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Mientras tanto¡Pobre Dios!

¡Pobre Dios!


«La creación de Adán», por Miguel Ángel

Mi relación con la religión  -lo he declarado más de una vez- es contradictoria. Soy incapaz de sentirme, en este sentido, otra cosa que no sea ateo. Digo ateo, y no agnóstico, pues ateo es el significante del concepto que más me pertenece: la creencia de que Dios no existe, mientras que el agnosticismo no es creencia, sino método, y, según la definición de la Real Academia Española, consiste en la “Actitud filosófica que declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia.” Sus sinónimos (también lo anota la Academia) son escepticismo, incredulidad, descreimiento. En fin, una duda irresoluble. De forma que, pensándolo bien, yo puedo ser, a la vez, ateo y agnóstico. Es posible que, en verdad, Dios exista, pero es, en expresión del cineasta Luis Buñuel, “como si no existiera”, visto lo visto. Puedo decir también, como Buñuel, que “soy ateo gracias a Dios”. Esta manifestación, graciosa, chusca, del aragonés, en mí se puede traducir por el interés que tengo por las demostraciones religiosas insertas en la civilización, constituyendo dichas muestras, por sí mismas, una civilización propia formada por la mismísima religión.

Las religiones han pintado la diversidad de dioses en su provecho. El afán es cosechar poder, guerrear en nombre de esos dioses determinados; aunque es preciso reconocer que, a pesar de todo, cualquier religión proporciona buenos consejos. Y realiza excelentes productos, como las grandes músicas religiosas. Y unas grandes pinturas y esculturas. Y apropiadas arquitecturas. Y es afín a una buena literatura, refrendada en hermosos libros; por poner algunos ejemplos de “nuestra” religión: Job, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Ruth, Hechos de los Apóstoles, Apocalipsis, etc. Yo he leído incontables biografías de Cristo. He recorrido la Biblia, en orden, libro tras libro, entera. Asisto a las hospederías de los monasterios, de varias órdenes: benedictinos, cistercienses, carmelitas…, asistiendo a los oficios y, alguna vez, incluso, leyendo en Misa. Soy un perseverante lector de las obras del trapense Thomas Merton. Creo que estoy un poco en la onda de Pier Paolo Pasolini, en cuyo pasaporte constaba simplemente la profesión de escritor. Pasolini fue un descreído que, sin embargo, siempre estaba a vueltas con Dios. En su película El Evangelio según San Mateo, que pretende ser fiel al relato bíblico, el gran cineasta italiano presenta a un Cristo poco afable, visionario, charlatán, mostrando un personaje carente de ternura y contradictorio, nada de humano por lo primero y mucho por lo segundo. Un íntimo amigo mío es pastor protestante. Otra buena amiga, competente profesora de universidad, se convirtió al catolicismo desde una absoluta vida de no creyente, desde unas prácticas vitales algo disipadas, y una vez, conversando ambos de religión, concretamente del silencio de Dios en Auschwitz (como se lamentó el papa Ratzinger), me dijo algo que yo considero un disparate: que Dios ama igual a la víctima que al verdugo. En fin, que no creo en Dios y considero que todos los dioses, todos, son personajes inventados.

Últimamente, desde hace algún tiempo, mantengo un contacto religioso diario. Resulta que una prima hermana mía emite una reflexión todos los días, salvo sábados y domingos, de unos cinco minutos, en la emisora protestante Radio Encuentro, perteneciente al Canal de Vida, producciones audiovisuales de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España. Sus programas se emiten en numerosas frecuencias. Lo cierto es que mi prima tiene una bonita voz, y ejerce un gran dominio sobre la misma (se dedicó, incluso, otrora, al doblaje de películas), y, lo más importante, escribe muy bien. Oigo sus reflexiones día tras día. Algunos de los temas que ofrece, me interesan mucho. Me interesa mucho, por ejemplo, el tema de Judas, elemento fundamental, propiciador, de la Pasión de Cristo. Judas fue desgraciadamente obligado a cumplir el papel en esa enfática secuencia. Si creemos en ello, y si todo eso es verdad, yo confío en que Cristo, después de su ascensión a los Cielos, acudiría de inmediato al Infierno para sacar a Judas de allí y pedirle sinceramente perdón. Otra vez me agradó mucho cuando mi prima Esperanza (ella se llama Esperanza Suárez y su programa se titula, oportuno, Palabras de esperanza), cuando mi prima, como digo, esgrimió la grandiosa cita  del consejo que da Pablo de Tarso a los tesalonicenses: “Estad siempre gozosos”, analizando el imperativo y engrandeciendo las palabras de ese máximo apóstol que organizó el cristianismo, así como Calvino organizó el luteranismo.

Pero, claro, otras veces, no estoy tan de acuerdo con mi prima Esperanza. Una de sus últimas reflexiones se titula “Qué escándalo” y alude a esta cita del evangelio de Lucas 14: 26; transcribo por la traducción protestante de la Biblia Reina-Valera, la llamada Biblia del Oso, traducción realizada por los monjes jerónimos Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, que se pasaron al otro bando: “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo.” Según la RAE, el significado de aborrecer es “Tener aversión a algo o alguien”. Y el de aversión: “Rechazo o repugnancia por algo o alguien”. Mi prima me dice que a veces se traduce mal del original griego, a lo que yo le muestro mi extrañeza de que los experimentados traductores exjerónimos no tuviesen la capacidad de trasladar bien los vocablos griegos a los castellanos. Esperanza, como buena divulgadora de su religión (ella y su marido son pastores), no es dada a entrar en discusiones, digamos “teológicas”, conmigo. Pero, diciendo Cristo lo que dijo, mi prima, en su reflexión, se acoge al recurso de interpretar ese “aborrecer” por “posponer” el amor a los nuestros, primando el amor a Cristo. Deduzco, en consecuencia, como buen ateo al que no le va gran cosa en la cuestión, que mi apreciada prima malinterpreta esas palabras y no nosotros.

En otra reflexión suya, que lleva por título “Agentes de paz”, el meollo se orienta al deseo de Dios de que el hombre que creó siempre estuviera en armonía con su prójimo. Anhelo frustrado de Dios el de que los hombres convivan pacíficamente, pues desde el primer momento, desde cuando Caín mató a su hermano, la discordia pervivió per secula seculorum. Si admitimos la hipótesis de la creación divina, Dios todo lo creó perfecto, la Naturaleza la creó perfecta, pero con el hombre se equivocó, le salió rana. Eso sí, si la humanidad se extingue, ¿dónde va a encontrar Dios las incontables palabras que lo alaban? Porque las plantas y los animalillos, además de no saber hablar, desconocen a Dios, y aunque mueran, ignoran la muerte. ¡Pobre Dios, siempre cargado de problemas! Le escribo esto a mi prima, y me responde: “No, primo, no, la naturaleza también le alaba, busca en los profetas cómo los árboles aplauden de alegría.” No sé. Lo único que conozco, que se aproxima, es que las encinas soltaban profecías por encargo de Júpiter. ¿Entonces las encinas han tenido que pasar a alabar a otro Dios? Todo es literatura…

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