Objetividad e imparcialidad. Son dos principios de periodismo que no le convencían a Martha Gellhorn (1908-1998), periodista norteamericana, reportera de la Guerra Civil Española, novelista, luchadora antifascista y voz a favor de derechos de los víctimas de guerras, particularmente niños y niñas. “Engañoso objetivismo mierdero” (objectivity bullshit), así lo decía en múltiples ocasiones en las cartas a sus amigos y conocidos, personalidades como Eleanor Roosevelt, H. G. Wells, John Dos Passos y, claro, Ernest Hemingway, su compañero y esposo entre 1930 y 1940.
Aunque fuera una de las voces más audaces entre los periodistas de aquellos años, no era la única escritora que proponía ir más allá del reportaje objetivo e imparcial. En un congreso de escritores norteamericanos organizado por la revista New Masses, celebrado en Nueva York en 1935, se proponía una nueva forma de reportaje en que se enfatizaba la imposibilidad de mantenerse objetivo e imparcial en tiempos tan conflictivos y peligrosos como aquéllos, los años de la amenaza mundial del movimiento fascista. Gellhorn participó en el congreso y apoyó los intentos de los “nuevos reporteros”, pero no por eso se puede caracterizar su vida y obra como un cuerpo unilateral, propagandístico y dogmático sin ninguna ambigüedad ni meditación sobre los intensos problemas de su día. Desde luego Martha no tenía pelos en la lengua, pero sí dilemas, faltas de confianza en ella misma, emociones y pensamientos contradictorios que hacen pensar hoy día en la complejidad de sus entornos y en las adversidades de cualquier persona tanto afectivas como físicas.
Nació en Saint Louis, en el estado de Missouri (Estados Unidos), no lejos de donde he vivido durante décadas. La calle McPherson, donde vivió sus primeros años y a donde volvió a menudo a lo largo de su vida, está en un barrio de alta burguesía. El padre de fue científico y ginecólogo y su madre, hija de profesor de medicina y conocida activista por el sufragio femenino norteamericano, se graduó en Bryn Mawr College, universidad de alto rango, en la que conoció a Eleanore Roosevelt, la que será la esposa del presidente Franklin Delano Roosevelt e íntima amiga de Martha a lo largo de su vida. Gellorn hija siguió los pasos de su madre, Edna, que en 1916 organizó una famosa marcha a favor del voto femenino por las calles de Saint Louis a la que llevó a su hija, que tenía entonces ocho años. En sus cartas se ve que Martha adoraba a su madre, no sólo por su afecto y preocupación maternales por sus cuatro hijos, sino también por admiración hacia su valentía y activismo ejemplares. A pesar de los privilegios que disfrutaban los Gellhorn, no faltaban sus constantes expresiones públicas y personales en contra de la inmensa desigualdad económica de un país que aún sufría de los efectos de crisis económica de 1929, los robber barons (empresarios ladrones), las élites adineradas, responsables, según ellos, de la pobreza y desempleo que veían todos los días tanto en su ciudad como en toda la sociedad norteamericana. Para Martha la contradicción entre sus posturas igualitarias y sus privilegios económico-sociales le causaban cierta angustia, no culpabilidad –no creía que su familia fuera la causa de las realidades contra las que ella se rebelaba–, sino como ser humano con principios de justicia afirmaba con pasión que su propio estado era síntoma de tales problemas. Esa ansiedad se manifestaba en sus escritos.
Siguiendo la recomendación de su madre se matriculó en Bryn Mawr College, pero la experiencia de joven universitaria acomodada no fue de su agrado por lo que ella consideraba estudios y lecturas “inútiles”. Lo que deseaba era ser periodista. Abandonó la universidad a pesar del disgusto de sus padres, particularmente su progenitor, para trabajar como reportera en una publicación del estado de Nueva York. Pero el trabajo en el Albany Times Union tampoco la satisfacía por los casos en los que el editor no publicó lo que ella creía ser sus escritos de más interés humano, como el de una mujer que perdió custodia de su hija por fumar en sus horas de trabajo. Dejó el periódico para volver a su casa y dedicarse a lo que más quería desarrollar: la escritura propia sin pegas ni censuras. Pero Saint Louis también le aburría. Ella sentía la típica inquietud de una joven sofisticada, inquieta y mimada que no aguanta el provincialismo de sus entornos. ¿Y dónde se podía lograr esa ilusión de ser escritora conocida? Solo en Europa, absorbiendo la cultura europea. Con la aprobación tácita de sus padres y con unos quinientos dólares se fue primero a Nueva York y de allí en un barco de carga a la “ciudad de la luz.”
En París trabajó primero en un salón de belleza y luego como lectora en revistas y diarios, a veces corrigiendo anuncios. No le importaba que no pudiera expresar en su trabajo su inquieta creatividad; estaba en la ciudad de la cultura moderna y modernista, donde vivían entonces Picasso, Buñuel, Cocteau y donde solía cantar y bailar su paisana Josephine Baker en los cabarets de moda de “la capital de Europa”. En esos años conoció a la figura que formó el primer paso de su carrera literaria, el conocido escritor y filósofo Bertrand de Jouvenel, que, como tantos varones a lo largo de su vida, se enamoró de ella. mujer guapísima, pelo rubio oscuro, alta, piernas largas, cuerpo atractivo con una sonrisa y sentido de humor irónico que atraían a escritores e intelectuales de todo tipo. Se ve en sus cartas que ella también lo quería, menos por la atracción física y afectiva que por la admiración a un hombre con ideas avanzadas, filósofo, conocedor de la política económica, activista liberal y estudioso del fascismo, ideología que llevaría al poder a Adolf Hitler. El movimiento político-social de Hitler, junto con Mussolini, llegaría a aplastar a todos los principios democráticos por los cuales trabajaban Jouvenel, Gellhorn y tantos más. Desde ese principio hasta el final de su vida Martha hizo todo lo que pudo (escribir, protestar, mirar con sus propios ojos, meterse físicamente en los eventos más conflictivos) por la democracia no solo la idea de democracia sino la práctica de ella, abogando por los ciudadanos de carne y hueso: niños, mujeres, obreros, gente común y corriente con la que se relacionaba a diario. Se formó sometiendo su pensamiento y escritura a la libertad de todos los ciudadanos del mundo, una libertad que se veía en peligro no solo por gente de prestigio como su querido Jouvenel sino por un sinfín de ciudadanos normales y corrientes.
Sin embargo sus principios no le bastaban. Más que el amor, más que la fascinación y curiosidad intelectual que formaban una buena parte de su vida, Martha no dejó de aspirar a ser escritora, periodista y novelista. Escribía constantemente, fruto de su trabajo de los años treinta se publica en una colección de cuatro cuentos, The Trouble I’ve Seen (Las penas que he visto), bien recibida por la crítica en donde narra las penas sociales que había visto y las causas y consecuencias, incluyendo una narración breve sobre un linchamiento. Sin embargo, sus ambiciones literarias no se concretaron de la manera que ella hubiera deseado. Se quejaba constantemente en sus cartas de que sus escritos no salían a su gusto por todas las distracciones que le rodeaban: la relación con Jouvenel, los conflictos políticos, las pésimas condiciones de vida que veía alrededor y la necesidad de cambiarlas. Se ve en sus cartas que la relación con Juvenal era uno de epicentros de su vida más. Se quedó embarazada varias veces y en una de ellas tuvo que volver a su casa en Saint Louis.
No se saben las circunstancias ni pormenores, pero es posible que su padre, ginecólogo y liberal, aunque se disgustara severamente, le ayudó a poner fin a su embarazo. Sí sabemos que George Gellhorn estaba rotundamente en contra de la relación entre su hija y Jouvenel, un hombre casado. Martha jamás escribió sobre el embarazo, episodio formativo de su vida que significó para ella un estorbo un su carrera de escritora. Desde Saint Louis fue a visitar a la célebre amiga de su madre en la Casa Blanca, Eleanor Roosevelt, entonces esposa del presidente y enérgica defensora de los cientos de miles de norteamericanos que en aquellos tiempos (los principios de los años treinta) sufrían de desempleo, hambre y miseria. Con el apoyo de los Roosevelt consiguió un trabajo en FERA, una agencia gubernamental para facilitar ayudas económicas a los trabajadores desempleados y víctimas de abusos de empresarios y terratenientes. Eleanor compartía las inquietudes e indignaciones de la hija de su amiga igualitaria. En una ocasión cuenta Martha que, como representante de FERA, animó a unos obreros del estado de Idaho a que tiraran piedras a las ventanas de la FERA, que en su opinión no hacía nada para amparar a “esa pobre gente”. Y por eso la despidieron, lo que Martha fue un honor. La mujer del presidente abogó por ella y de allí surgió una larga relación afectiva con Eleanor, que fue, a partir de entonces algo más que una amiga de su madre. Fue una relación personal intensa que se manifiesta en los miles de cartas que se intercambiaron, misivas a veces largas que se leen como conversaciones y reflexiones acerca de la desigualdad, las amenazas internacionales a la democracia, el poder de los sindicatos, y también asuntos personales como el amor, la maternidad, o los libros que habían impresionado a las dos mujeres. Se nota que Eleanor consideraba a Martha como una especie de hija adoptiva, la hija que hubiera querido tener, ya que la relación con sus cinco hijos nunca fue de su agrado. Al conocer a Martha por la primera vez, después de haber leído los cuentos de The Trouble I’ve Seen, le dedicó comentarios halagadores en su columna sindicada My Day (Mi Día), publicada seis veces a la semana en cientos de diarios y revistas de todo el país. Escribe: “No se puede subestimar la escritura de esta mujer, joven, guapa, letrada, de buena familia, con gustos exquisitos parisienses y con ánimo admirable”. Efectivamente, la relación con Eleanor se prolongó desde aquel momento hasta bastante después del final de la Segunda Guerra Mundial. Podríamos suponer que, a partir de lo que sabemos de las inclinaciones amorosas de la primera dama, sus sentimientos hacia Martha eran algo más que maternales. Un amor escondido en uno de los armarios de la Casa Blanca.
Aún así, las inquietudes de Gellhorn y su aversión hacia su país de origen, la curiosidad por conocer otros mundos y otras vidas le impulsarían a escribir, viajar y buscar más. Después de la muerte de su padre se fue de viaje navideño con Edna y su hermano Alfred a Key West, en el archipiélago de Florida, cerca de Cuba. Allí conoció a Hemingway, entonces célebre autor de The Sun Also Rises (que en español se tradujo como Fiesta) y Farewell to Arms (Adiós a las armas), en un encuentro en un bar donde el novelista solía pasar sus ratos de juerga, en los que Martha empezó a participar con agrado. Sin embargo, bastantes años después Gellhorn no dejó de insistir en que su relación con Hemingway no era más que un episodio (entre muchos) de su vida y que no definía para nada lo que era ella ni mucho menos sus abundantes escritos. En los años sesenta y en realidad a lo largo de su vida insistía en no hablar de Scrooby (Medio Loco), el apodo que le dedicó al célebre escritor. Cuando los periodistas le interrogaban sobre los pormenores de su relación con el afamado novelista ella repetía que no contestaría a ese tipo de preguntas. Hasta en algunos textos autobiográficos posteriores sobre los años treinta no aparece la figura de Hemingway a pesar de ser su pareja. Estaba harta como escritora de no ser reconocida por sus abundantes escritos: ensayos, novelas, cuentos, crónicas de varias guerras que vio con sus propios ojos. No obstante, podemos concluir que si no fuera por él Martha hubiera seguido otro camino vital y literario. Por eso no se puede entender su vida y sus escritos sin reconocer su relación con Hemingway. A través de él conoció la España de la Segunda República y la Guerra Civil, país amenazado por la tiranía, lugar en donde tuvo experiencias tan horripilantes como alucinantes e inspiradoras. A través de sus escritos publicados y los miles de cartas notamos que lo que Martha Gellhorn detestaba más que nada era el aburrimiento: anhelaba la acción, el peligro, el caos, dificultades que se podrían corregir si el mundo fuera más justo y empático. Martha llegó a adorar España a pesar de todo ese caos, y lo adoraba tan intensamente como a su célebre pareja, o quizás se confundía entre los dos.
Al volver Gellhorn a Saint Louis con la familia el famoso escritor no hacía más que pensar en Martha a pesar de haberse casado con Pauline Pfeiffer, que también era amiga de Martha. Hemingway la llamaba a menudo recordándole lo bien que lo habían pasado en Key West e informándole sobre los acontecimientos y conflictos internos y externos de España que los medios de comunicación no recogían. Martha y Scroobie (apasionado de España y buen conocedor de la política, cultura y costumbres españolas) hablaban y hablaban sobre el “Spanish problema”, o sea, la insurrección contra la democracia. No es que Hemingway despertara en Martha el interés y la rabia por la traición a la Segunda República. El interés de Gellhorn por España como víctima de la estrategia fascista no era nada nuevo, aunque fuera entonces una suerte de interés virtual, a distancia. Lo que Hemingway le facilitó fue lo que deseaba: un contacto directo con el país al que Martha deseaba ir, no como turista sino como escritora/periodista. Necesitaba ver la guerra de España con sus propios ojos y escribir sobre ella, no importaba el peligro. En 1937, después de conseguir una acreditación oficial de Collier’s Magazine como “corresponsal especial”, se trasladó a Nueva York para luego continuar viaje hasta España y reunirse con él. Son los años de la estancia en el famoso Hotel Florida situado en lo que es hoy El Corte Inglés en la Plaza del Callao. También son los años en los que Martha escribió mus mejores artículos periodísticos.
En uno de los primeros que se publicó en Collier’s, en junio de 1937, ‘Only the Shells Whine’ (Solo gimotean los obuses), no faltan toques novelísticos, metáforas, escenas de acción y terror. Mi traducción del título —–o sabemos si fue invención del editor de Collier’s o de la propia Gellhorn– no le hace justicia. Whine es u. juego de palabras: significa no solo gimotear sino también sonar, llorar, quejarse de algo sin importancia. El tema del artículo es ese lloriqueo: los únicos que se quejan, lamentan o lloran por su malestar son los obuses que vuelan, chirrían y hacen un ruido aterrador justo antes de explotar. Los víctimas, en cambio, los aguantan estoicamente. Escribe:
“Al principio los obuses volaban encima de ti: primero se oía el tiro de las armas fascistas, como una tosferina y de repente sonaban desde más cerca volando hacia ti. Al acercarse aumentaba la velocidad, línea recta, más y más rápidos hasta llegar a su meta con una explosión terrorífica”.
El uso de la segunda persona en un artículo periodístico hace que la escritora se aproxime íntimamente a sus lectores como si estuviera contando algo a un amigo; llama la atención sobre el drama de la guerra y suscita empatía hacia los que experimentan tales situaciones a diario. En todas las crónicas de Gellhorn sobre la guerra española se manifiesta el estilo novelístico: creación de situaciones reales narradas con dramatismo, emoción y franqueza sin intención de explicar las causas y circunstancias a base de política, ideología o historia. Para el lector español actual es difícil no ver la urgencia, dolor y tristeza descritas por mujeres españolas, como en la apasionante novela de Elena Fortún Celia en la revolución. Son sorprendentes, por lo menos para mí, las similaridades entre la voz de Celia aguantando con sus hermanas los bombardeos y las explosiones de los obuses y la voz de Gellhorn.
En otro reportaje de la guerra con similares toques novelísticos trata de las Brigadas Internacionales al dirigirse directamente a sus paisanos de la Brigada Lincoln. Al leer el relato, ‘Men With Medals’ (Hombres con medallas, enero de 1938) el lector se pierde entre la realidad y la representación dramática/artística de ella. Empieza con un diálogo: “‘¿Quiere ver cómo funciona?”, le pregunta un joven americano de la brigada. ‘No, amigo’, le contesté. ‘Te creo’”. Y el joven le enseña una granada “como una piña”, inofensiva, aparentemente sin el menor peligro. Sus compañeros se ríen de él porque ven que su camarada está fanfarroneando ante una hermosa periodista, tratándola de amedrentarla mientras coquetea. Gellhorn también asume el papel de informadora: nos cuenta dónde se encuentran los soldados-personajes, el estado de la guerra, la razón por la cual está este joven atractivo y galanteador en un país que no conoce, y a quien solo le mueve cumplir con la responsabilidad que deberían sentir todos los humanos de defender a la gente amenazada por la tiranía. ¿Reportaje o novela? Yo diría que el texto se sirve de los dos géneros, porque en ningún momento se olvida Gellhorn de las vidas reales como si fueran personajes novelísticos. Andy es el joven brigadista Lincoln, hijo de agricultores del estado de Nebraska, que había luchado en Belchite y había visto cómo morían sus camaradas. Y todo esto ¿por qué? La escritora no nos lo explica sirviéndose de textos históricos ni ideológicos (que sobraban en aquellos tiempos). No se pierde en ese tipo de discursos académicos y vacíos. Le interesan los seres humanos que había conocido y que los lectores sacaran sus propias conclusiones. ¿Por qué cruzaron estos brigadistas internacionales los Pirineos cubiertos de nieve? ¿Por qué no les conceden medallas de veteranos de guerra? ¿Por qué se les insulta en su propio país por simpatizar con comunistas? y ¿Por qué no se dan cuenta sus paisanos de la emergencia de la situación española, ese Spanish problem que le explicaba Hemingway con todos sus pormenores históricos y culturales?
Los escritos periodísticos de Gellhorn sobre la España de los años treinta continúan como si fueran parte de una novela trágica sobre seres que poco a poco pierden lo que tenían. Se ve en Gellhorn la misma confusión que a veces sentimos sus lectores entre realidad y representación, confusión que se intensifica con la ansiedad de una autora que planeaba escribir una obra de ficción sobre la Guerra Civil. Mientras tanto su compañero Hemingway estaba manos a la obra. Una novela que Gellhorn apoyó apasionadamente. Un entusiasmo a mi modo de ver desmesurado por una novela que se acabaría convirtiendo en un superventas: Por quién doblan las campanas. A mi juicio, llena de defectos, lo cual no ensombrece la calidad de cuentos y novelas escritos por Hemingway.
En 1940 publica Gellhorn su propia novela, pero no sobre España, sino sobre Checoslovaquia. Se trata de A Stricken Field (Tierra afligida), en el que narra las vicisitudes de otro país en peligro, otra nación amenazada trágicamente por el Tercer Reich en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial. No obstante aparecen abundantes referencias a España con toques autobiográficos. Ella misma dijo en varias ocasiones, no solo en sus cartas sino también en entrevistas y textos autobiográficos, que escribir una novela sobre España en los trágicos y terroríficos años cuarenta estaba tan emocionalmente ligado a su propio ser afectivo que perdería esa imprescindible distancia que todo escritor necesita (sea ensayista o novelista). Según Caroline Moorehead, autora de la biografía más acertada y exhaustiva que se ha escrito sobre ella (Gellhorn: A Twentieth-Century Life, Caroline Moorehead, 2004), Martha “nunca había pensado escribir una obra extensa sobre Checoslovaquia. España y la guerra antifascista fue su causa más apasionante, pero ese nivel de pasión hacía difícil la escritura. A consecuencia sublimó esa pasión y furia por la traición a la Segunda República a una historia de la gente de un país igualmente abandonado [como España], víctima del dolor impuesto por la invasión nazi”. La protagonista de Tierra afligida es periodista, como Gellhorn, con quien también comparte sus ansiedades, los conflictos entre la imparcialidad (“mierdera”) y la pasión y empatía que siente hacia sus personajes. En una ocasión, Mary, la protagonista, cuenta las instrucciones que le dan los editores del diario para el que escribe:
“Sin propaganda, me decían. Queremos descripciones desde dentro. Que sean claros, coloridos, dinámicos. Pero, ¿cómo? Si supiera cómo, escribiría un lamento, contaría cómo cantaban los niños de España, en Barcelona, ese mes de marzo frío y ventoso cuando los aviones lanzaban bombas que caían con la velocidad del viento durante unos momentos interminables…”.
Desde luego España se incrustó en el corazón, la mente y el ars poética de Martha Gellhorn desde los años treinta hasta el final de sus días.
La novela sobre la ocupación alemana de Checoslovaquia tuvo éxito crítico, pero no por eso descansó Gellhorn en sus laureles y no por eso dejó de escribir acerca de España. A lo largo de su vida, desde Estados Unidos, Reino Unido, Cuba y todos los lugares en los que residió o visitó, fue incapaz de dejar de pensar, sentir y escribir sobre sus experiencias españolas, aunque muchos críticos se han centrado casi exclusivamente en su relación con Hemingway, matrimonio que terminó en divorcio en 1945, una ruptura que ella propicio. Esa indignación política por un país víctima de un dictador renacuajo (como llamaba a Francisco Franco), y que tardó demasiadas décadas en morirse, fue lo que le inspiraba. Entre los escritos sobre la España franquista es de notar uno que se publicó tras el fallecimiento del generalísimo, ‘When Franco Died’ (Cuando murió Franco, New York Magazine y The Observer, 1976).
El mismo día de su muerte viaja a Madrid y se instaló no en el Florida, que ya había sido derribado, sino el Hotel Palace que, como bien se recordaba la reportera, fue hospital durante la Guerra Civil. Al llegar al Palace lo primero que hizo fue preguntar a uno de los conserjes de más edad si se acordaba de cómo se había convertido el lujoso hotel en centro médico. “Claro que sí, señora”, le contestó, pero no quiere entrar en detalles por lo que ella sospechaba ella que sería el miedo al qué dirán, porque la dictadura todavía no había sido desmantelada. Al dar una vuelta por el hotel observó Gellhorn, como buena periodista, ahora en la sesentena, que el mismo salón donde proyectan imágenes televisivas de la muerte de Franco y unas señoras se enjugan las lágrimas es la misma estancia en que sufrían soldados de la Segunda República, medio muertos y con brazos y piernas amputados. Gellhorn dice que se acordaba del olor a éter, comida rancia y escaleras de mármol salpicadas de sangre. Se acuerda además de Madrid en el invierno de 1937, un día en el que cayeron sobre la ciudad 275 obuses y hubo 32 muertos, además de 200 heridos de gravedad. El Madrid de la guerra seguía vivo para ella. Quizás de manera inconsciente lo que estaba desarrollando en este relato periodístico era lo que luego se bautizaría con el nombre de memoria histórica de la Guerra Civil, en contraposición a la historia oficial.
En la noche del entierro de Franco se organizó una reunión ilegal de mujeres de presos políticos a la que Gellhorn asistió, y de la que escribió:
“Desde aquel momento el asunto clave es la amnistía. Las mujeres no se fían del cambio ‘cosmético’ hasta que haya una amnistía total, unos dos mil hombres y mujeres aún en la cárcel por “crímenes” como haber distribuido información sobre el lugar y la hora de una manifestación. Me decían que más de cien mil presos liberados esperan juicio… Por todas partes, lentamente, la gente empieza a arriesgarse hablando libremente, aunque nadie se olvida que el único que había fallecido era Franco, no los policías que quedaban muy vivos y activos”.
No olvidemos, dice Gellhorn, que ese proceso que llamamos “transición”, que se celebra en tantos círculos políticos de entonces y de hoy día, era precaria: seguían los mismos en el poder controlando la información que luego formará parte de esa memoria histórica. Al morir Franco, mientras la mayoría del pueblo español se quedaba mirando la televisión, la Guardia Civil seguía, según las fuentes de Gellhorn, cometiendo actos de brutalidad, como el caso de un estudiante de ingeniería que había sido golpeado tan ferozmente que quedó en coma en el mismo hospital donde había fallecido el dictador. La noticia no se publicó en los medios de comunicación, pero según Gellhorn lo ocurrido se sabía entre muchos españoles acostumbrados a buscar información en la calle y no en los periódicos. Según lo describe Gellhorn con su típica ironía, se trataba de dos torturas: “la tortura legal y la exquisita”, la del moribundo jefe de estado al que no dejaban morir, por una parte, y la tortura callejera ejecutada por agentes a las órdenes de ese mismo moribundo.
Durante los años de la transición Gellhorn frisaba los setenta años. Muchos dirían que había logrado las aspiraciones literarias a las que se refería en sus escritos de juventud. Tras España y Checoslovaquia, como periodista escribió sobre múltiples guerras y conflictos: la Segunda Guerra Mundial desde Finlandia, viajó a Hong Kong para cubrir la revolución china, y más tarde Singapur. Escribió sobre los juicios de Núremberg, Jerusalén y juicio a Eichmann, las guerras entre Israel y Palestina y la guerra de Vietnam. Pero no fueron los artículos y reportajes periodísticos sus únicas contribuciones. Además de A Stricken Field escribió otras novelas: The Lowest Trees Have Tops (Los árboles más bajos tienen copas) estaba dedicada a la paranoica caza de brujas norteamericana de supuestos comunistas o de gente que había estado asociado a los comunistas. También escribió un celebrado libro de memorias, Travels With Myself and Another (Viajando conmigo misma y otro), además de novelas cortas sobre África y abundantes cuentos. Ella diría que quizá podría haber escrito mucho más. Ese constante dudar sobre sí misma le causó angustia hasta los últimos años de su larga vida. A los noventa años exhaló su último aliento en lo que, probablemente, según Moorehead, fue una muerte autoinfligida. Bien podría ser que Martha hubiera escrito apasionadamente en defensa de la eutanasia, sin pelos en la lengua.