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Mientras tantoLas gafas mal graduadas

Las gafas mal graduadas

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Soy muy devoto de un escritor francés nacido no muy lejos de Le Mans: Julien Gracq (1910-2007). Desde que leí en Anagrama Los ojos del bosque, hace ya bastantes años, me quedé subyugado por su prosa. Me llamó mucho la atención el espesor de ese tiempo de espera en las Ardenas, al acecho del enemigo nazi que nunca llegaba, en esa drôle de guerre, en esa “extraña guerra” que terminó pocos meses después, en 1940, como se sabe, en una invasión relámpago. Años más tarde, ya en Francia, leí sus ensayos sobre André Breton, del que fue durante unos años fiel seguidor, y su delicioso En lisant en écrivant. Luego vinieron las lecturas de la novela hipnótica, Le Rivage des Syrtes, especie de “sueño despierto”, como dirá el autor, de una ciudad-Estado imaginaria, fronteriza con un imperio con el que teóricamente seguía en guerra desde hace tres siglos, aunque hubiese una paz de hecho, y que recuerda lejanamente a El testimonio de Yarfoz de Ferlosio. Pero es, con toda seguridad, La forma de una ciudad, mi libro favorito de Gracq, a caballo entre la evocación autobiográfica y el ensayo topográfico. Se trata de un buceo en el tiempo y una exploración de todos los recovecos de una ciudad, Nantes, donde vivió y se encontró con el mismo Breton.

Pues bien, hace pocas semanas logré uno de mis sueños (bien modesto por su accesibilidad, pero sueño, al fin y al cabo): visitar, río abajo, el pueblo de Saint-Florent-le-Vieil, a orillas del Loira, ya a esas alturas anchuroso y majestuoso, dado que no está muy lejos de Nantes y de su desembocadura. Es ahí donde nació y donde vivió después de jubilarse en 1970, hasta su fallecimiento. Hasta esa fecha, Gracq había sido profesor de geografía en un instituto de bachillerato parisino, viviendo al margen, voluntariamente, del mundillo literario que tanto rechazaba. La casa donde vivió acoge hoy en día su biblioteca personal y un espacio de exposiciones. Es también lugar de estudio para todos los artistas e investigadores que quieran trabajar sobre su obra o sencillamente inspirarse en ella. Por cierto, ojalá se haga algo parecido en Coria, en la casa en donde pasaba muchas temporadas Ferlosio, otro reacio a ese mundillo… En la tiendecita de la recepción compré un libro de Gracq que buscaba desde hacía tiempo: Carnets du grand chemin, una especie de conjunto de evocaciones de sus viajes por Francia y por todo el mundo. El libro me está gustando bastante. La riqueza del vocabulario, su fino olfato, su capacidad de plasmar verbalmente el paisaje de comarcas muchas veces olvidadas, hunden sus raíces, a no dudarlo, en esa tesis inacabada en geografía que quiso redactar sobre la orografía de la baja Bretaña, el cuerno de la península donde se sigue hablando un poco bretón.

La sorpresa se produjo cuando empecé a leer un pasaje de una visita que hizo a Segovia, me supongo que en tiempos del franquismo, aunque nada lo acredita. La cosa empieza mal porque el recuerdo, “fotográfico”, que guarda de la ciudad castellana es solo el alcázar. Nada sobre la riqueza arquitectónica de una villa que fue muy floreciente en los siglos XV y XVI. Nada sobre el acueducto. Nada sobre Machado. Nada sobre su orografía peculiar. Recuerda que no había árboles…y que la tierra era de color de un pan bien tostado. Habla de un camino polvoriento y de una ciudad sedienta. Añade que miraba “fascinado” un paisaje “sin edad” en el que nada, ni siquiera un solo detalle, había cambiado desde los tiempos del Quijote. ¡Qué lejos estamos de la magnífica evocación de María Zambrano de la ciudad en que pasó su adolescencia y juventud! Yo que he visitado la ciudad en dos o tres ocasiones, si mal no me acuerdo, puedo decir que la descripción gracquiana es decepcionante y llena de tópicos. No merece la pena entrar en el análisis de cada uno de sus errores descriptivos.

Lo que sí me hizo pensar fue en cada uno de los errores ópticos —me atrevería a afirmar conceptuales— que cometen muchos escritores franceses cuando visitan España. Recordaba Simone de Beauvoir, en La force de l’âge, segundo tomo autobiográfico, publicado en 1960, en el que hablaba de su primera visita a España, creo recordar antes de la Guerra Civil, empezando por el cruce de la frontera, con dos carabineros delante, lo que les transportó de repente a un “exotismo total”. El inicio de la narración no presagiaba nada perspicaz pues cuando llegaron a una pensión, muy mediocre, siguiendo el tópico de las malas fondas españolas desde hacía siglos, salieron después a ver la catedral de Barcelona, bajo un sol de justicia, mientras todo el mundo hacía la siesta…La agudeza no mejoraba en un escritor excelente como Claude Simon cuando aludía, en un libro sin par como Las geórgicas, a unas “escenificaciones bárbaras y fúnebres” de España, en el momento en que uno de los personajes veía un nazareno en una iglesia apartada. Tampoco mejoraba en un relato ensayístico brillante de André Breton, el inicial mentor de Gracq, en El amor loco, en el que describía el pico del Teide por medio de los brillos de una daga, la que suelen llevar las “mujeres hermosas” de Toledo…Años atrás, en su famosa y hermosa Historia del arte moderno, más lírica que científica, Élie Faure nos definía España por medio de su “realismo impenitente”, poblado de mendigos y de penitentes, durante la Semana Santa…Tal vez el amor profesado por Maurice Barrès hacia Toledo o, con más razón, la curiosidad de Victor Hugo por los Pirineos y los vascos suban un poco la barra bien baja que pusieron después otros escritores franceses a la hora de describir los paisajes y las costumbres españolas, reducidos no se sabe muy bien por qué a una arrugada y esta sí que polvorienta estampa, proveniente de la “España negra” de Regoyos o, con más probabilidad, del “color local” de Théophile Gautier, verdadera máquina patética de “exotizar” lo que uno es incapaz de comprender.

Tal ceguera a la diversidad ibérica, a su complejidad, es incompresible. Un botón como muestra. En una hermosa comarca que suelo visitar casi todos los veranos, la de la Sonsierra, tenemos una variedad paisajística increíble y no es para nada lo mismo el altozano en el que se encarama Viana, con las vegas del Ebro al sureste, llenas de olivos y cultivos cerealísticos, y la sierra de Cantabria al noroeste, que la también encaramada Laguardia, rodeada de viñedos. Tampoco es exactamente lo mismo Cenicero, ya no en tierras navarras y vascas, sino en propiamente riojanas. Y no hablemos de Cripán y de toda la zona donde ya apenas los viñedos pueden trepar, cuya cercanía ya a la vertiente atlántica presagia un verdor de hayedos. ¿Qué podríamos decir de las innumerables comarcas de la Península ibérica, cada una de ellas con sus múltiples variedades paisajísticas, ecológicas, humanas? No conozco a ningún escritor francés que haya sido sensible a esta variedad. Todo y cuando tampoco los escritores españoles se han detenido mucho en explorar Francia. Es un decir.

Lo que los franceses pudieron decir de España es lo que muchos occidentales pueden decir hoy en día de ciudades maravillosas como Ksar de Ait Ben Hadu, en Marruecos, o de cualquier otra ciudad “pintoresca” de África o de Asia, a saber, que no tienen historia, que están paradas en el tiempo, que hay mucho polvo y suciedad en ellas, que todo es de una gran austeridad y rusticidad, o lo que pudo afirmar con toda su cachaza Hegel de América, que estuvo desprovista de historia, hasta que llegaron los primeros europeos.

No sé si es una especie de afasia lo que les sobreviene a muchos escritores franceses cuando se les saca de su “douce France”, en especial al sur de los Pirineos y  lo que podría explicar semejantes meteduras de pata o, más bien, unas gafas con graduación exagerada que los propios españoles (y algunos de sus artistas más preclaros) les proporcionan cuando atraviesan la frontera, por Hendaya o por Port Bou. ¡Qué contraste con las escasas observaciones, mas tremendamente atinadas y sutiles, de un Handke o de un Bernhard cuando hablaron de España, cuando describieron algunos de sus paisajes! Creo que el único escritor español que pudo inspirarles algo de bueno fue Cervantes, por ejemplo cuando Flaubert señaló acerca del Quijote lo bien que estaban descritos los caminos de Castilla, sin necesidad de describirlos. Recuerdo un pasaje hermoso de André Malraux, en L’Espoir, cuando Magnin se dirige, en la pista de vuelo, al avión que le va a llevar a Teruel y evoca “el aroma de las brillantes naranjas que el viento seguía trayendo del campo”. Con pocos elementos, tenemos toda una tierra hecha presente, que se mezcla con un recuerdo lejano mío, yendo por una carretera con mis padres hacia Valencia.

Desde hace años, llevo conservando todas las páginas de la sección Livres del diario Le Monde. Sale en la versión vespertina los jueves, aunque yo lo compro siempre el viernes a la mañana. No he hecho todavía los cálculos, pero diría que el porcentaje de reseñas de novelas y ensayos en lengua española (no digamos poemarios) es ínfimo. ¿Llegará al 10%? No estará lejos. Casi siempre hay una novela norteamericana reseñada en la portada…Echo en falta, en cierto sentido, los tiempos en que el Che Guevara, el boom latinoamericano y la Movida madrileña despertaron sincero interés entre los franceses. Eso repercutió en otros aspectos de la vida hispánica que merecieron también su curiosidad. No viví aquellos tiempos en Francia. Pero a fines de los 90 y comienzos de este siglo quedaban todavía rastros de aquello. Me acuerdo perfectamente.

El Platero y yo de Juan Ramón Jiménez fue traducido hace muy pocos años. No hay nada traducido de su poesía en exilio, tan excelsa. Algo parecido ha ocurrido con los Campos de Max Aub. Los franceses se enteraron de quién era Baltasar Gracián cuando un excelente hispanista, de origen español, Benito Pelegrín, empezó a traducir sus obras a fines del siglo pasado. ¡Y ha llegado a colocarlas en editoriales de gran lustre, en formato de bolsillo! Una proeza que no ha estado al alcance de Galdós, Ortega, Cernuda, Zambrano o Unamuno. Podría mencionar infinidad de autores de gran valía, por ejemplo Eugenio Trías, cuya presencia en Francia es cercana al cero. Irene Vallejo ha logrado hace poco lo inimaginable: situarse en Francia con su libro El infinito en un junco dentro de las mejores ventas y en edición buena de bolsillo. Algo inaudito. Traducimos muchos más sus libros que ellos a nuestros autores. Es una relación de asimetría en que, pase lo que pase, siempre somos, en cierto sentido, perdedores. Podría contar más desventuras de este estilo, pero no deseo amargarme.

Amargado me quedé, por otra razón, cuando escuché anoche los resultados electorales. El mapa de Francia que he visto hoy en Le Monde es de color marrón, como aquello que vemos en el suelo de un establo…Se salva París, Nantes, Rennes y alguna que otra ciudad, teñida del rosa socialista. Estamos asistiendo a la culminación (¿definitiva?) de un ensimismamiento que he visto crecer en este país desde que la ultra-derecha se colocó en la segunda vuelta de las presidenciales, en 2002, logrando casi el 18% de los votos. Aquello ya fue traumático. Fue la única vez en que vi una manifestación espontánea de jóvenes pasar por mi barrio. Hoy estamos a más de un 30%…Todos los problemas franceses se han ido agravando desde entonces, por mucho que digan que ahora hay menos paro. Sería cansino mencionarlos. Mientras Macron y sus medios de comunicación acólitos nos narcotizaron estos días de manera permanente con la visita de Joe Biden (los Estados Unidos como el sempiterno espejo deformante en que se miran siempre las élites francesas), los franceses preparaban su papeleta marrón oscuro… A fuerza de mirar siempre afuera, más allá del Océano Atlántico, hacia los horizontes radiantes de La Fayette, Joséphine Baker y el desembarco de Normandía, sin mirar atentamente a sus vecinos europeos con los que tiene relaciones económicas, sociales, culturales y políticas, mucho más intensas que con el “hermano americano”, Francia se está quedando petrificada, como ante la gorgona, tal vez como ha intentado petrificar con su mirada a otros países que la admiran, con amor no correspondido…

Le Mans, a 10 de junio de 2024.

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