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La pasajera se desliza sobre el filo de una navaja en el mar de la conciencia


No dejo de volver a La zona de interés, porque ese fuera de campo moral en el que estamos instalados para vivir (porque hemos acabado por habituarnos a esta esquizofrenia como la normalidad, y en esa normalidad nos envilecemos sin querer) asoma por todas partes. La película de Jonathan Glazer no es más que una lupa de entomólogo aplicada a un caso extremo, como el de la Reina de Auschwitz, Edwig, la mujer del comandante del campo, Rudolf Höss, que cuando en vista de la eficacia como exterminador de su marido le enviaron a la central de campos (a la sede de la multinacional de la muerte) ella le dijo que prefería quedarse en su chalet paredaño con las cámaras de gas, porque era muy feliz allí con sus hijos, pese al humo incesante de las chimeneas que asomaban como un paquebote de ladrillo al otro lado del muro que ella iba a cubrir con madreselva, enredaderas, flores, su piscina, sus criadas polacas no judías, y los regalitos que venían de los despojos de los despojados…

En La pasajera, que termina su singladura en las noches estremecedoras que se celebran en la gruta del Teatro Real de Madrid, vuelvo a ver plasmada esa doble realidad, ese paquebote blanco que surca el Atlántico alejándose del horror de una Europa devastada física y moralmente por la Segunda Guerra Mundial, pero sobre sus rutilantes cubiertas, la orquestina que toca al pie de la gran chimenea también blanca, las amuras sobre las que se asoman los pasajeros de blanco estival, puro, del que disfruta del dolce far niente, están las calderas, la sala de máquinas, el mecanismo de la explotación. Pero no se trata de los condenados a alimentar con carbón el hambre insaciable de nudos que empujen el registro bruto del navío y todo lo que contiene, sino un fragmento de Auschwitz, como si fuera el puente de tercera, el puente de los condenados. Basta una escalerilla para conectar el paraíso del trasatlántico con el espanto: de hecho, dos vías mueren al pie del foso donde los músicos se entregan a la portentosa partitura de Mieczyslaw Weinberg (Varsovia, 1919-Moscú, 1996: compositor soviético, de origen judeopolaco, que perdió a la mayor parte de su familia en el Holocausto). Las vías que confluyen en ese kilómetro cero real y simbólico de las vías férreas europeas. La eficacia nazi convirtió ese lugar en el horno crematorio de la razón. Y ahí tenemos esos dos mundos, simultáneamente conviviendo: la muerte industrial, y la técnica al servicio de la navegación y el placer. La destrucción de toda una comunidad (de los judíos, pero también de los gitanos, de los homosexuales, de los disidentes, de los infraseres, de los que no encajaban en la fantasmagoría del superhombre, esa raza que iba a dominar el mundo en un imperio de mil años…).

Estrenada en una versión semiescenificada en el Auditorio Internacional de Moscú el 25 de diciembre de 2006 y ya en versión plenamente operística, teatral, en el festival de Bregenz el 21 de julio de 2010, esta nueva producción que ve la luz por primera vez en el Real está coproducida por el propio Bregenz Festival, el Teatr Wielki de Varsovia y la English National Opera. El libreto de Alexander Medvedev está basado en la novela homónima de la periodista, novelista y autora polaca Zofia Posmysz (Cracovia, 1923-Oswiecim, 2022), luchadora de la resistencia en la Segunda Guerra Mundial y superviviente de los campos de concentración de Auschwitz y Ravensbrück. Esta ópera hubiera conmovido profundamente a Gerard Mortier, a quien está dedicada esta función en el décimo aniversario de su muerte.

Se preguntan en este escenario que devuelve al teatro toda la capacidad de estremecer, de persuadir, con una trama que desata la inquietud cuando una antigua oficial de prisiones de las SS recién casada con un diplomático alemán que ignora su siniestro pasado reconoce entre el pasaje a una mujer que no debería estar en este mundo, una judía que conoció en el campo y que estaba segura había acabado convertida en humo. “¿Pensará la gente en nosotros en el futuro?”, se preguntan quienes saben que van a morir. “Soy judía. Tengo que morir”. Y yo me pregunto, en silencio: “Soy palestina. ¿Tengo que morir?”.

Son voces en al menos seis idiomas las que se escuchan en esta ópera que sobrecoge por la belleza y el horror que es capaz de instilar, y que la directora, la lituana Mirga Grazinytè-Tyla, nacida hace 37 años, aunque parece una niña (tiene tres hijos), dirige con mano maestra y extrae de la Orquesta y coro del Teatro Real matices de fuerza y hondura insospechados, en una simbiosis que tiene que ver con una visión del papel de la música no tanto a la hora de contar el mundo como de plasmarlo, de hacernos pensar en él, de implicarnos en su realidad, tanto por lo que hacemos como por lo que dejamos de hacer. Ella se sabe de memoria la partitura, ha estudiado a fondo todo lo que este compositor quiso extraer de una novela ahora destilada en ópera de uno de los peores momentos de la historia, pero que no ha sido único. Jürgen Zimmerer, profesor de historia en la Universidad de Hamburgo y director de un instituto que se dedica a estudiar el colonialismo alemán y su legado, cree que el holocausto no es una excepción, un hecho insólito en la historia de su país, y recuerda un genocidio previo al nazi: al menos cien mil hereros y nama fueron exterminados en lo que es hoy Namibia por el ejército alemán entre 1904 y 1908. Se considera el primer genocidio del siglo XX, anterior al de los armenios a manos turcas.

El coro, dirigido por José Luis Basso, ha ido adquiriendo la pátina de algunas pinturas y algunas casas donde la memoria está a flor de piel bajo el estuco, las huellas de cuadros en los lienzos, voces que son memoria del que al cantar no sólo evoca a sus antepasados, sino todos los timbres que cada cantante ha ido siendo a medida que las hormonas y las experiencias dejado su impronta, esos cambios de la voz que son paulatinos e irreversibles, y que cuentan más por cómo lo cantan que por lo que cantan. Es como si el coro cultivara una memoria armónica colectiva, hecha de afinaciones constantes, de escuchar atentamente al otro y a uno mismo, a las voces y los ecos que se van depositando en la orografía cerebral, en las cotas del oído, nuez de cartílago recubierto, membrana, memoria que el que canta pone en movimiento con la técnica, pero también con algo que escapa a su control consciente. Al igual que el escritor, que pone en incandescencia el magma de la memoria sin saber muy bien qué fuentes dormidas o que brisas o huracanes va a desencadenar cuando deja que la escritura fluya, sea mediante lápiz, pluma u ordenador. Los que cantan miman una partitura como la de Miecyslaw Weinberg, pero tersamente entretejida con las palabras que Alexander Medvedev ha rescatado e intervenido de la novela de Zofia Posmysz, que a su vez ha transcrito no solo su propia experiencia del tiempo del campo de concentración, sino los hilos de sangre, plata y cobre con los que ha cosido los desgarros entre lo vivido y lo imaginado, entre lo sufrido y lo soñado, entre lo experimentado y lo destilado. El coro canta en segundo plano hasta que los vagones sobre los que cantan se mueven animados por un mecanismo oculto: como si sitiaran la fortaleza del horror del campo y la cámara acorazada del paquebote que surca el mar para hacerle creer a sus pasajeros que están a salvo del tiempo y de la muerte. El vagón se traslada como en volandas de un imaginario transportador de ángulos, un segmento de vías vivas: traslación que el arte logra a aquel espacio y aquel tiempo en que los trenes fueron envilecidos por tanta carga humana destinada al matadero. Cuando escucha en silencio lo que los personajes dicen en los sombríos sótanos del campo de exterminio me da la sensación de que el coro es un cónclave de Rudolf Höss y sus secuaces planificando un exterminio más limpio y eficaz. Jerarcas que aplican sin rechistar ni dudar la solución final que urdió Hitler, pero para la que contó con infinidad (¿cuántos miles, cuántas decenas, centenares de miles?) de cómplices por convicción u omisión. Aquellos verdugos voluntarios del Führer que retrató Daniel Jonah Goldhagen, sombras sentadas en el techo de un tren en vía muerta, esperando el momento en que el director de escena, el director musical, el autor, el destino pongan de nuevo en marcha la maquinaria. Pero también podrían ser testigos mudos, acaso un grupo de prisioneros, en este caso solo hombres, que escuchan como desde la zona reservada de la sinagoga solo para ellos, o esgrimen un libro rojo que no sé si es el libro de los muertos, una Torá particular, la contabilidad de los cadáveres o la de su propia impotencia, que se atrevió a señalar Hannah Arendt y que tanta controversia suscitó entre los supervivientes cuando viajó a Jerusalén para narrar el juicio a Eichmann para el New Yorker y acuñó un término tan manoseado como la “banalidad del mal”, y que sin embargo sigue siendo pavorosamente útil para describir algunos de nuestros más mezquinos y cobardes comportamientos. La orquesta y el coro, aliados como nunca, encienden capas y capas de memoria, ponen en marcha esta pasajera que nos convoca al teatro para ver con ojos desembotados, con ojos que necesitamos frotar con los puños cerrados porque tenemos los dedos manchados de tinta, pero también con todos los sentidos acogotados por el imperialismo de la mirada.

He dejado que se enfriara la emoción para escribir acerca de esta ópera que no dejará de resonar en mi cabeza y que quiero que me acompañe como esos libros que para quienes los amamos, para quienes no sabemos ir por la vida sin ellos, son como una capa tejida con plumones, como un abrigo de perlé, como un abrazo que no nos salva, pero nos salva. El coro habla por nosotros. La orquesta habla por nosotros. Los personajes hablan por nosotros. Reviso mis notas, a menudo ilegibles, escritas sin ver sobre un cuaderno negro de bolsillo, que ahora voy a dejar aquí como si fueran líneas de un poema escrito al hilo de la representación, de la que no quiero perderme nada, como si me fuera la vida en ello:

Dios todopoderoso haz que castiguen a quienes torturan a nuestros hijos

Dios asesinado en Auschwitz

Dios asesinado en Gaza

Los topes de las vías me recuerdan a la estación término de mi Vigo natal, topes que mueren al pie del foso, y que también, paradójicamente, pueden servir de reclinatorio para que se arrodillen quienes piden compasión a un Dios tan silencioso que no somos capaces de entender y que constantemente pone a prueba a los que quieren seguir creyendo a pesar de todo. ¿En qué? ¿En quién? ¿Cómo? ¿Para qué?

Trenes, vagones, carromatos, barracones, torres de vigilancia, reflectores

El telón parece una pintura negra de Goya

Decir o mostrar, mostrar o no, lo que hizo Jonathan Glazer en La zona de interés. Como le confesó a Gregorio Belinchón en El País: “Todas nuestras decisiones [a la hora de hacer la película] buscaban reflejarnos y confrontarnos en el presente. No para decir ‘mira lo que hicieron entonces’, sino ‘mira lo que hacemos ahora’. Nuestra película muestra adónde nos lleva la deshumanización”. Y añade Belinchón: “Así comenzaba el discurso de Jonathan Glazer (Londres, 58 años), con el Oscar a la mejor película internacional de la mano de La zona de interés, el filme que llevó el drama de Auschwitz hasta la última edición de los Oscar: ‘Ahora comparecemos aquí como hombres que se niegan a que su judaísmo y el Holocausto se ven secuestrados por una ocupación que ha llevado al conflicto a tantas personas inocentes, ya sean víctimas del 7 de octubre en Israel o del ataque que se está llevando a cabo en Gaza’. Uno de los grandes realizadores de los vídeos musicales de los noventa, el director de cuatro filmes considerados de culto, el artista que ha sido capaz de transmitir en las salas de cine el horror de los campos de exterminio nazi sin que se vea ni una imagen de las víctimas, salió el domingo de la gala de los Oscar reforzado como un creador con voz propia, sin miedo ni autocensuras. Glazer la rodó primero con los actores encarnando esa vida común de los Höss, y posteriormente, para que no afectara a los intérpretes, le añadió los ruidos y los gemidos de desesperación que provocaba la maquinaria de los campos de exterminio nazi. En septiembre, Glazer dijo a El País: ‘No quería hacer una pieza para museos, hecha con una distancia gratificante para la audiencia. Porque así te olvidas de la increíble capacidad del ser humano para cometer crímenes aberrantes, de manera pasiva o activa. Es tan fácil ir hacia eso…’. El domingo su intervención fue, sencillamente, coherente con sus palabras”.

La orquesta del campo que toca antes de que sus intérpretes se conviertan en humo

Una marcha militar degenerada

Y un violín que relata una historia de amor y que Stephen Waarts, que acabará encarnando, de espaldas, al personaje de Tadeusz, que tocará para sus carceleros y para sus compañeros de infortunio. Alumno de Itzhak Perlman y de Mihaela Martin en la Academia Kronberg, toca un Jean-Baptiste Vuillaume de 1868. Es un violín que duele como la voz cuando es capaz de llevar la emoción a un lugar insospechado, y que nos pone en la senda de un oboe, de un clarinete, mientras los presos abren un ventanuco en la noche que sirvió para aquel momento atroz y que sirve también para este momento: “Kiev ha sido liberada”.

 

Se mezclan el puente asoleado con ella, la carcelera, vestida de viaje y vacaciones y ella misma de uniforme en el campo; la chimenea olímpica y nupcial, blanca, aventurera, soñadora, del trasatlántico, y la chimenea negra, sombría, agorera, fúnebre de Auschwitz… De esos humos mezclados venimos. También de ese coro de presas que le canta a la pasajera un estremecedor feliz cumpleaños que nos conmueve hasta las lágrimas que sin embargo no derramamos. Hemos de hacer justicia al menos a los intérpretes que sirven esta obra como en una mesa sin pulir, sin desbastar, una mesa a la que sentarnos a compartir el pan ácimo y el agua que Jesús convirtió en vino en las boda de Caná porque su madre se lo pidió, aunque todavía no había llegado su hora. Marta, la prisionera, la pasajera, la superviviente contra toda esperanza, que encarna Amanda Majeski con gravedad, sin estridencia ni patetismo; y junto a ella Lisa, la recién casada, que quiere dejar a popa su pasado, en la estela de una vida que no quiere recordar, y que el encuentro insoportable con un espectro que se parece demasiado a Marta, y que ella, como miembro de las SS en Auschwitz, pensaba que había sido borrada de la faz de la tierra, se ve obligada a confesarle a su marido quién era en realidad, qué hizo, pero no todo, nunca todo, y él acaba siendo también cómplice de eso que está en el subsuelo de nuestro mundo, que quiere descartar para vivir como si no tuvieran la menor culpa y que interpreta Daveda Karanas. Gyula Orendt será el violista Tadeusz, el amor de Marta, con quien se encuentra en el campo, y que no correrá la misma suerte que ella, será humo como su música. Y ese coro del cumpleaños de Marta que las presas, sus hermanas de Marta, le cantan para paliar lo irremediable. Ninguna sobrevivió: Anna Gorbachyova-Ogilvie como Katja, Lidia Vinyes-Curtis como Krzystyna, Marta Fontanals-Simmons como Vlasta, Nadezhda Karyazina como Hannah, Olvia Doray como Yvette, Helen Field como Alte, y Liuba Sokolova como Bronka. Son prodigiosas solas, pero cuando se aúnan multiplican el fervor, el estado de gracia de la orquesta gracias a Grazinyté-Tyla y a su entrega total a Weinberg. Como escribió Dimitri Shostakóvich, que padeció en carne propia el terror de la Unión Soviética bajo el yugo implacable de Stalin, “para que no se desvanezca el eco de las voces de las víctimas”, de una de las mayores, si no la mayor, atrocidad de la historia de la humanidad, dijo de La pasajera (como recuerda Joan Matabosch en el programa de mano) que estaba compuesta “con la sangre del corazón. La música de Weinberg agita el alma en términos dramáticos, porque […] todo lo que cuenta es verdad y está expresado con pasión”.

Que venga la muerte a sentarse a mi lado en silencio como un pájaro escondido entre las ramas

Que el faro de mi vida se desvanezca como una canción

Y que mi canto llegue a lo más hondo del corazón y se eleve a los cielos

Yo vivo

Tú vives

Él vive

En medio de la guerra, un ruiseñor

En medio del horror, una cebolla

En medio de la muerte, el amor

¿Qué será de nosotros cuando acabe la guerra?

¿En Gaza? ¿En Ucrania? ¿En Sudán?

Le preguntan a Katja cómo es la vida en Rusia, y le piden que cante una canción popular de su país. Su abuela se la cantaba. Y cuando esta soprano ruso-británica, Anna Gorbachyova-Ogilvie, la interprete a capella, en el Teatro Real se hará un silencio como de capilla en la un milagro puede suceder: ni el fulgor del sol pudo calentar su corazón, y nada creció en su soledad, ni bayas ni grosellas negras… Los olvidados son recordados en esta balada, en esta canción de cuna, en esta oración por todos los que no tuvieron justicia en la tierra ni ¿nunca? la tendrán… Escuchamos con el corazón en un puño, intentado que ese instante se perpetúe para siempre en la memoria.

De repente es como si la leche negra del alma de Paul Celan entrara sigilosamente en escena, su propia silueta recordando el camino del Sena, a cuya corriente se arrojará como una forma de expiación por no haber podido salvar a sus padres:

“Leche negra del alba la bebemos de tarde
la bebemos de ocaso y de mañana la bebemos de
noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba entre los aires allí se yace cómodo
Vive un hombre en la casa que juega con serpientes
él escribe
escribe cuando cae la noche en Alemania tu cabello
dorado Margarete
lo escribe y luego sale de la casa y brillan las estrellas
le silba a su jauría
le silba a sus judíos pide que caven una tumba
en tierra
nos ordena tocar hasta bailar…”

Si todas las voces callaran nos extinguiríamos

La voz humana

“Juro que nunca

nunca

os olvidaré”.

 

Fotos de La pasajera, Javier del Real.

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