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Mientras tantoOtro apocalipsis más, otro fin del mundo

Otro apocalipsis más, otro fin del mundo

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

para Martín Caparrós, maestro en sobrevivir apocalipsis

Esta mañana de domingo, 2 de junio de 2024, en que en mi país se celebran la que han llamado una “elección histórica” ―como si las anteriores, en un país infantiloide que apenas logra sostenerse por sí mismo, no lo hubieran sido: 1997, 2000― salí a recorrer el casco histórico de Varsovia, a hora temprana y calma, antes de que las multitudes lo abarroten el resto del día ahora que es verano.

Empujado por la lectura de un deslumbrante artículo publicado ayer en El País, cuyo autor  ha recorrido los rincones que el resto de nosotros calificamos sin más de demasiado inhóspitos y de donde ha traído noticias en forma de libros, quise volver a constatar que ―paciencia: llegué apenas hace seis meses a esta ciudad, todavía me despierto atribulado por las dichas y las angustias de sentir que en realidad estoy viviendo en Marte― si hay algo evidente en el carácter de Varsovia es su resuelta vocación de sobrevivir a cuanto desastre se ha ensañado con ella y sus habitantes. Antes de la ocupación por los soviéticos, todo mundo sabe ―aunque sea por encima― que, enterados de que el demonio se había suicidado en su Führerbunker, ubicado en las cercanías de la siniestra Reichskanzlei en Berlín, los soldados alemanes no tuvieron empacho en dinamitar la ciudad entera y en acorralar a tiros de bala a los pocos habitantes que se escondían entre las ruinas de Varsovia, la misma ciudad que, por un tesón empeño y un orgullo muy polacos, se dedicaron a reconstruir, piedra por piedra, tal como esta lucía antes de la hecatombe. Ni siquiera reconozco los trazos de Varsovia que conocí en las películas de Krzysztof Kieślowski. En la ciudad actual hay más luz que sombras, sobre todo en verano.

Antes de salir a mi paseo matutino, releí esto publicado en El País de ayer acerca del mundo de hoy: “La palabra apocalipsis es pura confusión. En su original griego significaba “revelación”: de άπο, separar, y κάλυψις, velo, ocultamiento; desvelar, revelar —que deberían ser antónimos pero son sinónimos […] Vivimos en estado apocalíptico: la sensación tan extendida, tan mal entendida, de que todo se nos va al carajo. La ilusión no se rinde. Aunque cualquier observador puede dar fe de que hay una sola característica que unifica a todos los apocalipsis desde aquel primero: que nunca se realizan. Los apocalipsis, como los viruses, no son tontos, y saben que, si nos mataran a todos, los primeros perjudicados serían ellos: desaparecerían. Los apocalipsis nos necesitan para que sigamos imaginándolos.”

Mientras recorría acompañado del fresco de la mañana el casco histórico de Varsovia y cruzaba hacia la Plaza del Mercado, uno de mis sitios preferidos y reducida a cenizas al menos en dos ocasiones entre 1817 y 1944, regresé con la cabeza ―ya se sabe que la caminata se hace utilizando las piernas pero también los sesos― al artículo del día anterior que tanto me había conmovido y puesto a pensar, cosa muy rara pero tan humana; cuanta razón lleva su autor: algo tiene la especie que tampoco se rinde, sea para crear o para destruir, Varsovia es ―casi resulta una perogrullada de tan evidente― una ciudad que ha sobrevivido demasiados apocalipsis. Solamente los seres absortos en su propio apocalipsis, carentes de imaginación, creen, incluso con fervor demente, que no hay vuelta de hoja.

Sin acabar de enterarme acerca del por qué, en la medida de lo posible soy enemigo de la nostalgia aunque el arrastre de ciertos estados melancólicos terminen por decidir este tipo de cosas, abrí la caja que contiene mis documentos personales y ciertos papeles de los cuales ―a pesar de cargar conmigo, en países que comienzan a ser demasiados, una parte de mi biblioteca y otros trastos más o menos inútiles― me ha resultado imposible deshacerme.

Hallé justo lo que buscaba: la evidencia que me sigue confirmando, para bien o mal, que la vida que vivimos quienes durante bastantes años fue una en la que nos importaba, por muy distintas razones y hasta el paroxismo, ejercer ese derecho tan cuestionado, el voto ―es fama que Borges, igualmente objetado, decía que la democracia es un engaño de la estadística― y de paso ventilar el enclenque y purulento establo político que habían habitado nuestros padres y abuelos, nosotros mismos. A mí me tocó involucrarme en el asunto durante mis años universitarios, que realicé en un lugar donde se estudiaba la naturaleza y réditos de un sistema de partido único, antes que la necesidad no de dinamitarlo ―por fortuna estudié en un lugar serio― pero sí de cambiarlo, y cambiarlo urgentemente.

Y así ocurrió, al margen de sesudas meditaciones académicas. Ocurrió porque ya era hora. A esto Octavio Paz lo llamó “Hora cumplida” en un ensayo publicado diez años antes de que un empecinado grupo de ciudadanos empujara la creación de una institución encargada de las elecciones, un órgano confiable, autónomo del poder político hasta donde podía serlo ―lo suficiente en un país y un sistema político cerrado y cerril.

Abrí entonces la caja de papeles viejos y tras revolver algunos pergaminos, me reencontré de narices, como en el caso de el artículo leído un día antes en El País, con la novedad que nos despierta la ilusión y el terror del fin de una época.

Me refiero al ejemplar del suplemento literario La Jornada Semanal fechado el 6 de julio de 1997. Encontré la popular y muy leída sección, “Autopista” que escribía su director, Juan Villoro, y la cual normalmente no firmaba. Ahí está su texto, veintiocho años después, junto al de Hugo Hiriart, quien ya tiene más de ochenta y a quien Guillermo Sheridan llamó hace tiempo el “clásico fresco”, y que en consecuencia sigue siendo el mismo ensayista y hombre de letras curioso e inquisitivo, a la fecha practicante de un generoso sentido del humor entre británico y muy mexicano. Ahí siguen también Margo Glantz, más despierta que una gran mayoría de los habitantes de la pseudo república de las letras mexicanas; y Elena Poniatowska, me refiero a Elena, no a «nuestra Elenita”, infantilizada por cierta clase política que desprecia y arremete contra la cultura cada vez que necesita distraer la atención de asuntos urgentes y truqulentos. Sobreviven Claudio Magris, Bob Dylan: dios nos los guarde; ya no están Álvaro Mutis, ni Alejandro Rossi, ni Octavio Paz, ni Bioy Casares, ni José Agustín, ni Antonio Alatorre, ni Ernst Jünger, tampoco Sam Shepard.

Mientras fue director del suplemento, Juan Villoro logró cada semana el doble milagro de acercarnos, antes del internet, a autores imprescindibles y pertenecientes a las más diversas y actualísimas literaturas, con los entonces jóvenes que se convertirían no el olvido que seremos, sino en el que ya fuimos. Otros más también nos perdimos de vista y de paso torcimos para siempre amistades que se consumieron en rencores bobos y resentimientos idiotas; otros más se abismaron en trips dignos crystal meth, en sus viajes al monte Everest de la fama y el reconocimiento ―seguro lo pasan mejor que yo, basta con decir que uno de ellos habla de su “prestigio” mientras habita en su rollingstoneana nube y, según la última noticia que recibí, labora en una universidad estadounidense lo que le sigue de segundona; otro más, un eterno soberbio de mierda, se convirtió en cabecita parlante en la televisión mexicana; otros más entregaron su talento a la vorágine del talibanismo de izquierdas, esa tan latinoamericana, y son ahora palafraneros y supuestos ideólogos de un caudillo deleznable; otros más se volvieron preachers de una derecha que jamás los acogera ni aceptará como miembros por derecho propio de eso que se designa en ciertos países ubicados en latitudes al norte del clima subtropical de México, el intelectual conservador: convencidos de que Milei sí sabe de economía, de que España está al borde del abismo por efecto del gobierno de Pedro, José Luis o el Sancho en turno, lejísimos están de ser Leo Strauss, Ciryl Connolly, Michael Oakeshott, William Buckley Jr., Karl Popper, Bill Cristol, Christopher Hitchens, Harvey Mansfield… la lista es tan larga como la distancia que separa a esos desubicados de la sólida tradición del pensamiento y el periodismo conservadores.

Se hace tarde y va siendo hora de darle la palabra a Juan Villoro, quien logró un tercer y rarísimo milagro a la hora de escribir lo que sigue: manifestar su entusiasmo por la figura que entonces prometía sacarnos del pleistoceno político, pero también, me atrevo a decir que, sobre todo a captar y celebrar, muy al estilo Quevedo, lo que pudo ser, lo que es y no es, cuanto fue y no fue, cuanto será y no será.

Así me despido de esta otra “histórica jornada electoral”, más o menos consciente de que vivimos o padecemos un mundo que todo el tiempo está y no está yéndose al demonio, el mismo mundo que, con suerte, comparto en ocasiones con quienes siembran y construyen a partir del apocalipsis de moda, un camino, una autopista que conduce a un sitio mejor, más interesante. ¡Que suene la música, maestro!:

*

Tú, que bordaste una estrella roja en una boina y descubriste que le faltaba un pico; tú, que en el furor de la carrera espacial viste un ovni en el Ajusco; tú, que ya no estás tan seguro; tú, que buscaste a La Maga en las Islas de Ciudad Universitaria; tú, que en la primaria odiaste a Chabelo, en la secundaria a Raúl Velasco y en la prepa a Zabludovsky; tú, que juzgaste inmoral irle al América; tú, que pulsaste en una guitarra de Paracho una canción de Carlos Puebla; tú, que aprendiste en Marx para principiantes, de Rius, que la dialéctica de Hegel estaba de cabeza; tú, que fuiste al cine-club de los dominicos y aceptaste que en Godard el tedio era genial; tú, que te inscribiste al IFAL y renunciaste cuando ya podías leer Asterix; tú, que fuiste brigadista de ocasión y escuchaste a un obrero decir: «pega los carteles más derecho o van a pensar que tenemos miedo»; tú, que entendiste que no te la jugabas; tú, que lloraste con la muerte de Allende; tú, que debutaste en el periódico La Tropa Loca, editado en mimiógrafo, con un artículo sobre el golpe a Excélsior; tú, que hiciste un oso de aquellos en una fiesta y explicaste que habías actuado como cronopio; tú, que te enamoraste de una nieta del exilio español y de una hija del exilio chileno; tú, que nunca entendiste a Lukács; tú, que fuiste detenido por la mariguana que llevabas en el cenicero del VW y no por la propaganda que juzgabas subversiva y que abultaba los demás asientos; tú, que te cambiaste al CCH, donde los héroes se habían jubilado y sólo fungían los movimientos sociales; tú, que dejaste de beber Coca-Cola; tú, que rompiste ante tus amigos un LP de los Doors para demostrar que te habías curado del arte imperialista; tú, que escuchaste en secreto a Pink Floyd; tú, que lloraste con la muerte de John Lennon; tú, que conociste a María Sabina en el libro de Fernando Benítez y en la película de Nicolás Echevarría y tomaste hongos alucinantes en el camellón de Río Churubusco; tú, que fundaste una comuna en un terreno ejidal, estuviste a punto de ser descuartizado por los campesinos y regresaste al DF a leer La cuestión agraria, de Kautsky; tú, que te enteraste de que Lenin le decía a Kautsky «el renegado» y te sentiste progresista por haberte aburrido con su libro; tú, que te esforzaste en entender que las artesanías de chaquira comunican valores positivos; tú, que fuiste vegetariano por seis meses y claudicaste en un Burger Boy; tú, que empezaste El Capital como los campeones, por el capítulo de la Acumulación Originaria, y luego le pediste un préstamo a tu tío sacerdote; tú, que memorizaste los Conceptos elementales del materialismo histórico pero te hiciste bolas con la clase en sí y la clase para sí; tú, que desvielaste el Datsun de un compañero de partido porque te fuiste a Cuautla con la hija de un senador priísta; tú, que volviste a arrepentirte; tú, que dijiste: “yo no soy así”; tú, que entraste a terapia y aprendiste que tu amor por la analista era “transferencia”; tú, que descubriste que estaba grueso ser Escorpio ascendente Cáncer; tú, que lloraste con la muerte de Julio Cortázar; tú, que te encontraste a un ex compañero de comité de base en el Banco del Atlántico y lo viste hacer una transferencia a Suiza; tú, que te sentiste algo honesto y muy fracasado; tú, que recurriste a un clásico (Mafalda) para recordar que el bien no gobierna nunca; tú, que abjuraste de todos tus dogmatismos y bailaste tango-hustle al compás de los Bee-Gees; tú, que te sentiste intensamente ridículo; tú, que te recibiste con una tesis sobre el “Fetichismo de la mercancía” y conseguiste trabajo en la Secretaría de Hacienda; tú, que renunciaste y vendiste tu coche para montar Esperando a Godot; tú, que te quedaste esperando al público; tú, que repetiste: “me vale”; tú, que te integraste a una brigada después del terremoto y sólo rescataste ladrillos deshechos; tú, que sentiste que la ciudad era inmensa y poderosa y tuya; tú, que soportaste la puñalada de la belleza que te dijo “señor”; tú, que compraste champú de jojoba; tú, que viste demasiado tarde a los Rolling Stones; tú, que te enfermaste de salmonelosis en Avándaro y de neumonía en Aguascalientes ; tú, que leíste en Monsiváis el resumen de tu biografía: “o ya no entiendo lo que está pasando o ya no pasa lo que estaba entendiendo”; tú, que tuviste demasiados ídolos y luego disfrazaste tu desconfianza de escepticismo; tú, que no sabes si tus contradicciones son una forma secreta de la congruencia; tú, que hoy votarás por el primer gobierno democrático de la ciudad de México; tú, que no puedes medir el tamaño de tu esperanza; tú, que revisas los jirones de una vida tan rota como la de cualquiera; tú, que tienes derecho al milagro; tú, que hoy decides que el pasado se convierta en una poderosa forma del futuro.

*Publicado en La Jornada Semanal, domingo 6 de julio de 1997. Quiso la buena fortuna que preside sobre las buenas y más entrañables, por lo tanto escazas amistades, que Villoro respondiera casi al instante a un desesperado correo enviado de último minuto solicitándole su autorización para reproducir “Tú”. Mil gracias como siempre, Juan.

 

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