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Mientras tantoCorazón de Alemania (y III)

Corazón de Alemania (y III)

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Por la noche, después de una jornada intensa de trabajo en los archivos de Marbach, volvía a mi residencia y veía abajo el río Neckar, uno de los tres afluentes más importantes del Rin. Lo tenía abajo, en una especie de recodo oscuro, formando un meandro impresionante de irisaciones azuladas, moradas, negro azabache. A la izquierda tenía al fondo, a poco más de un kilómetro de distancia, en un promontorio, una fábrica de proporciones considerables, tal vez una industria química, con sus luces de colores, que desentonaban con ese cauce tan sumamente hipnótico. Era como si el silencio intemporal de la corriente quisiese imponerse al ruido industrial de ese edificio un tanto extraterrestre.

Me preguntaba —recordemos—qué es lo que distingue un lugar poético de un lugar filosófico. Y pensaba…Tal vez miraba al río poéticamente porque yo me sentía abolido, serenamente abolido y solo sentía en mí el curso del agua. Pero de mí no emanaba palabra alguna, ni siquiera un “qué hermoso todo”. El silencio lo inundaba todo en una noche glacial. Tal vez me sentía, sin saberlo, extrañamente atento a todas y cada una de las pinceladas con que la luna pintaba la escena. No sabía si volvería a ver el Neckar, al menos en ese recodo de Marbach. Pero sabía que algo llevaría en mis maletas de ese encuentro.

El Neckar…Si en España asociamos Antonio Machado al Duero, en Alemania habría que asociar el Neckar a la poesía alemana, a Schiller y sobre todo a Hölderlin. ¿Qué relación tuvieron ambos? El primero le sacaba al segundo once años. Hoy en día parecería poco, pero en aquel entonces debía de ser más la diferencia, máxime teniendo en cuanta que el primer poema que más le impactó en Tubinga, nada más entrar Hölderlin en el famoso seminario, con dieciocho añitos, fue precisamente “Los dioses de Grecia”, en 1788: “Cuando el velo encantado de la poesía aún envolvía graciosamente a la verdad”… Schiller, que contaba por entonces veintinueve años, había ya escrito la famosísima “Oda a la alegría”, que por cierto fue musicada por Beethoven y es hoy en día nuestro hermoso himno europeo, y había puesto en escena Los bandidos, éxito fulgurante y escándalo político descomunal, y se había trasladado a Weimar, donde sentaría un poco la cabeza, después de una buena temporada de nómada y bohemio. En 1788, Hölderlin era un estudiantillo de primero de carrera y Schiller el líder rebelde de la literatura, el dramaturgo por excelencia de una nación que empezaba a tomar conciencia de ser tal. Fichte no andaba lejos y el poeta se cruzaría con él. Recordemos que ese seminario, todavía en activo, de teología (protestante) se parecía poco a una Facultad de teología (católica) de la España de su época (recordemos la experiencia de Blanco White). El seminario o instituto de teología estaba gobernado a dos manos por la universidad y el ayuntamiento de Tubinga. Proporcionaba becas a todos los estudiantes, por ser un centro de élite, y debían devolver todo el dinero invertido en ellos, si renunciaban a sus estudios. Hölderlin lo debió de vivir mal esta presión, según cuenta su biógrafo Rüdiger Safranski, porque desde el principio le había confesado a su madre que lo de ser pastor no era santo de su devoción. En este centro se impartía no solo teología, sino mucha filosofía, abierta incluso a la contemporánea, en especial a Kant y otras asignaturas de humanísticas que era necesario aprender para llegar a ser pastor de una iglesia, tal y como fue el deseo de la madre de Hölderlin, o, en su defecto, preceptor, un oficio tan demandado en Alemania, como mal pagado. Por esta vía se orientaría el poeta nacido en Lauffen, a orillas del río Neckar, con resultados poco satisfactorios. En cualquier caso, de todos aquellos cursos impartidos, algunos de gran calidad, beberán tanto él como sus amigos Schelling, Hegel, con los que plantará el árbol de la libertad, poco después de la Revolución francesa.

Cinco años más tarde de entrar en el seminario de Tubinga, a principios de 1794, Hölderlin, que había establecido una relación epistolar con Schiller, fue a visitarle a Jena. Estuvo allá un año y medio y no debió de convencerle el ambiente. Goethe, más mundano que Schiller, el “cerebral”, era el que se sentía más a sus anchas en ese ambiente. Hölderlin se cruzó con el divo, cuando estaba en un salón con Schiller, y no lo reconoció, lo que le avergonzó muchísimo cuando supo frente a quien había estado.

Si me imagino a Hölderlin en carne y hueso, lo veo como al príncipe Myshkin, de la novela prodigiosa, El idiota, de Dostoyesky: un ser puro, delicado, tímido, hermoso como un efebo, muy sensible. A finales de mayo de 1795, Hölderlin se marchó de Jena, seguramente sin avisar a nadie, como quien no quiere la cosa. Y en julio le envió una carta a su “admirado” Schiller: “Siempre sentía la tentación de ir a verle y cuando le veía era sólo para sentir que no puedo ser nada para usted”. Terrible decepción. El poema que le envió a Schiller, en otoño de aquel año, le recordó poderosamente a éste su poema “Los dioses de Grecia” y no quiso publicarlo. Avaso pensó: es un adulador que quiere imitarme. Está claro que el joven poeta en ciernes no se sentía reconocido, ni por su idolatrado dramaturgo ni por la república de las letras. En alguna que otra ocasión, Hölderlin le pidió ayuda a Schiller, una recomendación, una publicación, un contacto. No siempre respondía. Lo que sí le publicó en su revista Horen fue el poema “Las encinas”: “Un mundo es cada una de vosotras —les dice, las invoca—, como las estrellas del cielo./Cada una es un dios, y vivís juntas en comunidad de libre alianza”. Hölderlin, que compartía en líneas generales los ideales de libertad de Schiller, era más político de lo que suponemos. Retomaba un motivo schilleriano, reunir la libertad con la necesidad de la naturaleza, pero le daba un sesgo muy cósmico, como si las encinas adquiriesen una presencia humana, más allá de una simple identificación con ellas, como si Hölderlin intuyese lo que ahora sabemos, que un árbol vive en comunicación química, sensitiva, con los congéneres que le rodean, lo que rechazamos en nuestro individualismo obstuso, que todas las personas que hemos amado, que amamos, todas las personas que hemos apreciado, en fraterna sintonía, bailan en nosotros, en danza astral, en comunidad política.

Schiller, en Kallias, tenía otra manera de ver la naturaleza y de concebir nuestra libertad. Ambas cosas van de la mano. Es importante subrayarlo. ¿Qué árbol debería elegir un pintor como motivo privilegiado?, se preguntaba. “Sin duda aquel que hace uso de la libertad que se le ha otorgado”. No era el árbol que se deja esclavizar por otro lo que le debería atraer, sino aquel que con toda su “osadía” “sobresale un tanto, abandona su orden” y “se vuelve obstinadamente hacia todos los lados”. A Hölderlin, en cambio, no le interesaba sobresalir. Su «perfil bajo» fue el de aquel a quien no le dan sino paja enmohecida, como a esos caballos derrengados por la vida que evoca en una carta, como a tantos de nosotros, castrados por las instituciones que nos ha tocado vivir. A Hölderlin le importaba fraternizar. Schiller, por su parte, quería atar siempre la belleza a la libertad y ésta a la primera. A mi modo de entender, era una pretensión inútil, incluso podía ser peligrosa. El jovencito que le hablaba con temor y respeto hilaba más fino.

En cualquier caso, la alegría que debió de producirle el que su admirado Schiller le publicase “Las encinas” debió de ser breve. Publicaba poco y su Hiperión avanzaba lentamente. Hasta  se planteó solicitar una plaza de docente en Jena y estar así, junto al dramaturgo. Pocos creyeron en su genio poético: Schlegel, Tieck y Brentano y un puñado de amigos. La muerte de su amada, Susette Gontard (la Diótima de esta “novela” lírica), el fracaso definitivo de sus proyectos y una profunda soledad le hundieron en un proceso que le condujo a una vía sin retorno. Hace ya bastantes años, Eustaquio Barjau, en una conferencia inolvidable que impartió en un curso de verano organizado por la UAM, insistió mucho en la importancia de la vía excéntrica como vía poética de Hölderlin. “Nosotros recorremos una trayectoria excéntrica y no es posible otro camino desde la infancia hasta el cumplimiento”, afirmó éste. La condición humana, irremediablemente, es la de estar descentrado, siempre al borde de salir de su eje, en trance de salirse de sus goznes.

A finales de 1801, Hölderlin escribió a su querido amigo Böhlendorff: “¡Sí!, me agradan las cosas tal como suceden, me agrada como cuando en verano —y citaba curiosamente al consejero áulico, Goethe—“el antiguo padre sagrado sacude rayos benditos con mano sosegada desde nubes rojos”. Y continuaba al final: “ahora temo que al final no me suceda como a Tántalo, que recibió de los dioses más de lo que podía digerir”. Cinco años más tarde, lo ingresaron en una clínica, algo que debió de ser muy traumático para él, y antes de cumplirse casi un año interminable, tuvo la fortuna de que un ebanista, llamado Ernst Zimmer, que había admirado su Hiperión, solicitase a los médicos alojarle en su casa, en Tubinga, a orillas del Neckar.

Por ahí anduve, emocionado, hace pocos meses, en esa casa-molino, por cuyas ventanas veía más o menos lo mismo que él, los chopos y los abedules y el curso plácido de un río, mucho menos anchuroso que a la altura de Marbach y, sobre todo, de Heidelberg. Era un río al alcance de la mano, de dimensiones campesinas. No sé por qué para mí la poesía es Hölderlin, desde muy joven. En aquel entonces, yo no veía el Neckar, sino los acantilados del Mompás y el mar Cantábrico. ¿Era aquel molino un lugar poético? Poco escribió de gran calidad en esos largos treinta y seis años que pasó allá, en un estadio de conmovedora y descorazonadora inocencia mental. No muchos le fueron a visitar en ese largo periodo. Qué profundo dolor, verse arrinconado, y sin embargo, con qué delicadeza, a veces incluso risueña, seguramente conmovedora, trataba a los que le visitaban. Es difícil expresar todo lo que iba sintiendo en esas estancias que hoy en día albergan una hermosa exposición sobre su vida y obra. Debía volver al Neckar.

En Heidelberg, el Neckar tiene suficiente caudal como para no parecer en absoluto un afluente, sino un gran río, ya un poco proceloso, con corrientes peligrosas. Rodeándolo por sus dos flancos, dos pequeñas montañas parecían haberse pegado al suelo, o más bien haberse colocado en una superficie plana que se veía en los confines de la ciudad, en el horizonte, como en una maqueta de pequeñas dimensiones. No había tenido esa sensación orográfica, ni en Francia ni en España, donde las llanuras, inmensas en el primero, nunca son totalmente planas, salvo en Picardía, sino muy ligeramente onduladas, en grados diversos, y son más raras en el segundo, pues se ven literalmente soldadas a sus montañas. En Heidelberg, quería subir al flanco de la montaña que se sitúa en frente de la ciudad, y por la que sube un camino llamado de los filósofos (Philosophen Weg). Su nombre viene del hecho de que por ahí subían, serpenteando, los estudiantes de la Facultad de Filosofía, que no forzosamente era todos filósofos. Ese lugar tiene un microclima especial, un poco más cálido. Pese a no estar realmente totalmente al sur de Alemania, crecen allá almendros, nísperos, cerezos e incluso alguna que otra encina, sí, encinas, esas encinas que le recordaban esa Grecia ensoñada y deseada cuyo suelo nunca pisó. Por ese sendero subía, embargado por el paisaje, cuando me topé con una estela de piedra. Cuál fue mi sorpresa cuando me di cuenta de que estaba grabado el nombre de Hölderlin y un poema suyo dedicado a Heidelberg cuyo primer verso reza así: “Lange liebe ich dich schon, möchte dich, mir zur Lust/Mutter zu nennen” (“Tiempo hace ya que te amo, y gusto me daría poder llamarte madre”). Estuvo allá, en la hermosa ciudad barroca, católica, en 1788 y, después, en 1795, cuando precisamente se dirigía a Jena a visitar a Schiller.

La ciudad como madre, como regazo materno. Nada de pueblo, nada de nación, como en Fichte. Esa madre que no le comprendía, que no entendía por qué quería ser poeta…

En torno a la estela no había nadie, ni cuando subí, ni cuando bajé: el lugar estaba vacío, en un día límpido y frío. Me parecía verle en un recodo del rellano, caminando pesaroso, meditabundo, mirándome de refilón, vestido con una bonita casaca, aunque algo raída.  Me sentía un arbolito en misteriosa y momentánea comunicación con esa esplendorosa encina llamada poesía. El lugar me incitaba al recogimiento.

Poco después, iba yo a continuar mi ruta hacia el sur de Alemania. Los caminos de Hölderlin y los míos se iban a separar. Yo ya estaba pensando en Jaspers, que vivió e impartió clases en Heidelberg y en Husserl, cuyas enseñanzas irradiaron desde Friburgo, a donde me dirigía. La filosofía siempre lograba cogerme amorosamente del abrazo y llevarme a donde ella. El grandísimo poeta estaría después en Burdeos, en su último empleo de preceptor, su única estancia en el extranjero y además cerca del Océano Atlántico, en el golfo de Vizcaya. Y ahí, en la confluencia del Dordoña con el Garona, donde empieza su desembocadura y se intuye el mar, compuso un poema titulado “Recuerdo”. “Quita/ y da memoria el mar,/y el amor, diligentemente, ata los ojos”. ¿Sería el lugar de la filosofía como el mar, que quita la memoria múltiple de las cosas y las metamorfosea en otra memoria muy distinta, la de las ideas, la de la distancia que da su inmensidad? ¿Sería el amor un estar aplicado a la singularidad de cada lugar, a su regazo materno, atado a él, embargado con su presencia?

Siempre Alemania me enseña cosas, ese país —como dirá Hölderlin en una carta a su amigo Ebel— que es silencioso, discreto, en donde “se piensa mucho” y “se trabaja mucho” y que siempre me permite dejarme cosas muy entrañadas en el tintero, hasta la próxima vez.

Le Mans, a 28 de junio de 2024

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