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ArpaLa salvaje costumbre de trabajar

La salvaje costumbre de trabajar

—Toda novela es autobiográfica— alguna vez le escuché decir, enfático, a Carlos Monsivais. También es cierto que en la actualidad hay quienes lamentan la impuesta supremacía del autor sobre la obra, pero después de leer los ingeniosos ensayos de Daria Galateria, profesora de Lengua y Literatura francesas en la Universidad La Sapienza, en la eterna Roma, queda claro que sin biografía no hay ni puede haber ya no digamos novela o poema: no hay, es imposible siquiera, alcanzar esa sapiencia literaria que los lectores buscamos, esa profunda emoción que provoca el acto de leer y que trasviste nuestras limitadas vidas cada vez que el destino, o el azar, deposita en nuestras manos —a veces nos lo arroja en pleno rostro—un buen libro.

 

Este es el caso.

 

Llamé ingeniosos a los ensayos que conforman Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores, porque el tema se antoja auténtico, originalísimo. Se trata, además, de un bello libro equipado con la mejor traducción posible, limpia, impecable. Estoy cierto que allá, en la eternidad, los ensayos y el deleite de haber traducido de manera ejemplar Trabajos forzados acompañan a Félix Romeo.

 

En el libro de Daria Galateria desfilan, sobre todo, novelistas, algunos poetas, rudos y técnicos, refinados de salón y bestias curtidas en las duras aceras y callejones sin salida de la vida: el patético aspirante al poder ministerial, André Malraux; el estrafalario Boris Vian, el aburrido Eliot, el diplomático oportunista Morand, el rabioso Céline, Lawrence de Arabia, Colette, Jean Giono y Paul Claudel, entre los primeros; Jack London, Maxim Gorki, Blaise Cendrars, Dashiell Hammett, Antoine de Saint-Exúpery, Orwell, Bohumil Hrabal, Bruce Chatwin y el rey de los bares y las mentadas de madre, el irrepetible Bukowski. Muchas de las historias contenidas en los impecables ensayos de Galateria son harto conocidas; otras son una sorpresa, a veces una triste —incluso lúgubre— dicha. Me refiero, por ejemplo, a Jean Giono, siniestro, que “con el tiempo aprendió a disfrutar de las alegrías de su oscura oficina, donde era necesario encender la luz”. Caso contrario resulta el de Bohumil Hrabal, quien a la hora de buscar trabajo tenía los suficientes arrestos para ir en contra de sí mismo, acto en buena medida análogo al de su valiente escritura: “Siempre he buscado meterme en situaciones inadecuadas, desagradables para mí, contrarias a mi naturaleza; así que yo, que soy tímido, me convertí en agente de seguros”.

 

La originalidad del libro de Daria Galateria es tal que al escribir esta recensión, no he podido evitar la evocación de algunos de mis trabajos forzados.

 

Antes de decir cualquier cosa, debo aclarar que, sin ser un escritor maldito, he ejercido algunos empleos asquerosos.

 

Como muchos escritores provenientes de las clases medias, los años de mi niñez y adolescencia no carecieron de la búsqueda del raquítico —en realidad simbólico— salario. Tendría unos 13 años de edad, quizás más, no lo recuerdo, cuando fui contratado como recogedor de pelotas en un club de tenis cercano a mi casa, al sur de la ciudad. Fue en esas gloriosas y olvidables canchas de arcilla donde tuve mis primeras visiones eróticas ante las inmaculadas falditas que coronaban las piernas de las jóvenes y no tan jóvenes practicantes del deporte blanco.

 

Tiempo después, cuando mi familia decidió emigrar por una temporada a la patria de mi madre, mis hermanos y yo nos empleamos en un car-wash los fines de semana. No estoy hablando de los robots actuales donde metes tu automóvil y pagas el servicio usando una tarjeta de crédito. El trabajo al que me refiero se llevaba a cabo de manera completamente manual, casi artesanal —de ahí su gran popularidad e incuestionada reputación en uno de los barrios más populosos de Montreal; de ahí también las formidables propinas, sesenta o setena dolaritos que para un adolescente representaban una fortuna. La faena sanitaria aplicada a los automóviles era escrupulosísima, brutal. Los clientes llegaban sin parar desde las 7 de la mañana hasta las 5 o 6 de la tarde. Al final del día, mis hermanos y yo acabábamos muertos del cansancio. Visto a la distancia, aquello era en realidad un antro. Los tres hermanos éramos, por así decirlo, las blancas palomillas del establecimiento. Sin embargo, durante mi estancia en el car-wash casi siempre disfruté y aprendí de la compañía de los compañeros de trabajo, en su mayoría ex-convictos cuya apariencia y modos aterrorizantes apenas disimulaban el ruinoso estado en que se hallaban sus corazones.

 

Como estudiante de preparatoria, durante las vacaciones de verano solía regresar a Montreal en busca del devaluado dólar canadiense. Mi padrino, un tipazo que debió haber participado en el casting de los Soprano, me consiguió un empleo como ayudante en una de las empresas para las cuales prestaba sus servicios como notario. Le debían mil favores, entre ellos incontables triquiñuelas relativas a la evasión de impuestos, las suficientes para contratar a su ahijado, es decir yo, un inútil que no sabía nada de instalación y reparación de gigantescas puertas industriales. Fueron veranos ciertamente lucrativos y hasta aleccionadores. Por primera vez vi a una persona, en este caso un obrero cualificado, inhalar cocaína en el asiento del camión donde transportábamos nuestro supuesto equipo de herramientas, en realidad un auténtico basurero donde se mezclaban sin ningún orden martillos, taladros, desarmadores, trastos cuya función me resultaba un misterio y otros bártulos inservibles. No quiero dejar pasar el recuerdo del único trabajo que alguna vez tuvo a bien conseguirme mi padre. Tendría yo unos quince o dieciséis años, y en esencia el empleo consistía en acomodar libros en las mesas y anaqueles de un conocido establecimiento cuyo nombre no revelaré por prudencia elemental. Permanecí ahí una breve temporada, la suficiente para obtener conocimientos muy sofisticados acerca del hurto de libros y de la magia de robar autores y títulos que, por pura intuición, sabía que me habían estado esperando toda la vida como lector.

 

Una temporada, en realidad una de esas etapas de la vida en que uno puede afirmar que fue feliz, trabajé bajo las órdenes de un brillante editor y novelista que a la fecha es un amigo querido y un mentor a la vez generoso e insobornable. Manteníamos un peculiar régimen que garantizaba la civilidad en nuestra relación laboral, misma que consistía en presentarme dos veces a la semana a la oficina, una para recoger pruebas y otra para entregar correcciones y textos destinados a las contraportadas y cuartas de forro de los libros que publicábamos. Hay noches en que todavía entreveo en mis pesadillas la aparición de un volumen que lleva mi nombre y se titula Solapas completas.

 

Motivado quizás por mi moderado anarquismo y mi repulsión hacia cualquier figura de autoridad, un oficio que jamás he desempeñado es el de policía o guardián del orden público.

 

Empero, debo decir que durante largas y penosas temporadas ejercí distintos cargos como funcionario público. No quiero aburrir a nadie aquí con los detalles ordinarios e inherentes a toda picaresca de oficina. Me limitaré a decir que en mi calidad de funcionario de medio pelo escribí discursos irrelevantes, retórica de bajo octanaje, así como olvidables informes ministeriales que explicaban fenómenos más cercanos a mi propio malestar y confusión vocacional que al estado de la política y la economía internacionales. En otras palabras, durante ese tiempo no aprendí nada que valiera la pena —digamos por ejemplo cambiar un par de balatas o ajustar el termostato del refrigerador— pero años después, quizás demasiados, cuando ya era demasiado tarde, entendí a la perfección lo que leí en un devastador ensayo de Czeslaw Milosz. “El oficio de burócrata es quizás muy útil, pero pronto llegué a ciertas conclusiones que, después, se confirmaron: es un oficio de parásitos, a los que se les paga, no por lo que hacen, sino porque se encuentran en tal habitación, de tal hora a tal otra. Cada mes reciben un salario ligado, no a una realización precisa, sino a un lugar en la jerarquía. Para conservar este lugar, deben conducirse de la forma que se les prescribe, y su actividad tiene por objeto, no el mundo exterior, sino el rodaje del mecanismo del que forman parte”.

 

Termino esta breve e incompleta historia de mi vida laboral refiriéndome al empleo que tuve como funcionario de un organismo internacional, un trabajo en el que prácticamente no hacía otra cosa que tomar aviones a todas partes del mundo. Los vuelos eran tan frecuentes y en ocasiones tan largos que me veía obligado a realizarlos en completo estado de ebriedad.

 

Renuncié el día que perdí mi equipaje y no pude recordar en qué aeropuerto había ocurrido el siniestro.

 

Sospecho que lo peor de ese empleo no fue precisamente eso, sino haber acumulado millas de la misma manera en que a lo largo de estos años he acumulado deudas y decepciones.

 

 

 

 

[Daria Galateria, Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores, traducción de Félix Romeo, Madrid, Editorial Impedimenta, 2011.]

 

 

Bruno H. Piche (Montreal, 1970) es ensayista y narrador. Ha sido editor, periodista, diplomático y promotor cultural. Es colaborador de la revist Letras Libres desde su fundación. Acaba de publicar Robinson ante el abismo. Recuento de islas en la editorial mexicana Pértiga

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