado. La supervisión de una columna puede durar horas o días, dependiendo de la extensión del texto, y requiere altas dosis de concentración y cierta atención por los mínimos detalles. La misión del periódico, más allá de la calidad literaria de sus reportajes y crónicas, es contar una información verdadera o, al menos, una información contrastada. Siempre existe algún artículo, ya sea en la sección de economía, internacional, moda o gastronomía, que justifica la edición de todo el periódico. Y esto es, precisamente, por la exigencia y perfeccionismo que se impone en la filosofía de la empresa.

Gay Talese, el autor de The Kingdom and The Power [El reino y el poder] —unas de las mejores historias que se han escrito sobre el New York Times, decía que el periódico formaba parte de la educación del ciudadano, que muchas generaciones aprendieron a conocer el mundo que les rodeaba gracias a la habitual lectura del diario. Uno intuye, por supuesto, que todos aquellos que trabajan para proporcionar ese tipo de educación a los lectores tienen la capacidad necesaria para llevar a cabo semejante proyecto. Sin embargo, tampoco se puede confiar todo a la infalibilidad del periodista. Los fact-checkers se encargan de evitar que, por circunstancias de tiempo y espacio (en ocasiones la inmediatez de la noticia obliga a mandar rápidamente el trabajo), todo el material que se utilizó en la redacción del texto estaba en buenas condiciones.

Cuando subía al quinto piso de la Octava Avenida recordaba aquellas historias. La redacción, espaciosa y metódicamente estructurada, donde siempre imperaba un silencio sepulcral, se mantenía a flote con la presencia de extraordinarios periodistas. En uno de los pisos superiores se encuentra la exposición de todos los premios Pulitzer conseguidos por el periódico, los libros publicados por sus redactores, las salas de conferencia, y las oficinas del departamento de finanzas, a los que los periodistas se juran no subir jamás. Yo he tenido el privilegio de ver trabajar a profesionales que persiguen con ahínco la excelencia, transmiten confianza y —siendo conscientes del lugar donde trabajan— realizan una labor encomiable. Ahora que tanto se cuestiona la labor de los medios de comunicación y se habla de una democratización, provocada por las redes sociales, del mundo del periodismo, olvidamos, probablemente, que siempre fueron los periodistas, quienes conocían el terreno e investigaban a fondo sobre los asuntos, los que podían ejercer como emisores de la información. Si a todo eso le sumamos una constante inspección de los propios escritos, obtenemos, como mínimo, un trabajo cuya honestidad no debería de ponerse en duda.

He presenciado momentos memorables contemplando cómo se llevaba a cabo un proceso de edición, el antes y el después de un artículo entregado, y las dudas que surgen acerca de su contenido. Se siente una presión indescriptible cuando se afronta la incursión en aquella catedral del periodismo por donde pasaron muchos de nuestros héroes. Comiendo en la cafetería, observando desde las alturas como caía la noche sobre la jungla urbana, me imaginaba la satisfacción personal que debían de sentir aquellos que escribieron las páginas mas gloriosas del la historia del diario.

En ocasiones, las fuentes utilizadas para un artículo podían volverse especialmente complicadas. La publicación de la monumental biografía del que fue líder del Partido Comunista Chino Den Xiaoping, escrita por el profesor emérito de Harvard, Ezra Vogel, titulada Den Xiaoping and The Transformation of China, supuso, por la aportación de nuevos datos sobre su vida y el análisis de su mandato, una grandiosa aportación al debate político sobre la historia contemporánea china. Sus polémicas tesis sobre el papel que Xiaoping jugó en la modernización del país y la indulgencia con que el autor trató al viejo comunista, generó una reacción inmediata de algunos disidentes chinos, muchos de ellos intelectuales, que vivían en el mundo occidental. En una de esas columnas, publicadas por el Syndicate, se recriminaba al historiador falta de comprensión por “la otra China”, víctima del poder totalitario, la poca o nula mención a los luchadores por los derechos humanos, así como —asumiendo la propaganda del Partido Comunista— justificar los trágicos acontecimientos ocurridos en la plaza de Tiananmen como única alternativa para estabilizar política y económicamente al país.

El problema al que se enfrenta un fact-checker en este tipo trabajos es el de lidiar con una gran cantidad de información confusa o publicada por un régimen que custodia bajo cerrojo muchos de sus archivos. Aun así, es necesario leer algunos artículos de la Constitución del país, si son mencionados en la columna, y comprobar si el biógrafo o el articulista cayeron en algún error puramente factual, ya que el análisis jurídico o político de los textos es algo que no nos concierne. Gran parte del material, escrito en chino mandarín, está traducido al inglés, pero muchos artículos y publicaciones del país comunista se mantienen en la lengua oriental. Lo ideal, en este caso, es acogerse a las fuentes secundarias más fiables, para contrastar las afirmaciones realizadas en el artículo.

Es conveniente demostrar que un número significativo de fuentes (preferiblemente primarias) apoyan determinada teoría, aunque no exista un documento oficial que la justifique. Un fact-checker debe evitar que el periódico publique datos erróneos fácilmente comprobables. Muchos columnistas poseen un extraordinario talento literario, pero le prestan poca atención a los hechos que mencionan en sus columnas. A veces estos errores son tan sencillos como el intercambio de una mayúscula por una minúscula, el año de estreno de una película o una cita que, aun conservando la esencia del significado, está incompleta. Por muy insignificantes que parezcan, esto se debe de cambiar y plasmarlo así en la plantilla del informe.

El intelectual y periodista Christopher Hitchens se caracterizaba por incluir numerosos datos en sus columnas. Hitchens también era muy buen ensayista —uno de los mejores en lengua inglesa— y siempre relacionaba una gran cantidad de hechos históricos con las opiniones que él tenía de los mismos. Sorprendentemente, a pesar del tiempo invertido en el análisis, el autor angloamericano cometía muy pocos errores o ninguno. El escritor era capaz de entrelazar sucesos acaecidos en la Rusia de Putin, junto con el proceso de obtención de la ciudadanía en Alemania y en las antiguas colonias británicas, y una anécdota protagonizada por un propagandista acusado de traición en la Segunda Guerra Mundial acompañada por una descripción biográfica de un terrorista nacido en Yemen, y salir completamente impune del examen. Su brillantez se basaba, precisamente, en su pasión por la discusión intelectual. Esto le hacía ser especialmente cuidadoso con los datos que apoyaban  sus argumentos. Pero no todos son así de minuciosos.

La presencia de fact-checkers en los periódicos, sencillamente, incrementa las posibilidades de que una información sea correcta. Algunos periódicos y revistas tomaron la decisión, desde el principio, de que el departamento debía ser el eje fundamental de la institución periodística.

El periodista Craig Silverman entrevistó en abril de 2010 a Axel Pult, periodista de la revista alemana Der Spiegel, sobre el departamento de fact-checking de la institución. El reportero estadounidense quedó impresionado con la increíble amplitud del departamento, para el que trabajaban unas 80 personas. Pult decía de que la compañía, cuando estableció la sección “llegó a la conclusión de que era importante evitar errores, y era importante hacerlo posible publicando cosas que son revisadas dos veces, y no las que son solamente revisadas por el mismo autor”. En el Spiegel los fact-checkers se distribuyen entre las distintas secciones. Algunos incluso se encargan exclusivamente de revisar las fotografías. Una de las razones por las que la redacción tiene un gigantesco departamento de investigación y verificación de datos, según Axel Pult, es la de “crear una relación especial entre el lector y la revista”.

Algunos piensan que para ser un buen fact-checker es importante tener una formación académica específica. Según Silverman, la periodista y editora canadiense Cynthia Brouse, que ejerce como profesora de fact-checking en la Universidad Ryerson de Toronto, dice que uno de sus mejores atributos como fact-checker es su título en Psicología de la Lingüística, ya que le ayuda a “detectar errores que otros normalmente no detectarían”. El periodista recoge en su libro Regret the Error [Lamentamos el error] información sobre la historia del fact-checking en la industria. En él se muestra, por ejemplo, que los fact-checkers de la revista Esquire no tenían permitido hablar con Norman Mailer o que Gore Vidal era un autor difícil de revisar, porque él “pensaba que estaban jugando con la musa”. Silverman afirma que la característica más valorada en un buen fact-checker es la tenacidad: “Un revisor que se da por vencido después de encontrar una fuente aparentemente fiable no durará mucho; uno que comete errores, no durará nada”.

 Otras revistas, como The New Yorker, que se caracteriza, entre otras cosas, por la extensión, calidad, y veracidad de sus artículos, tiene un equipo de fact-checkers que pueden tardar hasta meses en el análisis de los datos que contiene uno de los ensayos preparados para su publicación. Incluso las piezas de ficción y las ilustraciones que no describen acciones basadas en la realidad, si contienen algún elemento susceptible de ser relacionado con la vida real —especialmente si con ello alguna persona o institución es atacada— también es revisado. El buen resultado de todo eso, como consecuencia del tiempo invertido y el entusiasmo volcado en el proceso de edición, es sacar adelante una de las mejores —si no la mejor— revistas culturales del mundo. Un lector del New Yorker sabe que el producto que ha comprado está cuidadosamente elaborado.

En las páginas de Regret the Error encontramos numerosas historias sobre la creación y evolución del departamento en la historia del periodismo. Una de las grandes motivaciones que impulsan a una publicación a crear un departamento de verificación de datos es, entre otras cosas, la de evitar que se produzcan acciones legales contra ella por la presencia de un error. La revista Playboy llevó al extremo esa preocupación uniendo el departamento legal al departamento de fact-checking. Silverman afirma que David Cohen, responsable de enviar un fax diario a la junta legal de la revista, le dice a su asistente que “el fax es lo más importante de todo lo que hacen”, puesto “que el abogado lee todo el material y se lo mandamos por fax con comentarios.”

La propia New Yorker incrementó su meticulosidad debido al temor de tener que acudir a los tribunales. Ben Yagoda escribió en su libro sobre la historia de la revista que el departamento comenzó a raíz de la publicación, en 1927, de un retrato de la poeta estadounidense Edna St. Vincent Millay, que “estaba tan plagado de errores, que la madre irrumpió en las oficinas de la revista y amenazó con demandarlos si no se publicaba un extensa corrección”.

El género de no ficción, creado fundamentalmente en Estados Unidos e iniciado por escritores como Tom Wolfe, Truman Capote y Norman Mailer, puede llevar a provocar ciertas confusiones entre la realidad objetiva y una realidad manipulada al servicio del estilo literario. El libro The Lifespan of a Fact, escrito por John D’Agata y Jim Fingal, describe una situación donde dicha confusión alcanza un grado estrambótico. D’Agata es un escritor que manda un ensayo, basado teóricamente en un hecho real —el suicido de un adolescente en Las Vegas— a la revista The Believer, y Fingal es el fact-checker encargado de revisar los hechos. El intercambio de emails entre el escritor y el verificador de datos resulta tan cómico como peligroso. D’Agata le propone no revisar demasiado su artículo, ya que se ha tomado la libertad de realizar algunos cambios que, aunque no representen con exactitud lo que ocurrió, según él no dañan excesivamente la historia. El autor creía que, a pesar de ser consciente de que en la ciudad de Las Vegas hay treinta y un clubs de striptease, el número treinta y cuatro beneficiaba el ritmo de la narración y, por lo tanto, debía cambiarlo. Lo mismo ocurría con el suicidio del protagonista de su ensayo. Aunque D’Agata era consciente de que no fue el único suicidio ocurrido aquel día en la ciudad en el que se utilizó el mismo método (saltando desde un edificio), prefería atribuirle la virtud de exclusividad describiéndolo como tal. Algunas de estas afirmaciones, muy interesantes desde el punto de vista humorístico, provocaron una dura respuesta de Hannah Goldfield en las páginas del New Yorker. Goldfield, quien fue también fact-checker para la revista, se esperaba un libro interesante sobre lo que él consideraba “un proceso complicado y lleno de matices” que constituía “una parte extremadamente importante de la publicación de una revista con integridad periodística”. Sin embargo, a juicio de la periodista del New Yorker, el libro no es “una disección íntima del proceso” sino que representa “un retrato de un escritor que es completamente idiota o que, al menos, se presenta de esta forma para crear un efecto fácil”. En opinión de Goldfield, “un buen escritor —con la ayuda de un fact-checker y quizás un editor—  no debería de elegir entre la belleza y los hechos, aunque la belleza sea en nombre de la “verdad”, sino que tendría que ser capaz de unir a ambas”. (El historiador y periodista británico Timothy Garton Ash, con su libro sobre la caída de las dictaduras comunistas en Europa del este,  y el periodista estadounidense David Remnick —asimismo actual director del New Yorker—, con su libro sobre el colapso de la Unión Soviética, han demostrado que los hechos son fascinantes por sí mismos, y que un escritor, si realmente tiene talento, no necesita inventarse nada para que su obra alcance una gran altura literaria).

Muchas de las anécdotas personales sobre el transcurso de la verificación de datos en The New Yorker fueron publicadas en la misma revista. En ellas se describía la necesaria lentitud con la que se editaba un artículo dependiendo de qué tema se trataba. Una investigación de un reportero sobre material nuclear que podría ser utilizado por terroristas hizo que la fact-checker encargada del ensayo, Sara Lippincott, dedicara cuatro semanas a comprobar la veracidad del reportaje. Debido a la complejidad científica del texto y la extensión del mismo (tenía 60.000 palabras) así como el secretismo que albergaba el contenido, arrostró ciertas dificultades para cerciorarse de que el material era publicable. Pero finalmente, después de varias llamadas a distintos departamentos, encontró a un supervisor que confirmó la información y la pieza se acabó publicando. Otros muchos ensayos no aparecieron en la revista por las dudas sobre la autenticidad de los hechos mencionados en ellos.

Virginia Heffernan recordaba en las páginas del New York Times el momento en que se convirtió en fact-checker del New Yorker: “Te daban un estuche de lápices rojos. Con ellos tenías que subrayar todos los pasajes que contenían datos que debían ser verificados. Y no siempre era obvio lo que había que subrayar. A veces una frase contenía datos ocultos”. Heffernan afirmaba que cuando en el texto aparecían frases como “el hijo más joven de Jane” debías de comprobar la maternidad de la mujer y el certificado de nacimiento, pero también asegurarte de que “Jane al menos tenía tres hijos, para considerar a uno de ellos el más joven”.

La aparición de internet revolucionó los métodos de verificación. Los periódicos ya se habían suscrito al sistema de LexisNexis, un archivo digital que posee una enorme cantidad de números de periódicos y revistas. “En aquel momento”, escribe Heffernan, “los editores decían que no se podía confiar en él, luego apareció Google y te decían que no podías confiar en Google”. El laberinto de información que representaba el ciberespacio facilitó las cosas a los fact-checkers, debido al acceso que proporcionaba la red a los archivos digitalizados, pero también indujo al desconcierto. A pesar del número elevado de veces que uno puede encontrar datos repetidos en distintas publicaciones, se debe tener precaución, ya que simplemente puede significar la rápida multiplicación de un error generada por la extraordinaria inmediatez del mundo virtual. Los datos se volvieron —afortunadamente— más accesibles al público, pero también se convirtieron en objetos de manipulación por diversos intereses. (No es la primera vez que un hecho originado en internet se acaba extendiendo hasta llegar a algunos periódicos, que no tienen departamento de fact-checking, y se publica como noticia contrastada).

Los nuevos fact-checkers tienen que sortear todas esas barreras y ser, en cierto sentido, más escépticos que antes, aunque esto implique una investigación más profunda sobre los temas tratados. La confianza también se funda en las pruebas de todo este profesionalismo realizado, sin ninguna duda, de forma sofisticada. Aun así, después de todas estas revisiones, también puede haber despistes o fallos en la verificación que dejan escapar datos que debieron ser corregidos o eliminados. Pero este tipo de procedimiento reduce enormemente las posibilidades de que eso suceda. Se trata de ofrecer a los receptores de la información material que no pueden encontrar en ningún otro lugar. Todo esto es parte de un excepcionalidad periodística forjada con los años y se aplica a base de tomarse muy en serio a su audiencia. Un lector del New York Times, del Spiegel, o del New Yorker cree que merece la pena pagar por esos artículos. Entienden que leyéndolos pertenecen a un sector de la sociedad que está realmente informado. Para eso, evidentemente, se necesita un esfuerzo económico e intelectual.

No se puede exigir calidad a los medios de información sin entender la relevancia de este tipo de departamentos. Algunas revistas y periódicos han cerrado por motivos de financiación, otros se han visto inmersos en diversas crisis que han conducido al despido generalizado de periodistas y recortes de gastos. Esto afecta, irremediablemente, al buen desarrollo de la empresa periodística.

Las revistas Time y Newsweek, según Craig Silverman, eliminaron sus departamentos de investigación en el otoño de 1996: “El fact-checker fue sustituido por el periodista multidisciplinar que se ocupa de revisar los artículos, investigar, y escribir de vez en cuando algún artículo”. En el mismo periodo, las revistas Vogue, Columbia Jounalism Review y Village Voice realizaron grandes recortes presupuestarios. De acuerdo con el autor de Regret the Error, Time se deshizo en año 2007 de 289 puestos de trabajo, 172 pertenecientes a los departamentos relacionados con la sección editorial. Sarah Harrison Smith, autora de The Fact Checker’s Bible, asegura que en la revista Time “ahora el cincuenta por ciento de las piezas son revisadas por los propios autores, y algunos ni siquiera utilizan reporteros para su investigación preliminar”.

En los últimos años, algunos periódicos tomaron la decisión de reducir el número de palabras, añadir color y ampliar las fotografías. A alguien en algún lugar de algún misterioso departamento se le ocurrió la idea de que los lectores de periódicos son gente que no lee. Curiosamente, nos encontramos con una crisis financiera internacional y una auténtica reconversión industrial en el sector, y algunos pensaron que la mejor forma de afrontar estos tiempos convulsos era presentar la información más atractiva y fácil a los lectores. El resultado es bastante catastrófico, ya que intentar facilitar la labor al lector supone también reducir la calidad del periódico. No se avista un horizonte esperanzador si éstas siguen siendo las medidas a tomar.

Uno puede nacer en esta profesión hoy en día defraudado inevitablemente por ella. Se te pueden caer fácilmente los mitos de toda la vida simplemente pisando una redacción o un estudio de televisión. Ahora, estos lugares de trabajo, como suele citar el columnista Raúl del Pozo, ya no “huelen a pólvora y a ginebra”, como aquellos tiempos en que “la noticia estaba en los bares y el periodismo se aprendía en las esquinas”, sino que se han visto convertidos en oficinas frías atrapadas por los tentáculos de monstruosas burocracias. Algunas funcionan muy bien, a pesar del silencio, las aguas minerales, y la informatización de los trabajadores. Otras, en cambio, perdieron el encanto y fulgor necesarios para ejercer la profesión.

Muchos periodistas se juegan la vida cada día en distintas regiones del mundo para presentarnos los hechos. Acuden a lugares hostiles con la intención de conocer una realidad aparentemente ajena, pero que está mucho más relacionada con los lectores de lo que inicialmente se piensa. Los reporteros nos ayudan a entender la realidad humana mostrándonos cómo una víctima de un genocidio, un soldado que se dejó la vida en el combate, un torturador del servicio secreto, un refugiado, un manifestante por la libertad o un religioso radical  padecen los mismos síntomas que cualquiera de nosotros padecería en esas situaciones: miedo, desesperación, hambre, anhelo de libertad, amor por la familia, confusión, ignorancia, odio y deseo de venganza. Nos trasladan a otros lugares incómodos para que contemplemos una verdad que, sin su presencia, llegaría profundamente contaminada, y se mantendría enterrada con el paso del tiempo. Su esfuerzo nunca debería ser menospreciado.

La serie de televisión Newsroom —emitida por HBO y creada por el guionista Aaron Sorkin—, en la que supuestamente se muestra el mundo de la televisión y el periodismo, un presentador republicano (y por lo tanto conservador) cuestiona el liderazgo moral y político de su país. Los productores, dejándose llevar por el entusiasmo vocacional, realizan discursos elocuentes sobre el significado de la profesión. Los redactores, mostrando un respeto casi reverencial por la información, luchan por unos ideales y se proponen cambiar el mundo cada día. Y la productora ejecutiva discute sobre cómo realizar el mejor programa informativo de la nación. Todos forman parte de un equipo, con sus defectos, virtudes y limitaciones, que creen en el servicio a los ciudadanos. ¿Cuál es el problema de todo eso? Que la ficción tan brillantemente descrita por Sorkin habla sobre ese mundo que nos gustaría que existiera (¿o existió?), no del mundo que realmente existe.

Desaparecidos ya gente como Walter Cronkite y Edward Murrow, presentadores clásicos de noticias de la televisión americana, algunos canales se han rendido ante el apetitoso caramelo de los beneficios instantáneos y la industria del entretenimiento, y se dejaron seducir por la fórmula eficaz de atrapar al espectador con lo que sea, ofreciéndole su ración de alimento ideológico, y evitándole, a toda costa, cualquier atisbo de librepensamiento. Nuestra generación ha presenciado innumerables avances en todos los terrenos: la tecnología, los derechos de la mujer y las minorías raciales, la ciencia y la medicina. Por poner solo unos ejemplos. Sin embargo, en ocasiones, nos hemos olvidado de aquellos valores periodísticos que nunca debieron desaparecer. Afortunadamente todavía existen honrosas excepciones. Estas se pueden apreciar sintonizando algunos canales y comprobando cómo sobreviven heroicamente defendiendo la flota de la imparcialidad en un mar contaminado por el sectarismo. La televisión, al igual que la prensa, especialmente en Estados Unidos, juega un papel fundamental en la democracia. En su calidad reside el futuro de cualquier sociedad abierta.

Hace más de ochenta años, el director del diario británico The Guardian, C. P. Scott, dijo que los hechos eran sagrados. Esta escueta y sencilla definición del periodismo representa la única regla que jamás se debería romper. La distinción entre opinión e información en la tradición periodística anglosajona siempre fue lo más nítida posible. Es cierto que se cometieron errores, hubo y sigue habiendo escándalos de plagio, mentira y corrupción, malas políticas empresariales, y manipulaciones obsesivas con claros intereses económicos y políticos. Pero los que todavía creen en este oficio, como los mencionados arriba, se preocupan de dejar claro que los hechos representan, en realidad, la esencia de esta profesión.

Lo importante no es que no sepamos, como decía Chesterton, que Lord Jones estaba vivo, sino que comprendamos, gracias a la investigación de un periodista, la transcendencia que tuvo su muerte.

 

 

 

Xabier Fole es periodista y redactor de televisión. Graduado en Historia por el City College de Nueva York, especializado en historia intelectual de los Estados Unidos, fue becado por The New York Times como fact-checker en la sección Syndicate. En FronteraD ha publicado John Lews Gaddis: el historiador que surgió de la guerra fría

 

 

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