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Mientras tantoEl rey que fue

El rey que fue


Los componentes de Els Joglars recibiendo los aplausos del público al finalizar la representación de «El rey que fue» en el teatro Infanta Isabel de Madrid. Obsérvese el parecido del actor Ramón Fontserè, en el centro, con el Rey Juan Carlos

 

Un grupo de excursionistas nos desplazamos, en barco, desde Algeciras, al norte de África, llegando a un café cantante en un pequeño pueblo marroquí. Nos sentamos frente a un tórrido té con hierbabuena, deseosos del comienzo del espectáculo. Nos irían a cantar unas melodiosas tonadas en lengua bereber, ese idioma que usan unos 25 millones de personas, mayormente en Marruecos y Argelia, aunque también en otros países: Libia, Túnez, Sudán, Senegal y algunos más. En Canarias se hablaba hasta la conquista española.

La primera actuación era ocupada sólo por mujeres. Elaboraban el zaghrouda, esa ululación que al cantar realizan con la lengua y con la boca.  Seis variadas voces muy cadenciosas, pareciendo deslizarse por sus sinuosos cuerpos al ritmo de una danza perfectamente armónica. El cuadro, ambientado por una tenue mas muy concreta iluminación, nos emocionó a todo el grupo sobremanera. Luego salieron unos hombres subidos en trapecios. Sus voces eran aguardentosas, pero muy sugerentes, como dispuestas a iniciar una lucha sagrada. Bajo los trapecios, sonaban dos exóticos instrumentos, ancestrales: un trombón dorado, muy largo, que emitía tonos graves, y una especie de lira, con un mástil muy alto, que producía un equilibrado contrapunto en sonidos agudos.

Seguidamente salieron a escena unos artistas invitados, un conjunto heteróclito procedente de Siria, Irak, Turquía e Irán entonando unos bellos cantos en arameo, que, al parecer, fue la lengua de Jesucristo. Cánticos entresacados de la liturgia de una misa ortodoxa. Asimismo exhibieron unos coloridos iconos. Esas inflexiones arábigas, penetrantes, cadentes, nos enardecieron, avivándonos mucho el ánimo. La despedida consistió en que todos los participantes desarrollaron un tema coral acompasado por un baile muy grácil protagonizado por todas sus manos.

Esto es solamente algo que he soñado. Escribo el sueño pese a la reconvención de mi admirado Emil Cioran: «Los escritores que no tienen nada que decir cuentan sus sueños. Es una de las peores formas de pereza o de vacío. (Ello también se debe al psicoanálisis, cuya influencia en la literatura es tan profunda como nefasta.)»

Lo que no he soñado y a lo que sí he asistido con certeza es a la función de la obra teatral El rey que fue, sobre el Rey Emérito, representada por la decana compañía Els Joglars en el teatro Infanta Isabel de Madrid. Una obra que sólo se sirve de un único escenario, y que resulta ser la cubierta de un barco a punto de zarpar, al principio, anclado en algún punto del Golfo Pérsico, y que efectivamente zarpa y, en el transcuso de la obra, vuelve hacia ese punto de origen. La acción comienza pudiéndose ver a unos moros, ataviados de moros, adecentando la cubierta, y hablando en un idioma ininteligible, que no es idioma sino un remedo de los sonidos aspirados característicos del árabe, en el que se pudo distinguir la palabra habibi, que todo el mundo conoce. Se producen las primeras risas.

Aparece el Rey Emérito, cuyo actor que lo encarna, el principal actor de Els Joglars, Ramón Fontserè, es, en su caracterización, bastante clavado a Juan Carlos. La voz que pone Fontserè es bastante parecida al que fue rey-estrella de la Transición, ahora ya viejo, agotado, desencantado y caducado en su papel. Está dispuesto a hacer él mismo una paella en cubierta, aunque al cabo le salga hecha una mierda, para obsequiar a su «hermano» el jeque. Emite frases muy famosas suyas, como ese archiconocido «por qué no te callas» que le soltó al presidente venezolano Chávez.

La obra produce risas, incluso carcajadas. Está escrita en clave de farsa para que su puesta en escena obtenga un resultado humorístico. Pero su humor no es gratuito. Responde justamente a la andadura de Juan Carlos, con sus mangancias, la de un sablista que ha obtenido sus beneficios favorecido por su privilegiada posición. El rey que fue deja ver también la figura desamparada del susodicho, quedándose sin padre tan temprano y obligado a tener a Franco como un padre que le racionaba hasta las coca-colas que se tomaba. Y en verdad la pieza hace honor al Juan Carlos que merece ser honrado. Este relato cachondo, que embebe al espectador durante una hora y media, no lo es porque sí, sino que está muy bien pensado para que el mensaje sea realmente equitativo.

El rey que fue, comenta Albert Boadella, su director artístico, «no busca recurrir solo a los aguijones de la sátira, sino que trata de ofrecer el retrato regio más cercano a la realidad. A sus penumbras y a sus brillos. A sus excesos y a sus renuncias.»

La secuencia final es emotiva. No la voy a contar para no incurrir en espóiler. Sólo decir que hay unas referencias históricas y vitales ante las que Juan Carlos se justifica en plan patético. Este drama perfecto concluye con el tópico gestual de un personaje que termina su intervención arrancando una premiada salva de aplausos. Al salir del teatro a la castiza madrileña calle Barquillo, uno entra en un ambiente de charla, gastronómico, imbuido de una dinámica y de un decorado no muy distinto del que se ha salido.

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