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Sociedad del espectáculoLetrasCarta prologal. Sobre Ribeyro, nuestro contemporáneo

Carta prologal. Sobre Ribeyro, nuestro contemporáneo

Se publican por primera vez en España los Dichos de Luder, de Julio Ramón Ribeyro. Es uno de los mejores libros de uno de los autores más inteligentes de las letras hispánicas del siglo XX. Sus páginas recogen cien breves reflexiones de Luder, un escritor casi desconocido que vive en un pequeño apartamento del Barrio Latino de París donde conversa ocasionalmente con algunos amigos íntimos sobre las cosas de la vida y de la escritura. Es el mismo Ribeyro quien registra las ocurrencias de su alter ego cuando, sin previo aviso, Luder regresa al Perú y desaparece.

En este año 2024 se cumplen treinta años de la muerte del escritor. Ribeyro tuvo un reconocimiento discreto durante buena parte de su vida, entre otros motivos porque él escribía cuentos en un momento de hegemonía de la novela. Los autores del boom de los años sesenta y setenta del siglo pasado eran solicitados, y admirados, en tanto que novelistas y Ribeyro era, más que nada, un cuentista. Así lo explica él mismo en una entrevista y se define como un corredor de cien metros lisos, incapaz de grandes proyectos.

Fue, sin embargo, su maestría en el cuento y la fidelidad a este género breve que tanto coincidía con su sensibilidad artística lo que estrictamente le hizo entrar en la Historia de la literatura. Fue el Ribeyro cuentista, el autor de La palabra del mudo, el que trascendió primero. Se atendió algo más tarde al escritor de los diarios (La tentación del fracaso) y al de las Prosas apátridas (cercanas a estos Dichos), y todavía no suficientemente al de las cartas, al de teatro y al de los ensayos críticos de La caza sutil, un maravilloso “paseo desaprensivo por autores y obras” que, como ya escribí, creo que irá ganando peso y que terminará por ocupar un merecido lugar central.

El reconocimiento de Ribeyro nunca se ha producido en extensión, sino en intensidad. No todo el mundo le ha leído, pero provoca una fiel adhesión en quienes lo hacen. Sus relatos están poblados por personajes incapaces de aclimatarse del todo a la realidad: siempre palpita en ellos algún grado de soledad.

Los cuentos dan “voz a los sin voz” y detectan con sorprendente exactitud las motivaciones y las limitaciones humanas: un abogado no desahucia a una mujer bonita, una mujer resuelve matar a su marido, un profesor de música admirado en la niñez resulta ser un personaje grotesco, un cobrador tiene la oportunidad de probar su inteligencia y dar una clase de historia, pero no lo consigue y toma conciencia de su enorme frustración; un aristócrata comprueba que los burgueses advenedizos han ocupado su mesa habitual en el hotel Bolívar. Al final de los cuentos, muchos de los personajes comprenden algo que antes desconocían: puede ser que descubran algo nuevo en sí mismos o en aquello que les rodea, que tomen una decisión o que acepten resignadamente su destino. El punto y final próximo impide que esta toma de conciencia última tenga una influencia en su entorno: sucede y el cuento se acaba, y el escéptico Ribeyro no ofrece rigurosas ni grandilocuentes conclusiones.

Ribeyro, poco propenso a la exposición pública, escribió un luminoso texto sobre sí mismo, que explica mucho de su carácter y cuya lectura recomiendo. En “Para un autorretrato a la manera del siglo XVII» se presenta como un escritor tímido pero “expansivo con los íntimos”, falto de confianza en el futuro, portador de “una cultura general irregular y perezosa, que soportaba sin gran fastidio grandes lagunas”. Hay una idea en este texto que me ha parecido siempre una clave de interpretación de su obra. Dice así: “Era de una bondad particular, no la bondad de las limosnas ni de las cartas lacrimosas a la madre, sino de un interés acusado por el prójimo y un deseo de comprenderlo, que consideraba como la forma más humana de ayudarlo”. Tanto sus cuentos como su obra de no ficción podrían definirse como un simple deseo de comprensión. Es una literatura que suma lo intelectual a lo narrativo.

No es lo mismo un gran narrador que un escritor inteligente, y el Ribeyro que con esta nueva publicación va resistiendo al tiempo y apuntalando su carácter de clásico de las letras, es el Ribeyro pensador. Los Dichos de Luder, que se encuentran entre la ficción y un comprobado ajuste con la biografía y con las preocupaciones del mismo Ribeyro, son obra de una inteligencia sintética, irónica y sugerente.

Luder es un personaje cautivador por su libre afirmación de sí mismo: permanece inexpugnable ante la sorpresa o el reproche que causa en sus amigos e independiente de las costumbres sociales y literarias aceptadas. Quizá en esa originalidad inquebrantable reside su atractivo. Él únicamente sale de casa si considera que hay algún grado de imprevisibilidad y que no está todo organizado, confiesa que empieza a sobrarle un poco de pasado, que nos acostumbramos a nuestros infiernos personales y terminamos por depender de ellos, que la desgracia ajena nos arrulla, que “sólo son libres los solitarios”, que no sólo no le preocupa haber alcanzado una “minúscula notoriedad”, sino que le gustaría “escribir treinta años más para llegar a ser completamente desconocido”.

Ribeyro es, a través de Luder, un libre réfléchisseur, como su bien leído Michel de Montaigne, de quien se encuentran rastros y sintonías también en este libro. La palabra no tiene una traducción directa al español para nombrar a quien reflexiona y refleja lo que ve. Pero esto es lo que Ribeyro es, un réfléchisseur que no es filósofo ni pretende explicar la realidad y que lleva con audacia su pensamiento sugerente a la literatura peruana, donde nunca se había escrito nada parecido.

Este librillo es una sucesión de hallazgos leves, recortes de conversaciones cuya disposición oral aporta a la obra una atractiva ligereza. Un libro brevísimo sin entidad ni importancia. Y, sin embargo, ¡qué agradable es leerlo y cuánta inteligencia contiene! Dichos de Luder es un clásico renovado. Su forma de breviario remite a las sentencias de la antigüedad, pero las despoja de toda seriedad y afán de conclusión. La ironía da el tono de la composición y la sinfonía suena ocurrente, innovadora, brillante. Lleva a la risa y a subrayar con regocijo, a dialogar con el mundo y atisbar sus enigmas.

Como cuenta Ribeyro en el prefacio, a pesar de la mirada crítica de Luder hacia su propia obra, en el fondo sus amigos esperaban que algún día escribiera algo verdaderamente importante. Con el escritor desaparecido esta duda no se resuelve, no llega a saberse si ha dejado la escritura o si está aprovechando su retiro para lograr esa gran obra. Se decide mientras tanto Ribeyro a publicar estos dichos, que son todo aquello que se piensa y escribe antes de lo importante que quizá no llegue a escribirse nunca. La tensión con el fracaso es una de las líneas maestras del libro, y una de las más bellas. El fracaso es mirado con desapego por el mismo protagonista, es a veces despreciado y a veces incluso deseado.

Ribeyro es un maestro en la escritura del fracaso porque es capaz de escribir también sobre la decepción cotidiana que no contiene grandes dosis de dramatismo. Luder habla del arrullo que produce la desgracia ajena. En la medida en que el fracaso está presente en todas las vidas, pensamos, al leer este libro, en el consuelo que produce la compartida.

Fragmentos de ‘Dichos de Luder’, de Julio Ramón Ribeyro

—Ven con nosotros –le dicen sus amigos–. La noche está espléndida, las calles tranquilas. Tenemos entrada para el cine y hasta hemos reservado mesa en un restaurante.
—¡Ah, no! –protesta Luder–. Yo solo salgo cuando hay un grado, aunque sea mínimo, de incertidumbre.

—Una cualidad que te envidiamos es haber logrado siempre evitar las discusiones –le dicen a Luder.
—No veo por qué. Entrar en una discusión es admitir por anticipado que tu contrincante puede tener razón.

—Nunca alcanzarás a los ricos –le dice Luder a un amigo mundano y arribista–. Cuando te mandes hacer tus ternos en Londres, ellos ya se los hacen en Milán. Siempre te llevarán un sastre de ventaja.

—Lo mismo o algo parecido dice Montaigne en sus Ensayos –le reprocha alguien al escucharlo lanzar una sentencia moralizante.
—¿Y qué? –protesta Luder–. Eso solo demuestra que los clásicos siguen plagiándonos desde la tumba.

Le muestran un artículo en el que se habla de todos los escritores de su generación menos de él.
—Me libré de la redada –dice Luder.

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