Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoA la sombra de Rebecca Solnit

A la sombra de Rebecca Solnit


El presente texto es una glosa o comentario de “In the Shadow of Silicon Valley” de Rebecca Solnit, artículo publicado el pasado 8 de febrero de 2024 por la London Review of Books. La lectura del original, que recomendamos vivamente, convierte en superfluas las siguientes líneas. Si el inglés no es lo suyo, eso ya es otra cosa. Aunque siempre puede tirar de un traductor on line (no diremos marcas para no hacerles publicidad). Eso sí, se perdería los chistes, claro, que la autora, ella tiene una reputación, no se puede permitir. Aunque ya aviso que gracioso el tema no es. Do you follow me?

Imagen subida en las redes sociales de la autora (febrero de 2024).

¿Qué tendrá que ver el coche autónomo con que los ultrarricos se hayan emancipado de la sociedad, con el hecho de que cada vez vivamos más separados unos de otros y con que nuestras ciudades se vuelvan más y más inhóspitas? Sí, era una pregunta retórica y la respuesta, como habrán imaginado, es TODO. Y ese todo tiene su alfa y omega en San Francisco.

Porque precisamente de la inquietante experiencia de circular, a lomos de su bici, entre autos sin agencia humana por las calles de esta ciudad californiana, del espectáculo fantasmal de un volante girando sin una mano que lo aferre, parte “In the Shadow of Silicon Valley”, artículo aparecido el pasado mes de febrero en London Review of Books y en el que Rebecca Solnit, conocida por sus estudios sobre los efectos de la tecnología en las artes y las humanidades y por ensayos sobre feminismo como Los hombres me explican cosas o ¿De quién es esta historia?, reflexiona sobre algunas de las grandes cuestiones de nuestro tiempo, relacionando acontecimientos recientes en apariencia anecdóticos, como los múltiples problemas que los coches sin conductor están ocasionando en la ciudad en la que lleva residiendo desde hace cuarenta años –al impedir, por ejemplo, que las ambulancias lleguen hasta las víctimas de un tiroteo o al atropellar a una mujer que acababa de ser embestida por otro automóvil, arrastrándola varios metros y dejándola atrapada, gravemente herida, bajo sus ruedas– con otros temas de mayor calado con los que los anteriores “accidentes” están íntimamente conectados como el aislamiento, la aporofobia o la desigualdad en el seno de las nuevas geografías urbanas.

Al fin y al cabo, cuenta Solnit, si los vehículos mencionados fueron incapaces de prevenir estas situaciones es porque a, pesar de ser comúnmente llamados “autónomos”, desarrollan una actividad que no lo es. Conducir es una actividad social cooperativa, en la que parte del trabajo de quien está al volante es justamente comunicarse con los demás en la carretera. Justo el trabajo para el que estos artefactos no están programados.

Entonces, si los coches sin conductor no consiguen eliminar el error humano y, por lo tanto, son incapaces de garantizar que personas con discapacidad –tal es el argumento utilizado– se desplacen sin tener que depender de otros seres humanos de forma segura, ¿por qué parece inevitable, incluso deseable, su expansión? Una razón “convincente”, apunta Solnit, es porque representan un bonito negocio para las corporaciones que los fabrican, que pasan a percibir unos ingresos que de otro modo se habrían destinado a los salarios de los conductores. Nada nuevo bajo el sol, reconoce, toda vez que la automatización viene siendo una forma de aumentar los beneficios de las empresas desde que los luditas protestaron contra los telares mecánicos. Y si los aeropuertos tienen auto check-ins; los supermercados, cajas de autopago; las autopistas, peajes con tecnología lectura de matrículas, y hace mucho que a nadie le llama la atención que detrás de un número de atención al cliente nos responda una máquina, por qué tendría que escandalizarnos lo del coche autónomo. Las posibles víctimas, podríamos decir, no serían más que ofrendas colocadas en el altar del Progreso.

Sin embargo, para Solnit –intelectual de San Francisco, lo que viene siendo una red with all the letters– esto no solo sería algo negativo, sino que ya estaría pasando una importante factura, especialmente entre los estadounidenses, quienes se estarían enfrentando a una verdadera “pandemia social de soledad y aislamiento”: una pandemia, podríamos decir, diagnosticada hace décadas, como ponen de manifiesto ensayos finiseculares convertidos ya en clásicos como La corrosión del carácter de Richard Sennett o Bowling alone de Robert Putnam, pero que, como el calentamiento global, parece haber superado incluso las perspectivas más sombrías. Tal es así, volviendo al artículo, que las autoridades sanitarias de aquel país habrían dado la voz de alarma apuntando a Internet, el uso del smartphone o las redes sociales como causantes de este dramático descenso de las interacciones personales, al “monopolizar nuestra atención, reducir la calidad de nuestras relaciones (…) y disminuir nuestra autoestima”.

La nueva (a)normalidad

Si la situación era altamente preocupante –la pandemia de adicciones a opiáceos desatada a finales del siglo XX y que se ha cobrado ya cerca de un millón de vidas era un macabro síntoma de que algo estaba profundamente quebrado dentro de la sociedad estadounidense–, la epidemia de Covid-19 empeoró el aislamiento y arrojó a millones de personas en brazos de una tecnología que “ya había hecho redundantes muchas de las formas en que solíamos congregarnos y relacionarnos”. En plenos ‘90, mientras Kurt Cobain rompía sus guitarras, Layne Staley olvidaba las letras de sus canciones y Amy Winehouse afinaba sus traumas –los tres están, naturalmente, muertos–, esto es, mientras la generación X celebraba el fin de las ideologías y el triunfo de los justos, la obsesión por la productividad se puso en el centro. La distinción entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar –que el filósofo Santiago Alba Rico ha analizado con tanta agudeza– se había vuelta obsoleta: si en España estamos como estamos, imagínense sin La bola de cristal. El caso es que las compras en línea y otras transacciones financieras digitales pasaron a convertirse en algo de trascendental importancia. La World Wide Web, que había venido para liberarnos de nuestras cadenas, aceleraba la fantasía de un mundo sin aranceles y casi sin intermediarios que veía transformarse en paralelo los paisajes urbanos… y las psiques.

La Asociación Estadounidense de Libreros informó que solo en 2021, “el movimiento de dólares hacia Amazon y desde los minoristas desplazó a 136.000 tiendas que ocupaban 1.100 millones de pies cuadrados de espacio comercial tradicional”, lo que si bien le suponía al consumidor –nuestra verdadera condición hodierna– un ahorro con el que poder adquirir nuevos y cada vez más deslocalizados productos, dejó por el camino todo aquello que no cabe en las pantallitas de las calculadoras. Creo que los economistas llaman a esto –si bien ellos, los muy sobones, los toquetean igualmente–: “intangibles”. Como dice Solnit, “puede que haya formas más económicas de comprar champú (…), pero en una tienda presencial puedes tener una interacción social, incluso construir una relación con el propietario y charlar con otros clientes, o encontrarte con un amigo o vecino”. Claro que para eso las ciudades tendrían que tener vecinos y no ríos de gente arrastrando maletas –en el mejor de los casos sin un micropene de plástico en la cabeza.

Inevitablemente, y aunque no sea su propósito, un ramalazo de nostalgia emerge del texto –y qué texto, qué interlineado, qué fuente, da gusto la London Review of Books, ahí no escribe cualquiera, aquí tampoco, se vayan ustedes a pensar– cuando la autora rememora el San Francisco de su juventud, una ciudad que aún podía reconocerse en The Death and Life of Great American Cities (1961), de la tan felizmente recuperada como infelizmente desoída Jane Jacobs, inspiración para quienes desean a día de hoy apostar por un urbanismo más amable y seguro. A diferencias de las urbanizaciones que se cierran sobre sí mismas, de esos PAUs tan bien descritos por Jorge Dioni en sus imprescindibles La España de las piscinas y El malestar las ciudades –aprovecho aquí para aclarar que no me llevo ninguna comisión por mencionarlos: solo me parecen buenísimos–, la urbe que prescribía Jacobs  –o quizá deberíamos decir más bien que describía, pues la urbanista autodidacta se refería a una Nueva York tangible, pero amenazada por la especuladora bola de demolición de Robert Moses– era una ciudad con ojos vueltos hacia las calles y no hacia las pantallas. Una ciudad híbrida, mestiza, con comercios a pie de acera y cafés. No de esos frecuentados por jóvenes blancos de piernas bronceadas y dientes perfectos –se me ha notado la envidia, ¿verdad?– en los que cada cliente “parece estar mirando en silencio” su iphone o su mac mientras apura el tiempo de recoger, desde su mesa unipersonal, su take away, sino como esos “terceros espacios” –como los llamó Ray Oldenburg, refiriéndose a cafeterías, pero también a barberías, librerías, etc.–, que señalaba George Steiner, con sus tertulias y sus conspiraciones sus poetas misérrimos –esto último sería más bien Cela– como una de las señas de identidad del viejo continente, donde, por cierto, también están siendo reemplazadas por las mismas desalmadas franquicias. Una nueva era, un mismo ethos.

A la importancia de lo que, en un sentido más amplio, denominaba “infraestructuras sociales” urbanas, dedicó Eric Klinenberg su estupendo ensayo Palacios del pueblo. Políticas para una sociedad más igualitaria, en la que demostraba cómo una comunidad cuyos amigos y vecinos traban relación, se apoyan y colaboran entre sí a través de abundantes interacciones cara a cara y de proyectos comunitarios, no solo es más saludable, sino que está preparada para hacer frente a imprevistos que en otras circunstancias pueden terminar provocando efectos devastadores (como sucedió, recuerda el autor, en determinados barrios deprimidos durante la ola de calor que golpeó Chicago en 1995). En una línea confluyente con la obra de Solnit, este sociólogo arranca su investigación de una honda preocupación por el modo en que se han ido degradando los servicios públicos (educativos, sanitarios, culturales…) en Estados Unidos en las últimas décadas, dejando desprotegidas a amplias capas de la población. Cuando la infraestructura social se viene abajo, dice Klinenberg, las consecuencias no se hacen esperar: los espacios públicos se vacían, aumentan las adicciones, se incrementa la desconfianza, decae la participación ciudadana… En suma, se dispara la fragmentación social y algunos empiezan a añorar cuando las familias se reunían en torno al fuego de la tele (en vez de hocicarse cada miembro en su dispositivo) del mismo modo que algún día añoraremos, en Estados Unidos ya lo están haciendo, lo que de cohesionador tenía un centro comercial cuya oferta infinita, cuyo glaciar aire acondicionado, hemos colectivizado. Previo pago, claro.

San Francisco dreaming

Es el mismo proceso que describe Solnit aplicado a las transformaciones recientes de su ciudad y que ha provocado, a su juicio, que no quede nada de ese San Francisco de “soñadores, excéntricos y bohemios, así como de oportunistas y especuladores” que hicieron crecer esta gran urbe del mismo modo que, podríamos decir de forma comparada, apenas si queda un residuo del Madrid no ya decimonónico sino del de los 80 ó 90 de la pasada centuria. Invito a cualquiera a revisar el paisaje urbano de esta ciudad a través de títulos como El crack o El día de la bestia: cinta, la de Álex de la Iglesia, no se dice lo suficiente, que sigue siendo uno de los más perspicaces warnings sobre el renacer de la extrema derecha en la triunfal Europa posMaastricht. En la película –esto no lo cuenta Solnit, se vayan a pensar–, una banda de matones pijos con sus jerseys Lacoste sobre los hombros y sus zapatos castellanos repulidos se dedicaban a apalizar hasta la muerte –ni que fueran palestinos–, a indigentes y personas racializadas con el eslogan “Limpia Madrid”. A Xavier Albiol le debió de gustar. Y esa criminalización, que ahora no ha de esconderse, que ha sido institucionalizada, es la que nos pone por delante el artículo.

“Si equiparas tu riqueza con la virtud –dice Solnit, mientras se hace eco de algunos lacerantes casos recientes–, tiendes a equiparar la pobreza con el vicio, y los enemigos de las personas sin hogar habitualmente los retratan como criminales”. Esa es la visión que, en la mejor tradición de la ética protestante y el espíritu del capitalismo, la élite tecnológica y sus terminales mediáticas –eso son terminales chungas y no el ABC, permitan que les diga– propala de las personas sin hogar, una “intrusión” cuando no directamente un “asalto” a la sensibilidad de los demás, a los estadounidenses de bien, ya me entienden. No es raro así que cualquier delito, no importa las pruebas, siempre traten de encasquetárselo a algún yonki, aun cuando finalmente, vaya por Dios, este lo haya cometido un hijo nativo de Palo Alto convertido en magnate de las criptomonedas. Al fin y al cabo, ¿quién se preocupó de investigar, hasta que el escándalo era ya inocultable, a la ex estudiante de Stanford Elizabeth Holmes, quien recaudó 700 millones de dólares para Theranos, una empresa cuyo único producto era una tecnología médica que no existía? Otra pregunta retórica con la que de camino se pueden ahorrar los ocho capítulos de The Dropout.

Pero como cuando nos convencen de que es mejor retirar a las personas de detrás del mostrador o del volante –error humano eliminado– el mensaje mil y una veces repetido funciona.  Y al final “la existencia de personas sin hogar, varadas en un exterior sin un interior al que retirarse, junto con las ofertas y la ideología de la tecnología”, habría alentado a mucha gente, especialmente tras la nueva normalidad pospandémica “a permanecer en casa o a aventurarse en espacios públicos solo a regañadientes”. La proliferación de servicios de entrega a domicilio ha hecho, por otra parte, que acercar el restaurante a casa sea algo común. “En este sistema –sentencia Solnit y yo ya he encargado la frase a mi tatuador la mano invisible del mercado puede traerte un burrito”.

Al producir riquezas tan extremas, la tecnología nos estaría devolviendo –esta misma idea, que ha hecho fortuna, se la leí por primera vez al periodista económico Martin Wolf en un artículo publicado en Financial Times, aquí hay ya que retratarse, allá por 2014– a una especie de “tecnofeudalismo”, en el que unas pocas figuras poderosas no rinden cuentas ante nadie. Solnit apunta directamente a personajes como Mark Zuckerberg, propietario de Facebook e Instagram, por la responsabilidad de su empresa ante los amaños electorales, el genocidio de Myanmar o el aumento de los problemas de salud mental entre los usuario de sus plataformas; a Peter Thiel (“democracia y libertad son incompatibles”), fundador de Pay Pal o de Palantir, división encargada de monitorizar a inmigrantes para el Departamento de Seguridad Nacional; o a Elon Musk, la persona más rica del mundo, proveedor del gobierno estadounidense en sectores estratégicos, desde la energía o el transporte hasta la exploración espacial, y puede que el primer civil –como escribió Ronan Farrow en The New Yorker, en convertirse en “el árbitro de una guerra entre naciones», que es lo que estaría haciendo el dueño de X, entre tirito y tirito de ketamina, al utilizar su tecnología satelital Starlink a favor, primero, y luego en contra del ejército ucraniano en su conflicto con Rusia. Lo que se dice un güingüin.

Feroces protectores de su privacidad a costa de la nuestra; profetas del Estado mínimo y del Beneficio máximo; preppers del propio apocalipsis que ellos mismos están generando, evasores de impuestos, de la genética, de la vida en comunidad y hasta del planeta que los vio forrarse, no me digan que esta trilogía de supervillanos no deja a los malvados de la Marvel en los osos amorosos.

Evidentemente, no tenía por qué ser así. Es lo que hemos decidido. O lo que hemos permitido que decidan por nosotros esos “titanes de la tecnología” cuyas vidas segregadas (comunidades cerradas, escuelas privadas, jets privados, megayates, islas privadas, cohetes con forma de penes gigantes…) no solo toleramos –limitar la riqueza, ya se sabe, es de comunistas– sino que hemos convertido en nuestro más húmedo sueño aspiracional. Las tecnologías de las que nos beneficiamos nos han aislado, nuestras redes se han vuelto menos sociales que nunca. Enchufados a la matriz –lo digo desde mi ordenador conectado a internet a las 2 am, esto es, con conocimiento de causa– nos ha vuelto la materia prima de esa gigantesca maquinaria extractora de datos que nos explota con más o menos entusiasmo por nuestra parte 24/7.

Que San Francisco en particular o California de manera más amplia sea el epicentro simbólico de este disolvente movimiento, a quienes no somos de allí, ni hemos transitado por sus calles ni tenemos intención de hacerlo, puede resultarnos lo de menos. Pero no es ni mucho menos anecdótico que esa ciudad crecida a la sombra del fortificado Presidio de San Francisco, fundado por los españoles en el emblemático –para los rebeldes– año de 1776, en la que nació a lo largo del siglo XX, como nos recuerda la autora, el movimiento ambientalista; en la que la poesía experimental alcanzó algunos de sus más fecundos cauces; por cuyas calles desfilaron las marchas contra la guerra o se empezaron a conquistar los derechos de los homosexuales; esa ciudad en que la lucha por los derechos indígenas escribió una de sus más brillantes páginas, en cuyas estribaciones se forjó el movimiento de trabajadores agrícolas de César Chávez y se fundaron los Panteras Negras; en definitiva, que fue “refugio frente a algunas de las mayores brutalidades y conformismos de un país inclemente, santuario para disidentes e inadaptados, laboratorio para todo tipo de ideas”, sea la misma que está dando al mundo “la lección que no pudimos o no quisimos esperar”.

San Francisco, esa ciudad por la que se paseó el rubio moño de Kim Novak –no sé si a Solnit le gustaría esta referencia, James Stewart se pasa toda la película haciéndole mansplaining a la pobre y ya sabemos su personaje cómo acaba, pero tenía que calzarlo como fuese–, sigue siendo ese “gran laboratorio”, aunque esas ideas, remata la autora en este espléndido artículo con hechuras de pequeño libro –¿por qué no de esos tan cuquis de colorinchis que publica Anagrama?–, “sirvan hoy para dar forma al mundo de maneras cada vez más inquietantes”.  Una conclusión, sin duda, desesperanzada, que sorprende en una escritora y activista que ha sido capaz de extraer lecciones positivas incluso de las mayores catástrofes.

De derrota en derrota hasta…

En Un paraíso en el infierno, una de sus obras más justamente celebradas, publicada hace más de una década, Rebecca Solnit analizaba cómo “Tras un terremoto, un bombardeo o una tormenta particularmente destructiva, la mayoría de la gente se comporta de manera altruista y se entrega inmediatamente al cuidado de sí misma y de quienes la rodean”. En tales escenarios esa imagen del “ser humano egoísta, que sucumbe al pánico, que vuelve a un estado violento y salvaje”, demostraba tener, según la autora, que analizaba toda una serie de casos acaecidos a lo largo y ancho de planeta, “muy poco de real”.

No hay que remontarse tan atrás. Más recientemente, en lo más profundo de la pandemia, cuando apenas si podíamos imaginar las dimensiones que terminaría alcanzando la tragedia, la escritora volvía a mostrarse convencida de que “en los momentos de grandes cambios” [es] cuando observamos con renovada lucidez los sistemas (…) en los que estamos inmersos y cómo se transforman a nuestro alrededor”. Es en ese tipo de coyunturas “cuando vemos lo que es fuerte, lo que es débil (…) Lo que importa y lo que no”. En “Lo imposible ha sucedido. Qué nos puede enseñar el coronavirus de la esperanza”, artículo publicado originalmente en The Guardian en abril de 2020 y que sirve de prólogo a la estupenda edición de Capitán Swing del ensayo aludido en el párrafo anterior, confiaba en que esa “oleada neoliberal” que había comenzado “por privatizarnos las emociones, arrebatándonos los lazos sociales y la noción de un destino común” pudiera revertirse tras “la experiencia compartida de este desastre”, dejando paso a una “nueva comprensión de nuestra pertenencia al todo”.

Sin embargo, cuatro años después, Solnit, como tantos de nosotros, parecería haber asumido que aquello de que íbamos a salir mejores solo puede dejarnos, en el mejor de los casos, una leve de cicatriz de amargura en el rostro. Es verdad que hubo gente que se comportó de forma ejemplar, heroica, que millones de personas en todo el mundo dieron millones de pequeñas y reconfortantes lecciones anónimas de empatía y solidaridad, pero si examinamos lo que no tardó en llegar mientras nos íbamos despojando de nuestras mascarillas –la invasión de Ucrania, el terrorismo, la enésima destrucción de Gaza, el drama migratorio, los feminicidios, la vuelta al consumismo desaforado, la venda en los ojos y los tapones en los oídos frente a la emergencia climática, el sempiterno qué hay de lo mío incluso en mitad de la desgracia…– es difícil no estamparse ante la evidencia de que la Humanidad ha sido incapaz de extraer de este Nuevo Diario del año de la peste las lecciones que hubieran sido esperables y deseables.

Es cierto, como señaló Solnit, que ante un desastre súbito nuestro destino inevitable no tiene por qué ser el de la competición encarnizada ni el puro y duro struggle for life. Ante el repentino derrumbe del statu quo ni The Walking Dead ni El señor de las moscas tienen por qué ser, como machaconamente nos indican los discursos dominantes, escenarios más previsibles que los menos espectacularmente cinematográficos de la cooperación y la ayuda mutua. Que efectivamente, como se ha demostrado en innumerables ocasiones, ante la suspensión del orden habitual emerge un impulso altruista que puede mover a grandes grupos de personas a coordinarse y dejar a un lado sus intereses egoístas por un bien superior. Que hacer el bien, así en abstracto, puede ser un incentivo capaz de hacer añicos cualquier pensamiento utilitarista, cualquier cálculo racional.

Siendo así, ¿por qué este último artículo trasluce esta esperanza debilitada, este tono, por momentos, derrotista, el de quien despierta tras haber pretendido aferrarse a una estrella por la cola? ¿Será que con la pandemia hemos exprimido las últimas gotas del bote de pegamento social? ¿Será que los cambios que aquí denuncia son de muy otra naturaleza, casi como una mutación antropológica, epistemológica y ontológica para la que las recetas tradicionales –aquellas con las que los seres humanos han combatido enfermedades, huracanes o terremotos– no sirven? Esto es lo que, grosso modo, vienen denunciado desde hace décadas estudiosos como el siempre estimulante Franco Berardi (Bifo), quien situaba en 1977 el final del siglo XX, el “punto de inflexión”, la “bisagra”, a partir del cual la modernidad “empieza a disolverse” y toma forma la “perspectiva posthumana”.

En Después del futuro Bifo relataba cómo el cuerpo social había sido reformateado mediante “líneas fractales recombinantes que imposibilitan la circulación de un flujo empático, para facilitar la circulación del influjo”. Sí, todo esto smells like cyperpunk spirit, pero más allá de esas descripciones anime de nuestro cuerpos digitales, lampiños, lisos, modulares y conectivos incapaces de oponer resistencia a la circulación de lo que él denomina “infovalor”, a lo que este pensador apunta, en la línea de otros pensadores posmarxistas, es al modo en que la “conciencia empática de pertenencia al género” (humano, se entiende) ha sido puesta en cuestión, “anulada en tanto sentimiento antieconómico inútil” merced a ese “gas nervioso” que supondría esa “interminable estimulación infoproductiva”. El resultado de todo esto es que el “economicismo liberal” habría producido “mutaciones del organismo más profundas que las producidas por el nazismo”, pues lejos de actuar sobre las “formas superficiales del comportamiento”, habría asaltado el “equipamiento biológico, cognitivo (…) la composición química de la sociedad”.

Así mirado, el panorama resulta ciertamente aterrador. ¿Será la conciencia de que no hay nada que hacer frente a este aplastante nuevo orden, o más concretamente la conciencia de su irreversibilidad, esa condición holística que le permite asimilar hasta a sus más militantes detractores –pues no hay un afuera–, lo que habría quebrado a Solnit? ¿Será que ante el “astro frío de lo social”, por utilizar la expresión de Baudrillard, no queda más que plegar velas, guarecerse en puerto seguro, quien lo tenga, fuera del vértigo de la aceleración permanente, en la insularidad del hogar, desde donde reconocer, al margen de miradas ajenas y acaso con rubor en las mejillas, la aplastante victoria de Murray Rothbard sobre doscientos años de teoría y práctica emancipatorias? ¿O será simplemente que se cansa una de clamar en el desierto? No vayamos tan rápido.

Pasados ejemplares para futuros posibles

Dijo en cierta ocasión John Berger que “Para Solnit, la esperanza no es una garantía para el mañana, sino un detonador para la acción de hoy”. Y viendo su actividad intelectual, su infatigable apoyo a diferentes causas, la curiosidad y vitalidad, en suma, que despliega, en toda su actividad pública nadie podría decir que ha bajado los brazos. Como sus amados robles, se mantiene firme. Y hay motivos para pensar, frente al sombrío diagnóstico del artículo que aquí nos ha convocado, que como aquel otro pesimista esperanzado que fue Mark Fisher, sigue pensando que “la larga noche del fin de la historia” puede ser considerada una buena oportunidad para aprovechar las “tenues alternativas económicas y políticas existentes”. ¿Puede aún el “evento más sutil” abrir un agujero en el “telón gris” del sistema? ¿Partiendo de una situación en la que aparentemente todo solo puede cambiar para peor –seguía el memeizado autor de Realismo capitalista–, puede seguir resultando todo posible una vez más?

Fisher lo creía. Bifo, también, pues de otro modo no cerraría su libro con un manifiesto posfuturista que es toda una llamada a la acción en el presente. Y Solnit, cuya última publicación en redes al término de este artículo incluye la fotografía que abre este artículo, no parece dispuesta a claudicar frente a la concepción de los seres humanos como unidades de capital, frente al “destino manifiesto tecnológico neoliberal” y esa economía de la atención que “trabaja para mantenernos atrapados en un presente temible”, en palabras de otra sanfranciscana que no se rinde, Jenny Odell, artista, escritora y docente, lectora de Epicuro, declarada admiradora de Solnit y autora de un ensayo, Cómo no hacer nada, que ofrece jugosas claves para que dar la espalda al mundo, como si se pudiera, no termine siendo la única opción razonable frente a la “mitología de la productividad”.

Por qué en un tiempo de utopías caducadas, en el que según la manoseada sentencia atribuida a Jameson es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, en el que el futuro parece, por tanto, haber quedado confinado en los estrechos límites de la pulsión individual y el rendimiento económico, sigue habiendo personas capaces de oponer tal voluntad de resistencia, de dibujar, por estrecho que sea, pese a los continuos reveses, un horizonte de expectativas, es algo que puede causar sorpresa. Pero es aquí, justo en un tiempo que parece haberse emancipado de la Historia, disolviendo cualquier vínculo, donde cobra sentido esa mirada a la ejemplaridad de determinados capítulos del pasado que sustentan Un paraíso en el infierno y que están detrás de algunas de las mejores páginas de la autora. Solnit, en este sentido, en la mejor tradición revolucionaria, sería, por decirlo con Enzo Traverso, de las que “percibe las tragedias y las batallas perdidas del pasado como un peso y una deuda”. Incluso, también, como una “promesa de redención”. Algo que por muy Mr. Wonderful que pueda sonarle a alguno, hay que reconocer que queda bastante regular en una taza de desayuno.

Más del autor

-publicidad-spot_img