Viendo Funeral de estado, de Sergei Loznitsa. Apabullante reunión de documentos audiovisuales sobre las exequias de Stalin, con la precisión característica de Loznitsa. Funeral de estado que evidencia, también, un estado funeral.
Sorprende, nada más iniciarse la película – antes incluso de los títulos de crédito – la aparición exuberante de una imagen cenital del cuerpo muerto del tirano, contorneado hasta el último resquicio por todo tipo de flores. Resulta incluso difícil de ver, invadido por la magnificencia del ornamento vegetal. Se diría que estamos ante un dios de la India, y que ese plano casi podría salir de un film de Bollywood. Flores y flores y flores como ofrenda insaciable a la divinidad. Y, en la misma medida, grandes desfiles de gente ante el cadáver, como en las procesiones colosales del hinduismo. Las multitudes son como las flores. De cuando en cuando, alguna estrella extranjera invitada: nuestra Pasionaria, por ejemplo.
Pero concentrémonos en las flores. Hay algo inquietante en esta profusión vegetal. A medida que el film avanza, acaba invadiendo cada plano, hasta las secuencias de los travellings del final, hipnóticos en lo que tienen ya de una abundancia desmesurada, sofocante, desbordada, de ramos, guirnaldas, pétalos, coronas, palmas. El féretro termina incluso penetrando en una especie de fronda alpina, antes de reposar en el búnker-cripta definitivo, custodiado por dos soldados que parecen guardianes kafkianos del umbral. (Lección, no del todo subliminal: hay que impedir que entre – o salga- cualquiera, especialmente él.)
Lo que este film manifiesta es el potlach funerario como ofrenda inagotable, infinita. Muestra de una pasión de tal plenitud que solo puede ser asumida en calidad de un espectáculo, ambivalente, del orden de la pulsión. Las flores canalizan esa ambigüedad; se condensa en ellas la fatal putrefacción y el deseo de una resurrección estacional: el padrecito eterno retornará cada primavera como las flores.
Pero las flores también remiten directamente al color, lo que Loznitsa perfila de manera más cruda al colorear las secuencias. Y no hay duda: aquí el color funciona, precisamente, en tanto que pulsión, como ya nos enseñara Barthes. Aunque este amontonamiento vegetativo – notémoslo- acaba con cualquier idea de fragilidad y delicadeza, asociada generalmente al universo floral. Y nos coloca ante una fuerza pulsional que limita con lo obsceno, lo molesto, lo impositivo o lo violento incluso: la ofrenda se vuelve, en suma, un holocausto, una catarsis colectiva de orden casi brutal, ¿respuesta de liberación?, ¿sustitución del rito sacrificial ante el dios patriarcal e intransigente?
En todo caso, y por seguir al clásico, efecto catártico que transita sin duda por la piedad y el temor.
El cuerpo muerto rodeado por toda esa vegetación inmensa y artificial tiene, también, algo de la obsesión tanática de un Poe. Como si el rumor de la catalepsia (el muerto retornará, no está del todo muerto…) estuviese rondando cual inquietud o anhelo que desasosiega en medio de todo ese aroma ardoroso, fragante y, sin duda, agobiante: el olor intenso e inevitable como una muralla adormecedora, aniquiladora de todo ejercicio posible de la conciencia.
Pienso, además, en la versión que Epstein rodó de La caída de la casa Usher. En ella también vemos el cuerpo enmarcado de la amada muerta con todo tipo de guirnaldas y flores. Es la idea de El retrato oval: la imagen, el ídolo, que succiona el flujo vital, y crece a costa de la vida misma. Película de inquietante y obstinado crecimiento vegetativo, hasta el punto que acabará por destruir la mansión y, con ella, al protagonista.
Las escenas del cuerpo expuesto de Stalin pueden recordar también a Vértigo de Hitchcock. No ya solo por la conocida secuencia de la floristería, donde se confirma una profusión parecida de flores ocupando plano, sino por todo el aire mortecino y maniático que la trama del film americano tiene. No deja de ser, al cabo, el intento de resurrección de un cuerpo muerto.
Pero en Funeral de estado la perseverancia de la pulsión de muerte es tan poderosa, tan obsesiva, que alcanza niveles verdaderamente delirantes; como de giallo. Ese catafalco de terciopelo rojo y negro, el propio féretro de un rojo pasión acompasado con la dominancia carmesí de las exequias florales, o de las telas que cubren las barandillas de acceso a la presencia solemne y hierática del padre cadáver, nos parecen salidos de una película de Dario Argento. Profondo Rosso.