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Mientras tantoManifiesto fuera de campo, o la guerra es un asesinato

Manifiesto fuera de campo, o la guerra es un asesinato


 

Uno: Abdul Jawad Hussu.

¿Puede un manifiesto poético ser un manifiesto?

En la Vía Norte de la ciudad de Vigo siempre soplaba un viento de mil demonios. Aquel balcón sobre da ría parecía un mirador para avistar cascos enemigos, tropas de desembarco agazapadas tras las amuras, periscopios… pero también una meseta para despedirnos de la juventud, de una novia llamada Iria que iba a ser el amor para siempre y no lo fue, de los sueños de llegar a tener una vida verdadera lejos de la muerte, de guerras siempre lejanas porque no permitiríamos que la nuestra volviera jamás.

Dos: Abdul Khaleq Baba.

En la Vía Norte de la ciudad de Vigo resisten unos cines pequeños y poco glamurosos en los que no resulta grato invitar a directores que quieran hacer un manifiesto poético y político al mismo tiempo. Ni poetas que encuentren en el cine vetas de minerales sin explotar todavía en el mapa internacional de la codicia y de la infamia. Fue en ellos donde entré intrigado por un título del que ya sabía que no iba a ser una experiencia ni mucho menos amable.

Tres: Abdul Rauf al-Fara.

Por eso me dejó desconcertado que la pareja que me precedió en la taquilla comprara palomitas para acompañar el tiempo de viaje a La zona de interés. Se lo dije a la taquillera que también hacía de tendera: ¿Cómo se pueden pedir palomitas para ver un largometraje como este de Jonathan Glazer? Porque este filme en fuera de campo muestra la vida de la familia de Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz-Birkenau, en un chalé con piscina y jardín pared con pared con el campo de exterminio. No vemos lo que pasa en la otra parte del muro, por encima del cual asoman las chimeneas, la torre de vigilancia, el alambre de espino, y escuchamos, sí, algún grito, algún disparo, órdenes, y un rumor de fondo como de mercante de gran tonelaje que nunca apaga las calderas, las cámaras: un ruido sordo de ruedas que trituran la humanidad a manos de quien decidió que tiene derecho de vida y muerte sobre los despojados de su ciudadanía, convertidos en insectos por decreto. Por otra parte, devorar palomitas mientras se contempla La zona de interés era una suerte de reproducción a escala del mundo que habitamos. Porque para vivir dejamos el dolor, la injusticia, lo insoportable en fuera de campo, sin que la conciencia genere orzuelos o eccemas morales. Pues el espectáculo es eso, sociedad del espectáculo. Y no tiene consecuencias. ¿No las tiene?

Cuatro: Murad Abu Saifan.

¿Después de lo que está sucediendo en Gaza y Cisjordania, es posible seguir contemplando películas del holocausto sin pensar que la legitimidad de las víctimas está corrompiéndose por haberse convertido en verdugos? ¿Vamos a contar con filmes incontables sobre lo que está haciendo Israel en los territorios ocupados? Un crimen no justifica otro. Una limpieza étnica no lava otra. Los crímenes de lesa humanidad tienen que ser condenados e impedidos siempre si no queremos que la ley del más fuerte reine.

Cinco: Nabil al-Eidi.

Al salir del cine, después de las doce de la noche, me crucé con un hombre que dormía en la calle del Príncipe sin ni siquiera una manta. Me crucé con convecinos, compatriotas, conciudadanos, que también volvían a sus casas para pasar la noche. Como ellos, yo también seguí mi camino. Nos acostumbramos a todo, normalizamos lo que no es normal, ni mucho menos tolerable. Pero es así cómo vivimos, cómo elegimos vivir. Sin sacar consecuencias incómodas, intolerables. Porque no es fácil ser Simone Weil, aquella filósofa francesa que discutió a gritos con León Trotski en la casa de sus padres en París por la eliminación de tantos enemigos del pueblo, enemigos de la revolución; aquella filósofa francesa que para conocer de primera mano la vida que llevaban los obreros trabajó como una más, como fresadora en la Renault, a pesar de su flaqueza física; aquella filósofa francesa que se desencantó do su fascinación por los hombres de Durruti en nuestra Guerra Civil cuando comprobó que también ellos, como los fascistas, celebraban la muerte de inocentes. Simone Weil era la coherencia extrema de vivir como se piensa para no pensar como se vive. Por eso no es fácil ser como ella. ¿A qué tendríamos que renunciar hoy mismo, esta misma noche, si decidiéramos ser radicalmente coherentes con lo que pensamos?

Seis: Najwa Radwan.

¿Puede un manifiesto ser un manifiesto sin ser poético?

Virginia Woolf consideraba la lectura como un acto disociativo, es decir, que cuando leemos nos dividimos en dos, de tal manera que el estado de lector consiste en el completo borrado del ego, mientras profesamos una constante unión con otra mente. Leer es ser generoso con tiempo, ser otros íntima e intensamente, hablar despacio con otros aplastados por el engranaje incomprensible del mundo.

Siete: Nisreen al-Najar.

Cando era niño en la ciudad de Vigo, como cuando era un muchacho en la ciudad de Compostela, como cuando estudié teatro y periodismo en la ciudad de Madrid, jamás imaginé o deseé acercarme como enviado especial a una guerra. Siempre tuve miedo de la violencia física: prefería que me pegaran a pegar. Todavía hoy. Pero llegué un día a mi periódico de aquel entonces y el redactor jefe de internacional me preguntó si quería ir a Sarajevo. Enseguida pensé en una bala entrando a cámara lenta en mi cabeza. Y sentí curiosidad morbosa por cómo se sobrevive en una ciudad sitiada, y por cómo se maneja el miedo, cómo se vive y cómo se muere, y cómo no se pierde la humanidad… y de qué manera contar, la muerte, la guerra, el desasosiego, la desesperanza.

Ocho: Oday al-Sultan.

Tuve la suerte y la desgracia de ver de muy cerca el dolor de los demás, en Bosnia, en Ruanda, en Liberia, en los dos Congos, en tantos lugares donde lo peor de nuestra especie se mostraba con tanta crueldad como en nuestra Guerra Civil, donde la piedad era un perro callejero, donde la vida parecía no valer nada. Aunque también, en ese mismo corazón de las tinieblas, también te encontrabas con gente que prefería morir a matar, o daba todo lo que tenía, incluso la vida, por los demás.

Nueve: Zayd al-Bahbani.

¿Qué aprendí? Que las palabras pueden matar cuando son como puños, cuando son como pistolas o cuchillos. Pero que las palabras también pueden consolar, limpiar, acariciar, compadecer. Y que cuando no teje la sintaxis con toda a exactitud, la belleza y el cariño, aunque sea para dar cuenta del espanto, volvemos a matar a los muertos, reavivamos las heridas de las víctimas, resucitamos su sufrimiento. Nuestro deber es de memoria y de justicia, aunque con nuestras palabras no se cambie el curso ni el estado de las cosas. No soy el mismo y doy las gracias no sé a quién por haberme acercado a ese pozo de nuestra condición para ver lo peor y lo mejor de lo que somos capaces de hacernos.

Diez: Zeyn al-Jarusha.

¿Cuánto tiempo sería preciso para dar cuenta esta mañana de marzo en Compostela, en la que abrimos con este manifiesto no sé si poético o antipoético un festival que quiere hacer de la poesía un lugar de encuentro contra la guerra, apenas once nombres de los 11.500 niños asesinados en Gaza por las Fuerzas de Defensa de Israel? Fuerzas de Defensa: non es ni ironía ni paradoja, sino una figura retórica algo peor: una manera de torcerle el pescuezo a la verdad para que signifique lo que queramos que signifique. A 4 de febrero de este año ya inolvidable de 2024, según el recuento que hizo el periodista israelí Gideon Levy en el diario Haaretz, que escribió que eran 11.500 niños y niñas muertos desde el 7 de octubre. Porque en Israel todavía hay hombres justos entre las naciones. “Un horror de esta magnitud no tiene más explicación que la existencia de un ejército y de un gobierno que carece de los límites establecidos por la ley o por la moral”, escribió en su periódico Gideon Levy, a quien decidí dejarle el antepenúltimo párrafo de este Manifiesto fuera de campo, que es más plegaria que manifiesto.

El último es para el número once de esta lista de 11.500 que ya son muchos más, pero Zayne Shatat, como los otros diez, y los nombres de los que todavía no atesoré, no tenía ni siquera un año cuando llegó la muerte para llevárselo a la alacena de la nada. Eran bebés. A 4 de febrero de 2024, doscientos sesenta nombres de bebés que tenían cero años fueron segados de este mundo por bombas justicieras israelíes. Pequeños fuera de campo, fuera de la conciencia, fuera de la poesía, de la vida que no van a vivir jamás. No llevo cuenta de los niños ni de todos los inocentes asesinados en Ucrania, en Sudán, en la República Centroafricana, en tantos otros lugares que no figuran en los mapas de la actualidad, que no son los de la realidad. Como dice la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, “la guerra es un asesinato”. Ahora ya podemos empezar.

Posdata: Hace unas semanas le preguntaron en una entrevista a Residente:

—¿Falta valor en los músicos?,

 y Residente respondió:

—Pienso que es algo peor: sienten indiferencia. Como dice la canción de León Gieco, yo sólo le pido a Dios que la guerra nunca me sea indiferente.

 

 

Este texto se escribió el 27 de febrero en Madrid, en gallego (Manifesto fóra de campo, ou a guerra é un asasinato), para ser leído como un manifiesto en la última edición del festival Alguén que respira!, en Santiago de Compostela. La guerra, la destrucción de Gaza, el castigo colectivo, los asaltos en Cisjordania, no han cesado desde el horrendo ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre, aunque la violencia no empezó entonces. Al contrario. Ya son 35.000 los palestinos muertos a manos del ejército israelí, de los que 14.000 eran menores.

 

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