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AcordeónEl fin de la inocencia. Los intelectuales occidentales y la tentación de...

El fin de la inocencia. Los intelectuales occidentales y la tentación de Stalin

Otto Katz fundó la Liga Antinazi de Hollywood en 1935. Un evento paralelo tuvo lugar en París durante el sofocante mes de junio de 1935, justo antes de que Dimitrov anunciara el inicio del Frente Popular; fue un gran debate entre famosos intelectuales y se conoció como el Congreso Mundial en Defensa de la Cultura. Debido a que la convención se reunió en una sala llamada Salle Mutualité, ha pasado a la historia como el Congreso de la Mutualité. La Mutualité es uno de los congresos más famosos y sobre el que más tinta se ha derramado de toda esa época, una representación intelectual cuidadosamente planificada y diseñada con el objeto de preparar a la élite cultural para el Frente Popular. A pesar de que supuso el evento culminante de la política cultural al estilo Münzenberg, la Mutualité no fue un show de Willi: se mantuvo bien apartado de forma consciente. Los verdaderos cerebros grises que organizaron a los presentes en el podio fueron Iliá Ehrenburg y Mijaíl Koltsov, dos rusos, ambos propagandistas soviéticos, ambos más cercanos a Stalin de lo que jamás estuvo Willi, y fuera de la égida de Münzenberg. La Mutualité fue también uno de los eventos que supuso un punto de inflexión en la historia de la literatura rusa. Fue en esta ocasión cuando dos de los más grandes poetas rusos, Borís Pasternak y Marina Tsvetáieva, se volvieron a reunir después de años de correspondencia a través del muro del exilio. Fue también la ocasión en que Isaak Bábel hizo su primera y última aparición en Europa. Los franceses que actuaron como presidentes del Congreso fueron André Malraux y un muy incómodo André Gide.

Resulta de especial interés el papel de Gide en el Congreso de la Mutualité. La estrategia del Frente Popular exigía la adhesión de toda la izquierda de la élite francesa, la cual, en la tradición de Voltaire, era entonces, como ahora, especialmente sensible al liderazgo intelectual de quien fuera el máximo representante, generalmente “disidente”, en París de entre los hombres de letras. En 1935 ese era André Gide. No tenía la menor importancia que Gide fuera homosexual; nada importaba que fuera rico y que se deleitara de serlo, que fuera el típico grand bourgeois. Nada de eso contaba. En 1935 él era el francés de cuyos hombros colgaba el manto de Zola. Encarnaba la conciencia de Europa; era el decano de los legisladores inadvertidos. Así que el aparato de propaganda fue tras él. De forma implacable.

La historia del gato y el ratón entre Gide y el Kremlin es larga, truculenta y delicada. Alcanzó un misterioso crescendo en 1936, en la misma antesala del Terror, cuando Gide visitó la Unión Soviética para la gira más grande que se le haya dispensado jamás a un prohombre. Terminó con el autor de El inmoralista en un estrado junto a Stalin, pronunciando la oración fúnebre sobre el cadáver de Maxim Gorki, para regresar después a casa, donde levantó un revuelo de consternación e histeria en la máquina de propaganda al escribir un texto en el que atacaba –a nuestros ojos, de forma bastante comedida– el estilo de vida soviético: Regreso de la URSS.

Uno de los instrumentos del aparato para cortejar a Gide fue casi sin duda un joven llamado Pierre Herbart. Durante nuestra entrevista en Múnich, Babette Gross me contó que el aparato había manipulado a Gide por medio de “varios jóvenes” que se reunían en torno al maestro. La sugerencia era que, dada la homosexualidad de Gide, estas manipulaciones eran en parte sexuales. Pero ¿qué jóvenes? Babette Gross no dio nombres, quizá no los sabía. Pero a mí me parece harto probable que Pierre Herbart fuera uno de los instrumentos para ese juego.

La relación de Gide con Herbart era anterior a su conexión con el aparato. Había conocido al joven Herbart en el entorno de Jean Cocteau, el autor de Opio, su gran rival y del que tanto desconfiaba. Pierre había caído en una seria drogadicción y llevaba la vida vacía de un joven muy apuesto que frecuentaba el círculo de una rica celebridad homosexual. Apenas lo conoció, Gide se dispuso a rescatar a Pierre de lo que él veía como el vacuo libertinaje del ambiente drogadicto de Cocteau. Puede ser muy probable que él mismo tuviera una aventura (breve) con Herbart. Una vez le confesó a Maria van Rysselberghe que Pierre tenía el cuerpo que a él mismo le hubiera gustado tener.

Fuera la que fuese la conexión sexual, el hecho es que Gide rescató a Pierre de las garras de Cocteau. Le pagó un tratamiento en una clínica de desintoxicación y persuadió al joven para que abandonara la villa de Cocteau en el sur de Francia y entrara en el ámbito más serio de su propia casa en París.

A lo largo de toda la vida de Pierre Herbart, se presiente el problema insoluble de la ausencia de padre. Pierre era hijo de la alta burguesía; uno de sus hermanos llegó a ser nada menos que director del Banco de Francia. Pero los hermanos Herbart fueron hijos abandonados de la burguesía. El padre desapareció cuando Pierre era muy joven. Años después, se le pidió que reconociera su cadáver encontrado en una zanja; era el de un vagabundo.

Por tanto, no es de sorprender que la relación con Gide haya sido más la de un hijo adoptivo que la de un amante. Pero aún sucedió algo más con respecto al sentimiento edípico de Pierre. En los años veinte, Gide tuvo un encuentro sexual, una sola vez y nunca más, con la hija de Maria van Rysselberghe, su esposa y compañera en todos los sentidos menos en el sexual y el litúrgico. En su única experiencia no con la “Petite Dame”, sino con su hija, Gide concibió a su hija biológica, Madeleine.

En esa coyuntura, Pierre Herbart hizo algo que le dio un papel de la máxima importancia en la vida de Gide. “Legitimó” a la pequeña Madeleine casándose con Elisabeth, pese a que esta tenía veinte años más que él, de hecho, edad suficiente para ser su madre. Entonces, Pierre se convirtió en padre adoptivo al mismo tiempo que hijo adoptivo, enredado en la ambigüedad.

El rescate de Pierre también exigió que Gide procurase para su protegido un trabajo presentable. Para ello, Gide se dispuso a convertirlo en escritor y en intelectual. Había algunas posibilidades de éxito. Pierre era ciertamente muy inteligente; tenía buen gusto y poseía un fino aunque débil talento como escritor. En ese esfuerzo, Gide encontró la asistencia del aparato. Al poco tiempo, el aparato lanzó para Pierre una carrera literaria verdaderamente patrocinada por el partido. Eso implicaba publicar muchos artículos y recibir encargos de varios periódicos y revistas de la izquierda intelectual de París; seguido de una estancia en Moscú de un año. Entre ellos estaba Paul Nizan. Eran los años 1934 y 1935, y un grupo de jóvenes intelectuales franceses prometedores se reunían en Moscú. Así las cosas, a Pierre se le abrieron las puertas mientras Gide contraía una deuda con el partido francés, su comisario cultural, Vaillant, y sus hombres. A medida que pasaba el tiempo, el aparato se sintió más confiado y seguro de tener a Pierre firmemente bajo control y que Pierre era su garantía ante Gide.

La noticia política más agorera del Congreso de la Mutualité fue la extraña ausencia de Maxim Gorki. Al principio se había anunciado que Gorki sería el “presidente honorario” del Congreso, pero ese anuncio se había hecho antes del asesinato de Kírov. En algún momento, durante los hechos que desencadenó aquel crimen, se cancelaron las gestiones para la visita de Gorki. Stalin eligió a Isaak Bábel y Borís Pasternak como sus delegados para reemplazar al anciano padre del realismo socialista, quien no podía asistir, según se informó a los delegados, debido a su mal estado de salud.

La verdadera razón para la ausencia de Gorki en París es que Stalin había empezado a temer la posibilidad de que Gorki comprometiera sus planes para el Terror, que para entonces estaban muy avanzados. Concretamente, Gorki abrigaba serias dudas sobre la muerte de Kírov, algo que Stalin había anticipado. Gorki había estado rodeado de los lacayos de la NKVD desde el momento de su regreso a la Unión Soviética desde Italia, en 1932. Pero después del asesinato de Kírov, la vigilancia a la que lo tenían sometido se convirtió prácticamente en un arresto domiciliario, con su residencia palaciega en Crimea rodeada de guardias de la NKVD. Al parecer, Gorki había anticipado que el asesinato de Kírov era el primer paso en una purga: ciertamente sabía que dos de sus amigos más cercanos entre los bolcheviques veteranos, Kámenev y Zinóviev, habían sido arrestados dos semanas después de la muerte de Kírov, e incluso escribió un artículo en el que acertadamente suponía la que sería la línea argumental para justificar su purga. Aquello olía a chamusquina.

Gorki era un anciano y, pese a sus fallos, un hombre valiente. Estaba muy enfermo; tenía angina de pecho, había tenido tuberculosis. Asimismo, era el portavoz vivo más respetado de la Revolución, aunque, por razones tanto personales como públicas, se estaba distanciando de Stalin. Era patente que crecían sus sospechas. De modo que Stalin consideró lo siguiente: ¿debía darse el podio a Gorki en París, tal como estaba planeado? ¿Enviarlo fuera de su alcance inmediato para que pudiera hablar con importantes intelectuales europeos?

Los viajes de Gorki habían llegado a su fin. El autor de Los bajos fondos jamás volvería a Europa.

La mayoría de los simpatizantes en la Mutualité aceptó la historia acerca de los problemas de salud de Gorki sin pensárselo dos veces. Y se celebró el evento sin él. Lo que de verdad se dijo en las grandilocuentes deliberaciones del Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura es algo que ha sido explicado muchas veces. Sería una tontería repetir tanta fanfarronería aquí. La sala estaba abarrotada; brilló la santurronería; se dio una vuelta más de tuerca a la confusión de la inocencia. Los oradores sudaban y luchaban con su retórica, haciendo maniobras de entrada y salida desde “posiciones” en gran parte fatuas y siempre imaginarias. La estrategia del Frente Popular requería que el control soviético de la Mutualité fuera invisible pero firme. Los aburridos resultados tuvieron su lado cómico ocasional. En un momento, Gustav Regler pronunció un discurso tan brillante en defensa de la cultura soviética que la multitud no pudo contener más su apasionamiento. La gente se puso en pie y entonó La Internacional a voz en grito. Cuando el triunfante Regler abandonó el estrado, un agente de la NKVD llamado Johannes Becher, más tarde un alto rango de la RDA le recibió indignado y le dijo: “¡Lo ha arruinado todo! ¡Nos ha puesto al descubierto!”.

El otro hecho de indudable interés en la Mutualité fue el caso de Víctor Serge.

Se trataba de un novelista y anarquista francés cuyo fervor revolucionario le condujo a Rusia para recibir con júbilo el gran amanecer de octubre de 1917. Allí se hizo agente del Komintern y allí dio sus primeros pasos en el mundo del espionaje. Siempre retuvo su pasión anarquista, pero continuó sirviendo al Komintern y escribiendo con dudas crecientes hasta 1933, cuando un buen día llamaron a su puerta, fue arrestado y enviado al gulag.

Serge había previsto su caída y como una especie de seguro de vida había logrado sacar de la Unión Soviética un manuscrito antiestalinista, pero aún firmemente revolucionario, titulado Literatura y revolución, con el ruego de que en caso de que se produjera su desaparición, el libro fuera publicado o utilizado como medio para conseguir su liberación.

Entonces Serge desapareció. Su causa fue apoyada por un puñado de gente, entre ellos los trotskistas, quienes coordinaron su respuesta en la Mutualité. Al final de un largo día de propaganda, un distinguido radical italiano con fuertes simpatías anarquistas, Gaetano Salvemini, tomó la palabra. Salvemini había sido un senador de izquierdas en el Parlamento italiano; era un oponente duro e implacable de Mussolini. Ahora enseñaba Civilización Italiana en la Universidad de Harvard. Salvemini exigió que el Congreso denunciara el Terror de la Unión Soviética tanto como el de Alemania. Luego preguntó si la delegación soviética podía dar alguna explicación “sobre la manera en que Víctor Serge está siendo tratado en la Unión Soviética”.

Problemas. Ehrenburg y Koltsov se juntaron al instante, tramando cómo controlar la situación. Demasiado tarde. Otra oradora había tomado la palabra, una trotskista llamada Madeleine Paz. Sin perder un instante, apoyó la moción de Salvemini y anunció al Congreso que ella tenía razones de peso para creer que el distinguido escritor y revolucionario francés Víctor Serge estaba encarcelado en la Unión Soviética. Exigió que se dijera dónde estaba.

Una simple solicitud como aquella da la medida de las tiernas sensibilidades de la política cultural estalinista, pues aquello provocó la más absoluta consternación en la sala. ¿Dónde estaba Víctor Serge? Con este desafío a la Mentira, se notó un temblor palpable en la mano invisible. Una especie de histeria colectiva se apoderó del recinto. Los delegados, hasta entonces tan dóciles, de pronto se pusieron a gritarse los unos a los otros. Se mostraban los puños. Se lanzaron insultos y rechinaron los dientes. Agarraban las sillas plegables y las agitaban en el aire.

Gide y Malraux, en lo alto del estrado, contemplaban el espectáculo y dieron por terminada la sesión, que terminó sin más ceremonias. La simple pregunta de Salvemini y de Madeleine Paz quedó sin contestar mientras la sala se iba vaciando.

La noche del miniescándalo en la Mutualité, Gide se sintió muy inquieto por lo sucedido. Al día siguiente, solicitó audiencia al embajador soviético. Se le negó la entrevista. Al tercer día, Gide, seriamente agitado, se despertó temprano y preparó el primer borrador de una carta de protesta excepcionalmente astuta para el embajador. Gide tuvo el cuidado de no ponerse de parte de Serge en ningún momento. La carta era, cuando menos, demasiado amable. Gide se limitó a señalar la “debilidad” de la respuesta soviética a las preguntas sobre Serge. Esa debilidad, decía, había dejado a los simpatizantes de la Unión Soviética “fatalmente desarmados e incapacitados” ante sus críticos.

Esa tarde, Gide leyó su carta en una reunión de amigos. Alix Guillain, una periodista estalinista de alto nivel y esposa de quien acaso era el académico de izquierdas más influyente de Francia, criticó la carta con todo el furibundo puritanismo de las de su especie.

¿No podía ver Gide que los defensores de Serge no eran más que unos poseurs? Sólo tenía que pensar en lo que podían hacer los enemigos del socialismo con sus palabras sobre los amigos de la Unión Soviética que quedaban “desarmados e incapacitados”; sólo tenía que pensar en cómo manipularían y distorsionarían ese mensaje. Gide escuchaba con atención, casi no abrió la boca, pero al día siguiente decidió hacer caso omiso del consejo de Alix Guillain.

Volvió a levantarse temprano y entregó personalmente su carta en la embajada soviética.

Da fe de la importancia que Stalin daba al papel de Gide en el Frente Popular francés el hecho de que, seis meses después, Víctor Serge fuera liberado del gulag. Según Robert Conquest, esta fue “casi la única ocasión en que la opinión extranjera consiguió influir en Stalin”.

¿Cuál puede ser la razón de semejante anomalía? La Unión Soviética estaba a punto de dar un paso realmente serio para una nueva y significativa medida de control del gobierno francés. Esa medida dependía hasta cierto punto de los agentes secretos, pero gran parte se haría en público. Era menester que las clases cultas francesas se convencieran de que esta influencia comunista era correcta y sabia. Desde la Revolución francesa, esas clases habían utilizado como referente moral de excepción no a los líderes de sus gobiernos, no a la Iglesia, sino a algún prominente escritor. Sin duda, Stalin era incapaz de comprender esta realidad tan simple, pero Rádek ciertamente la comprendía con absoluta claridad. Francia era la tierra de Voltaire. Esa deferencia para con los grandes escritores era básica en la sociología de la élite francesa; era un hábito aprendido en el lycée. Como gran prohombre de las letras, Gide era esencial para la credibilidad de la nueva política. Y Gide lo sabía. Pese a su agitación ante el cauce de los acontecimientos, tomó perfectamente la medida del poder que ahora tenía en sus manos, y comprendió claramente que aquel era un poder muy superior al de cualquier escritor de su tiempo.

Al año siguiente, Gide dio finalmente su visto bueno a la gira por la Unión Soviética. Para entonces, el gobierno del Frente Popular encabezado por Léon Blum, atestado de agentes soviéticos, ya estaba en el poder y Gide había sido un invitado de honor a la ceremonia de toma de posesión. Y para entonces, la intriga de espionaje alrededor del escritor francés no se concentraba en Víctor Serge, ya en libertad, sino en la misteriosa muerte de Maxim Gorki.

Como Gide, Maxim Gorki asumía su papel de legislador inadvertido de la humanidad con ardiente seriedad, pero, a diferencia de Gide, Gorki realizaba su tarea no como simpatizante, sino como genuino revolucionario. El papel de Gorki en la Revolución se remontaba al de Lenin. Como escritor, Gorki había llegado temprano a la fama. A principios de siglo, ya era uno de los escritores más famosos de Rusia. En 1901 sus obras sediciosas le habían acarreado serios problemas con el régimen zarista. Cuatro años más tarde, Gorki había conocido a Lenin y abrazado la causa bolchevique. De hecho, cuando llegó la Revolución, Gorki era probablemente el bolchevique más famoso del partido. Como amigo de Tolstói, constituía un puente entre la alta cultura rusa y el submundo de las células clandestinas, contribuyendo así económicamente a las operaciones de Lenin, comprometido con las secretas redes fiscales del partido. Mientras tanto, aumentaba su fama. Maxim Gorki no figuraba entre esos artistas generados por la Revolución. Al contrario, él contribuyó a hacerla realidad.

Y cuando se produjo la Revolución, asumió la gran tarea de crear una nueva cultura para el nuevo hombre soviético con una grandiosidad pomposa y provinciana que podría resultar conmovedora si uno pudiera pasar por alto los graves daños hechos en su nombre. Gorki difería mucho de Gide en su grandiosidad. Carecía de la ironía de Gide, de su amor a la vida privada, de su interés por lo ambiguo. Gide se hizo con el manto de Zola, pero se lo puso a su manera, y lo portaba con una sonrisa que significaba que el “teatro de la conciencia”, aunque importante, también tenía su lado absurdo.

Por otro lado, la relación de Maxim Gorki con Lenin y los demás dirigentes veteranos de la revolución bolchevique es una pantomima trágica del vínculo entre la cultura y el poder político. Cuando Lenin asumió el cargo, Gorki asumió a la vez su propio sitial de portavoz intelectual de la humanidad de la Revolución. Se propuso ponerlo en consonancia con el papel de Lenin, a quien veía como el portavoz y ejecutor del poder. Es precisamente esta fantasía, en mi opinión, lo que condujo a Gorki a la bancarrota moral. También fue el paradigma viviente para 10.000 agotadores debates sobre el arte y la política por venir, junto con los congresos y los simposios culturales que los orquestaban; Gorki fue el santo patrón de incontables reuniones dedicadas a este seudotema. Y no obstante, Gorki era muy inteligente y no se le engañaba con facilidad. Su visión del carácter de Lenin era aguda. Richard Pipes cita a Gorki, quien a su vez citaba, sin comentarios, a un francés que había llamado “guillotina pensante” a Lenin, y también al propio Gorki a propósito de la misantropía de Lenin: “Amaba al pueblo. Lo amaba con responsabilidad. Su amor miraba muy lejos a través de las nieblas del odio”.

Su amor miraba muy lejos a través de las nieblas del odio. Gorki se convirtió en el humanista residente entre los bolcheviques. Como tal, a menudo acudía a Lenin para suplicar por la vida de algunas almas condenadas. Más tarde escribió que Lenin siempre se mostraba algo perplejo durante estas intercesiones, como si le costara comprender por qué a Gorki le importaba la vida o la muerte de esta gente insignificante. Lenin, por otro lado, tenía una paciencia muy limitada para estas intromisiones humanistas de Gorki. Al principio, Gorki había sido una figura sumamente visible en el gobierno, pero en 1921 el dictador, cansado de la devoción regañona y las apelaciones de alto vuelo de Gorki, decidió poner alguna distancia entre él y el escritor. Ordenó que se fuera al extranjero, donde sus argumentaciones plenas de buena conciencia ayudarían a apoyar precisamente las ilusiones que Münzenberg intentaba generar. Gorki fue, regresó a su amada Italia, y procedió a vivir una de las mejores décadas de su vida. En el extranjero, todos los miembros de la inteligencia rusa, comunistas o no, lo buscaban. Él los conocía, los invitaba a su casa, hablaba y discutía largamente con ellos. Su vida estaba plena de historias, opiniones y promesas. Gente que le hubiera temido en Rusia llegó a brindarle su amistad y a confiar en él. Hablaban con él con libertad. Aun así, Gorki solía tomar extensas notas de estas conversaciones, estrictamente para sus propios fines y no los de la checa. En efecto, estas anotaciones se convirtieron en un archivo de alto voltaje sobre la opinión rusa en el extranjero. Hacia mediados y finales de los años veinte, los principales bolcheviques –incluido Bujarin, objetivo central de la cuarta ola del Gran Terror– confesaron sus dudas sobre Stalin. Lo mismo hicieron otras figuras importantes de la cultura soviética: Isaak Bábel, Stanislavski y Meyerhold. La gente le hacía muchas confidencias, muchas de las cuales eran políticamente peligrosas.

En 1932 a Gorki le llegó la hora de regresar a Rusia. Aunque no se había llevado bien con Stalin en la década anterior, ahora el dictador se dispuso a brindarle todo lo que el mundo soviético podía ofrecerle a un escritor. Gorki ocuparía un lugar clave en la nueva cultura. A su vuelta a Moscú, fue objeto de lo que se podría denominar una especie de “culto literario a la personalidad” que, en cierto modo, era paralelo al del mismo Stalin. Gorki siempre había gozado de todos los privilegios que podía ofrecerle el régimen. Ahora se le instaló en un entorno próximo a la magnificencia principesca. Se le concedió una casa de campo palaciega y una residencia magnífica en Moscú. Se publicaron grandes tiradas de sus obras que eran de lectura obligada por decreto. El aparato, tanto en Rusia como en el extranjero, le trató como a uno de los principales genios de la historia de la humanidad. Se empezó a poner su nombre a ciudades, calles y plazas, lo que alcanzó una profusión casi descabellada. La visión original de su papel público alcanzó una especie de grotesca materialización. Era el icono cultural central del mundo estalinista. El destino de ese icono se encapsula en la historia de su relación con la baronesa Moura Budberg y en la relación de esta con la maleta de Gorki.

¡La maleta de Gorki! Uno de los más misteriosos objetos en los anales del espionaje. Cuando Stalin lo llamó para su triunfal regreso, Gorki se planteó el dilema de qué hacer con todas las notas comprometedoras que había tomado de sus contactos con rusos en el extranjero.

Gorki tenía claro que los archivos de esta naturaleza no podían, bajo ninguna circunstancia, viajar con él a Rusia. Sabía perfectamente lo peligrosos que podían ser aquellos documentos si caían en manos equivocadas. Por cierto, su comportamiento con respecto a este archivo demuestra que en 1931 entendía claramente que su regreso a Rusia significaba que estaba dispuesto a perder la libertad intelectual y artística de que había gozado en el extranjero y que, en el futuro, su vida sería objeto de un meticuloso escrutinio totalitario. Cuando Gorki se dispuso a dejar la villa en Capri, repasó sus papeles, separando todo aquello que pudiera comprometerlo a él o a terceros a los ojos soviéticos. A continuación, guardó los documentos peligrosos en una maleta llena hasta los topes, que cerró con llave.

Gorki decidió que esta maleta quedaría en manos de algún custodio de su entera confianza. Explicó con sumo cuidado a quienes le rodeaban que la maleta permanecería en Occidente y no regresaría a Rusia aunque él mismo solicitara, exigiera, que se la enviasen. Si alguien oía semejante petición, aunque lo hiciera él mismo personalmente, u otra persona en su nombre, debían ignorarla por completo o tomarla por falsa.

No está claro exactamente a quién confió Gorki la maleta al principio. Pero sabemos que, para 1933, estaba bajo firme custodia, en manos de su examante y colaboradora, la baronesa Budberg.

Las lealtades, o la carencia de ellas, que motivaron a la baronesa Moura Budberg representan un misterio. ¿A quién amaba en realidad Moura? ¿A quién servía en realidad? No existe una respuesta clara y de hecho la historia de la vida de esta extraordinaria mitómana desafía la simpleza de la palabra “realidad”.

Moura Budberg se crio en la clase media de la sociedad moscovita durante el reinado del último zar. Se casó muy joven con un excelente partido, un miembro sin título de la aristocrática familia Benckendorff. Tuvieron dos hijos. Su marido estaba en el servicio diplomático del zar en Londres y Berlín; a su lado, incluso antes de 1917, ya se había embarcado en su carrera de gran cosmopolita, que seguiría siendo hasta el final de su vida.

Pero la principal carrera de Moura fue la de una superviviente, aunque una superviviente siempre en la cima. Durante la revolución, su marido resultó muerto por una multitud en Letonia; sus hijos salvaron la vida de milagro y fueron separados de ella. En San Petersburgo, la joven y aterrorizada viuda buscó y encontró la protección de Robert Lockhart, que, en 1917 y 1918, era el diplomático occidental y agente secreto británico más importante en Rusia. Se hicieron amantes y aunque Moura contrajo un matrimonio de conveniencia con un barón báltico en lo que fue una farsa estrictamente legal (pero que le proporcionó el título nobiliario), el hombre realmente importante en la vida de Moura Budberg durante la Revolución fue Lockhart.

A finales de 1917, en medio de las conspiraciones e intrigas que rodeaban las maniobras de Lenin para lograr el Tratado de Brest-Litovsk y su reacción ante el desembarco aliado en Arkhangelsk, Lockhart cayó en una trampa preparada por Dzerzhinski, acaso instigada por Sidney Reilly. Lockhart y Moura fueron arrestados juntos bajo acusaciones graves y altamente comprometedoras. Estaba claro que los fusilarían sin pérdida de tiempo.

Pero no fueron fusilados. Se los puso en libertad.

Por qué fueron puestos en libertad sigue siendo objeto de conjeturas. Sabemos que mientras la pareja estaba prisionera en el mismo Kremlin, el hombre a cargo de su custodia era un apuesto pero asesino y fanático exsastre en Londres llamado Jakov Peters. Y sabemos que Peters estaría profundamente involucrado en los misteriosos acontecimientos venideros.

Sabemos también que mientras Peters tenía prisionera a Moura, la baronesa lo sedujo y que una vez su carcelero quedó prendado de ella, manipulando sus celos, la baronesa negoció el acuerdo. Sabemos que el acuerdo incluía a Lockhart. Lockhart fue liberado junto a Moura, y regresó inmediatamente a Londres. Moura, sin embargo, fue obligada a permanecer en Rusia, para seguir demostrando su utilidad.

Fue en aquel momento cuando la baronesa apareció en la vida de Maxim Gorki. Se la envió a trabajar como “secretaria y traductora” en su inmenso piso de San Petersburgo. Pronto se convirtió en la figura clave de la compleja y vasta residencia, y Gorki sucumbió a sus encantos.

¿Fue un amor verdadero? Como tantos mitómanos, Moura Budberg creía que no podía vivir si hacía una distinción demasiado rigurosa entre lo real y lo irreal. Pudo haber habido amor verdadero entre Gorki y la baronesa; al mismo tiempo, muchos testigos creen que manipulaba al milímetro las emociones de Gorki. Anthony West, el hijo de H. G. Wells y Rebecca West, para quien Moura años después sería prácticamente una madrastra, escribió sobre ella con cierta autoridad. Según West, al principio de sus amores, Moura se dirigió a Gorki hecha un mar de lágrimas y le hizo una “confesión”. No la habían enviado como mera secretaria y traductora. Era una espía de la policía. Había salvado la vida a cambio de aceptar este trabajo, esta misión: espiarlo. Zinóviev, el infame Zinóviev, la controlaba. Zinóviev trataba de desacreditar a Gorki a los ojos de Lenin. Y ahora estaba atrapada; amaba a Gorki, pero era prisionera de Zinóviev.

West afirma que Gorki se sintió muy conmovido por esta confesión. La consideró una prueba del amor de Moura. En vez de debilitar la confianza que Gorki depositaba en ella, la reafirmó y la amó aún más. Moura creía en él; lo probaba el hecho de que se había arriesgado a la venganza del aparato al contarle la verdad. Mientras tanto, esta renovada confianza brindó a Moura una protección permanente de que alguien la descubriera. Nadie podía decirle nada a Gorki sobre Moura que ella misma no le hubiera confiado anteriormente.

En 1920 esta historia sexual se repitió con otro hombre. Ese año, H. G. Wells, a quien Moura ya había conocido en Inglaterra a través del rusófilo inglés Maurice Baring, llegó invitado a la casa de Gorki en San Petersburgo. Durante la visita, Moura sedujo a Wells con la misma facilidad con la que había seducido a Peters, y empezó lo que sería una relación para toda la vida. Según Anthony West, Moura le hizo la misma “confesión” que le había hecho a Gorki. La habían enviado para espiarlo, y ahora ella lo amaba. Tuvo el mismo efecto en Wells, atándolo a ella aún más profundamente. Hay una foto de los tres juntos. En ella, Gorki contempla con afectuosa camaradería a Wells, mientras este, con los ojos semicerrados, mira a Moura, y esta, por su parte, se dirige a la cámara con una mirada de innegable seducción rusa.

Después de hacerle su “confesión” a Wells, Moura aseguró que había cortado toda relación con los soviéticos. Aquello era una mentira, y años más tarde, Wells la descubrió. Moura seguía en frecuente y relevante contacto con el aparato soviético. El historiador ruso Arkady Vaksberg ha sido el primero en explorar a fondo en qué consistieron realmente estas reuniones. Entre 1933 y 1936, Moura Budberg hizo al menos seis viajes a la Unión Soviética, cada uno de ellos realizado en el más absoluto secreto. Cuando estaba en Moscú, Moura solía entregar a la NKVD alguna escueta selección de documentos elegidos de entre los documentos del archivo que Gorki había dejado a su cuidado. Después, la NKVD entregaba grandes cantidades de dinero en efectivo, sin que mediara ningún recibo. A veces –o quizá a menudo–, Moura se reunía con Gorki en estos viajes, aunque es poco probable que le informara de su propósito. En al menos una ocasión, Stalin se reunió con ella y con Gorki para comer. Stalin resultó estar bien informado acerca de Moura, y ella llevó la conversación en la mesa con su famoso e irresistible encanto. Según Anthony West, cuando H. G. Wells supo que Moura aún mantenía contactos con los soviéticos –sin saber, al parecer, nada sobre su contenido– le echó en cara que hubiera mentido. Moura le dio una respuesta despectiva, diciendo que “como biólogo tenía que saber que la supervivencia era la primera ley de la vida”. ¿Había mentido? Sí, había mentido. Deseaba vivir y para seguir con vida había tenido que “pagar el precio”. ¿No le gustaba a Wells?

Tenía que aceptarla tal cual era.

West llegó a creer que los últimos años de la vida de su padre estuvieron envenenados por el reconocimiento de que, aunque tenía firme constancia de la falsedad y el oportunismo de su amante, no podía vivir sin ella. Al amar a Moura por encima de su singular deshonestidad del mismo modo como la había amado cuando creía en su franqueza, Wells permaneció a su lado hasta el final.

En cualquier caso, cuando Gorki regresó a Rusia en 1931, Moura no fue con él y se quedó en Europa, pasando de Gorki a Wells. Entre 1931 y 1935 las relaciones de Gorki con Stalin, pese a tensiones ocasionales, habían sido afectuosas. Por ejemplo, Stalin visitaba con bastante asiduidad la casa de Gorki, y también Yagoda, el jefe de la NKVD. En público, Gorki era conocido como “el mejor amigo de Stalin”. Pero en 1934 Gorki había empezado a irritar a Stalin con sus preguntas y sus ruegos en pro de una mayor moderación. Los acontecimientos de 1935 agravaron el distanciamiento, cuando Stalin se enteró de las sospechas de Gorki acerca del asesinato de Kírov.

Pero parece que hubo una dimensión más íntima en la desconfianza que le tenía Gorki a Stalin. Seis meses antes del asesinato de Kírov, Max, el hijo de Gorki, había muerto de forma inesperada y en circunstancias extrañas. En contraste con su padre, el joven Max era un peso ligero impenitente. ¿Conciencia de la Revolución? ¿Voz de la humanidad? Max amaba los coches de carreras y la diversión. Sobre todo amaba el licor. Era un alcohólico casado con una mujer bonita, lista y muy ambiciosa: Timosha Peskova. Dos de sus compañeros de juergas favoritos eran el médico de su padre, un tal doctor Levin, y el secretario de su padre, un hombre llamado Kriuchkov. Ambos eran agentes de la NKVD. Ambos estaban a las órdenes de Yagoda. Y Yagoda, el poderoso director de la NKVD, estaba ferozmente enamorado de la ambiciosa mujer de Max.

Y luego Max murió extrañamente. Al final de una juerga con sus amigos, en mayo de 1935, el joven sufrió un desmayo en la nieve primaveral y fue llevado a su casa con neumonía. Puesto bajo el cuidado del doctor Levin, no se recuperó.

En 1938, cuando el Gran Terror se iba aproximando al fin de su vasto curso, Stalin se dispuso a quitarse de en medio a este mismo doctor Levin y al secretario Kriuchkov en un juicio público en el que los acusó de haber planeado y ejecutado, junto a su diabólico jefe Yagoda, los asesinatos de Maxim Gorki y de su hijo Max. Por supuesto confesaron y por supuesto fueron declarados culpables y ejecutados.

¿Ordenó Yagoda que matasen a Max? Existen muchos indicios para sospechar que sí. Para nosotros, la cuestión es si Gorki pensaba que Yagoda podía haber ordenado matar a su hijo. Esa idea, sumada a sus dudas sobre el asesinato de Kírov, podrían haber hecho que Gorki se replantease su papel como el humanista interno de Stalin.

El hecho es que, seis meses después de la muerte del joven Max, el aún combativo Gorki defendió públicamente a uno de los acusados de la muerte de Kírov, Kámenev. Fue entonces cuando Stalin canceló la presidencia honoraria de Gorki en el Congreso de la Mutualité.

Se ha afirmado con cierta verosimilitud que en esa época Gorki había empezado a escribir un manuscrito atacando al régimen. Se dice que era una obra fantasmagórica en la que Stalin aparecía reencarnado como una gigantesca, monumental, pulga. Eso sería muy propio de Gorki, pero si realmente escribió ese texto, nunca se encontró. Se cuenta que lo tenía oculto en su casa en las afueras de Moscú. Que pudiera trabajar en él y mantenerlo fuera de la vista de los espías policiales que le rodeaban en todo momento rendiría testimonio a su astucia. Espías como Kriuchkov leían cada carta, atendían cada llamada telefónica, mecanografiaban cada página escrita por él. Aun así, quizá Gorki se las ingenió para esconder este trabajo en algún recóndito rincón de la inmensa residencia. Se sabe que, en cuanto Gorki murió, la NKVD se instaló en su casa de campo, destrozando todo en busca de sus “papeles”.

Resulta desapacible pensar en este campesino moribundo genial, su hijo muerto, sus sueños reducidos a escombros, recuperando su capacidad de lucha, convirtiéndose en una especie de agonizante David, acumulando un pequeño montón de piedras literarias, a escondidas de Goliat. Puede que incluso sea verdad. Pero no haría falta un manuscrito que nos mostrara a Stalin en la forma de una gigantesca pulga para explicar la densa atmósfera conspiratoria que rodea la muerte de Maxim Gorki. La policía estalinista seguía cada uno de sus movimientos, cada respiración, y lo vigilaba día y noche, minuto a minuto.

¿Por qué? Gorki era una gran celebridad, sí, pero ¿por qué esta vigilia oficial implacable? El dato clave aquí es una cuestión de fechas: la fecha que para entonces Stalin había programado para dar comienzo al Gran Terror. Se había fijado para principios de agosto de 1936. Si hubiera estado vivo para protestar sobre los acontecimientos, Maxim Gorki hubiera sido la única persona en todo el país –nadie más podría hacerlo– cuya voz sería escuchada en Occidente. Por lo tanto, era esencial para Stalin que Gorki estuviera fuera de escena, de una u otra manera, para agosto. Tal y como sucedió, Gorki estaba muerto –ya sea asesinado o por causas naturales– para mediados de junio, justo a tiempo, apenas seis semanas antes del juicio falso que condenaría como monstruos traidores insaciables y conspiratorios a dos hombres, Kámenev y Zinóviev, a quienes Gorki consideraba inocentes, como sus mecenas y como sus colegas y amigos más cercanos.

Para que diera comienzo el Gran Terror, Maxim Gorki tenía que estar muerto para agosto. Y así fue.

Aquellos que dudan de que Stalin ordenó el asesinato de Gorki en su enfermedad final aducen que el anciano ya estaba al borde de la muerte, de modo que ¿para qué asumir un riesgo comprometido en lugar de dejar que la naturaleza siguiera su curso? Sin embargo, la investigación de Arkady Vaksberg –la más completa y juiciosa hasta ahora– muestra que no está en absoluto claro que la enfermedad final de Gorki fuera letal. Después de contraer una pulmonía el 1 de junio, Gorki estuvo muy enfermo alrededor de una semana, pero en la segunda semana se recuperó y experimentó una gran mejoría. Tenía unos médicos excelentes –el doctor Levin tuvo que hacerse a un lado– y continuó mejorando de manera constante a lo largo de toda la siguiente semana. Estaba en medio de esta aparente recuperación, cuando sufrió una repentina e inexplicable recaída el 17 de junio y se puso tremendamente enfermo hasta el punto de que ninguna intervención pudo curarlo. Murió al día si- guiente. Tenía 68 años y su salud, aunque lejos de ser buena, había sido siempre al menos resistente. ¿Qué ocurrió? Tras examinar cada fragmento de las pruebas, Vaksberg concluye que es posible que Maxim Gorki muriera de causas naturales, y que es probable que no fuera así. Fuera su muerte natural o resultado de un asesinato, desde la perspectiva de Stalin la clave no es médica sino política.

No había ninguna historia escrita sobre una pulga gigantesca en la maleta de Moura Budberg, pero sí había una gran cantidad de pruebas para enviar a la muerte a un número de personas, incluidas algunas personas en las más altas esferas. La maleta contenía cartas que comprometían a Bujarin, a Rikov y a muchas personalidades destacadas marcadas para ser liquidadas. En 1933, la NKVD ya estaba segura de que Moura estaba en posesión de documentos y sabía exactamente qué había en ellos. Ahí comenzó el juego del gato y el ratón. La NKVD estaba decidida a recuperarlos. Moura estaba decidida a sacarles el máximo provecho. Dividió el contenido en grupos separados y los escondió cuidadosamente: algunos en Inglaterra, otros en su propiedad en Letonia. Entonces Moura comenzó a regatear, uno por uno, enriqueciéndose y avanzando, con negociaciones secretas que tuvieron lugar durante años, hasta décadas después de la muerte de Gorki. Este es el sentido de las seis visitas secretas de Moura a la Unión Soviética antes de 1936, las mismas que sorprendieron y consternaron a H. G. Wells. Moura estaba vendiendo una selección de documentos por dinero en efectivo al momento, antes de la muerte de Gorki. Entretanto, durante sus visitas secretas a la Unión Soviética, Moura dirigía todos sus encantos al propio Gorki, que permanecía ajeno, y trataba de engañarlo para conseguir los derechos legales sobre la posesión del archivo, probablemente a través de un poder notarial o una cláusula en el testamento. Gorki aborrecía estas sugerencias y en una ocasión, los intentos de manipulación de Moura provocaron que se pusiera furioso de forma tan violenta que Moura tuvo que salir de la casa. Dos testigos bastante creíbles afirman que ella preparó un testamento para Gorki por el cual le dejaba a ella la totalidad de los documentos, y cuando este se negó a firmarlo, ella procedió a falsificar ella misma la firma de Gorki, algo que había aprendido a hacer tiempo atrás, cuando era su “secretaria”. (Si realmente ocurrió así, el “testamento” desapareció tras la muerte de Gorki). Entretanto, por razones que no se han llegado a esclarecer, Moura estuvo con Gorki prácticamente durante cada minuto de su enfermedad final. Había llegado en un vuelo (vía Berlín) pagado por la NKVD.

Apareció a su lado prácticamente el día en que cayó enfermo y permaneció cerca o a su lado hasta el final. Esto no ocurrió, como se ha afirmado en ocasiones, a petición de Gorki, “para despedirse”. Hacía tiempo que Gorki ya no amaba a Moura. No hay ninguna prueba que demuestre que a principios de junio Gorki creyera que estaba a punto de morir. Nada que apoye la afirmación de que Moura acudiera a su llamada. Una vez muerto, Moura alargó su estancia. Cuando la NKVD organizó su vuelo de regreso, la aerolínea fue informada de que Moura se había quedado en Rusia para “ayudar a organizar el legado literario de Gorki”.

La vigilia junto al lecho de Maxim Gorki coincidió casi de forma exacta con la gran gira como celebridad por la Unión Soviética de André Gide.

La historia del viaje tan manipulado y vigilado de André Gide a la Unión Soviética se ha contado en innumerables ocasiones. El primero que lo hizo fue el propio Gide en el libro que publicó en septiembre de 1936, Regreso de la URSS. Era un ataque contra todo el sistema soviético. Más tarde, Pierre Herbart describió la escena que se produjo en España durante los primeros meses de la Guerra Civil, cuando le llevó las galeradas a Mijaíl Koltsov a su campamento. Kolstov era el principal agente confidencial de Stalin en España, y el agente de mayor confianza entre las celebridades culturales del Frente Popular. El agente cogió las pruebas de Regreso. Las hojeó complaciente y empezó a leer. Al cabo de unos momentos, tuvo una expresión de incredulidad. Empezó a pasar las páginas con más rapidez, agitado. ¡Un ataque! ¡Gide había escrito un ataque! La expresión de su rostro entremezclaba la ira y el temor.

Pese a las repetidas advertencias que se le habían hecho a Münzenberg (entre otros, por parte de los condes Károlyi) de que Gide jamás sería un simpatizante de confianza, finalmente Gide había aceptado embarcarse, con una comitiva de distinguidos intelectuales franceses, en la mayor de las giras de propaganda. El viaje estaba previsto para junio de 1936, y el aparato le concedió la máxima prioridad. Obviamente le consideraban indispensable para el Frente Popular en Francia. Gide fue recibido por funcionarios en trance y entusiastas multitudes. No se ahorraron ningún exceso ni ninguna forma imaginable de elogio.

En la comitiva que le acompañaba figuraba Pierre Herbart. En algún momento del viaje, Gide empezó secretamente a madurar la decisión de oponerse al aparato. ¿Cuándo tomó la decisión?

¿Cómo lo hizo? En Rusia dio toda la impresión de ser el perfecto burlado. (…) ¿Qué le hizo cambiar de opinión? No lo sabemos.

Está claro que dos meses después de su regreso de la Unión Soviética, mientras redactaba este texto, el vigilante aparato estaba plenamente convencido de que la obra apoyaría sin la menor fisura al Frente Popular, así como a Stalin y a la Unión Soviética. Por tanto, concertaron convertirla en el éxito del año, el libro bandera de la época. Y entonces algo salió mal.

El plan original de Stalin para alinear el Frente Popular con el Terror incluía la celebración de otro Congreso de la Mutualité que se celebraría casi un año después en Londres, en mayo. Mijaíl Koltsov e Iliá Ehrenburg volverían a estar al frente, y al congreso asistirían casi todos los simpatizantes de Gide, incluyendo a celebridades como Elsa Triolet y Louis Aragon. Otra invitada de honor iba a ser la famosa traductora, camarada de los escritores soviéticos y vieja amiga de Rusia en el extranjero, la baronesa Moura Budberg. Pero cuando la salud de Gorki se agravó, el 1 de junio, los planes cambiaron.

A fin de promocionar el Frente Popular, los escritores franceses debían formar parte del evento noticiado. Para mantener a Gorki en silencio, nadie debía tener acceso a su lecho. A Ehrenburg y Koltsov se les asignó una misión especial: afligir a los grandes y famosos con la agonía de Gorki, pero evitar que nadie se acercara al lecho antes de tiempo. Entonces Ehrenburg y Koltsov dedicaron sus habilidades a la política fúnebre, a la diplomacia hospitalaria, desplegada en clave estalinista. ¿Quién permanecería, si alguien debía hacerlo, al lado de la cama de Gorki? ¿Y cuándo?

Entretanto, los efectos de la política del Frente Popular en la política europea ya habían provocado el intencionado (y no tan intencionado) desastre. El 6 de junio de 1936 se instaló en Francia el gobierno del Frente Popular de Léon Blum. Al cabo de pocos días, se convocaron diversas huelgas en todo el país. Gide partiría rumbo a Moscú dejando un París semiparalizado por la agitación obrera. Al mismo tiempo, otro gobierno del Frente Popular, el de España, se encaminaba hacia una crisis que en julio estallaría con el acontecimiento que representaba la quintaesencia de todo el Frente Popular, la Guerra Civil española.

El tira y afloja de esta situación empezó a tener su impacto en la vida de Gide. Cuatro días después de que Blum asumiera el cargo de primer ministro francés, el 10 de junio, Iliá Ehrenburg cenó con André Gide y le informó de que Gorki estaba gravemente enfermo y al borde de la tumba. Le urgió que dejara todo lo que estuviera haciendo y se aprestara a viajar a Moscú lo antes posible. Olvídese del Congreso de Londres; apresúrese a llegar a Moscú antes de que expire el anciano. Gide estuvo de acuerdo. Esa misma noche, empezó urgentemente los preparativos.

Al día siguiente tenía la casa llena de gente dispuesta a ayudar para que pudiera partir ese mismo día. De mal humor y nervioso, Gide se puso a hacer las maletas frenéticamente, luchando por mantener la calma mientras se aprestaba a irse a las pocas horas. Pero ese mismo día, Gorki empezó a mejorar. El viejo se recobraba. Ya no parecía un moribundo. De pronto daba la impresión de sentirse mucho mejor.

El escritor francés Jean Malaquais, que estuvo presente ese día, recordaba que alrededor de las dos de la tarde sonó el teléfono en el piso de Gide. En la sala, llena de la comitiva de Gide, se hizo el silencio. Algo había ocurrido. Tal vez Gorki había fallecido. Malaquais se puso al teléfono.

“Es el ojo de Moscú”, anunció Malaquais con cierta burla macabra a la sala expectante. Se oyeron algunas risitas cuando Gide cogió el teléfono. Quien llamaba era Iliá Ehrenburg explicando que, pese a la urgencia del día anterior, se había producido un cambio inesperado. Gorki estaba mejor. Mucho, muchísimo mejor. De hecho, no había ninguna prisa. El viaje precipitado a Moscú ya era realmente bastante innecesario. Tal como estaban las cosas, lo más conveniente era que la visita no tuviera lugar ahora. Gorki estaría bien y, de hecho, sería preferible aplazar la visita.

Gide escuchaba. Cuando colgó, la sala seguía expectante.

¿Había muerto Gorki?

“C’est remis”, declaró secamente Gide. Los presentes prorrumpieron en carcajadas ante el viaje pospuesto.

En realidad, Ehrenburg le propuso una nueva agenda para su llegada a Moscú. Ehrenburg le explicó que todo había sido organizado meticulosamente. La fecha ideal para la llegada de Gide a Moscú ahora era el 18 de junio. Y así fue. El avión de André Gide tomó tierra en Moscú a última hora de la tarde del 18 de junio, unas cinco horas después de que Gorki exhalara su último suspiro.

Louis Aragon y Elsa Triolet también vivieron el siniestro toma y daca de la muerte de Gorki. Su guía fue Koltsov en vez de Ehrenburg. Pese a las pocas simpatías que les despertaba Gide, habían participado intensamente en los preparativos de su viaje y ellos figuraban entre aquellos a los que Gorki deseaba ver. A principios de la primavera, Ehrenburg había advertido a la obediente Elsa que no hiciera una visita precipitada al maestro agonizante. En junio, cuando el inminente fallecimiento del anciano ya era una noticia internacional, la pareja pensó que lo mejor era al menos dar la impresión de que se apresuraban a ir a su lado. Ya en Rusia, visitaron a Lilia Brik, la hermana de Elsa, quien les pidió que se demoraran lo más posible en Leningrado, al parecer reteniéndoles a propósito.

Cuando por fin Koltsov pudo conducirles a la casa de campo, él sabía que Gorki estaba a punto de expirar, aunque durante el viaje los halagó contándoles que el mismo Gorki había pedido que los llevaran ante él “apenas llegasen”.

¿Apenas llegasen? Se les había hecho perder días enteros ex profeso. En el atardecer del 18 de junio, cuando aterrizaba el avión de Gide en Moscú, Koltsov llegó a las puertas de la mansión de Gorki. Allí los guardias les negaron el permiso de entrada. Mientras el chófer discutía con los guardias, apareció el doctor Levin. Naturalmente el médico pasó sin ningún problema. La delegación francesa le vio entrar. Un rato después, le vieron salir, inquietos, y Koltsov se le acercó. El agente secreto y el médico de la NKVD hablaron en voz baja unos momentos. Entonces Koltsov se volvió con lágrimas en los ojos a Triolet y Aragon y les comunicó que Gorki estaba muerto.

Las jornadas de duelo nacional por el fallecimiento de Gorki incluyeron un multitudinario funeral de Estado en la plaza Roja. Gide pronunciaría un discurso. Era una parte importante de la estrategia del Frente Popular que estuviera presente en la tribuna una relevante figura de la literatura europea.

Gide y Herbart fueron instalados en el hotel Metropol. Allí Gide preparó su primera aparición pública para la gira. Koltsov era el principal organizador de esta fase del evento y a través de él Herbart recibió instrucciones para Gide acerca de lo que se consideraba que tenía que ser el enfoque correcto del mensaje. El tema tenía que ser el destino de la cultura de oposición al sistema bajo el imperio de la revolución. Koltsov sugirió que se elaborara una teoría de lo que él denominó “corrientes” en contraposición a “contracorrientes”. En pocas palabras, esta visión era que fuera de la Unión Soviética, fuera de la patria de la Revolución, la gente consciente y culta siempre tenía que estar preparada para ir a “contracorriente”. Sin embargo, dentro de la Unión Soviética, debido al triunfo de la Revolución, la oposición dejaba de ser encomiable o siquiera admisible y se debían suspender los impulsos de la cultura de oposición. Dentro de la Unión Soviética, el deber de las personas responsables era ir con la corriente, no contra. Puesto que la cultura antisistema había triunfado en la Unión Soviética, la oposición ya no tenía sentido. ¿Veis qué simple? Simplísimo.

En su habitación del hotel Metropol, Gide se dispuso a redactar su discurso sobre este tema. Tenía a Herbart a su lado.

Una palabra sobre la relación de Gide con Herbart. Es evidente que Koltsov y Münzenberg consideraban que Herbart era un fiel servidor del estalinismo. Pero cuando Herbart retornó en mayo de 1936 para actuar como escolta de Gide en Moscú, ya le resultó más que evidente a la Petite Dame que Pierre había dejado de ser un admirador incapaz de la menor crítica del Estado estalinista. Pierre se pasó un tiempo considerable confiándole al maestro historias confidenciales sobre la estupidez gubernamental y la censura cultural imperantes. Cuando se concertó la visita de Gide, ella también notó que algo casi conspirativo estaba pasando entre los dos hombres. La Petite Dame, que se ufanaba de saberlo todo, se percató de que ahora mantenían largas conversaciones confidenciales de las que ella no sabía nada. Poco antes de la partida en junio, sentada junto a Gide en el coche mientras Pierre iba a comprar cigarrillos, Gide se dirigió a Maria y le confesó de forma bastante misteriosa:

“Pierre y yo nos entendemos”. Y ni una palabra más.

¿Se aprestaban ambos a la ruptura incluso antes de la partida? En la víspera del funeral, el 19 de junio, cuando Gide se afanaba en terminar la redacción del discurso, de pronto alguien llamó a la puerta. La abrieron y apareció, para perplejidad de Pierre, nada menos que Nikolái Bujarin. Figuraba en la lista de los oradores de la ceremonia. Ya era un hombre marcado para la destrucción y esa destrucción no tardó en llegar. El juicio a Rádek pondría los cimientos para su muerte. Fue el juicio en el que serían juzgados y condenados los agentes Kriuchkov y Levin por los “asesinatos médicos” de Max Peshkov y el propio Maxim Gorki. Pero el 19 de junio de 1936, Bujarin, aunque desprovisto de poder, seguía siendo uno de los más importantes bolcheviques vivos, y al menos Pierre lo sabía.

Gide estaba aún concentrado en su discurso, pero Pierre le presentó de inmediato a este gran personaje, tratando de situarlo.

Gide hizo la típica suposición de autor de que Bujarin había ido a interesarse por su discurso e insistió en explicar algunas de sus ideas al inesperado huésped. Utilizando la sugerencia de Koltsov sobre las “corrientes” y “contracorrientes”, Gide resumió su escrito: cómo Gorki, con su genio para la protesta, había representado una fuerza contra la opresión y cómo a través de toda la historia de la cultura, esa cultura ahora tan en peligro por la amenaza fascista, los artistas siempre habían cumplido un papel de oposición al poder, más o menos vigoroso, más o menos velado. Pero ahora, con la Revolución triunfante, algo esencial había cambiado en la cultura. Con esta victoria, el artista había dejado de ser el adversario del poder. Ahora su voz tenía que ser de afirmación, apoyando el “triunfo calmo y radiante” hecho realidad gracias a luchadores como Maxim Gorki.

Gide miró a Bujarin esperando su aprobación. Bujarin no expresó su opinión. En cambio, le explicó en francés que tenía muchos deseos de mantener una conversación en privado con él. Absolutamente en privado.

Cree que soy un espía de la policía, pensó Herbart. “No, no”, replicó rápidamente Gide. “Pierre no es de trap. Puede hablar con entera libertad, camarada… Bunin”.

¿Bunin? Bunin era un novelista y poeta, amigo en otro tiempo de Gorki, de ninguna manera un bolchevique. Era un emigrado que había abandonado la Unión Soviética hacía ya más de una década. Fue una metedura de pata colosal, un error desesperante. Bujarin quedó en silencio ante Gide. El conocimiento y la inocencia se miraron a los ojos. Apareció una sonrisa en los labios de Bujarin, una sonrisa que más tarde Herbart calificaría como de “indescriptible desprecio”. Salió de la habitación sin decir una sola palabra más.

Al día siguiente, Gide se presentó en la plaza Roja y pronunció su discurso proclamando ante la multitud enlutada el fin de la cultura de oposición al sistema. En el estrado estaba Stalin en persona.

No lejos del dictador, en lo que podía haberse considerado como el más alto honor que podía ofrecer la vida, se podía ver a la baronesa Moura Budberg.

 

Este texto corresponde a un capítulo del libro del mismo título que, con traducción de Marcelo Covián, revisada por Teresa Bailach, ha publicado Galaxia Gutenberg. En este fragmento se han suprimido las citas.

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