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Mientras tanto‘Dream’, buscando va, buscando vengo

‘Dream’, buscando va, buscando vengo


Cartel de "Dream" de Israel Galván y Natalia Menéndez
Cartel de «Dream» de Israel Galván y Natalia Menéndez

El gran problema que presenta Dream el último espectáculo de Israel Galván en el Teatro Español es que no ofrece una clave para ser entendido, leído o disfrutado. Desde luego, el título, el uso de la palabra sueño en inglés como anagrama de madre en español, y los textos sobre la diversidad de la maternidad que se leen en escena no resultan suficientes.

Tampoco lo son esos solos que se marca. Ya sea al compás de las máquinas de coser. O sobre platos de porcelana que acaba rompiendo. O sobre una pancha de poliespán o material similar sobre el que se encuentra la palabra DREAM, del mismo material, que acabará rompiendo a base de zapateado. O sea bailando sobre el agua.

La diversidad musical, que va desde standards de pop susurrados o aflamencados, a una percusión intensa, tampoco ayudan. Incluso el sonido de un cuerno que recuerda a las intensas y machaconas músicas tibetanas, que algún espectador llegó a agradecer a viva voz que dejara de sonar, tiene un efecto disruptor.

De alguna manera, esa desorientación o desconcierto se entiende menos en un espectáculo que tiene una dramaturgia detrás hecha por Natalia Menéndez. Es decir, no es un espectáculo coreográfico puro, en el sentido de que esté hecho desde y para el baile. Sino que sobre el mismo hay una mirada escénica más allá de lo coreográfico.

Todo lo anterior lastra un espectáculo que sin duda es de riesgo. Riesgo por que un bailaor salga vestido de mujer a bailar. No, no es que lleve volantes, sino que va con corpiño y falda, una flor en una oreja, maquillado, como en la foto del cartel, y lleva un chubasquero transparente y medias como los que suelen llevar las mujeres.

Tampoco hace ascos a incorporar movimientos de baile que habitualmente haría una bailaora. Transitando y mostrando que no hay pasos de un género o de otro. Y que hay que apropiarse de todos. Pues son herramientas de baile que no tienen género. Nada nuevo. Liñan ya lo hace con éxito. Y el propio Israel ya lo ha hecho, dentro de la búsqueda o deriva por la que quiere llevar su arte. Su baile y a sí mismo como bailaor.

De alguna manera, y a tenor de sus últimas propuestas, está metido en un proceso de búsqueda artística. Hay algo que le quema y le arde, que le está costando atrapar, que se le escapa. Y lo hace con el impulso, el compromiso y el convencimiento del artista que sabe que por esa senda va a encontrar qué y cómo contar algo que está viendo y que necesita mostrar y ser mostrado.

Esa búsqueda artística de la que siempre se beneficia el público. Sobre todo, el público que va abierto de mente y de espíritu. Que asiste al teatro a recibir y disfrutar lo que le dan. No como ese público que va buscando lo que cree que le tienen que dar. Un público sin esperanzas, ni expectativas concretas, excepto en la confianza en Israel Galván.

Será ese público el que más disfrutará de Dream. Porque se encontrará a un artista moviéndose en el alambre. En la cuerda floja. A punto de caerse. Con la única red de su baile y su presencia en escena. Que entenderá la clave desde el principio cuando el bailaor explota un papel de burbujas siguiendo el baile de sus pies en el escenario, como en cada uno de los solos citados anteriormente.

Que escuchará las historias de esas maternidades diferentes, textos dichos por la abogada Paquita Cobos Gil, no por una actriz. Que oirá la diversidad musical del espectáculo como algo que palpita en toda la obra y en el zapateado del artista.

Y que dejará a un lado la claridad o narratividad de la propuesta. Como se deja al leer poesía. Se quedará con el contraste entre la intensidad de muchos momentos, y el de que suena el cuerno es uno de ellos, y la calma de otros, como cuando Paquita y el bailaor dejan la escena juntos, la luz se va apagando y suena All I have to do is Dream de los Everly Brothers en la voz de la cantaora María Marín, que descansa y canta como en una película de vaqueros, del Oeste.

Entre medias de todo eso, queda un bailaor que domina el arte de bailar flamenco. No solo por cómo mueve y percute los pies en el suelo. Con la potencia suficiente para machacarse toda una vajilla al completo. Con la delicadeza para hacerlos resbalar en el agua, de una forma nueva y que no remita a Cantando bajo la lluvia. Y, también para mover las manos y aletear un chubasquero, de largo tres cuartos, hecho de plástico algo rígido.

Más que suficiente para que haya momentos que el público no pueda evitar aplaudir al final de algún número. Como no puede evitar ponerse de pie cuando acaba el espectáculo. Un espectáculo tope de contemporáneo al que aplaude un público que en gran parte peina canas y viste sin estridencias. Da que pensar y plantearse muchos lugares comunes.

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