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“¡No dirás nada, idiota!”. Ana María Moix y Rosa Chacel, niñas raras éramos casi todas

Rosa Chacel (izqda.) y Ana María Moix

“Es realmente muy gordo que en plenos setenta se descubra a una escritora de primera magnitud”, escribía Ana María Moix en 1972 refiriéndose a Rosa Chacel tras uno de los intentos de retorno de la escritora de su exilio. En 2024 seguimos trabajando incansablemente para que la obra de la vallisoletana se lea en España y también para preservar del olvido la de su discípula más querida. La desafiante escritura de Ana María Moix vuelve, afortunadamente, a ocupar las estanterías de novedades de nuestras librerías con la reedición de varias de sus obras. Es una ocasión excelente para retomar el hilo de un camino literario del que no debemos desviarnos porque en los textos de ambas escritoras, una literatura de alta calidad y compromiso a partes iguales, se hallan propuestas creativas que nos son muy necesarias, tanto por sus logros estéticos como por el interés que despiertan como archivos de testimonios que nos ayudan a entender nuestro pasado reciente.

Leer Julia hoy es una lección de historia y un ejercicio literario desafiante y tentador porque los conflictos que existían en los años 70, cuando se publicó la novela de Ana María Moix, siguen presentes. La problemática relacionada con la identidad de género, el bullying, los conflictos sociopolíticos globales, e incluso las revueltas estudiantiles como las del 68, sesenta años después, siguen siendo temas de plena actualidad.

Observar nuestro entorno a través de los ojos de estas niñas raras o queer, como Julita/Julia, el personaje escindido de Moix o Leticia Valle de Chacel nos ofrece la posibilidad de ser también lectores raros y queer, es decir, capaces de leer entre líneas para percibir una realidad que no aparece en textos convencionales que tuvieron que ocultar hechos y sentimientos. Las niñas queer, o niñas raras que protagonizan gran parte de la literatura de nuestra contemporaneidad, son una ventana al conocimiento muy especial porque nos ofrece panorámicas inéditas sobre conflictos que no pudieron escribirse. La dificultad que ofrecen estos textos se debe a la necesidad de sus autoras de recurrir a ciertas tretas y formas codificadas de expresión como condición de posibilidad de las mujeres que querían ocupar un espacio público de creación. Las niñas raras o queer de la literatura española del pasado siglo, alter ego de sus creadoras, normalmente tildadas de sabelotodos o marisabidillas –para restarles credibilidad– fueron, en este sentido, el personaje a medida, porque cometían la osadía de “entender”. Saber leerlas es hoy tan estimulante como necesario porque fueron ellas las que nos hablaron de los temas más difíciles de abordar en tiempos de déficit de libertad de expresión, bien por el silenciamiento que impuso la dictadura o por la autocensura que conlleva el exceso de corrección política en democracias no del todo consolidadas.

Julia ha sido un texto estimulante y desafiante para la crítica –que en muchos casos no atinó con estos mensajes cifrados–, pero mucho nos tememos que le ha faltado en España el público “entendido” que exige la propuesta de Moix. Quizá sean excesivos los silencios en la novela, unos impuestos directamente por la censura y otros atribuidos a la pulsión autocensora que invade la creación literaria de mujeres que no encajan con el régimen emocional del contexto español de la dictadura. Paradójicamente, lo que resulta de todo este esfuerzo por ocultar los sentimientos y las consecuencias de la represión social sobre Julita/Julia es una propuesta literaria harto elocuente de lo que significaba tener una identidad de género diferente durante el franquismo.

Como escritora lesbiana, Ana María Moix, ha conseguido sortear la mayor dificultad que puede presentarse a una creadora –la ausencia de libertad de expresión– y elaborar un texto que todavía a día de hoy contiene propuestas literarias innovadoras y estimulantes en general pero específicamente interesantes para las identidades queer, entre otras, ya que, durante la dictadura franquista, e incluso durante la transición, la sociedad española no sabía lo que era una lesbiana. Era este un calificativo, peyorativo, por supuesto, que se aplicaba a cualquier mujer independiente. La ley de peligrosidad social las asimilaba a los homosexuales y el destino de estas mujeres, en muchos casos, fue el manicomio. Consideradas enfermas o rebeldes, pues se las culpaba de no mostrar voluntad alguna de curación, solían ser condenadas cuando menos, al ostracismo social. Hemos vivido muchos años en España sin saber mucho de las lesbianas, nuestras compañeras de viaje, por ser mujeres casi siempre imbuidas de una fuerza que las convertía en seres casi mitológicos. Pero no las vimos. Durante la dictadura franquista e incluso durante la inmediata transición –como bien refleja la película Te estoy amando locamente– tuvieron que ocultarse y poco o nada supimos de ellas y de sus obras, en un contexto político cuyo objetivo era volver a recluir a las mujeres al ámbito de lo privado y a su tradicional papel de “ángel del hogar”. El hecho es que nuestra triste historia política del pasado siglo nos ha escamoteado las obras de las mujeres creadoras en general, y las de las lesbianas en particular. Cuando descubrimos la absoluta maravilla de la producción literaria y científica de estas mujeres que estamos recuperando desde hace poquísimo tiempo –¿qué significa una década, apenas, de simsombrerismo?– nos sentimos abochornadas como ciudadanas porque, una ocultación tan desmesurada tiene que responder a una incapacidad patológica de toda una nación para enfrentarse al poder. Pero ni las lesbianas, ni las mujeres, ni la ciudadanía en general se entregó a la lógica de la sumisión –permítaseme el oxímoron– que marcaba el nacionalcatolicismo. Ni las personas transterradas, que sabían bien que su exilio era una especie de bendición (una auténtica blessing in disguisse, como tan bien describe la expresión inglesa) que las mantenía a salvo de la violencia del régimen, Chacel es un caso paradigmático de incomprensión por sus declaraciones en este sentido, ni las exiliadas del interior como Ana María Moix, pusieron su genio al servicio del poder.

En este sentido, tanto Leticia Valle de Chacel, como Julia de Moix, son personajes paradigmáticos y auténticamente originales sobre la posibilidad de formas de rebelión a través de la autoconfiguración de subjetividades capaces de generar esperanza de libertad de pensamiento y acción incluso bajo regímenes autoritarios que no dejaban espacio para la vida íntima. El coste personal para las autoras, por supuesto, fue muy alto, quizás tan alto como para explicar el cuestionamiento continuo de las declaraciones de Chacel o la patologización del personaje de Julia por parte de la crítica, en el caso la Julia de Ana María Moix. Lo cierto es que con estas novelas autobiográficas ambas autoras componen relatos capaces de alcanzar la belleza que procura la exigencia de un pensamiento que no se detiene en la comodidad de lo aceptable o la urgencia de lo necesario. Los sucesivos retornos de Chacel, por ejemplo, prueban sus intentos de conjugar obra y patria y solo la calidad de su trabajo y la inquebrantable honestidad de su oficio lograron conciliarlas finalmente, pues no pudo la tierra sino acoger las palabras que la harían habitable. Ana María Moix puso su “no decir” a gritar y hoy por fin podemos leer una partitura que, sin muchas más notas que las de sus silencios, puede convocar instrumentistas de lo más variado, de lo más queer, en toda la rica y ya bien comprendida amplitud semántica que este término abarca en su lengua.

Sorprende que, en nuestros días, cuando se necesitan tantos referentes por parte de las personas que se sienten diferentes y que sufren por no encajar en las convenciones del comportamiento social, se siga obviando la lectura de la obra de Ana María Moix. Porque la autora catalana y Julia, su alter ego, sí que imaginaron a la mujer lesbiana, y, más importante aún, imaginaron también que podía existir ese público “entendido” capaz de leer entre líneas y rellenar los silencios que expresaban estas mujeres. Resulta muy interesante en este sentido comparar a la autora y a su personaje a través de sus propias voces. En algunas entrevistas, Moix hace explícito con una rotundidad que resulta dolorosa, esa realidad del “no decir” de Julia. Cuando Geraldine Nichols le pregunta sobre la libertad con que su hermano Terenci Moix hablaba de su homosexualidad, ella respondía en relación con la suya de un modo tajante: “Yo no lo haría nunca. Yo no lo haría”. Relacionaba la libertad de expresión de su hermano y su “desarmarización” con la hipocresía de la sociedad catalana de aquel momento:

“Visto desde fuera, es algo alucinante. Porque esto, que lo hiciera un gobierno muy avanzado, que esto pasara en Suecia, no te extraña; pero que pase en Cataluña con un gobierno Pujol, cuya mujer condena la homosexualidad en televisión, y el aborto, y dice la gente que van a misa toda la familia, pues es raro, ¿no?”.

Una Ana María Moix ya adulta puede hacer explícita con total claridad esa imposibilidad de hablar y “desarmarizarse” cuando se trataba de la homosexualidad femenina. Pero, desde luego, el “no decir” de la joven Julia, consecuencia de múltiples traumas relacionados con la represión política del régimen franquista que había tensionado al máximo la sociedad y con los conflictos de identidad de género a partir de una violación que nunca –tema tabú– se hace explícita, es un reflejo absolutamente fiel del silenciamiento sufrido por la autora. De todo ello tenemos confirmación en las cartas que Ana María Moix escribió a Rosa Chacel y que conforman uno de los epistolarios más bellos y elocuentes de nuestro acervo literario autobiográfico; un excepcional archivo emocional, como lo denominaría la historiadora Rosa María Medina Doménech, que nos habla de lo mejor de la literatura española de nuestra contemporaneidad y que contribuye al conocimiento de la interesante relación entre el destierro y el exilio interior que tan bien ha estudiado Jordi Gracia en sus trabajos A la intemperie o La resistencia silenciosa. Un diálogo epistolar y dos textos que tanto necesitamos ahora mismo para restablecer conversaciones y debates que día a día se interrumpen como consecuencia de la irresponsabilidad política que supone el descuido de nuestra memoria histórica.

No habría que pensar en Julia como una novela especialmente compleja si tenemos en cuenta que se escribió en muy poco tiempo, un mes, según declara la autora. Pero lo cierto es que Moix pone en juego un arduo entramado de recursos narratológicos muy efectivos. El uso de metáforas y la articulación de significados a partir de recorridos metonímicos, por ejemplo, estimula una lectura creativa que otorga al lector una responsabilidad esencial en la elaboración de la historia. La autora consigue que nos hagamos cargo del conflicto y de los problemas del personaje desarticulado que forman Julia y Julita. No hay duda de que Moix quiere y logra una lectura no solo comprensiva, sino consciente y comprometida y para ello pone en juego desde el comienzo lo que consideramos el gesto queer por antonomasia de la creadora: un narrador poco fiable que se interpone entre el público lector y Julia; sospechamos del narrador casi desde el comienzo porque como lectores “entendidos” y capaces de leer entre líneas, sabemos que es un narrador extraño, que no cuida de Julia. Ana María Moix, con un narrador en tercera persona para hacerse cargo de un “yo”, introduce un elemento un tanto perverso que disloca el texto de una manera tan molesta que no puede sino hacernos empatizar con Julita y Julia e incitarnos a dar respuestas, es decir, a interpelarnos responsablemente para hacernos cargo de su sufrimiento. En este sentido, la figura del narrador interviene, desde luego, tanto en la historia como en la recepción de la misma y consigue aproximarnos a la sensación de angustia de una niña/mujer extremadamente vulnerable sometida al acoso que sobre ella ejercen todas las instancias que debían precisamente de protegerla.

 

Biobibliografía de A. M. M.

 

Reeditados recientemente:

Poesía completa. Edición y prólogo de Andreu Jaume. Lumen, 2024.

Conversaciones en el tiempo. Veintinueve entrevistas. Amarillo Editora, 2024.

Detrás del telón. Edición a cargo de Nora Catelli y Edgardo Dobri. Editorial Trampa, 2023.

Julia. Prólogo de Julia Viejo. Bamba Editorial, 2023.

El present perdut. Edición a cargo de Martín Farré. Edicions 62, 2015.

Semblanzas e impertinencias. Edición, introducción y notas de Rosalía Cornejo. Laetoli, 2016.

 

Ana M. Moix (Barcelona, 1947-2014). Escritora profundamente comprometida con las cuestiones sociales en general y con la recuperación de la escritura de mujeres en particular. Su pertenencia a una familia burguesa y muy conservadora dejó una profunda huella en su obra. Escritora precoz, su primer libro Todos éramos unos marranos, lo escribió cuando tenía doce años. A los dieciocho escribió El gran King. La muerte de su hermano mayor Miguel la afectó profundamente y el reflejo de este sufrimiento se plasmó en muchas de sus obras. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona y participó activamente en los movimientos estudiantiles revolucionarios de los años sesenta. A su círculo de amigos pertenecían Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Vicente Molina Foix y Leopoldo M. Panero. Con ellos vivió una interesante etapa de gran actividad cultural ya que tuvo acceso a obras literarias que, debido a la censura franquista, no eran accesibles en España.

En 1969 aparecen sus libros de poemas Call me Stone y Baladas del Dulce Jim y en 1970 recibió el Premio Vizcaya por su obra No time for flowers y otras historias (1971). En 1983 Lumen recupera su poesía en A imagen y semejanza. Ana María Moix fue la única mujer incluida en la antología Nueve novísimos poetas españoles de 1970, obra de José María Castellet cuyo proyecto cultural pretendía superar el aislamiento cultural y el retraso que la dictadura franquista imponían en España. Moix publicó su primera novela, Julia, en 1970 y continuó el argumento de este relato en Walter ¿por qué te fuiste? (1973). Publicó una recopilación de relatos, Ese chico pelirrojo a quien veo cada día, en 1971. Entre sus numerosos trabajos como periodista destaca la serie de entrevistas que publicó en 1972 que había realizado a diferentes personajes de la cultura para el periódico TeleXprés titulada 24×24: Entrevistas. Fue directora de la emblemática revista Vindicación feminista en donde escribió crítica cinematográfica, literaria y teatral y colaboró en las revistas Triunfo, Camp de l´Arpa y Destino.

Como escritora de literatura infantil destacan La maravillosa colina de las edades primitivas (1976), Mi libro de… los robots (1983), una versión del Cantar del Mío Cid (1984), Miguelón (1986) y La niebla y otros relatos (1988). La concesión del Premio Ciudad de Barcelona en 1986 por su recopilación de cuentos Las virtudes peligrosas impulsó el interés por su obra de ficción y estimuló el interés de la crítica. En 1995 obtuvo el premio Ciudad de Barcelona por su novela Vals negro (1994). En 1994 publicó Femenino singular y poco después el ensayo después Extraviadas ilustres.

Entre sus textos autobiográficos conviene destacar el conjunto de cartas que escribió a Rosa Chacel que forman parte de una correspondencia de gran belleza e interés que se publicó bajo el título De mar a mar. Epistolario con introducción de Ana Rodríguez-Fischer. Gracias a este excelente epistolario podemos conocer mejor las obras de las dos escritoras, su relación de amorosa amistad y el decisivo papel que Rosa Chacel ejerció en la configuración autorial de Moix.

Es autora, junto con Rafael Sender, del libreto de la ópera Ruleta. Ópera para un fin de siglo, de Enric Palomar, estrenada en Barcelona en octubre de 1998. Es autora, junto con Francisco Hidalgo, del texto del libro homenaje a Carmen Amaya, una biografía visual con fotografías de Colita y Julio Oubiña, Carmen Amaya 1963: Taranta. Agoto. Luto. Ausencia. En 24 horas con la “gauche divine”, escrito en 1971 pero publicado en 2001(incluido en el recientemente editado Detrás del telón), donde elabora un retrato brillante, amable e incisivo a la vez de la ciudad de Barcelona de los años setenta y de los componentes del grupo de intelectuales al que perteneció. Un texto clave para entender ese mundo estancado donde nunca pasaba nada y que sin embargo contrastaba con la dinámica social marcada por la revolución cultural y la inquietud cultural de jóvenes como ella. En 2002 se publica De mi vida real nada sé, una colección de diez cuentos en donde se reflejan los conflictos de su intimidad a través de su fino sentido del humor. Su compromiso social se mantuvo hasta su madurez, como demuestra su ensayo Manifiesto personal (2011) o sus artículos de prensa como los que escribió para el diario Público, reunidos en El present perdut (2015). Como traductora, abordó trabajos de diferentes ámbitos y géneros. Destacan sus traducciones de Baudelaire, Nerval, Maupassant, Dumas, Beckett, Aragon, Villiers de l´Isle-Adam, Hofmannsthal o Mary Shelley. Se interesó por la traducción de autoras contemporáneas poco conocidas, tanto teóricas como de ficción, como Françoise Sagan, M. Duras, H. Cixous, Catherine Rihoit, Anne Delbée, Nina Berbérova, Danièle Sallenave, Chantal Delmas, Choe Yun, Concha Serra Ramoneda, Amélie Nothomb, Valérie Tong Coung, Nadia Fusini, Kay Thompson, Randa Jamis o Wislawa Szymborska.

Para saber más sobre Ana María Moix: documental Ana María Moix, passió per la paraula, dirigido por Anastasi Rinos y las investigaciones de Char Prieto, Ellen Mayock, Gema Pérez-Sánchez, Sandra Kingery, Ana Rodríguez Fischer y Rosalía Cornejo Parriego, Sandra J, Schumm, Geraldine Clearly Nichols, Rosa Medina Doménech y Lorena Alemán, María Elena Soliño o Holly Ann Stowal, entre otras.

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