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Mientras tantoEl feminismo como síntoma

El feminismo como síntoma


P. es una ingeniera serbia, originaria de una pequeña ciudad al norte del país; como tantos jóvenes formados de la antigua Yugoslavia, ha emigrado a la Unión Europea y hoy trabaja en las oficinas eslovacas de una multinacional alemana. Hace un par de meses, me recomendó encarecidamente la película Poor things (2023), la (después) oscarizada adaptación cinematográfica de la novela de Alasdair Gray. Seguí obedientemente su recomendación, y hoy la extiendo a los lectores, si aún no han ido a verla: Poor things es un curioso y entretenido cuento irreverente sobre la emancipación (femenina), que narra el viaje iniciático de Bella Baxter, interpretada por Emma Stone. Bella es una heroína extravagante que sale de una especie de laboratorio de Frankenstein, tiene bastante de Alicia en el País de las Maravillas, y algo de una Amélie con pocos miramientos. En sus peripecias se entrecruzan los imaginarios estéticos, oníricos y victorianos de Mary Poppins y del universo de Lewis Carroll, en la versión cinematográfica de Tim Burton. P. había apreciado la estética y el entretenimiento, pero también el mensaje liberador, emancipador y feminista de la historia, optimista en su humanismo y su racionalismo: una mujer vulnerable que madura y se abre camino más allá de las sucesivas ‘jaulas’ en las que intentan confinarla con mejores o peores intenciones, sin rencores y sin dejar de aprovechar todo lo que cada una de las etapas tenga que enseñarle.

Unos días más tarde, P. me enviaba un hilo en Twitter sobre la película escrito por una feminista española, ‘combativamente’ titulado “Por qué Pobres criaturas no es una película feminista”, que contiene exactamente lo que uno puede imaginarse que contiene sin necesidad de leerlo. Lo interesante es la sobria y lapidaria expresión de fastidio con el que P. despachaba el hilo: “Sometimes Western feminists should have a break” (“Las feministas occidentales deberían descansar de vez en cuando”). O en otras palabras, igual hay cosas más interesantes —y más urgentes— que hacer desde el feminismo (occidental) que repartir excomuniones sobre películas y regañar a las mujeres que puedan haber apreciado su mensaje emancipador.

La anécdota es reveladora de un cierto air du temps. La politóloga francesa Véra Nikolski, de origen ruso, normalienne y doctora de la Universidad de París (Panthéon-Sorbonne), viene a sostener algo parecido en su libro Feminicène (“Feminiceno”), publicado en Francia en 2023 (editorial Fayard), y aún no editado en España. El ensayo, cuyo subtítulo promete abordar “las verdaderas razones de la emancipación femenina, los verdaderos riesgos que la amenazan”, parte de una premisa menos espectacular pero (hoy) polémica, intelectualmente honesta y rigurosamente argumentada: los indudables progresos en materia de igualdad entre hombres y mujeres se deben menos al activismo feminista (que Nikolski reconoce y celebra) que a los avances científico-tecnológicos que ha experimentado Occidente (y después el resto del mundo) en los últimos dos siglos, y en particular a la sobreabundancia energética que resulta de ellos. El propio desarrollo del feminismo y sus luchas, y su rápida propagación en las sociedades más avanzadas, pueden leerse como un subproducto (necesario y útil) de esos progresos. Las derivadas de estos avances (sanitarias, económicas, energéticas, antropológicas) son enormemente relevantes —sostiene— y engendran en Occidente un mundo confortable, pero también extraordinariamente frágil, que podría derrumbarse fácilmente como consecuencia de algunas de las crisis (geopolítica, democrática, climática, energética) que ya estamos atravesando. De hacerlo, el derrumbe podría dejar sepultadas —advierte Nikolski— las condiciones materiales en las que reposan buena parte de las conquistas en materia de igualdad de género que hoy en Occidente se dan —damos— por supuestas; pero que en buena parte de Europa oriental (en la Yugoslavia de P., en el bloque soviético, en la Rusia natal de Nikolski) colapsaron efectivamente en los años noventa. 

Tras la constatación, ampliamente documentada, viene la crítica: el “feminismo occidental” mainstream no presta atención, a su juicio, ni a esas condiciones materiales, ni al impacto que su ausencia podría tener en las vidas de las mujeres. Está ocupado explicándonos por qué Poor things no es feminista (esto lo digo yo, no ella). Nikolski lo expresa con más elegancia: este feminismo europeo-occidental, de base académica, activista y universitaria (o las tres cosas a la vez), está hoy centrado en causas ‘idealistas’ —culturales, normativas, lingüísticas y discursivas; en una palabra, supraestructurales—, cada vez más distantes de las infraestructuras sobre las que discurre la vida cotidiana, y de las fallas en las que éstas se apoyan. Pero la batalla del lenguaje inclusivo y la cruzada contra un “patriarcado” tan omnipresente como abstracto podrían resultar de muy escasa importancia práctica para las mujeres si la píldora contraceptiva —por ejemplo— se vuelve difícil o cara de producir, distribuir o administrar eficazmente, viene a decir Nikolski. O si, en un contexto marcado por la escasez de recursos y la exacerbación de conflictos por acceder a ellos, el aumento de la violencia o de la importancia de la fuerza física vuelve relevantes diferencias biológicas entre géneros que la civilización tecno-industrial ha prácticamente neutralizado. La autora de Feminicène no receta, como hace P., descanso a las “feministas occidentales” a las que se dirige; pero sí les llama, en nombre justamente del feminismo, a descender de las nubes, abandonar o moderar el bizantinismo, la metafísica y las excomuniones, y ocuparse en mayor medida de los tensiones estructurales que amenazan (y amenazarán más radicalmente en un futuro próximo, a medida que las crisis se agraven) la igualdad entre hombres y mujeres ya conseguida en las sociedades occidentales — y la limitan severamente en las demás.

A decir verdad, las patologías señaladas —el ensimismamiento en la lectura ‘idealista’ o supraestructural de los fenómenos sociales, y el alejamiento de los problemas del día a día de la inmensa mayoría de la población— no son exclusivas del feminismo dominante. Buena parte de la vida cívica y política en las sociedades habituadas a la abundancia discurre por plácidos cauces ‘idealistas’ de ese tipo. Unos cauces que se vuelven rápidamente impracticables en cuanto sube la marea, por ejemplo en forma de pandemia, de conflicto bélico o de choque energético. El feminismo autorreferencial que irrita a P. y a Nikolski es, en ese sentido, una vitrina vistosa de una tendencia más transversal. Con su enorme exposición pública y su anclaje institucional y mediático, ese feminismo constituye una de las mayores víctimas—o una de las puntas de lanza, según se mire— de la captura de la conversación pública contemporánea en las sociedades europeas-occidentales, por una sucesión de (mal) llamadas “guerras culturales” sucesivamente divisivas, que de culturales no tienen estrictamente nada. Más bien parecen formas de mantener viva (o encauzada) una polarización social esterilizante e inútil, porque se organiza en torno a simplificaciones y debates falsos, maniqueos o puramente hermenéuticos; pero rentable y muy entretenida, que se dirige sobre todo a las clases medias y acomodadas de la sociedad —de ahí su escaso interés por las cuestiones estrictamente materiales—. Una polarización más propia del deporte de masas —con sus hinchas, sus entusiasmos enfervorecidos y sus no menos entusiastas linchamientos— que de la plaza pública, con escaso impacto práctico (positivo) en el resto de la sociedad, y nulo interés propiamente político o deliberativo. Esta mutación mediática engendra un espacio líquido de contornos confusos, en el que se cruzan figuras polivalentes, procedentes del mundo mediático, tanto tradicional (radio, televisión, prensa escrita) como digital (redes sociales y nuevos medios de comunicación), del político-activista (es más rápido hacer carrera en los medios y las redes que en las pesadas estructuras burocráticas de los partidos), y de buena parte del universitario-académico.

Este espacio se construye sobre dos malentendidos. Se llama política a lo que es entretenimiento, y se llama ideología a lo que es una simple forma (codificada, pero vacía) de expresión pública: significante desprovisto de significado. Su despliegue supone, pese a las apariencias, una despolitización radical de la conversación pública, en la que apenas hay debate —y por tanto, no hay aportación democrática— porque no hay margen para el análisis ni profundización, sino una mera sucesión de comentarios y reacciones superficiales, frecuentemente sobre comentarios y reacciones previas: reflejos de reflejos. No hay apenas contraste de argumentos ni circulación de ideas, sino —como mucho— un torrente prolijo en flames, excomuniones, autos de fe (¡tan españoles!) y zascas. La política en sentido propio se achica ante la producción industrial de emotividad a base de ruido y espectáculo mediático, con la que todo el mundo aparentemente gana: los operadores ganan en términos de clickbait, “generación de contenidos” y captura de la “atención” de la audiencia; los actores, que no necesitan cualificaciones específicas para intervenir, ganan en términos de “visibilidad”, contactos y facilidad para circular entre la academia, el activismo, la “influencia” mediática, el infotainment y la política profesional; las fuerzas políticas, militantes e ideológicas, que se concentran en identificar la “ventana de oportunidad” para su “viralización”; y el público, que se ve ofrecer un torrente gratuito e ininterrumpido de novedades que se suceden y se alimentan a sí mismas, alrededor de las cuales se genera una ilusión de participación instantánea, fácil y sumamente barata en sus costes (tanto los de producir una opinión estructurada, que suele ser binaria, a favor o en contra; como las implicaciones de expresarla, que suelen ser escasas) — pero de una relevancia, eso sí, proporcional a los costes.

Como todo el mundo gana (o parece ganar) con el ruido mediático, éste tiende a expandirse; a medida que aumenta el ruido y progresa la despolitización, hay voces, causas y problemas (no reducibles a una “guerra cultural” al uso) que se vuelven inaudibles, es decir intratables a la luz pública. No sólo pierden los damnificados directos: se resienten la democracia y sus combates. La democracia sólo es el sistema “menos malo” para la toma de decisiones colectivas y el control del poder político, si una y otro se integran en una deliberación pública inclusiva que permita, justamente, detectar y priorizar las tensiones emergentes y los conflictos que engendran, entender las alternativas, afinar las razones y los intereses, converger hacia soluciones colectivas (provisionales, pero practicables), y vigilar su aplicación por parte de los poderes públicos. El ruido y la emoción mediática inducida se propagan —consumiéndolos, corroyéndolos— en las causas y los debates socialmente más transversales y sensibles —el feminismo es un ejemplo, pero hay otros asuntos en España cuya discusión degenera invariablemente en gesticulación y maniqueísmo estéril: la migración, la redistribución, la educación, la crisis climática, la energética—, y pueden acabar volviendo inútil toda discusión, toda tentativa de síntesis colectiva. Pero sin esa deliberación pública, la toma de decisiones se produce fuera de los focos, y las tentativas de control democrático sobre el poder se vuelven caricaturas, piezas de un espectáculo que corre el riesgo de acabar interesando tan sólo a los que intervienen directamente en (por no decir ‘que viven de’) sus engranajes. “Democracy dies in darkness”, reza el lema de una famosa cabecera norteamericana; el ruido inducido por nuestro sistema mediático puede resultar un peligroso sucedáneo de oscuridad democrática.

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