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Don Joaquín recuerda a don Joaquín, una figura inolvidable de la cultura costarricense

Joaquín García Monge (izqda.) y Joaquín Gutiérrez Mangel

Hay dos “don joaquines” en la cultura costarricense. Uno es Joaquín García Monge, el otro, Joaquín Gutiérrez Mangel. El primero es recordado, principalmente, como fundador y editor del Repertorio Americano –la célebre revista de alcance hispanoamericano que mantuvo con pobreza franciscana y disciplina espartana durante casi cuarenta años–, aunque su trayectoria en los campos de la educación y de la política también es descollante. El segundo es conocido, sobre todo, como autor de novelas y como ajedrecista, aunque su labor como editor, como traductor y como periodista es igualmente destacada. El primero también escribió en su juventud algunas novelas, a las que los estudiosos de la literatura costarricense reconocen el mérito de introducir la estética naturalista en el tratamiento de personajes y temas vernáculos, superando así el costumbrismo imperante en la época. Ambos fueron “de izquierdas”; el primero, comprometido con causas populares y antiimperialistas; el segundo, militante comunista, de modo que ambos apoyaron el bando republicano durante la Guerra Civil Española, por ejemplo, entre otras causas de la época. El primero apenas viajó fuera de Costa Rica –suele mencionarse una estancia de estudios en Chile y otra relativamente breve en Nueva York–, en tanto el segundo vivió varias décadas en Santiago de Chile, así como también algunos años en la China de Mao, y publicó célebres reportajes sobre sus viajes a Vietnam y a la desaparecida Unión Soviética. A Joaquín García Monge no llegué a conocerlo, pues murió antes de que yo naciera. A Joaquín Gutiérrez lo conocí y traté en mi juventud, cuando regresó a Costa Rica huyendo de la dictadura pinochetista y daba talleres de escritura y cursos sobre la obra de Shakespeare en la Universidad de Costa Rica. Sus nacimientos los separaban casi cuarenta años en el tiempo y ambos fallecieron en el lluvioso mes de octubre –sin duda alguna, con aguacero–, el primero en 1958 y el segundo en el año 2000.

Para mí en lo personal, y sospecho que para muchos de mis contemporáneos, Joaquín García Monge ya era en nuestra juventud un ícono lejano, una figura reverenciada y bendecida por señores con traje y corbata que publicaban largos panegíricos en revistas grises como sus cabellos, o que discutían su obra en aburridos seminarios académicos. Con entusiasmo juvenil, pero sin la disciplina revolucionaria necesaria, intenté leer algunos de sus libros, desistiendo pocas páginas después. Tal vez aquellos de mis coetáneos que se acercaban a su figura desde los estudios literarios, o quienes lo hicieron desde el activismo en movimientos populares, lo consideraron bajo otra luz y se relacionaron con su obra desde otra perspectiva, pero ninguno de esos fue mi caso.

Con Joaquín Gutiérrez fue distinto. Luego de los cursos universitarios que matriculé con él, asistió varias veces al Taller del Lunes, un grupo de amigos –poetas, sobre todo–, que nos reuníamos semanalmente a mediados de la década de los años 1980 para leer lo que habíamos escrito y para discutir sobre literatura y política. Yo había leído con interés algunos de sus libros, aunque no alcanzaba a formarme una opinión definitiva sobre ellos, pues carecía del contexto necesario para hacerlo. Aun así, me hacía eco del respeto y de la admiración que le profesaban mis compañeros del taller. Hombre de vasta cultura y de trato fácil, era un gran conversador y un buen bebedor; su voz resonante y su risa estruendosa se imponían donde quiera que estuviese, aunque bajo sus modos agradables yo percibía un fondo de autoritarismo estalinista.

En días pasados, vagabundeando por las páginas de Brecha –una revista literaria que circuló en Costa Rica entre 1957 y 1962–, tropecé con las palabras que Joaquín Gutiérrez leyó en el homenaje que organizara en noviembre de 1958 la Sociedad de Escritores de Chile con motivo del fallecimiento de García Monge, acaecida un mes antes (‘Don Joaquín García Monge’. Brecha, año 4, número 3, enero de 1959, pgs. 7-9). La semblanza que ahí hace don Joaquín de don Joaquín es, además de una deliciosa pieza literaria, un documento que me ha ayudado a comprender y justipreciar –¡por fin!– la figura de García Monge, la relevancia de su labor para toda Hispanoamérica pero, sobre todo, para Costa Rica.

En su semblanza, Gutiérrez dibuja con trazos gruesos pero precisos la trayectoria de García Monge, desde su niñez en el pueblo campesino de Desamparados, a finales del siglo XIX. “Cursa García Monge la escuela primaria de siete grados, queda huérfano de padre y en la capital cursa la secundaria de cinco años más, como alumno interno, y vuelve, ya bachiller, a su aldea, a ese Desamparados de vacas y gallinas”. Para entonces, es ya un asiduo lector de todo lo que llega a sus manos. Un día, cae en sus manos una novela de José María de Pereda, y con Pereda –continúa Gutiérrez–, “descubre un camino: —También a mi alrededor crepitan las novelas. El vecino Pedro y la vecina Micaela son personajes tan importantes, y más importantes, que la Marquesa, el General o la señorita que es melancólica, hace poemas y se suicida. Sí, es claro, aquí mismo, entre los vecinos que vienen a charlar alrededor del pozo, hay docenas de novelas. Se necesita tan sólo, desnudarlas. Lección inmensa que hoy, todavía, nos debe servir de norte”.

Es así como en los albores del siglo XX nacen El Moto, primero, y luego Hijas del campo, las juveniles novelas de García Monge. El escritor Carlos Gagini se ofrece como como garante por la deuda de 125 colones que contrae García Monge con la imprenta que tirará El Moto. “El éxito –continúa relatando Gutiérrez– fue grande, la edición de El Moto se vendió toda, pagándose la factura y aún alcanzó para que el novel autor se mandase a hacer un terno de casimir importado”. Esto lo anima a publicar muy pronto Hijas del campo, que también es recibida con buen suceso… “y en 1901 se le otorga una beca para viajar a Chile a estudiar tres años en el Instituto Pedagógico y algunos cursos de zootécnica en la Quinta Normal”.

A su regreso de Chile, con 23 años de edad, lo nombran profesor de castellano y literatura en el Liceo de Costa Rica. Pocas semanas después, estalla un conflicto entre los estudiantes y el director del Liceo. “Interviene la policía y en los interrogatorios de los detenidos sale a relucir el nombre de don Joaquín como el principal incitador a la rebeldía. El gobierno, drástico y miope, lo destituye por anarquista. (…) Al día siguiente el anarquista llega a su pueblo a cultivar la tierra y sólo vino a sacarlo de allí, años después, el Presidente Cleto González Víquez llevándolo de profesor al Colegio de Señoritas”.

Tras casarse y procrear un hijo, en 1915 es nombrado profesor en la Escuela Normal en Heredia, institución de la que luego, en 1927, será director. Pero antes está dictadura de los Tinoco (1917-1919), una profunda convulsión en la vida política de Costa Rica e importante para García Monge. Continúa relatando Gutiérrez: “Don Joaquín había predicado: “el educador no ha de ser un conejo asustadizo, ni mucho menos un alcahuete de los políticos”. Y ellos (los Tinoco) se ceban con él. Destituido parte a Nueva York a tratar de fundar una editorial, pero no le agradó la gran cosmópolis, como se decía entonces, ni encontró ayuda. Vuelve, lucha contra la tiranía, hasta que esta cae. Ya es un hombre a quien se escucha”. Por esa razón, tras la huida de los Tinoco, García Monge es electo presidente de la comisión de ciudadanos designada para ir a exigirle al general Juan Bautista Quirós, en quien ellos delegan la presidencia, que entregue el cargo. “¡Qué magnífico alegato público y qué modelo de oratoria cívica! Primero ablandar al general, después convencerlo, amenazarlo luego, erguirse ante él y hacerle sentir que todo un pueblo está hablando en ese momento con sus palabras y que, ante un pueblo, su espada de general es una cuchilla herrumbrada”, escribe Gutiérrez. Y continúa: “La patria y su destino están por encima de todo. Vamos, general, olvide su pequeña postura y convoque a elecciones, yo se lo impreco, yo se lo mando”.

Cuando retorna la normalidad, García Monge es nombrado por un breve periodo secretario de Educación Pública, y después, de 1920 a 1935, director de la Biblioteca Nacional, el último cargo público que ejerció. Como director de la Biblioteca Nacional es que Gutiérrez llega a conocerlo. “Los muchachos íbamos a leer Salgari en unas mesas redondas y lo veíamos pasearse a veces por los jardincillos interiores”. Poco después, el padre de Gutiérrez le encomienda a García Monge la orientación de su hijo: “Don Joaquín, este muchacho parece que va a resultar escritor. Yo quiero dejárselo a su cuidado. Mi padre partió y yo quedé allí, con mis 15 años muy impresionados, mirando a ese hombrecillo gordo, de calva incipiente, mejillas rosadas de hombre criado al aire libre, voz delgada, apenas con movimientos mínimos en los labios, mirada juguetona, siempre con un matiz de burla cariñosa. Me pidió que le leyera los versos que andaba llevando. ¿Cómo lo habría adivinado? ¿Cómo pudo darse cuenta de que todos los bolsillos los traía llenos de sonetos?”. Así es como García Monge se convierte en una especie de tutor literario de Gutiérrez. “Me prestaba libros, hoy Santa Teresa y mañana Bakunin, hoy Quevedo y la otra semana Neruda…”. Y más adelante: “Con aquel riego crecía la planta y el jardinero me pidió la primera colaboración para Repertorio. Ya aquello era la consagración definitiva, salir en letras de molde, viajar por toda América con esas alas de papel impreso, saber que ese ejemplar, en que aparecía nuestro poema, caería en las manos de Alfonso Reyes, descansaría en el escritorio de la Juana de Ibarbourou, rodaría entre los universitarios de Lima o México”.

El siguiente es uno de mis pasajes favoritos del texto, pues revela, entre otras cosas, que la historia se repite una y otra vez. Lo transcribo íntegro: “Después, con toda mi generación, bebimos el vino fuerte del iconoclastismo. Para vencer la batalla que librábamos dentro de nosotros mismos, tuvimos que volvernos sectarios, ásperos, intransigentes. Nos movíamos en medio de una sociedad adocenada, tibia y a menudo mezquina y para romper los prejuicios que nos envolvían, nos convertimos unos bárbaros sin respeto a nada. Don Joaquín mismo más de una vez cayó bajo nuestra mofa. “Es un viejito inofensivo, a dónde va con su Repertorio, que tánta Santa Teresa”… y cosas así. Nosotros, en cambio, el grupo en donde estaba la más fecunda y variada generación literaria y artística que ha dado Costa Rica, Yolanda Oreamuno, Fabián Dobles, el poeta Segura, el escultor Paco Zúñiga y muchos más, entonces muchachones de 20 años, íbamos mucho más allá… así al menos lo creíamos pretensiosamente.

Ya lo visitábamos poco y cuando lo hacíamos era para robarle libros. O si no, para llegar hasta la puerta de su casa y arremedar el pregón callejero… compro boteeellas, papel periódico…

Él, que vendía papeles viejos de tantos que se le acumulaban, para ayudarse subsistir, contestaba desde adentro: Ya voy. Y lo veíamos acercarse por el largo corredor, oculto bajo un montón de papeles que apenas sostenía en sus brazos cortos y gorditos. Llegaba a donde estábamos conteniendo la risa, y naciente su calva detrás de la montaña impresa como la luna detrás de los Andes. Descubría la broma:

—¡Ah Gutierritos, siempre de guasa!

Todo dicho con una voz limpia, privada de todo rencor, llena de cariño. Hoy, en esta ocasión, por esos años de torpe intransigencia, perdónanos, don Joaquín.

Cuando Gutiérrez se marcha de Costa Rica a su larga aventura chilena e internacional mantiene con García Monge una relación epistolar y como colaborador ocasional del Repertorio Americano. Y, desde luego, no falla en visitarlo cuando viaja a Costa Rica. “La salud comienza a abandonarlo y, además, su esposa está enferma y él hace las veces de enfermero. Nos recibe tan contento, con esa efusividad suya reprimida y en sordina. ‘—Vienen muy pocos a verme, ya estoy viejo y los aburro’. Pero no está viejo, no es cierto. Está al día en todo, Lee y lee y lee”.

Gutiérrez dedica los párrafos finales de su semblanza a ensayar un balance del legado de García Monge como escritor, como educador, como editor y difusor de ideas. El Repertorio Americano fue su última y más grande contribución en este campo, pero hubo otras previas: Siembra, que editó bajo seudónimo cuando tenía solo 23 años, luego, entre 1910 y 1915, la colección Ariel, entre otras publicaciones periódicas como La Obra, el Convivio para los niños.

Algunos números de la revista Repertorio Americano

Del Repertorio, refiere Gutiérrez, publicó más de 1.300 números. Para cada edición, el propio García Monge es quien “separa la correspondencia, la archiva, lleva la contabilidad, selecciona el material para lo cual sigue leyendo por toneladas, escribe las notas bibliográficas, siempre estimulantes, compagina, lleva el material a la imprenta, corrige las pruebas, recibe la edición, la cuenta, la envuelve, rotula y amarra en paquetitos que lleva, él mismo en varios viajes, con sus pasitos cortos, hasta el correo. Sin embargo, siempre insiste en que Repertorio no es un trabajo personal sino colectivo y recuerda la labor de los prensistas y tipógrafos, del distribuidor, de los quinientos suscritores nacionales y los amigos y colaboradores del extranjero”. Pero el Repertorio, recuerda Gutiérrez, no es solamente una revista literaria, sino también hogar de encendidas campañas antiimperialistas y en favor de la democracia. “Cada embestida contra un tiranuelo da por resultado que Repertorio deja de circular en ese país, él pierde suscritores y la vida se le vuelve más dura… pero más hermosa”, escribe. Y pasa a relatar cómo a García Monge el Congreso de Costa Rica le concedió el título de Benemérito pocos días antes de morir, la única persona que hasta entonces –¿y aún ahora?– la ha recibido en vida. “La víspera de su muerte llamó a un amigo y le pidió: “nada de flores, discursos ni ceremonias en mi muerte. Que sea sencilla como ha sido mi vida sencilla… verdad?”.

Así pues, la trayectoria de los dos “don joaquines” de la cultura costarricense se extiende a todo lo largo del siglo XX, que despunta con la publicación de El Moto, la obra primera de García Monge, justo en 1900, y se extingue con el fallecimiento de Gutiérrez, cabalmente en el año 2000.

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