Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
ArpaEn otros lugares: Victoria o muerte

En otros lugares: Victoria o muerte

La primera ocasión que escalé fue en Chamonix con un calzado grueso y unos pantalones prestados. Estábamos cómodamente instalados en un hotel. Los verdaderos escaladores, tipos seguros de sí mismos procedentes de todas partes, acampaban o dormían en refugios. No parecían atractivos, sino desaliñados y duros. Me aprendí el nombre de las distintas piezas del equipo –las tiendas estaban llenas de estos artículos– y oí una primera muestra del humor de los escaladores. Había muchos japoneses, los veías por todas partes pululando por los caminos. Uno de ellos se había caído justo al lado de un escalador británico, quien comentó a su compañero: “Se nota un poco de fresco”. (En inglés, nip, fresco, es también un término despectivo para referirse a los nipones.)

Escalamos la Index, la Piste Verte, parte de la Cosmic y la Floria; todas eran fáciles y todas se me han borrado de la memoria. Lo que sí recuerdo es la abarrotada pared rocosa a la que fuimos un par de horas el primer día para practicar. Era agosto y hacía calor. Me pusieron un arnés y me ataron a una cuerda, y tras unas pocas instrucciones empezamos a subir. A tres metros del suelo empecé a asustarme. Sudaba a chorros. Busqué a tientas agarres que no sabía si resistirían. La angustia y la incertidumbre se apoderaron de mí. No podía creer que lo lograría, pero se suponía que era fácil. Eso fue lo que me impulsó a seguir escalando, eso y el orgullo. Sobra decir que no disfruté nada.

Los grandes momentos de una escalada son una dura prueba y, como la mayoría de las pruebas duras, tiene el poder de vincularnos estrechamente a ella. Cuando todo se acaba, recordamos los triunfos, pero éstos son vagos, como la felicidad. Mucho más vívidos e inolvidables son los momentos de desesperación. Estás muy alto, a dos o tres plomos por lo menos, en algún lugar expuesto sin nada debajo más que aire vacío. A tus pies quizá ves la carretera, por la que pasan pequeños coches y camiones. Estás apoyado sobre muy poco, aferrándote a duras penas, y tienes que estirar el brazo y poner el pie sobre algo del tamaño de un nudillo. Pero no puedes moverlo. Lo has intentado tres o cuatro veces y por poco te caes, o ya te has caído y te has golpeado el brazo y la rodilla. Has perdido toda la confianza. Empiezan a flaquearte las fuerzas, así como algo más importante: la fe. En su lugar surge el pánico. La pierna que te sostiene empieza a temblar como si estuviera sobre el pedal de una máquina de coser. A la izquierda no hay nada; a la derecha sólo esa pequeña grieta demasiado poco profunda para encajar los dedos. La has explorado una y otra vez. Debes de haber pasado algo por alto, algún tipo de agarre, una combinación, pero no logras dar con ello y no puedes bajar; deslizarte hacia abajo sería aún más difícil. Te oyes respirar, notas cómo tiemblas. Estás totalmente solo. Nadie puede ayudarte, y darías cualquier cosa, cualquier cosa en el mundo, por estar en otro lugar.

Un corredor puede retirarse tambaleándose de una pista. Un bateador puede permitirse fallar un swing, un tenista puede dejar de esforzarse. Hasta un boxeador de la más alta categoría puede tirar la toalla. Lo que tiene la escalada es que a veces no hay escapatoria: no puedes rendirte sin más. Si Roberto Durán hubiera sido escalador habría caído al vacío. Creo que esto, más que los peligros, que siempre se exageran, es lo que hace tan poderosa la experiencia, que apela a algo primario, y los escaladores, que en otras facetas de la vida pueden ser necios, machistas o egoístas, parecen tener algo en común, una especie de conocimiento adquirido de su propio espíritu o, si se quiere, de su carácter. Para ello hay que arriesgar algo, por supuesto, hay que esforzarse. Incluso en su forma más placentera, la escalada es un reto. Sin eso no hay nada.

La dificultad de los ascensos que requieren una cuerda de nailon, tuercas, cinchas, mosquetones, en definitiva, el equipo de escalada, se valora en una escala aritmética que originalmente era de 5,0 a 5,10. El límite superior se ha elevado para cubrir logros que antes se consideraban imposibles y ahora oscila entre 5,13 y 5,14. Por lo general, una persona sin experiencia puede, con un poco de instrucción, empezar con 5,5, por ejemplo, y no tardará en manejarse en un 5,6 o 5,7. A partir de ahí el asunto se vuelve rápidamente más exigente. El 5,11 es para arácnidos, y los 5,12 y 5,13 rayan en lo increíble.

Hay escaladores devotos que nunca pasan del 5,8. En el otro extremo están los hombres duros, los santos y visionarios que viven en Yosemite o en el Cañón Eldorado y escalan trescientos días al año, recorriendo rutas largas y peligrosas en solitario y sin cuerdas, mucho más allá de donde podemos llegar los mortales. Como la mayoría de los héroes, en circunstancias ordinarias no tienen nada de especial. Asumen su grandeza. Simplemente no reconocen la posibilidad de caer. Una vez le pregunté a un famoso escalador que solía ascender en solitario si se asustaba cuando el margen de seguridad se reducía a casi nada, y qué pensaba en esos momentos. Me respondió que hacía como si estuviera a medio metro del suelo, y se decía que no había nada de que preocuparse, y el truco funcionaba. Así había escalado la vertiente norte del Eiger él solo.

La escalada es elitista, y eso forma parte de su atractivo, pero no es un deporte para ricos. Se hizo popular en el siglo XIX entre la clase alta inglesa y adquirió una reputación aristocrática, pero la clase trabajadora tomó el relevo, y en nuestro país atraviesa todos los estratos sociales: estudiantes, médicos, físicos, románticos. Todo lo que se necesita es un

calzado adecuado y un swami: una tira ancha de nailon tejido que se enrolla alrededor de la cintura para atar a ella una cuerda. Sin otro equipo que ése puedes esperar al pie de una pared rocosa a que alguien con una cuerda necesite un compañero de escalada. Ésa es una forma clásica de aprender, como hacer de caddie. Otra es ir a la escuela de escalada. Pero entre los chavales que se pasan la vida esperando a alguien con quien escalar están los que algún día serán los campeones de este deporte, si existiera tal cosa. La escalada está por encima de tales formalidades. Sólo hay nombres que han destacado sobre otros y se han abierto camino en la leyenda.

Cruzamos el puerto de montaña a última hora de la mañana. El cielo azul estaba vacío, y las Rocosas, de un verde intenso. Nos dirigíamos a lo que se conoce como Monitor Rock. La carretera seguía y seguía.

Por fin apareció a lo lejos, como suspendido en lo alto, un enorme objeto gris sobre la pared del bosque. A medida que nos acercábamos, descendió poco a poco a la tierra y se hizo más pequeño. Subimos por el bosque de pinos, sintiendo la tierra oscura y seca y la pinaza bajo los pies. Desde la base, la roca parecía más alta que el campanario de una iglesia. Robbins se quedó mirándola. Era un ascenso largo, dijo. Algunos tramos podrían ser difíciles para mí.

—¿Qué nivel de dificultad dirías que tiene?

—Cinco con ocho –calculó.

Nos sujetamos con las cuerdas. Yo estaba un poco nervioso, es más fácil una vez que ya has dejado el suelo. Él miró un momento más hacia arriba, luego se acercó a la pared y empezó.

Escalando con un inmortal. Aun así hay que esperar mucho, esperar y mirar hacia arriba. Él desapareció por encima de una cornisa. De vez en cuando la cuerda enrollada en el suelo cobraba vida y se elevaba un tramo.

Él no se molestaba en que yo lo asegurara, no al principio.

Uno de los grandes alpinistas que ascienden en solitario me confesó que sólo se sentía inquieto cerca del suelo. Entendí lo que quería decir, pues de algún modo intimida, se resiste a dejarte ir. Cuando llegó el momento empecé a escalar. El primer tramo no fue difícil, pero el segundo sí. Había una chimenea, bastante larga, seguida de un tramo transversal corto y pelado. Para entonces ya estábamos muy altos. Encontré a Robbins esperando justo encima de ese tramo oblicuo, en una hendidura poco profunda.

—Es la escalada más difícil que has hecho hasta ahora –me comentó.

Palabras emocionantes. Cayeron en un corazón aprensivo. Estábamos mirando el valle y por encima de nosotros había otra chimenea, cerca de cuya cima había un peñasco encajado, se suponía que con firmeza.

—Cuidado con eso –me aconsejó–. Mantente a la izquierda y no lo toques.

Asentí. Mientras se preparaba para continuar el ascenso, me di cuenta de algo más: se estaba levantando el viento. De pronto había nubes. Lo observé mientras subía, tanteándolo todo primero con la mano. De vez en cuando había piedras sueltas. Pero él no desprendía nada, o casi nada, con los pies. Me quedé allí asegurando a mi compañero mientras contemplaba el azul de la tormenta que se avecinaba.

Conocí a Royal Robbins en una sandwichería de Modesto, California. Era tranquilo y taciturno, y tenía una ampolla en el labio. Hablamos de sus orígenes. Su padre, que desapareció en los primeros años de su vida, había sido campeón de peso welter de Virginia Occidental. Aunque llevaba gafas y parecía delgado, Robbins causaba una fuerte impresión. En aquel momento era el alpinista más famoso del país. Había realizado el histórico ascenso del Half Dome y escalado en solitario El Capitán entre muchos desafíos decisivos. Puro, competitivo y con principios elevados, en el transcurso de más de una década se había convertido en el espíritu guía de la escalada estadounidense. Leía a Emerson. Creía en el carácter. Cuando le preguntaron qué le parecía que había forjado el suyo, respondió:

—Probablemente los genes. –Y añadió: Y los libros que leo.

—¿De qué tratan?

—De perros, sobre todo.

Cuando empecé a ascender por la chimenea, el viento soplaba con fuerza. Oía que Robbins me gritaba algo desde lo alto, pero el viento se llevaba las palabras y no entendía lo que decía. Probablemente me metía prisa. El peñasco se veía cada vez más grande. No tardé en estar justo debajo de él. Era del tamaño de una estufa y, si caía, lo haría con todo su peso. Tenía miedo de tocarlo, pero no encontraba la manera de rodearlo. Intenté distintas tácticas. Al final puse la mano ligeramente sobre él; no había otra opción si quería mantener el equilibrio. Parecía firme, y apoyándome un poco, sin agarrarme a nada, al parecer, conseguí pasar.

A estas alturas el cielo estaba oscuro. Yo tenía prisa, Robbins seguía gritando, caían las primeras gotas y, por supuesto, me quedaba la parte más difícil. Estaba unos metros por encima del peñasco y no encontraba dónde asirme. Todos los agarres eran redondeados y lisos. Empecé a escalar de todos modos. Robbins me gritaba, indicándome por dónde ir, cuando se me resbaló el pie. No encontraba dónde apoyarlo y una de las manos se me escurría.

—¡Cuerda! –grité, y ésta se tensó, permitiéndome asirme por un momento a un punto de apoyo que encontré no sé cómo.

Seguí subiendo.

Cuando alcancé a Robbins, me di cuenta de que estábamos cerca de la cima de la primera mitad; había una gran zona plana a un lado y nos apresuramos a trepar hasta ella. Me alarmé al ver un árbol, pues temía que cayera un rayo. Encima había dos tramos empinados, y Robbins empezó a subir el primero por la parte más expuesta. Tras unos tres metros volvió a bajar. Era demasiado difícil.

—Podría hacerse, pero es demasiado esfuerzo.

Mientras tanto, la lluvia había amainado. Parecía que la tormenta iba a pasar de largo. Robbins probó por otra grieta más hacia el interior. Ascendió unos diez metros y, desde donde yo estaba, me pareció que había un vacío en el tercio superior. Más allá, ¿quién sabía?

—¿Vamos a subir a la cima? –le pregunté con naturalidad. Parecía que habíamos tenido un respiro.

—Conoces el lema de victoria o muerte, ¿verdad? –me preguntó a su vez con una leve sonrisa.

El largo final empezó con puntos de apoyo endebles y huecos erosionados para las manos. Luego alcanzamos una esquina y llegamos a un pequeño saliente. Cuando la roca sobrepasa la vertical por arriba, tengo la sensación de que intenta decirme algo. Cerca del final me sentía agotado. Me quedé allí reuniendo fuerzas. Por fin llegué hasta donde él estaba. No recuerdo lo que dijimos, si es que dijimos algo. Estábamos en la cima. Era una sensación sublime. En la amplia cumbre crecían árboles.

Hasta las paredes más difíciles suelen ser fáciles de descender por detrás o por un lado. Tras unos minutos allí parados nos pusimos en camino. Cruzamos toda la cima y bajamos por un sendero que nos llevó al punto de partida. Por encima de nosotros se elevaban paredes escarpadas, más lisas e intimidantes que la que habíamos escalado. Robbins se detuvo a contemplarlas.

—Éstos sí son ascensos de verdad –comentó por fin. Y añadió: Hay un punto débil evidente allí, si se logra alcanzar. –Señalaba una zona peliaguda a varios cientos de metros de altura–. Tal vez se podría empezar por la derecha y atravesarla.

Allí no había gran cosa. La roca tenía unos ciento veinte metros de altura, casi en línea recta y mostraba pocos rasgos reconfortantes, aunque, como me dijo Robbins cuando lo conocí, lo que hacía difícil una escalada no era la inclinación por sí sola. Yo le había preguntado entonces qué era.

—La falta de buenos agarres –respondió.

Escalar mata el ego pero también lo refuerza. Las grandes paredes rocosas suelen encontrarse a cierta distancia de las ciudades y la civilización, rodeadas de bosque o de desierto. Solitarias y grandiosas, forman parte de la naturaleza virgen, y a su alrededor se tejen los mitos más antiguos y sagrados. Los escaladores, tomando el título de Lionel Terray, son conquérants de l’inutile, una frase bonita y fácil de traducir que en realidad se refiere a los que están dispuestos a darlo todo para obtener un trozo de tela. Terray, que se hizo famoso en el Annapurna, era alpinista, lo que abarca la escalada en roca, pero en el contexto del montañismo, con sus condiciones meteorológicas, hielo, nieve, aludes; lo que los alpinistas llaman peligros objetivos. Fue una de las figuras más atractivas de una generación dominada por Bonatti, un italiano que logró lo que a menudo se considera la mayor hazaña alpina de su época, un ascenso en solitario a la cornisa suroeste del Dru que nunca se había escalado y que duró seis días. Desde entonces ha habido ascensos en solitario extraordinarios, entre los que destacan el de Henry Barber a la Sentinel Rock y el de John Bachar a la New Dimensions de la Arch Rock, ambas en Yosemite. En cualquier otro contexto que no sea la época dorada de la escalada se les consideraría insuperables.

*    *    *

Nunca escalé El Cap, aunque una vez me invitaron a hacerlo; tampoco escalé el Dru. A veces me encuentro con que dan por hecho que lo hice, y hay una ruta moderada por la vertiente sur que, en las condiciones y con el acompañante adecuados, podría haber hecho. Ya nunca los escalaré. Hace varios años que me he alejado de todo ello y no creo que vuelva a dedicarme. Una primavera, al principio de todo, escalé la Tahquitz Rock, “el 5,4 más duro del mundo”, como lo describió el gran escalador con el que estaba. Eso fue porque era el primer ascenso del año. Ahora resultaría aún más difícil, ¿y dónde encontraría el tiempo, los días soleados, la libertad?

Así que, como dice el poeta, los conoceré más adelan te. No serán más viejos. Volveremos a dormir al raso, en la parte trasera de las furgonetas o en salientes en la oscuridad helada, esperando las primeras luces. Fuera, en las llanuras, las farolas de pueblos lejanos seguirán encendidas y por la carretera circularán coches solitarios; uno se pregunta adónde se dirigen a esas horas, a los bares de carretera, a los moteles, a casa. Arriba, envuelta en la oscuridad, está la cumbre. El resto es silencio, estrellas y, llegado el día, la promesa de triunfo, un triunfo más puro, más imperecedero y más fútil que casi cualquier otra cosa.

 

Este texto pertenece al libro En otros lugares. Reportajes literarios y crónicas de viaje que, con traducción de Aurora Echevarría Pérez, ha publicado la editorial Salamandra.

Más del autor