Durante la campaña de 2008, cuando el péndulo político estadounidense estaba situado de tal manera que los caricaturistas se atrevieron a dibujar a Barack Obama como si fuera el jugador de béisbol Jackie Robinson corriendo a la base para anotar una carrera o como Franklin Delano Roosevelt luciendo una sonrisa triunfante, cuando el Tea Party era un reflejo de la rebelión colonial o un episodio de Lewis Carroll, Barack Obama ahuyentaba los rumores y las historias fantasiosas acerca de su biografía con un aplomado giro retórico. “Al contrario de lo que dicen las habladurías —afirmó— no nací en un pesebre, sino en Krypton, y me enviaron aquí para salvar al planeta Tierra”.
Fue un buen chiste, aunque vanidoso, y cumplía un doble propósito. Para sus admiradores más ingenuos, Obama denotaba modestia, que no es su cualidad más obvia, y al mismo tiempo se mofaba, siempre con suma delicadeza, de la considerable proporción de la población estadounidense que lo consideraba algo mucho peor que “exótico”, votantes que, fruto de una combinación de inquietud y credulidad ante las peores crónicas de los medios de comunicación de tendencia derechista, estaban seguros de que Obama no era quien decía ser, sino un radical mal disimulado, un musulmán socialista y antipatriótico, un siniestro desconocido. Esta desconfianza profunda y generalizada hacia Obama, a quien se tomaba por una persona extraña y amenazadora, no se desvaneció tras su elección, sino que empeoró y se extendió todavía más. No importaba que se hubieran verificado los episodios clave de su vida (su nacimiento, su religión, su “historia”), ni tampoco que su política tradicionalmente de centroderecha estuviese a la vista de todos. Barack Obama seguía siendo, para quienes se sentían molestos por ese cambio de poder, un motivo de temor y resistencia.
En vísperas de las elecciones legislativas de mitad del mandato, celebradas en 2010, más estadounidenses que nunca expresaron sus dudas a los encuestadores sobre los rasgos fundamentales de la vida de Obama. El Pew Research Found descubrió que una quinta parte del país creía que el presidente era musulmán y que una cuarta parte pensaba que había nacido en el extranjero. Un sondeo llevado a cabo por Democracy Corps arrojó que un 55 por ciento de los estadounidenses consideraban que Obama era socialista. Por increíble que parezca, una encuesta de Newsweek publicada en agosto de 2010 señalaba que cerca de un tercio del país consideraba “indudable” o “probable” que el presidente fuera un “simpatizante de los objetivos de los fundamentalistas islámicos que quieren imponer la ley islámica en todo el mundo”.
Fox News e internet no fueron los únicos medios que difundieron desinformación biográfica y análisis fantasiosos. Por ejemplo, el experto de derechas Dinesh D’Souza publicó un best seller titulado The Roots of Obama’s Rage [‘Las raíces de la ira de Obama’], que planteaba la tesis de que la visión que tiene el presidente acerca de los asuntos mundiales ha sido modelada por varios mentores de izquierdas y, en particular, por el anticolonialismo de su padre, de origen keniano. Newt Gingrich, quien en 1994 encabezó la “revolución” republicana contra la Administración Clinton y valoró seriamente la posibilidad de presentarse a las elecciones presidenciales de 2012, definió el texto de D’Souza como “la reflexión más profunda” que había leído “sobre Barack Obama en los últimos seis años”. En Fox News, Bill O’Reilly le preguntó a Gingrich: “¿De verdad tildaría al presidente Obama de socialista?”. “Desde luego —respondió—. Claro que lo es. En síntesis: nacionalizaron el sector de las hipotecas para la vivienda. Quieren nacionalizar el sector de los préstamos para estudiantes. Han nacionalizado dos de las tres empresas automovilísticas. Quieren crear un programa nacional de sanidad en un país donde eso supone un 18 por ciento de la economía… Quieren que la Organización de Protección del Medio Ambiente dirija la economía en función de la política energética”. Absolutamente ninguna de esas aseveraciones resultó ser cierta.
Otros títulos de la biblioteca dedicada al odio hacia Obama incluyen: The Audacity of Deceit; The Manchurian President: Barack Obama’s Ties to Communists, Socialists and Other Anti-American Extremists; Culture of Corruption: Obama and His Team of Tax Cheats, Crooks, and Cronies; The Post-American Presidency: The Obama Administration’s War on America, y Obama: The Post-modern Coup.
Sarah Palin, la portavoz más visible del movimiento del Tea Party, ha explotado con bastante asiduidad la idea del “socialismo” del presidente, pero su tema más recurrente ha sido la prepotencia de Obama, su distanciamiento de la vida y las preocupaciones de los estadounidenses de a pie, una afirmación particularmente eficaz en un momento en que están produciéndose numerosas ejecuciones hipotecarias y se registra un desempleo del 9,6 por ciento. “Nunca fingiré que sé más que el de al lado”, declaró Palin a Chris Wallace, de Fox. Palin, que abandonó el cargo de gobernadora de Alaska para amasar una fortuna como célebre empresaria errante, tachó a Obama de esnob arrogante, insensible e ignorante de la Ivy League, mientras aseguraba a sus partidarios que era como ellos, una “persona auténtica”, emocionalmente en sintonía con un país que sufre, aunque estaba protagonizando un programa de telerrealidad sobre su vida.
“No aparentaré ser una elitista —afirmó—. De hecho, voy a luchar contra los elitistas, porque pienso que, con excesiva frecuencia y desde hace demasiado tiempo, han intentado hacer creer a la gente como yo y a las personas que viven en el corazón de Estados Unidos que no entendemos nada”.
Rebatir las interpretaciones de Palin —señalar la modestia de los orígenes de Obama en comparación con el esplendor dinástico de su predecesor republicano más inmediato— era constitutivo de elitismo. Era igualmente incorrecto mencionar que las decenas de millones de estadounidenses que en adelante tendrían asistencia sanitaria no eran en modo alguno miembros de Skull and Bones o de la Comisión Trilateral, sino que eran en su mayor parte la ciudadanía pobre. Tampoco era correcto destacar que entre los detractores más vociferantes de la reforma económica, una de las principales iniciativas de Obama durante sus dos primeros años en el cargo, figuraban algunos de los líderes de Wall Street que recientemente habían sido rescatados. Stephen Schwarzman, el multimillonario consejero delegado de Blackstone Group, puso de manifiesto el mal genio apenas disimulado de algunos miembros de su enrarecida clase cuando dijo, en una reunión privada celebrada en Nueva York, que la propuesta de Obama de aplicar unos impuestos más elevados a empresas de capital riesgo como la suya era comparable a “cuando Hitler invadió Polonia en 1939”. Resulta que la propuesta fracasó. El mercado de valores alcanzó unos niveles similares a los registrados antes de la recesión, y los grandes bancos empezaron a ofrecer de nuevo primas cuantiosas. Pero, aun así, se decía que Wall Street había “dado la espalda” a Obama; algunos se sentían tan molestos por haber sido acusados de ayudar a fomentar la crisis económica que donaron generosas cantidades de dinero a los candidatos del Tea Party.
Mayoritariamente, el problema de Obama estribaba en el hecho de que buena parte de sus logros dependían de unos beneficios que todavía no se habían materializado (sanidad) y de evitar un desastre más grave. Incluso el líder más diestro habría tenido grandes dificultades para convencer a una población afligida de que debería sentirse agradecida de no estar sufriendo aún más. Y Obama no parecía tan dotado como en la campaña de 2008. En ese momento se antojaba asombrosamente endeble a la hora de exponer sus argumentos. En las elecciones de 2010 se convirtió en un lugar común afirmar que el hábil comunicador de 2008 se había convertido en una persona extraña e inexplicablemente distante y estrecha de miras cuando llegó al cargo. Ni siquiera los comentaristas partidarios de Obama eran capaces de comprender esa incapacidad para vender sus propios logros. Tardó dieciocho meses en pronunciar un discurso desde el Despacho Oval —un acontecimiento que siempre ha denotado fuerza y cercanía— y, cuando lo hizo, fue para ofrecer una alocución singularmente embrollada sobre la retirada de las tropas estadounidenses de Irak.
Para los partidarios de Obama, el argumento contrapuesto era bastante claro: si John McCain y Sarah Palin hubieran sido elegidos en 2008, el estado del país probablemente habría sido mucho peor. McCain había dado todas las muestras de que, como presidente, habría rechazado un importante paquete de estímulo económico (que casi todos los economistas con credibilidad aseguraban que evitaría una depresión a gran escala). Probablemente habría dejado que el renqueante sector automovilístico se las arreglara por su cuenta. Sin duda, no habría habido un paquete de asistencia sanitaria ni una regulación financiera. No habría retirado a las tropas de Irak, y el incremento del número de soldados en Afganistán habría sido mayor e incesante. Otros dos conservadores hubieran ingresado en las filas del Tribunal Supremo, lo cual habría puesto en peligro el derecho al aborto. La postura del Estado en cuestiones como la investigación con células madre, el calentamiento global o los derechos de los homosexuales sería mucho menos progresista.
Desde la elección de Obama, los republicanos, alegando una resistencia a un gobierno de grandes prerrogativas, se han opuesto a todos los paquetes importantes de ayuda económica, tachándolos de “rescates” y equiparándolos con el socialismo. Y, sin embargo, el impulso republicano parecía motivado por algo más que un rechazo a incrementar el déficit federal, algo que la Administración Bush había logrado con gran coherencia. El Partido Republicano nunca propuso una alternativa seria al plan de Obama para eludir un desastre económico devastador, salvo la bajada de impuestos y recortes no especificados en “gastos discrecionales”. “Somos el partido del ‘¡No, maldita sea!’”, declaró el republicano Rush Limbaugh, y esto se convirtió en una cuestión política para la cúpula del partido. El compromiso con prácticamente cualquier propuesta de la Casa Blanca se convirtió en algo odioso; las prioridades del poder se anteponían a las necesidades políticas. Mitch McConnell, el líder republicano en el Senado, dejó clara la postura de su partido: “Nuestro principal propósito es que el presidente Obama lo sea solo una vez”.
En las semanas previas a las elecciones de mitad de mandato, Obama, como muchos de sus predecesores, percibía que le aguardaba una cura de humildad. El único misterio era hasta qué punto resultaría dolorosa. Como otros presidentes antes que él, buscó orientación en los textos de las biografías de la Casa Blanca. Leyó sobre los Roosevelt y Lincoln, y consultó las conversaciones que Bill Clinton mantuvo en la Casa Blanca con el historiador Taylor Branch. “La historia jamás se repite con exactitud —declaró al New York Times dos semanas antes del día de los comicios—. Pero en las presidencias estadounidenses se advierte un patrón, al menos en las modernas. Uno llega con entusiasmo y fanfarria. Al principio, el otro partido, que ha sido derrotado, dice que quiere cooperar contigo. Empiezas a aplicar tu programa tal como prometiste durante la campaña. El otro partido contraataca con gran dureza. Ello causa una gran consternación y dramatismo en Washington. Personas que ya se muestran cínicas y escépticas con el gobierno en general, lo ven y dicen: ‘Este es el mismo caos que había antes’. La valoración del presidente cae en las encuestas. Y entonces tienes que recuperar como puedas la confianza del pueblo a medida que los programas que has puesto en marcha empiezan a dar frutos”.
A muchos votantes, la capacidad de Obama para pensar a largo plazo, una cualidad que jugó a su favor durante la campaña de 2008, ahora les parecía absolutamente exasperante, otra prueba más de su ignorancia y “elitismo”. Casi todos los presidentes modernos salen derrotados en las elecciones de mitad de mandato, en especial “comunicadores” experimentados como Ronald Reagan y Bill Clinton. Cuando por fin se contabilizaron las papeletas, los demócratas lograron conservar el Senado, pero el viraje de sesenta votos en la Cámara de Representantes supuso un duro correctivo, lo bastante dramático para que Obama lo tildara de “paliza”.
En aquel momento, el futuro inmediato parecía una batalla política interminable y un fútil espectáculo, con unos republicanos decididos a revisar la legislación de los dos años anteriores y abrir investigaciones sobre presuntas fechorías demócratas de toda índole para desviar la atención. Los mandatarios de la época de Clinton, que guardaban dolorosos recuerdos sobre las incesantes investigaciones republicanas de los años noventa que culminaron en un proceso de destitución, alentaron a sus compañeros de la Administración Obama a “contratar abogados”. ¿Quién podía creerse que el gobierno estadounidense era capaz de demostrar la coordinación política y la inteligencia colectiva necesarias para abordar problemas tan complicados como la política energética y un intento desesperado por salvar el planeta de un cambio climático catastrófico? Al menos por el momento, los políticos estadounidenses parecían hallarse en un brusco estancamiento. A la sazón, la “historia” de Obama no iba a ayudarle. La perspectiva liberal, que parecía tan amplia en 2008, se había estrechado repentinamente.
Este texto, datado en noviembre de 2010, fue escrito para completar la biografía El puente. Vida y ascenso de Barack Obama, publicado en España por la editorial Random House Mondadori con traducción de Juan Manuel Ibeas Delgado y Efrén del Valle Peñamil.
David Remnick es periodista. Director de la revista The New Yorker desde 1998 comenzó su carrera de reportero en The Washington Post en 1982. Es autor de varios libros, algunos publicados en español, como La tumba de Lenin (que le valió el premio Pulitzer) y Rey del mundo: Muhammad Ali y el nacimiento de un héroe americano