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Mientras tantoExperiencias fundantes

Experiencias fundantes


En apenas tres minutos, nació la materia tal como la conocemos y el Universo alcanzó una extensión de miles de millones de años luz. Texto e imagen: ABC

ANTES Y DESPUÉS DEL BIG BANG

I

El filósofo Arthur Shopenhauer aventuraba la posibilidad de que la música ya podía existir antes de la creación del Universo. La cita, literal, del pensador alemán, es ésta: «La música podría, en cierto modo, subsistir sin que el universo existiera.» Aceptar esta posibilidad resulta muy plausible.

Imaginemos a Dios antes del portentoso suceso del Big Bang; traduzcamos: la Gran Explosión con que se inauguró el Cosmos; esa gran explosión que antecedió al orden y armonía universal. Ese estallido no caótico, pero sí bastante ruidoso. Todo ello si admitimos que el origen del Universo se produjo en el acaecer de ese renombrado Big Bang.

Imaginemos, por tanto, a Dios, antes de ese barullo. Él, supremo demiurgo, ya lo había inventado todo; sabía las distancias interastrales e interestelares e incluso las galácticas. Imaginaba el fuego que cundió tras el Big Bang, después ceñido al exterior de las estrellas y guardado en el interior de los planetas, y las extremas temperaturas bajo cero en el negro espacio. Imaginaba exactamente los colores impregnados en las cosas, los sonidos emitidos, las superficies innumerables que algún día iría a crear.

Había planteado un ideal existencial a desarrollar en el planeta que ya tenía elegido como predilecto: la Tierra. Las leyes que regirían la Naturaleza, en general benevolente, que se iba a desarrollar en el benigno satélite del Sol (también concebido), esas leyes ya estaban trazadas, y vislumbrados en el Logos (mente pensante de Dios) los diversos paisajes: llanuras, montes, mesetas, cordilleras (aridez, fertilidad), cascadas, lagos, cursos fluviales, mares, dunas, árboles, flores; todos ellos inundados de sus variopintos colores, de sus diferentes ruidos, de sus multiformes texturas, tildadas como bellos por ya sabía Él quién.

Puesto que ya había decidido cuál sería la raza superior. Todas las demás estirpes, menos esta raza privilegiada, seguirían, a pie juntillas, sin objeción alguna, todos los dictámenes ordenados y calculados por la Naturaleza superior. Los pececitos, los insectos, los animales vertebrados y los invertebrados, y todo el conjunto de plantas, tanto las más pequeñas, las de pétalos más pequeños, como las más grandes, las de troncos robustos, obedecerían a sus instintos, evolucionando, puntualmente, para salir a flote en sus vidas, pero -no mejorando ni empeorando sustancialmente- se mantendrían situados en un entorno equivalente al primer día en que fueron creados por Dios, fieles completamente, por lo tanto, a Él.

Ya había diseñado Dios la conformación última del hombre, llegado a su pleno objetivo a través del desarrollo del crecimiento del mono, ya que el mono sería de los pocos animales que no andarían a cuatro patas, sostenido sólo sobre dos pies, como Dios quería que se moviese el hombre, si bien aceptando que se rascase igual que el mono. Dios pretendía fabricar al hombre a su imagen y semejanza, con una mente pensante parecida a la Suya; una mente capaz de lograr el progreso ayudada de un refinado espíritu y una inmensa bondad. Éste es el único punto ignorante que el propio Dios ha manifestado: creer en las infinitas posibilidades del hombre, capaz -Dios ilusamente creía- de superarle a Él mismo para que un día Dios, cansado, tuviese un seguro y fiel heredero. No sabía Dios entonces que el hombre, sumamente anhelado, le iba a salir rana por completo. Pero Dios se ilusionó, enfervorizado por su proyecto, al recapacitar lo que sabía que iba a responder un escritor del siglo XX de la era cristiana, por nombre Gabriel García Márquez, al ser preguntado por una periodista sobre qué se podía hacer ante la molesta e injusta sensación de la muerte: «Escribir mucho», respondería ese escritor, al que llamaban, con cariñoso apodo, Gabo. Dios sabía que otro escritor futuro, consagrado especialmente a Él, que sería monje trapense, iría a elogiar la alcurnia que asumiría la divinidad al hacerse humana: “Siento la inmensa alegría de ser hombre, miembro de la raza en la que Dios quiso encarnarse.” Este hombre, buen hombre, un tanto iluso, con buena fe, se apellidaba Merton. Dios, además, antes del Big Bang, no estaba definido, pues Él mismo se preguntaba: ¿Qué dios voy a ser yo?, ¿uno de los dioses o las diosas asiáticos?, ¿voy a ser Zeus, o Júpiter?, ¿Jehová?, ¿Alá?, ¿voy a ser Dios Padre?

Dios ya había planeado toda su creación, llevándola, ordenada, en toda su cabeza. Pero le daba cierta pereza ponerse manos a la obra. Él estaba tan a gusto reposando en la Nada, ovillado en la muy mullida Nada. Se entiende que nos expresamos en sentido figurado, ya que Dios, puro Logos, que aún no se hizo carne, carecía de cuerpo palpable. Cuando no repensaba su futura, inminente creación, tarareaba.

Todavía no podía conocer Dios, a ciencia cierta, cómo sonaría la música cuando el hombre la perfeccionase en los instrumentos que generaría: las cuerdas, las maderas, los metales, las membranas precisas. Pero la sucesión, la altura de las notas, el timbre combinado con los necesarios silencios, la estructura musical ya la había concebido Dios desde su perenne estado sempiterno. Y esa dulce combinación de los sonidos, inherente a su completa e intemporal sapiencia, fue su entretenimiento cuando se decidía a no pensar mucho y a arrebujarse tan a gusto en la Nada templada, sumamente acogedora.

Conocedor de todas las melodías que irían a gestar los hombres, se decantaba especialmente por las cantatas luteranas, canciones religiosas que superaban en grácil musicalidad, pareciendo alegres tonadillas campesinas, a los un tanto planos tonos católicos=el canto llano. Asimismo entraban en sus preferencias las composiciones para quintetos, establecidos en instrumentos de cuerda (violín, violín, viola y violonchelo) y piano, siendo máximamente preferido el quinteto La Trucha, que habría de componer un tal Franz, de apellido Schubert; quinteto magníficamente interpretado por el que iría a ser Daniel Barenboim, al piano, y su mujer, Jaqueline du Pré, violonchelista, que la pobre habría de morir prematuramente de esclerosis múltiple. Pero Dios era muy consciente de que la mejor obra musical, durante muchos siglos, fue, compuesta por el devoto músico alemán Johann Sebastian Bach, el oratorio llamado Pasión según San Mateo, desempolvada su partitura por el músico Felix Mendelssohn un siglo después de ser compuesta, cuando Bach estaba semiolvidado y sus hijos, buenos músicos pero desde luego inferiores al genio de Eisenach, pitaban más que su padre en el mundillo musical. El propio Dios, por esta cuestión tan loable, otorgó a Mendelssohn una posición honorífica tantísimos milenios antes de nacer.

Cansado ya de tararear hasta el infinito, Dios decidió que acaeciese el instante de accionar la conformación del Universo, poniendo en marcha el estallido del Big Bang. Le supuso, como decimos, un instante -ya que para Dios el tiempo no contaba, no lo tenía interiorizado- ver convertida la terrible furia sonora en un remanso. Él no hizo nada, desmintiendo al libro, inserto en una colección denominada Biblia, llamado Génesis, sino que, por el contrario, dejó hacer, observando con algo de curiosidad desde su Gran Esquina, o Gran Rincón, como se quiera.

II

Otro instante para Él transcurrió hasta la aparición de los hombres, quienes no tuvieron que disputar con los dinosaurios, tan grandes animales extinguidos antes. Lo primero que manifestó el hombre, antes de su preocupación por lo que cazaba (su único quehacer durante mucho tiempo), fue el deseo, el deseo carnal, el deseo sexual, naturalmente. No es privativo de los hombres este deseo, ya que es el primigenio impulso de la vida dado en todo bicho viviente. A partir de ahí el deseo fue lo que, primordialmente, movió el Mundo. Luego el hombre habló, aunque no fue propiamente lo primero que hizo, para después escribir, sino al contrario. Primeramente el hombre se comunicó por gestos, a continuación pintó lo que quería decir. Sólo al final terminó hablando.

El hombre progresaba. Empezó a emplear utilísimas herramientas que hacían más fácil el trabajo. Sin ellas, no era posible rematar muchas labores. Consiguió producir el fuego e inventó la rueda, los más grandes avances. Muchísimo más tarde llegaría la locomotora, uniéndolos, con ejemplar dinamismo, en la consecución del transporte, aligerando el progreso. El hombre ya sabía de sobra construir habitaciones, tan llevaderas para la prosecución de su existencia. Toda la marcha, rápida, lenta, no dejaba de ser acompasadamente paulatina. El pensamiento se iba engrandeciendo, perfeccionando ciertas materias asociadas a las cadencias y las reglas vitales: matemática, física, química, ciencias neuronales.

El recorrido alcanzó un punto muy efectivo y muy complejo. Llegó a imperar en la costumbre cotidiana la pertinaz y fluyente acción de la mecánica cuántica. Al usar un teléfono celular, un ordenador, al extraer dinero de un cajero automático, al ver una película por Internet, al realizarse una prueba de imagen médica, etc., toda la electrónica y la fotónica acude, como gran parte de su base, a la mecánica cuántica. Gran cima del progreso fue Internet, inmaterial, incorpóreo, un fabuloso invento muy fecundo. La gran entrometida llegó a ser la llamada Inteligencia Artificial, consistente en incorporar, de una manera autónoma, unas dotes humanas en los robots, mejoradas hasta una escala que podía parecer inverosímil. Su ascenso podría llevar a la extinción, o a un rebajamiento considerable, de la raza humana.

Las artes fueron discurriendo, seguras de lo que iban realizando. La pintura innovaba, desde los trazos de las cuevas rupestres hasta los descubrimientos que hallaron ciertos genios, como Leonardo, Picasso o Duchamp. La pintura se fue intelectualizando y ya el pintor se enfrentaba a la tela no como a una labor ya consabida sino como a un acontecimiento. De ahí surgió un gran arte abstracto, un arte puro. La arquitectura obtuvo pronto una hechura gloriosa, levantando los grandes templos grecolatinos, las edificaciones prehispánicas, las vistosas pagodas, las pirámides egipcias, las coquetas iglesitas románicas… La arquitectura es útil, sirve para cobijar. Es importante para que se conduzca una vida afable. El arte, por contra, no es útil; en realidad no sirve para nada práctico, pero es un gran refugio psíquico.

La música, sin embargo, fue más lenta. Quizá porque no era un dominio exclusivamente humano. Vimos que sí pertenecía a lo divino, ya que configuraba el descansado placer de Dios antes del Big Bang, o la Gran Explosión. Vemos, en lo cotidiano, que la música es algo animal, ejercido natural y sabiamente por las ufanas avecillas. En la Edad Media, ya avanzados los siglos, la música aún persistía rudimentaria, aun siendo bella. He aquí un ejemplo característico: Li laia de le rose. Llegó Bach y todo mejoró rápidamente. Summum de la lograda perfección es la música de los compositores Krzysztof Penderecki y Arvo Pärt, posteriores a Mozart, Beethoven, Malher, Bartók, Debussy, Ravel, Falla, el antes citado Mendelssohn y muchos otros virtuosos.

Además de desarrollar con tanto miramiento el Arte y la Ciencia, el hombre se puso a meditar, desde muy temprano, sobre la finalidad de la vida. Uno de los hombres que más pensaron en la existencia propia de cada hombre, el psiquiatra y buen escritor Sigmund Freud, abordando un profundo psicologismo, llegó a escribir: «No estaremos errados al concluir que la idea de adjudicar un objeto a la vida humana no puede existir sino en función de un sistema religioso.»

Todas las religiones ejecutan el provechoso sustento de buenas verdades. Pero todas se dejan, asimismo, tentar por un poder que les permita dominar el mundo. Acallan la protesta proclamando que después de vivir esta vida mundana se promete gozar de una vida eterna, sostenida en placeres y felicidad sin fin. Los creyentes confían en esta exultante esperanza y se dejan llevar por los escribas que alientan su discurso en esta recompensa asegurando que constituye el mejor logro que infinitamente compensará el sufrimiento vital, excelente vía para obtener el sosiego eterno.

A propósito de la vida eterna, un escritor del siglo XXI, después de Cristo, publicó una distopía que vino a ser una réplica de la novela El señor del Mundo de Robert Hugh Benson, editada un siglo antes, según la cual, el Apocalipsis llega cuando un Anticristo domina el planeta entero bajo una nueva religión, humanitarista, negando a Dios y persiguiendo hasta aniquilar a los fieles católicos, plasmándose al final de la novela la parusía, es decir, el final de la Iglesia Católica y la llegada de Cristo instaurando una Jerusalén celestial. La obra más reciente desarrolla un argumento en el cual se logra convencer a la humanidad como cosa segura, pero absolutamente segura, el asunto de una placentera eternidad después de esta vida. Una serie de mandamases, en unión de una Iglesia cómplice, y beneficiaria de las ganancias, pusieron en funcionamiento ejecutar la eutanasia con unos precios carísimos y por supuesto encuadrada en la sanidad privada, encargados de aconsejar muy vivamente al ciudadano, con una sinuosa y taimada retórica, que acuda a hacerse la eutanasia, en los muchos centros que controlan, para ganar, de forma automática, la vida eterna. Portentoso fue el lucro con que se enriquecieron esos grandes bandidos, destacando asombrosos ejecutivos empresariales y renombrados cardenales, que murieron de viejos, gozando de sus pingües beneficios.

Esta engañifa de la vida eterna y el desprecio por la terrenal, la aceptan muchos sólo con una convicción superficial, pues mayormente todos se apegan a los múltiples antojos de una efímera vida; falaces anhelos que intentan que la existencia, pasajera, parezca perdurable. Esa práctica totalidad de hombres -hay nobles excepciones-ansían poseer las monedas, poseer bienes de todo tipo, poseer el mando para cosechar obediencia, adulaciones, cometer crímenes para tener lo que en este mundo se pueda amontonar, se pudra o no al poco de obtenerse. Las instituciones eclesiásticas caen con frecuencia en ello. Y para justificar su hambrienta, su harapienta ambición, manejan grandes cantidades de hipocresía, a paletadas. Y así los buenos mensajes que contienen las religiones se contaminan, desteñidos, en contenidos ignominiosos develados por la avaricia de esas instituciones.

La filosofía, otra materia arcana cultivada por la humanidad, bien por el desapego de los hombres hacia Dios, bien por el desencanto de ese mismo Dios hacia los hombres, confirma el notorio desinterés que muestra este Ente Superior por la raza humana. Uno de estos filósofos cuestionaba a Dios mismo en estos términos: “Si Dios no puede impedir el Mal no es Todopoderoso, y si lo puede impedir y no lo hace su Bondad no es infinita.” Otro de estos filósofos clama por que el propio Dios aplique la esterilidad a la estirpe de los humanos para que, con su extinción, el equilibrio del planeta se restaure y el astro permanezca, de una vez, tranquilo, cumpliendo, al tiempo, las demás especies un destino no sobrecargado de alarmas. Si no Dios, quizás la Inteligencia Artificial lo consiga.

Cuando el hombre dejó de escribir, como antes aludíamos, haciendo palotes antes de hablar; cuando la escritura, en un proceso posterior, se relacionó con el habla, el hombre superó la mera comunicación escrita, y alternó esta comunicación con otro tipo de escritura, llamándose literatura este nuevo modo de escribir, fuera de cartas comerciales, anotaciones, apuntes funcionales. Al hombre, en principio, no le costó demasiado ponerse a la faena, suponiéndole mucho más trabajo, laborioso y complejo, elevar correctamente una pared, arreglar una lavadora o reparar el motor de un coche. ¿Por qué esa simplificación, que no facilidad, la verdad sea dicha, ya que a los albañiles, técnicos o mecánicos les resulta difícil escribir? Pues porque la materia del producto literario y la del fragmento conversacional son totalmente idénticas.

Ambas materias son frutos del pensamiento. Y el pensamiento -Ferdinand de Saussure dixit- es una imagen acústica. Se piensa con palabras, se habla, está claro, con un código conformado en palabras; se escriben las palabras que el pensamiento piensa, tanto coloquial como literariamente. Hasta un soneto, con sus reglas y su horma, tan artificiales, tan poco naturales, es en su fundamento un simple acto de habla. Un soneto no se produce de otra forma que la de una mera reconvención comunicativa. No dispone de más añadidos. Las palabras, aun en el pensamiento, aparentemente difuso, y antes de ser pronunciadas, tienen una notable solidez. Vuelve a remachar el gran lingüista Saussure que la palabra siempre es FORMA, no sustancia. Siguiendo con el ejemplo del soneto, si un poeta lo memoriza, no lo escribe, no lo da a conocer, ese soneto, sin embargo, existe. No es necesario que se materialice en la tinta o en la imprenta. Ya lo escribió, diáfanamente, el poeta Alberto Caeiro: “Escribo versos en un papel que está en mi pensamiento”.  Lo mismo pasaría con el Quijote, si el guapo de Cervantes hubiera sido capaz de memorizarlo entero.

Si bien, como se ha demostrado, escribir literariamente no deja de ser hablar, la puesta en práctica de la literatura exige un habla especial. Conseguir esta singularidad precisa combinar atrevida y atractivamente las palabras, los silencios y todo tipo de recursos gramaticales y afectivos. No en vano dice el dictamen que la literatura es un arte combinatorio –y desde luego selectivo- para que pueda ser notado diferente de la charla normal. De todos los géneros literarios existentes, la poesía se lleva la palma. Pero, al cabo, lo cierto es que todas las artes se intercomunican.

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