Un puente llamado deseo
Mientras escribo esto, me viene a la mente una caricatura que vi hace mucho tiempo en un diario de la época. Dos viejos están en aceras opuestas de una misma calle y, entre ellos, corre un río interminable de coches. Se hablan a gritos de una acera a otra:
—¿Se puede saber cómo has cruzado la calle?
—No la he cruzado, nací en este lado.
Hoy esta caricatura es la triste realidad de Sarajevo, donde el puente de Vrbanja ha partido la ciudad en dos y se ha convertido en la perfecta ilustración de un proyecto monstruoso e inconcebible para las personas normales: el de dividir Bosnia-Herzegovina según “fronteras étnicas” en “comunidades étnicas puras”.
Quienes tenían amigos en Grbavica, un barrio de Sarajevo en la orilla izquierda del río Miljacka que, al estallar la guerra, quedó en manos de los extremistas serbios, ya podían olvidarse de ellos. Quienes tenían familiares en América, en Australia y en Grbavica, tenían más posibilidades de ver antes a los de América y Australia que a los de Grbavica. Quienes ese día (como cualquier otro día hasta ese) fueron a trabajar a la orilla derecha del río o se entretuvieron un poco más de la cuenta con los colegas en el bar, no tuvieron más opción que quedarse donde estaban: separados de sus familias, sin un céntimo en el bolsillo, con la camisa y los pantalones que llevaban puestos… Ahora eran refugiados en su ciudad natal.
No es que ignorásemos cómo eran las cosas en el “otro lado”: a diario, desde la cercana localidad de Pale, el canal nacionalista serbio SRNA emitía programas sobre la “vida idílica” en la Sarajevo serbia.
Mientras miles de sarajevitas, cuando no sufrían bombardeos o se jugaban la vida en el paso por la llamada “avenida de los Francotiradores”, rebuscaban en los parques cualquier cosa que les pudiese servir como alimento –hojas de abedul, ortigas, dientes de león, flores de tilo, caracoles–, SRNA mostraba los mercados rebosantes de Grbavica (lo cual era una imagen fidedigna, porque el 90% de la ayuda destinada a los sarajevitas cercados terminaba en manos de los ultranacionalistas serbios). SRNA también retransmitía las “calurosas” bienvenidas a los “liberadores” llegados de Serbia y Montenegro, con gorros tradicionales en la cabeza y dagas en el cinto, para, decían, defender lo que era “suyo” (tan suyo era que varias decenas fueron hechos prisioneros porque, borrachos y desconocedores de la ciudad, habían cruzado la línea del frente y llegado a nuestro lado sin darse cuenta).
A mitad de verano empezaron los intercambios de ciudadanos entre un lado y el otro. Uso a propósito la palabra ciudadanos porque no se trataba de prisioneros de guerra, sino de gente normal y corriente que había quedado (¿o nacido?) en el “lado equivocado” de la ciudad. A todos aquellos que lograban cruzar el Vrbanja, ese puente llamado deseo, los acogíamos como si hubiesen resucitado de entre los muertos y les preguntábamos qué había ocurrido con los demás, ya fuesen amigos o familia.
Así ocurrió la mañana en que Mahir apareció por el local del Fútbol Club Sarajevo. Aunque reinaba la escasez y todos sopesábamos cada marco alemán –convertido en la única divisa de pago– antes de gastarlo, llegó un momento en que la mesa de Mahir desbordaba de bebidas.
Mahir se reía:
—Parad un poco, hombre. ¡Venga, invito a otra ronda!
Era algo extrañísimo, porque sabíamos que, a los “afortunados” que cruzaban el río, no se les permitía llevarse ningún objeto de valor. Incluso las mujeres, sin atender a su edad, eran sometidas a “exámenes ginecológicos”.
Entonces Mahir contó su historia…
Vivía en Grbavica frente a una de las carnicerías de Majmunović, el carnicero más conocido y rico de la ciudad, serbio.
Como el resto de musulmanes, Mahir tenía prohibido salir a la calle y no figuraba en la lista para el reparto de víveres. Por si fuera poco, Majmunović, ahora vestido con uniforme de camuflaje en lugar del delantal de carnicero y blandiendo un kalashnikov, llamaba cada mañana a su puerta a puntapiés, amenazándole: “¡Abre, turco, o echaré la puerta abajo!”.
Mahir le abría y Majmunović entraba sin dejar de insultarle a pleno pulmón. Luego, de su mochila sacaba alimentos, café, cigarrillos, a veces una botella de aguardiente… Se sentaban y charlaban sobre la locura a su alrededor, fumaban y bebían como corresponde. Solo que, cada cierto tiempo, Majmunović se ponía a dar gritos: “¡Saca la pasta o te corto el cuello! Me cago en tu puta madre turca, sé que tienes escondido el dinero y no pararé hasta que lo encuentre”. Suficiente para que los vecinos, unos chivatos serbios, oyesen que cumplía con su deber de acosar y humillar a los musulmanes.
Todo esto duró hasta que, una mañana, el carnicero golpeó la puerta según la costumbre. Pero esta vez le acompañaba un joven uniformado de talla gigantesca.
Mahir, que era árbitro de baloncesto, reconoció al joven, quien jugaba en el club local Ilidža. Y el joven lo reconoció a él. “¡Árbitro! Suelta la pasta, el dinero, todo… ¡Y ni se te ocurra guardarte algo!”.
Hablaba con la seriedad de la muerte. Mahir sacó todo lo que tenía (unos dos mil marcos alemanes y el collar de su mujer) e incluso se quitó la alianza. El joven dudó un instante al verla y luego la metió en una bolsa de plástico. “Nos volveremos a ver, árbitro”, dijo, lo cual sonó escasamente halagüeño para Mahir.
Poco después, en el Puente de la Hermandad y la Fraternidad (¡qué ironía!), Mahir formaba parte de un grupo de civiles a la espera del intercambio, guiado por ese mismo joven.
Cuando le llegó el turno a Mahir, el jugador de baloncesto se le acercó y le devolvió la bolsa de plástico: “Dentro está todo. No hace falta que cuentes, árbitro. Y que Dios te ayude”.
La historia de Mahir nos conmovió y alegró profundamente, al darnos esperanza de que, incluso con lo que estaba ocurriendo, el ser humano era capaz de vencer al animal que habitaba en su interior y, pese a todo, en un futuro la vida seguiría.
Por desgracia, esa no fue la única historia que nos contó Mahir.
Todos conocíamos o recordábamos a Iris. Era una de las chicas más guapas del instituto. Se había licenciado en Odontología, había trabajado durante un tiempo en el hospital y luego se había casado. Como su marido pertenecía a una de las familias más ricas y conocidas de Sarajevo, pronto abrió una consulta privada como dentista. Tenía unos hijos maravillosos y la desgracia de ser una serbia casada con un musulmán.
El primer día de guerra, su esposo –como muchos otros musulmanes de prestigio y posibles– fue arrestado por el “crimen” de ser musulmán y recluido en un campo. Como las desgracias nunca vienen solas, el “comandante” del barrio donde vivía Iris era Božo Debelnogić, un personaje turbio que, antes de la guerra, ya tenía un expediente policial bien grueso que incluya cuatro años de cárcel en su ciudad natal de Zenica por violación. Mahir nos contó que, primero, Božo lo había intentado con Iris “por las buenas”: le prometió que sacaría a su marido del campo de concentración y que les dejaría, tanto a ella como a sus hijos, irse adonde quisiesen.
Fue rechazado con asco.
A Božo no le hizo falta mucho para cambiar de estado de ánimo, apenas una botella de aguardiente.
Violaron a Iris, primero él y luego el resto de sus “soldados”. Y ordenó a cada uno de ellos que, junto a la cama, dejase cien marcos alemanes por la violación.
No le bastó con que eso ocurriese frente a los horrorizados hijos de Iris, sino que mandó llamar a todos los vecinos para que contemplasen el espectáculo. “¡Mirad, turcos! –gritaba–. ¡Para que luego digáis que los soldados serbios no pagan todo lo que toman!”.
Después, claro está, se llevó el dinero. Sobre lo que ocurrió luego con Iris y los niños…, que Dios se apiade de ellos.
* * *
Sé que hay que gente que cuestiona los testimonios procedentes del infierno que fueron Bosnia y Sarajevo durante la guerra, pero con ellos no tengo nada que hablar. Solo ponerlos frente a un examen de conciencia: si se han creído la primera historia, ¿por qué no se han creído la segunda?
Si solo están dispuestos a creerse una historia, han suspendido el examen.
Un día perfecto en América
Me he hecho la cena, he fregado los platos, me he preparado las pastillas… Ahora estoy sentado en mi habitación tratando de no compadecerme. La mirada se me va todo el rato hacia las fotos de mis hijas que tengo junto a la cama y hay algo en mí que quiere estallar, gritar. Me encantaría hacer trizas todo lo que me rodea, prenderle fuego a la casa, coger un taxi, plantarme –incluso a estas horas– donde Reša tiene el bar La Fuente Turca y llorar hasta que salga el sol para desahogarme. ¿Y mañana? Como dicen en Bosnia, ¡cada día trae algo nuevo!
Pero estoy donde estoy. No hay taxi, ni Reša, ni Fuente Turca, no sé cuánta alma ni cuántas lágrimas me quedan y mañana será otra vez el mismo día: no me traerá nada.
Miro sin ganas la televisión y hago como que me importa si Clinton se ha cepillado o no a alguien, pero frente a mí desfilan estampas insignificantes de mi vida anterior: las decoraciones rotas de un árbol navideño parpadeando sobre la nieve en el cruce que hay junto a la mezquita de Ali Pachá; la camiseta verde con el número 11 a la espalda que vestía con el equipo de la escuela cuando, a los palurdos de Breza, nos clavaron un 11 a 1 en el barrio de Mejtaš; la enorme sortija con un diamante que llevaba el propietario de la heladería Egipto; un trozo de pan empapado de sangre entre las fauces de un perro después de caer una bomba en la calle principal… Suena el teléfono y le recito al auricular en tono mecánico:
—Hello, Hill Come Care, may I help you?
—¡Hombre, o sea que estás aquí!
—¡Mirsad! ¿De dónde sales? ¿Desde dónde me llamas?
—Desde Sarajevo, desde el bar Korzo. ¿Desde dónde iba a llamarte?
—Dame el número y ya te llamo yo.
—Qué va, es coña. Estoy en América, en Florida…
—¿Cómo me has encontrado?
—Es una larga historia. Me ha dado este número tu ex. Anda que has elegido bien el lugar y el momento para divorciarte…
—Es una larga historia, querido. Ya sabes que me hirieron; que, durante la guerra, mi mujer y mi hija estaban en la costa croata, en Baško Polje; que tenía todos los documentos para salir, encargos de reportajes para Večernje Novosti y Dani, un pasaporte recién expedido, un certificado médico del doctor Nakaš… pero se fue todo a la mierda. De repente viene un pez gordo del gobierno y me dice: “Te dejaríamos marchar, pero tenemos miedo de que te quedes por la zona. ¡A saber qué escribirías desde Croacia!”. Ahí perdí los nervios. Que qué escribiría, dice el muy capullo. ¡Ni que fuese un burguesito de Zagreb! Me fui a la oficina para refugiados del barrio de Ciglane. Allí me dieron de comer y cigarrillos, pero yo solo quería un teléfono vía satélite para hablar con mi mujer y mi hija. Conseguí ponerme en contacto con ellas, hablé con mi niña de cualquier sandez y lloré como una Magdalena. De pronto, un tipo me pregunta si tengo pasaporte. Le digo que sí y me contesta: “Si quieres puedes irte a Split, pero tiene que ser ya mismo. Nada de hacer las maletas, ni de despedirte, ni de decirle a nadie quién te lleva hasta allí”. “De acuerdo”, le digo. Me hace un certificado falso conforme trabajo para ellos y me dice que me trague el papel al llegar a Croacia; él borrará mi nombre del ordenador. Nunca más nos hemos llamado ni visto. Y así fue.
“En Croacia había mucha gente de Sarajevo. A algunos los conocía de antes y a otros no. El caso es que la primera noche pillé una cogorza tremenda y mi mujer me dijo: ‘Si vas a seguir como siempre, mejor que no hubieses venido’. Yo qué sé, quizás tenga razón… La verdad, Mirsad, es que no tengo ni idea. En América fue aún peor. Al principio los yanquis nos cuidaron: todo lo que antes habrían tirado a la basura nos lo encasquetaban, nos invitaban a cenar, nos llevaban de aquí para allá como si fuésemos osos bailarines, nos exhibían ante familiares y amigos… He explicado esta historia un centenar de veces y estoy harto de mí mismo. Mi mujer no se cansaba de hacerse la víctima con que había pasado un invierno en Baško Polje sin botas, imagínate. Ella lloraba y yo veía a Hamić, Neka, Ðoko, Manda, el Huevón y toda la buena gente, a los vivos y a los muertos. Todo me dolía, todo me repugnaba, todo me daba miedo. En casa de mi hermana, mi hija Nevena salió corriendo hacia el balcón. No vio que la mosquitera estaba tendida y se pegó un castañazo contra ella. Yo voy y me levanto de la silla para ver… ¡si la mosquitera se había roto!
“Luego me encerré en el baño y lloré mientras me decía: ‘Por Dios, en qué me ha convertido todo esto’. Ya ves qué panorama, Mirza. Pero deja que te llame yo.
—No te preocupes, Daco,[1] tómate esta llamada como si te invitase a una ronda. Yo hoy he tenido un día perfecto. Para empezar, por la mañana he bajado a las lavadoras del sótano para hacer la colada y he encontrado dos dólares que se le habían caído a alguien. En la oficina de correos ya habían llegado los vales para la comida. He ido a la tienda del otro lado de la calle y he comprado una tontería por un dólar y diez centavos, así que me han devuelto noventa centavos en monedas. Luego he hecho como si me hubiese olvidado de algo y he comprado un helado para mi hijo Zlaja. He vuelto a coger el cambio y he ido a otra tienda a comprar cerveza. Entiendo eso que dices de que todo te da miedo. Por eso he ido a la segunda tienda, porque pienso que me siguen los pasos, que si toso demasiado fuerte en la calle me van a empurar. De camino hacia casa, en el parque, me he encontrado un paquete de Winston recién abierto. Los cigarrillos están un poco húmedos por culpa del rocío, pero se pueden fumar. Mi mujer y Zlaja se han ido de visita a casa de unos yanquis y no van a volver hasta mañana a primera hora. Tengo cigarrillos, tengo cerveza…
“No sé qué decirte, Daco. Yo tampoco sé lo que estoy haciendo. Esta guerra nos ha cambiado a todos.
“Espera, tengo a mi mujer en la puerta. ¡Dijana! Estoy charlando con Dario por teléfono. ¿Quieres hablar con él?”.
Oigo unos pasos airados y una voz que me recuerda dolorosamente a algo que ya he vivido:
—¡Que os den a Dario y a ti! ¡Ya tuve bastante de vosotros en Sarajevo!
Pip-pip-pip-piiiiip.
No me ha dado tiempo de preguntarle a Mirsad cómo está su mujer.
Adicto
El viernes fui al supermercado con mi primo a comprar hojas de parra para hacer sarme.[2] Elegimos el peor día y la peor hora: las seis de la tarde, cuando todo el mundo vuelve del trabajo y hace las compras para el fin de semana y la semana siguiente.
En la zona de cajas, las colas parecían no tener fin y, delante de nosotros, una vieja se había hecho un lío calculando. Tras llenar el carrito con más de lo que podía pagar, se enfrentaba al peliagudo dilema de si renunciar a una bolsa de chips o a un rollo de papel de váter.
—Que le den a la parra –le dije nervioso a mi primo.
En ese mismo momento, me di cuenta de que el chico que hacía cola junto a nosotros nos estaba mirando.
—¿De dónde sois?
—De Sarajevo. ¿Y tú?
—También.
Nos dio la mano y se presentó con una sonrisa.
—Me llamo Atif. Atif Abazović.
El nombre me sonaba y todo él era como si me resultase familiar: la manera en que sonreía con los ojos porque el bigote espeso le tapaba la boca, el gesto de colocarse bien las gafas sobre la nariz demasiado grande…
La sensación era compartida, porqué él también habría jurado que me tenía visto. Salimos del supermercado y lo invitamos a tomar algo en el bar de enfrente. Aceptó, aunque decía que llevaba mucho tiempo sin beber.
—Un año antes de las Olimpiadas del 84, acabé en el hospital.
Y, aunque no me hubiesen ingresado, ese año bebí tanto que, de haber llenado una piscina con todo el coñac, el anisado, el aguardiente de uva, la absenta y el orujo de hierbas que me pimplé, hubieseis tenido problemas para atravesarla a nado. En aquel tiempo, me alimentaba de salchichas que servían en un puesto junto al Instituto Número Dos. Eran minúsculas y ni comiéndome diez conseguía llenar el estómago. Fue entonces cuando decidí dejarlo.
Mi primo y yo pedimos dos coñacs Martell y Atif, un pitcher, es decir, una jarra de cerveza de casi dos litros.
Nos miramos perplejos y él nos explicó:
—La cerveza no es una bebida, sino un alimento. ¿Sabéis que tomarse una cerveza es lo mismo que beberse un trago de leche y comerse un bocado de carne?
Esa teoría también me sonaba, igual que el resto de cosas sobre las que habló: los profesores del Instituto Número Dos, la gente de la asociación deportiva FIS, los camareros del viejo bar Istria, las chicas del Café del Parque, los trileros de la avenida… Era como si Atif y yo hubiésemos llevado vidas paralelas sin llegar a conocernos. Como si nos hubiésemos cruzado por la calle o en los aseos de los bares, sentado en las mismas filas de los mismos cines, como si hubiésemos animado en los mismos partidos de fútbol, tomado los mismos tranvías…
—¿Y qué haces ahora, Atif?
Se encendió un cigarrillo (el movimiento también me resultaba familiar), le dio una calada bien honda, apuró de un trago la cerveza y, tras limpiarse el bigote con el dorso de la mano, me miró fijamente a los ojos y respondió:
—Intento curarme. Sin éxito. Llevo ya cinco años fuera de Sarajevo y, si me hubiese pasado la vida entera chutándome heroína, a estas alturas ya me habría quitado. Pero de Sarajevo no puedo, ni aunque me maten. A veces creo que ya no la llevo dentro, que me he librado de ella, pero basta cualquier nimiedad –una voz conocida al teléfono, un nombre en el periódico, un sueño por la noche– para que vuelva a agitarse en mi interior. Entonces me vuelvo loco de deseo por… por… por… ni yo mismo sabría explicarlo.
Callamos y bebimos, porque sabía (por experiencia propia) que habría sido una crueldad preguntarle: “Y entonces, ¿por qué no vuelves?”.
Nos despedimos con la promesa de seguir en contacto. “Si Dios quiere”, añadí como suelo hacer.
Anoche llamé a mi primo para preguntarle si tenía la dirección o el teléfono de Atif. Me respondió que no se acordaba de haber conocido a ningún Atif en el supermercado, ni de habernos tomado una copa con él.
Cuando le dije a mi primo si pensaba que me había vuelto loco, insistió en que quizás me había confundido y ese día estaba con otra persona, porque él había trabajado hasta tarde y luego se había quedado en casa viendo el baloncesto en televisión…
Ahora, aquí sentado, recuerdo que ese día Atif no compró nada en el súper (entonces, ¿por qué coño estaba haciendo cola?) y pienso que quizás soñé a Atif Abazović.
¿O quizás fue él quien me soñó a mí?
Notas:
[1] Apelativo cariñoso de Dario, por el que todo el mundo se refiere a Džamonja aún hoy en Sarajevo.
[2] Rollitos hechos con col u hojas de parra, rellenos de carne y arroz, tradicionales en la cocina balcánica.
Estos textos pertenecen al libro del mismo título que, con traducción de Marc Casals, ha publicado la editorial Sajalin.