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Mientras tantoCorazón de Alemania (I)

Corazón de Alemania (I)

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Dedicado a Juan y Frauke, por todo lo que saben, que es mucho; a Lázaro y Antton, por nuestras correrías donostiarras y berlinesas; a Matei, por su generosa inteligencia.

Algunas veces me pregunto por qué sentimos magnetismo hacia un país. Se supone que depende de los libros que haya leído cada cual, de las películas que uno haya visto, de las visitas que haya efectuado y de variadas circunstancias vitales. El magnetismo es un estadio intermedio entre la familiaridad y la fascinación. Señalaré dos países muy queridos para mí: México y sobre todo Francia. Cuando fui por primera vez al país azteca en 2007, e incluso durante las estancias posteriores ­—lo recuerdo ahora— la palabra embeleso es lo primero que me viene a las mientes; embeleso por sus hermosos árboles y flora en general, por sus maravillosos animales, por su impresionante orografía, por sus civilizaciones, por sus gentes, tan risueñamente reservadas. Es difícil no quedar cautivado por este país, por mucho que arrastre problemas de inmensa magnitud. Francia es para mí todo lo contrario. Siempre ha estado acompañándome, incluso cuando no vivía en el país galo. Francia es la familiaridad encarnada, por la cercanía de mi ciudad natal, San Sebastián, a la muga —como decimos en mi tierra a la frontera­­­—, por mis tíos exiliados en Pau, por todas las veces que fui —y que voy, cuando puedo— a los Pirineos, casi siempre por el lado francés, por el aprendizaje de su lengua, desde que era pequeño, por mi larga estancia en ella, por tantas cosas, pese a la extrañeza que siguen produciéndome no pocas cosas de sus hábitos, de su mentalidad, de la sociedad y del Estado francés, en general. Sería muy largo de contar…

Alemania nunca fue para mí un país familiar ni tampoco sentí por él fascinación o embeleso alguno. Creo recordar lejanamente haber visto en la tele a Willy Brandt. Aprendí algunos aspectos de su historia en BUP. Eso es todo. Ahora bien, Alemania fue, ha sido y sigue siendo para mí la adolescencia y la juventud; no la infancia ni el estadio adulto, en propiedad. No hay otro país que esté tan estrechamente asociado a una etapa tan determinante en mi vida y —añado—en la de cualquier persona. La literatura en lengua alemana fue el primer impacto. Al mismo tiempo que yo empezaba a leer libros de Hermann Hesse, de Kafka, de Broch, de Musil, de Handke, también de Novalis, de Hölderlin, y poco a poco de los más importantes filósofos alemanes, me impliqué en el compromiso ecologista y conocí, poco tiempo después, en una reunión de nuestro grupo, a Juan, cuya compañera era, y es, alemana. En la convergencia de estas tres circunstancias, todas muy importantes, Alemania adquirió en mi vida, en poco tiempo, entre los quince y los veinte años, una presencia, casi diría subyugante, intelectual y políticamente subyugante. Después, poco a poco, se volvió magnética.

Subyugante porque su idioma, comenzado a aprender en la época universitaria, era un verdadero desafío, sembrado de dificultades, pero también de resonancias poéticas y filosóficas. Subyugante porque los Verdes, (die Grünen), fueron representando para mí la esperanza política por antonomasia: imperativo planetario, lucha pacífica contra la guerra emprendida por el hombre contra la naturaleza, nuevos modos de activismo, antimilitarismo…Allá fui, a Kassel, en 1985, al congreso de los Verdes, aprovechando que Juan iba a hacer una intervención, acompañado de Frauke, de Maya, la hija del primero, y de su amiga Renate. De los Verdes históricos no conocí personalmente a Petra Kelly, pero sí a Rudolf Bahro, disidente de la RDA, pocos años después, en una conferencia muy interesante sobre el “industrialismo” que impartió en el ayuntamiento de San Sebastián, invitado precisamente por Juan.

Por lo demás, el romanticismo e idealismo alemán, con su pléyade de filósofos y poetas, me interesó sobremanera. El libro de Alexander Gode-von Aesch, El romanticismo alemán y las ciencias naturales fue para mí, en aquel entonces, una fuente inagotable de sugerencias, autores y libros por descubrir y sobre todo la confirmación de que entre la biología, la poesía y la filosofía había muchos senderos comunes. Un trabajo que hice para Aurelio Arteta, en la Facultad, y una comunicación sobre Schelling, en un congreso de Vigo, organizado por Arturo Leyte, es el único rastro, prácticamente, de aquella pasión, todavía hoy en día nada enfriada desde entonces. Desde aquellos años, la triada “filosofía, ecología, amistad” (me había hecho amigo en la Facultad de Zorroaga, en el grupo de teatro, de Lázaro y de Antton, dos germanófilos como yo con los que fui a Berlín), estaba articulada por un común denominador: Alemania.

Pues bien, a principios de este año, durante cinco semanas, he realizado una estancia de investigación en Wuppertal. Entré en coche en Alemania, por la autopista que conecta Lieja y Colonia, al son de los conciertos de Brandeburgo, teniendo como teatro de fondo una nevada, al principio ligera, que iba a permanecer y consolidarse durante unos diez días. ¡Parecía todo tan solemne que hasta el mismo canciller me iba a recibir en su despacho! Bromas aparte, Alemania me recibía en silencio, con gélida ternura, porque es cierto que cuando nieva, la naturaleza parece callarse o bajar el tono, en una especie de recogimiento compartido. Siempre que llego a Alemania me dejo atrapar por la emoción. No puedo reprimirlo. Me siento muy bien siempre que estoy allá; al mismo tiempo, me siento como si tuviese algo pendiente, como si hubiese dejado algo en aquel país… ¿Mi vida?

Afortunadamente, desde 2010 he estado en Alemania en varias ocasiones, en cuatro, si no me equivoco, nunca para hacer turismo, sino por cuestiones universitarias. Han sido estancias cortas, como máximo de diez días. Pero esta vez era diferente. Matei, mi colega de la Universidad de Wuppertal me había invitado para llevar a cabo un proyecto. El DAAD había aprobado su financiación. Iba a hacer la primera larga estancia en el país germano desde 1991. Mucho tiempo había pasado desde entonces… Además de Marburgo, de Kassel y de Munich, las tres puntualmente, conocía sobre todo Berlín y toda las ciudades hanseáticas, la Alemania prusiana, protestante, aquella en que más se percibía la libertad. Era mi impresión. No conocía más que de paso la región del Ruhr, de Westfalia, de Baden-Wurtemberg, la Alemania occidental, el corazón del Sacro Romano Imperio Germánico, la más occidental, aquella lindante con Francia, Holanda y Bélgica, la industrial y capitalista, ese patchwork impresionante de ciudades y antiguos principados, ducados, condados, católicos y protestantes.

En Aquisgrán se puede visitar la maravillosa capilla palatina en la cual se coronó durante siglos a un emperador que tenía permanentemente que negociar con los diferentes príncipes y duques electores. Sin ellos no era elegido. En el primer piso de la capilla, frente al candelabro de la época de Barbarroja, y teniendo arriba, en la cúpula, el precioso mosaico de estilo bizantino, se encuentra, todavía hoy en día, el trono donde se sentaron treinta emperadores, tan majestuosos como limitados en su poder temporal. En las ciudades alemanas, no como en las francesas, no tienes, allá donde vayas, una fortaleza de Vauban, o un palacio ligado a Colbert o a algún secretario del rey, por ejemplo el sempiterno Luis XIV. Tampoco tienes ayuntamientos de la III República, muy parecidos entre sí, con sus típicas mansardas de pizarra, ni monumentos a los caídos…Las ciudades son histórica y arquitectónicamente hablando más variadas. A veces te topas, eso sí, como punto en común de las fisionomías urbanas alemanas, con estatuas del Kaiser, que, pese a su belicismo, su imperialismo y su no muy desarrollado sentido democrático, siguen en pie, sin que la mayoría de los alemanes quieran echarlas abajo. La unidad por encima de todo, desde 1871… ¡En Versalles fue su acto inaugural! El Estado alemán como coronación final de una nación joven siempre fragmentada, siempre en ebullición, no como en Francia, como generador y acompañante sosegado y permanente de una nación progresivamente ampliada.

Creo que es esta dualidad entre dispersión tremenda y unidad fuerte lo que caracteriza la historia de Alemania, una dispersión y diversidad urbana y regional que fue, y que es, garantía de su vitalidad cultural, pero también, en el pasado, de su debilidad política; y, por otro lado, unidad, que cuando es llevada a un extremo produce resultados catastróficos, pero que en el presente produce una unidad constitucional, federal y democrática. ¿Una unidad cada vez más armada, en el futuro?

Alemania la había recorrido casi siempre en tren, alguna vez en auto-stop, no como ahora conduciendo mi coche. Esta vez, al final de mi estancia investigadora, ya en febrero, preferí volver a casa, no por Lieja, por el norte, sino por Colmar, por el sur, descendiendo hasta Friburgo. Lo veremos en el segundo pequeño capítulo. ¡Qué contraste con Francia y, no digamos, con España! Esta espina dorsal occidental de Alemania es una sucesión casi ininterrumpida de ciudades, fábricas y poblaciones. Bosques y bosquecillos jalonan las innumerables autopistas (gratuitas) que la atraviesan en todos los sentidos. Las tierras cultivadas son más bien escasas comparadas a Francia, aunque conforme se baja al sur, desde Bonn, aproximadamente, aparecen poco a poco viñedos y campos cerealísticos. Camiones y camiones, también innumerables, la recorren de norte a sur, de sur a norte, de este a oeste y de oeste a este. Mercancías de todo tipo almacenadas en imponentes vehículos alemanes y de muy diversas nacionalidades, salvo, desde hace dos años, de Rusia…

Asfalto y bosque, urbe y naturaleza, esto es Alemania. De los bosques intrincados y espesos que vieron los primeros legionarios romanos (no pocos de ellos hispanos) que hicieron incursiones en tierras germánicas, hasta las fábricas de la otrora floreciente industria textil de Wuppertal —la familia Engels era de una de sus protagonistas— de la que quedan muchas chimeneas, más que en el Poblenou o en la margen izquierda de Bilbao, y su todavía potente industria química y farmacéutica (la Bayer fue fundada en Wuppertal y sigue en pie), podemos contemplar, como en una visión estereoscópica, bifocal, todo el impresionante relieve de su historia. Los hayedos y robledales, no como los del Aitzgorri o los del Pirineo, son allá impresionantes, frondosos. Los árboles son más altos, tienen copas exuberantes, acogedoras, misteriosas a veces. Por su parte, la industria es omnipresente allá donde uno vaya. Febrilidad fabril: se palpa, se produce, se vende, se transporta. Incluso el pueblo de Marbach, donde pensé que sería más bucólico, tiene en frente, al otro lado del meandro impresionante que dibuja el Neckar, una fábrica de notables dimensiones. La industria ni está desperdigada, como en Francia, ni concentrada en unos pocos polos, como en España. Alemania es industria.

El corazón de Alemania es ardiente, productivo y creativo. Sondeemos su latido.

Del asfalto, de lo fabril salió lo mejor y lo peor: el carácter inventivo de su industria, pero también la explotación de la clase obrera. Del bosque salió también lo peor y lo mejor: la búsqueda de lo “ario”, la pregunta por el Ser, que si bien partía de una audaz, genial y radical planteamiento filosófico (el de Heidegger), conducía a lo sedentario, a lo castizo a la exaltación neurótica de lo alemán, en detrimento de las demás naciones. De lo mejor del “bosque”, del arte, de la poesía, quisiera hablar en el próximo capitulo. Quisiera caminar en pos del corazón de Alemania, que es también el de Europa, y no perder de vista el mío, pues las emociones no fueron pocas. No sé a dónde me llevará. Hasta entonces.

Le Mans, a 23 de marzo de 2024.

 

 

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